Kitabı oku: «Los papiros de la madre Teresa de Jesús», sayfa 6

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En los carros con sus monjas llevaba, en cuanto le era posible, como hemos dicho, la vida del convento: sus rezos, horas de oración, horas de silencio; todo mirando el reloj de arena que mandaba. Los mozos que iban en la comitiva guardaban el silencio, como unos santos, y cuando lo levantaban tenían doble alegría.

En su última caminata, de Medina a Alba de Tormes, santa Teresa tuvo a disposición el vehículo femenino por antonomasia: la carroza de la duquesa de Alba... Pero, por aquel septiembre de 1582, ya no andaba la Madre para disfrutar de las comodidades de tan lujoso medio de trasporte (Teófanes).

Capítulo 10. El realismo de santa Teresa

Santa Teresa es una de esas personas realistas de veras. Ella, como los santos auténticos, suelen ser muy realistas, es decir, brillan por su realismo humano y cristiano.

Servir en lo posible al Señor

Comenzó a escribir en Toledo el 2 de junio de 1577 su gran libro Castillo interior o Las Moradas y lo terminó en Ávila el 29 de noviembre de ese mismo año. Ya al final del libro, después de haber hablado de cosas tan altas y sublimes, da la impresión de que quiere aterrizar. Bajando a las aplicaciones prácticas más esenciales fundamenta lo que andamos llamando realismo cristiano y espiritual. Y lo hace amonestando a quien quiera seguirla que tenga cuidado con los deseos grandes que algunas veces nos pone el demonio o nuestra imaginación «para que no echemos mano de lo que tenemos a mano para servir a nuestro Señor en cosas posibles, y quedemos contentos con haber deseado las imposibles» (7M 4, 14). Aquí está la clave para vivir auténticamente el realismo espiritual.

Aconsejando a su hermano Lorenzo

Desde esta observación aconseja también a su hermano Lorenzo, vuelto de las Indias, en lo temporal y espiritual. Entre los consejos que le da le dice en carta de 1576, y en otras: «vuestra merced es inclinado y aun mostrado a mucha honra»; es decir, acostumbrado a aparentar nobleza, hidalguía, a gastar lo que no se tiene para que le consideren a uno. La Santa le va a la mano y le dice que recorte todo ese boato, todos esos gastos inútiles y que «ganará más en tener para hacer limosnas con Dios y aun con el mundo, que ganarán sus hijos» (Cta 113, 3). Y va más allá: «Por ahora no querría comprase mula, sino un cuartago que aproveche para caminos y servicio». «Cuartago» significa caballo de mediano cuerpo, no le hace falta un percherón. Así la hermana monja de clausura sabe aconsejar con realismo de este mundo. Pero no termina aquí la cosa. Don Lorenzo, el «indiano», comenzó a querer imitar a su santa hermana, en el modo de hacer la oración, y otros ejercicios espirituales. Le había dicho Teresa que ella oraba también durante la noche. Lorenzo se creyó que había que levantarse, dormir menos y orar más a esas altas horas de la noche. Y ella le contesta: «en el dormir vuestra merced, digo y aun mando que no sean menos de seis horas [...]. Y le larga último golpe: «¡Qué bobo es, que piensa que es esa oración como la que a mí no me dejaba dormir! No tiene que ver, que harto más hacía yo para dormir que por estar despierta» (Cta 182, 7).

Había comprado Lorenzo una buena finca cerca de Ávila llamada la Serna. Después le empezaron a entrar escrúpulos de tal compra. Su hermana le dice que se deje de tonterías, que son tentaciones, que lo que ha gastado en esa finca está bien gastado y para que no ande con más pamplinas le dice: «No dejaba de ser santo Jacob por entender en sus ganados, ni Abrahán, ni san Joaquín, que, como queremos huir del trabajo, todo nos cansa...; que hemos de servir a Dios como Él quiere y no como nosotros queremos» (Cta 172, 11).

Con esto le está diciendo que sirva a Dios con y en sus negocios y le añade: «Desengáñese de eso, de que tiempo bien empleado, como es mirar por la hacienda de sus hijos, no quita la oración. En un momento da Dios más, hartas veces, que con mucho tiempo; que no se miden sus obras por los tiempos». Al enterarse de que Lorenzo ha hecho alguna promesa espiritual muy comprometida, se lo reprende: primero porque no le ha dicho nada antes de hacerlo; y segundo, porque hacer promesa firme de no cometer ni el más pequeño pecado venial, le parece cosa peligrosa. Y le confiesa: «Eso no lo osara yo prometer, porque sé que los apóstoles tuvieron pecados veniales. Solo nuestra Señora no los tuvo. Bien creo yo que habrá tomado Dios su intención. [...] y no le acaezca más cosa de promesa, que es peligrosa cosa» (Cta 172, 9). Le aconseja también que ponga en orden todas sus escrituras, «y póngalas como han de estar. Y lo que gastare en la Serna es bien gastado, y cuando venga el verano gustará de ir allá algún día» (Cta 172, 11).

Oración y virtudes

Otro ámbito para ver el realismo que enseña la Madre Teresa está en lo siguiente: «Torno a decir que para esto (para construir la propia vida con buenos cimientos) es menester no poner vuestro fundamento solo en rezar y contemplar; porque, si no procuráis virtudes y hay ejercicio de ellas siempre, os quedaréis enanas; y aun plega a Dios que sea solo no crecer, porque ya sabéis que quien no crece descrece, porque el amor tengo por imposible contentar de estar en un ser, adonde le hay» (7M 4, 9).

En la Santa se da este fenómeno estupendo: enseña a caminar desde lo más sencillo a lo más alto, a lo más sublime y después hace retomar tierra a sus lectores, a sus discípulos para que vuelvan a lo simple, a lo transparente, a lo de cada día, pero con ojos nuevos, con corazón enriquecido. Así, por ejemplo, explica lo que ya hemos dicho más arriba hablando de lo posible y lo imposible y enseña a posarse en la vida de cada día, en la pista de las virtudes caseras, intracomunitarias, intrafamiliares que hay que vivir como semilla y como fruto de todas aquellas sublimidades descritas anteriormente. Quien no se hace santo en el ambiente en que le toca vivir, despídase de esas fantasías de ser santo en algún otro rincón de la tierra, en el país de las maravillas, pues ese país no existe más que en la fantasía. Para no quedarse enanos enseña que hay que practicar las que llamamos virtudes humanas que hoy nos gusta más bien llamar valores humanos, aunque el valor es más amplio que la virtud. La doctrina de la Santa acerca de estos valores tiene una ventaja sobre las enseñanzas de los tratadistas de moral o espiritualidad, por ser hija de su experiencia, de su vida, de sus observaciones, y ser ella ejemplar y espejo en tales valores y virtudes. Vivir esos valores y virtudes es vivir en la realidad tal como debe ser, y echar mano de lo posible para ser persona auténtica.

Puestos a escoger esos valores humanos, puestos a hacer una verdadera antología y a escuchar la catequesis de la Santa sobre ellos con sus palabras y ejemplos, yo engarzaría como en un collar las siguientes que me parecen muy significativas y aleccionadoras: la llaneza, la alegría, la laboriosidad, la sinceridad, la verdad, el agradecimiento o gratitud, la afabilidad, la bondad, el ánimo, la confianza, la conversabilidad, el buen humor, la cortesía, la educación, la limpieza, la nobleza, la sencillez, la magnanimidad, la suavidad, la humildad, la perseverancia, la paciencia, la amabilidad, la comprensión, la ternura y la determinación como actitud decidida.

Nos bastará ya con estas 26, que he puesto a modo de letanía. Si a estas virtudes o valores se yuxtaponen los que pueden ser antivalores o antivirtud o vicios a evitar, a extirpar del huerto del alma como malas yerbas, su magisterio se ensancha y enriquece viendo lo que según ella hay que evitar y corregir. Y aquí vendrían: la murmuración, la codicia, el amor propio, la inconstancia, el celo indiscreto, la envidia, la pusilanimidad, la vanidad, la tristeza, el egoísmo...

Ya dijo ella con gracia: en esto de virtudes «es más fácil de escribir que de obrar; y aun a esto no atinara, porque algunas veces consiste en experiencia el saberlo decir, y debo atinar por el contrario de estas virtudes que he tenido» (CV 8, 1).

Siendo tan importante este mundo de las virtudes en el magisterio integral de santa Teresa, en otro momento se podría hablar más abundantemente de esos valores y virtudes; y por la unión que hay entre todas las virtudes hablar de una es, en cierto modo, hablar de todas las demás. Ahora nos basta con haber presentado ese collar de virtudes, entre las que descuella el agradecimiento o la gratitud. Era una de las virtudes más características de la Santa. Ser agradecida era en ella algo connatural, algo tan natural como respirar. Tiene conciencia clara de ello y así lo dice: «con ser yo de mi condición tan agradecida» (V 35, 11).

Capítulo 11. Condición agradecida y amorosa de santa Teresa

Ojo a la palabra «condición»

Esta palabra «condición» tiene gran importancia en los escritos de santa Teresa para entender su doctrina de la oración y otros puntos. Teresa mienta muchas veces la condición de las personas y señala con mucha sagacidad «lo que significaba para ella, lo bueno y lo aceptable, lo defectuoso y lamentable en el modo de ser de esta o aquella persona a la que se refiera». «Condición» significa modo de ser, lo temperamental de las personas, el natural, como ella dice tantas veces. Con algunos textos más explícitos se entiende muy bien lo que ella encierra en este vocablo:

 «Unas condiciones que hay de suyo amigas de ser estimadas y tenidas, y mirar las faltas ajenas, y nunca conocer las suyas, y otras cosas semejantes, que verdaderamente nacen de poca humildad» (CE 19, 5).

 «Una gente de condición pausada, que parece de descuido se les olvida lo que van a decir» (F 6, 2).

 «Tiene Teresita de Cepeda, su sobrina, una condicioncita como un ángel» (Cta 89, 3).

 Y pondera lo que suponía en su tarea de fundadora tratar con personas tan diversas: «pues en llevar condiciones de muchas personas (que era menester en cada pueblo) no se trabajaba poco» (F 27, 18).

Quien se fijaba tanto en la condición de los demás tenía conciencia clara de su propia condición y nos dice que tenía una condición amorosa y agradecida (V 15, 15). Y en otra parte hace esta confesión: «Bien veo que no es perfección en mí esto que tengo de ser agradecida; debe ser natural, que con una sardina que me den me sobornarán» (Cta 264, de 1578).

Esa su condición, ese su modo de ser lo volcará sobre Dios y sobre los demás, agradeciendo al Señor los beneficios, las mercedes, dice ella, recibidas; y agradeciendo a los demás los más pequeños servicios que le hayan podido hacer.

Frente a Dios

Reconoce «las gracias de naturaleza que el Señor le había dado (que según decían eran muchas)», aunque confiesa que en lugar de darle las gracias por ellas «de todas me comencé a ayudar para ofenderle» (V 1, 8 ).

Guapa, lista, santa

Al padre Pedro de la Purificación, que estuvo con ella en la fundación de Burgos y con el que trató mucho y con el que se confesaba, le dijo en cierta ocasión:

Sepa, padre, que me loaban de tres cosas temporales, que eran de discreta, de santa y de hermosa. Las dos creíalas yo y persuadíame que las tenía, y lo que creía era que era discreta y hermosa, que era harta vanidad; mas de que me decían que era buena y santa, siempre entendí que se engañaban, y así nunca tuve que confesarme de consentimiento de tal culpa, ni me vino vanagloria de esta alabanza (BMC 6, 384).

Y algo parecido dijo en otra ocasión al padre Gracián:

Que el mundo la había levantado tres falsos testimonios sin algún fundamento: el primero, cuando moza, en decir que era hermosa, porque cuando oyendo esto se miraba al espejo, no acababa de atinar por qué le levantaban tan gran mentira, siendo tan fea; el segundo, de bien entendida, porque cuando ella veía el entendimiento de sus hijas, se avergonzaba en hablar delante de ellas; el tercero, que era buena, y que este no podía llevar con paciencia cuando conocía sus faltas (BMC 1, 260).

Aparte de esta manera de echar balones fuera, en lo íntimo de su conciencia sabía de sobra el cúmulo de cualidades y favores recibidos de Dios y le daba las gracias rendidamente, pidiendo perdón de las veces que no había usado bien de tantos regalos. E insistirá en que estamos nadando en muestras y más muestras de la generosidad divina y ataca duramente a aquellas personas que por una mal entendida humildad no reflexionan sobre estos dones de Dios y dice: «Entendamos bien, bien, como ello es, que nos los da Dios sin ningún merecimiento nuestro, y agradezcámoslo a Su Majestad; porque si no conocemos que recibimos, no despertamos a amar» (V 10, 4). En sus escritos aparece su condición de agradecida; así, por ejemplo, en Vida explicando una de las más altas gracias del cielo dice:

Cuando este gran bien le agradecemos, acudiendo con obras según nuestras fuerzas, coge el Señor el alma, digamos ahora a manera que las nubes cogen los vapores de la tierra, y levántala toda ella [...] y sube la nube al cielo y llévala consigo y comiénzala a mostrar cosas del reino que le tiene aparejado (V 20, 2).

Aparte de este ejemplo y otros de altura, para darse cuenta del campo que da al agradecimiento frente a Dios no hay más que ver el estilo que lleva en sus explicaciones. Se trata de poner en un lado las palabras regalos-mercedes-favores-gracias y en otro la gratitud, el agradecimiento, la acción de gracias que se actúa frente a ese cúmulo de bienes gratuitamente recibidos de la mano de Dios.

Tan agradecida de condición, trataba de explicar su agradecimiento y tenía la impresión de no saber hacerlo debidamente, de ser poco agradecida, y trata de compensar esa su deficiencia pensando en alguien que supla por ella y por todos los mortales en ese orden de cosas.

Modelo de agradecimiento: Cristo Jesús

A Teresa le duele personalmente ver tanto desagradecimiento en la gente, y por eso trata de compensar esas deficiencias que descubre en sí y en los demás, y rompe en alabanzas al Señor por su generosidad; y en ella la alabanza es una especie de acción de gracias. Aunque no hable tan explícitamente en Las Exclamaciones de la acción de gracias, encontramos esta realidad presentada de un modo superior cuando se dice a sí misma: «Alégrate, ánima mía, que hay quien ame a tu Dios como Él merece; alégrate que hay quien conoce su bondad y valor; dale gracias que nos dio en la tierra quien así le conoce, como a su único Hijo» (E 7, 3). Así hace llegar su agradecimiento a la fuente, al autor de todos los bienes, que se le comunican y, como dice a continuación, «debajo de su amparo» se puede acercar a él, a Cristo el Señor, y alegrarse de la grandeza de Dios y de cómo merece ser amado y alabado y pedirle que le ayude a bendecir su nombre, y que pueda decir con verdad lo que dijo nuestra Señora: «engrandece y loa mi ánima a su Señor» (E 7, 3). Y todavía podemos pulsar su espíritu de agradecimiento cuando, hablando con los bienaventurados, les dice que tiene envidia de ellos porque estáis ya «libres del dolor que dan las ofensas tan grandes que en estos desventurados tiempos se hacen a mi Dios, y de ver tanto desagradecimiento» (E 13, 1).

Agradecimiento a los demás

Las expresiones de su agradecimiento hacía los demás eran bien notorias. Y su confesión acerca de la sardina con que la podrían sobornar es bien conocida y graciosa. Toda su vida era una acción de gracias y a nosotros nos enseña a vivir en esa misma cuerda del agradecimiento y nos enseña a orar en ese mismo tono, pues hay que quitarse de la cabeza que la oración sea siempre y solo petición, ir a mendigar, ir a pordiosear: es alabanza, es acción de gracias, es bendición, es tantas otras cosas. Quienes convivieron con ella han dado su testimonio exacto: la Madre Teresa «era en extremo agradecida de cualquier beneficio recibido, por pequeño que fuese, y lo tenía siempre en la memoria; ni consentía que jamás religiosa suya se quejase ni agraviase de personas de las cuales en otro tiempo tuviese recibido algún beneficio por pequeño que fuese» (BMC 18, 496), dice la famosa priora de Sevilla María de San José. Y otra, Isabel de Santo Domingo, confiesa que la Madre «gustaba mucho de aventajarse en esta virtud, en tanto que la oyó decir aquesta declarante a la dicha Santa, que por un jarro de agua que en cierto lugar le había dado un hombre yendo de camino a una fundación, había muchos años que muy en particular le encomendaba a Dios, y que lo mismo hacía por cualquiera otra persona que a ella o a su Orden hacía algún beneficio; y señaladamente por todos aquellos, así doctos como no doctos, así superiores como inferiores, que en sus dudas la aconsejaban» (BMC 19, 90).

Este hecho del hombre del jarro de agua era muy conocido entre sus monjas y, al declarar en los procesos canónicos teresianos, lo cuentan varias de ellas, como se ve ya por esta última declaración. Su agradecimiento estaba siempre a flor de piel y actuante frente a mercaderes, arrieros, mozos de mulas, que la acompañan en los caminos, a confesores, frailes, monjas, capellanes, letrados, obispos y a cuantos la iluminaban con sus consejos, a los maestros de obras, peones de albañil en sus fundaciones, etc.

Sea bendito...

Termino con una de las oraciones ardientes de Teresa, nacidas de esa misma su condición amorosa y agradecida: «Sea bendito por siempre que tanto da y tan poco le doy yo. Porque ¿qué hace, Señor mío, quien no se deshace toda por Vos?» (V 39, 6).

Capítulo 12. Teresa, la gran maestra de la parresia

Palabras del papa Francisco

El papa Francisco, en el discurso inaugural del Sínodo de los obispos sobre la familia, decía a los participantes: «Una condición general de base es esta: “Hablad claro. Que nadie diga: Esto no se puede decir; pensarán de mí esto o lo otro...”». Hay que decir todo lo que se siente con parresia, con franqueza.

* * *

Ya hace años publicaba yo un artículo largo que llevaba por título Parresia teresiana, Revista de Espiritualidad 40 (1981) 527-573. Repensando aquel título, se puede descomponer tranquilamente en: Teresa de Jesús, sincera y audaz con Dios y con los hombres. Sinceridad y audacia son dos realidades difícilmente separables en ella; son tan gemelas que no sobreviven una sin la otra, se fertilizan mutuamente. Es tan sincera porque es tan audaz y tan audaz porque es tan sincera.

Sinceridad para con Dios y audacia son, pues, dos manifestaciones de esa actitud denominada cuasi-técnicamente en la Sagrada Escritura «parresia» (literalmente: decirlo todo). Significa más que nada en los Hechos de los apóstoles (cuya penúltima palabra en el texto griego es precisamente «parresia»: 38,31) «la audacia», «la libertad», «la franqueza», con que bajo el impulso del Espíritu Santo, los apóstoles, heraldos del Evangelio, «anuncian el mensaje cristiano con corajuda sinceridad, gemela de la que los profetas verdaderos despliegan en el Antiguo Testamento», siendo esta una de las características más destacadas de la predicación cristiana desde el día de Pentecostés. Para decirlo con uno de los mejores conocedores de la Biblia: «La parresia es una audacia, hecha de libertad y de confianza, que permite presentarse sin temor ante un superior, ante perseguidores o algún interlocutor que pueda contradecir o reprender»[21], y confianza plena entre amigos que permite y obliga a hablar con sinceridad y claridad, sin reticencias.

Configuración teresiana de la parresia

Santa Teresa configura magistralmente la parresia de los apóstoles en la proclamación del evangelio, diciendo: «Con gran fuego de amor de Dios estaban los apóstoles; ya aborrecida la vida y en poca estima la honra que no se les daba más, a trueco de decir una verdad y sustentarla para gloria de Dios, perderlo todo que ganarlo todo, que a quien de veras lo tiene todo arriscado por Dios, igualmente lleva lo uno que lo otro» (V 16, 8).

Cátedra de parresia

Teresa forcejea con san Pablo o más bien con quienes entendían el veto del apóstol de un modo desorbitado, y los desborda a todos. Asistimos así a una pugna o agonía vital. Escribe al padre García de Toledo: «Dé voces vuestra merced en decir estas verdades, pues Dios me quitó a mí esta posibilidad» (V 27, 13). No se subirá a ningún púlpito, pero encuentra el modo de vengarse de esa limitación. Y así la vemos contándole y cantándole a Dios con la más limpia parresia lo que quisiera decir cara a cara a los hombres, a la cristiandad entera. Su cátedra será preferentemente la oración; su estilo el oracional; el tú a tú, diálogo fuerte, de poder a poder con el mismo Dios.

Teresa ora con libertad sincera y atrevida para con Dios. Hay casos en que le riñe, como hija, como amiga, como esposa. Y cuando, como le sucede, le llega la hora de las tinieblas interiores, de la noche oscura, allí la encontramos con su querella pronta y amorosamente cuidada:

Me he atrevido a quejarme a Su Majestad y le he dicho: «¿Cómo, Dios mío, que no basta que me tenéis en esta miserable vida, y que por amor de Vos paso por ello, y quiero vivir adonde todo es embarazos para no gozaros, sino que he de comer, y dormir, y negociar, y tratar con todos, y todo lo paso por amor de Vos, y que tan poquitos ratos como me quedan para gozar de Vos, os me escondáis? ¿Cómo lo puede sufrir el amor que me tenéis. Creo yo, Señor, que si fuera posible poderme esconder yo de Vos, como Vos de mí, que pienso y creo del amor que me tenéis que no lo sufriríais. No se sufre esto, Señor mío, suplícoos miréis que se hace agravio a quien tanto os ama». [...] Algunas veces desatina tanto el amor, que no me siento, sino que en todo mi seso doy estas quejas y todo me lo sufre el Señor. ¡Alabado sea tan gran Rey! ¡Llegáramos a los de la tierra con estos atrevimientos! (V 37, 8-9).

Cuando se encontraba con la oposición más dura a su primera fundación en San José de Ávila y le mandaron que lo dejase todo, se enfrenta con el Señor y le dice: «¡Señor!, esta casa no es mía; por Vos se ha hecho; ahora que no hay nadie que negocie, hágalo vuestra Majestad» (V 36, 17). Que en lenguaje casero significa: ahí queda eso. También cuando el traslado a la nueva casa de Salamanca, le pasó algo parecido: «Dije a nuestro Señor, casi quejándome, que: o no me mandase entender en estas obras, o remediase aquella necesidad» (F 19, 9).

Además de pedir cuentas a Dios de esta manera y de otras parecidas, abunda en clamores a Cristo Jesús, del que dice que «veía que aunque era Dios que era Hombre, que no se espanta de las flaquezas de los hombres, que entiende nuestra miserable compostura. ¡Oh Rey mío!, en todo se puede tratar y hablar con Vos, como quisiéremos» (V 37, 5).

En ninguno de sus arrebatos oracionales, llenos de la más alta parresia, se trata de oraciones aprendidas o prefabricadas. Son agua viva, fuentes de agua viva alumbrada por el Espíritu Santo, maestro y mantenedor de la oración. Desde sus arrebatos parresiásticos defiende también a Cristo ante el Padre. Su parresia alcanza una cumbre altísima cuando se atreve ella a ser intercesora, la medianera, la «tercera» (CV 3, 9), como dice, entre Cristo y el Padre Celestial. Cuando se encuentra con que Cristo Jesús es tan vilipendiado, olvidado, perseguido, menospreciado en el mundo, se levanta Teresa y presiona al Padre Celestial:

Mirad que aún está en el mundo vuestro Hijo; por su acatamiento cesen cosas tan feas y abominables y sucias; por su hermosura y limpieza no merece estar en casa adonde hay cosas semejantes. No lo hagáis por nosotros, Señor, que no lo merecemos: hacedlo por vuestro Hijo (CV 35, 4).

Pero su parresia que es tan fuerte tiene un freno. No se atreve a pedir al Padre que quite la Eucaristía del mundo, que el Hijo nos abandone. No quiere ni puede pedir ese traslado, pues «ya que una vez nos le dio para que muriese por nosotros, ya “nuestro es”. No nos le puede quitar, pues no se ha quedado sino “para ayudarnos y animarnos y sustentarnos”». ¡Y necesitamos tanto estas tres cosas: ayuda, ánimo y sustento! El texto oracional teresiano suena así: «Pues suplicaros que no esté con nosotros, no os lo osamos pedir. ¿Qué sería de nosotros? Que si algo os aplaca, es tener acá tal prenda. Pues algún medio ha de haber, Señor mío, póngale vuestra Majestad» (CV 35, 4).

También se pronuncia santa Teresa en favor del Padre Eterno. Hace la Santa su semblanza del Padre Celestial e insiste ante el Hijo a favor del Padre, y entre otras cosas le dice:

Mirad, Señor mío, que estáis en la tierra y vestido de ella, pues tenéis nuestra naturaleza, parece tenéis causa alguna para mirar nuestro provecho; mas mirad que vuestro Padre está en el cielo, Vos lo decís, es razón que miréis por su honra. Ya que estáis Vos ofrecido a ser deshonrado por nosotros, dejad a vuestro Padre libre. No le obliguéis a tanto por gente tan ruin como yo, que le ha de dar tan malas gracias (CV 37, 3).

La parresia oracional en santa Teresa es significativa cien por cien. Ya en las oraciones parresiásticas que hemos repasado había una valentía y audacia singulares. Términos usados por ella como «osar», «atreverse», «osadía», «atrevimiento» están apuntando a ese factor de intrepidez.

La parresia no se desata solo en la oración sino en la audacia en decir y en denunciar verdades. Y así podemos ver cómo y hasta dónde santa Teresa es valiente frente a los hombres.

Su parresia brota de su vida teologal, es aliento del Espíritu que la enseñaba a orar y la inspiraba fuerte y dulcemente; pero también en mil casos presupone lo animoso del temperamento de la Santa, de su condición: «Era menester –confiesa– ayudarme de todo mi ánimo, que dicen no le tengo pequeño, y se ha visto me le dio Dios harto más que de mujer» (V 8, 7).

En esta tribuna teresiana se pueden apuntar no pocas gestas de su ánimo, tales como su audacia contra Satanás, audacia contra el mundo, audacia contra los luteranos; dejando por el momento estos puntos, se puede ver su audacia, su parresia en decir verdades. Una de las experiencias místicas más altas que tuvo se refiere a la que iguala a la Verdad con Dios. La verdad que se le dio a entender «es en sí misma verdad, y es sin principio ni fin, y todas las demás verdades dependen de esta verdad, como todos los demás amores de este amor, y todas las demás grandezas de esta grandeza» (V 40, 4). Así se expresa en el último capítulo del libro de su Vida. Y con anterioridad en esa misma obra ha formulado: «¡Bienaventurada alma que la trae el Señor a entender verdades!» (V 21, 1).

Verdades para el Rey y la corte

Inmediatamente después de esta bienaventuranza, grita: «¡Oh, qué estado este para los reyes! ¡Cómo les valdría mucho más procurarle, que no gran señorío! ¡Qué rectitud habría en el reino! ¡Qué de males se excusarían y habrían excusado! Aquí (en el último grado de oración) no se teme perder vida ni honra por amor de Dios. ¡Qué gran bien este para quien está obligado a mirar la honra del Señor que todos los que son menos, pues han de ser los reyes a quien sigan» (V 21, 1). Parece clara y directa la alusión a la corte y a la persona de Felipe II, a quien, por otra parte, tanto veneraba y quería que se le encomendase mucho en sus monasterios.

Como, según ella, para decir y proclamar ciertas verdades hay que tener el mundo bajo los pies, no temía hablar este lenguaje. Y se desfoga con Dios con la fuerza y el ímpetu de su parresia:

¡Oh Señor!, si me dierais estado para decir a voces esto, no me creyeran, como hacen a muchos que lo saben decir de otras suertes que yo; mas al menos satisficiérame yo [...]. Paréceme que tuviera en poco la vida por dar a entender una sola verdad de estas; no sé después lo que hiciera, que no hay que fiar de mí. Con ser la que soy, me dan grandes ímpetus por decir esto a los que mandan, que me deshacen. De que no puedo más, tórnome a Vos, Señor mío, a pediros remedio para todo (V 21, 2).

Y se le ocurre un remedio originalísimo y entrañable: «Bien sabéis Vos –atención al gesto de generosidad– que muy de buena gana me desposeería yo de las mercedes que me habéis hecho, con quedar en estado que no os ofendiese –esta es la única condición que pone– y que se las daría a los reyes; porque sé que sería imposible consentir cosas que ahora se consienten, ni dejar de haber grandísimos bienes» (ib).

Este «bien sabéis Vos» con que inicia la confidencia hace ver que no se trata de una oración repentina en la que se le ocurrió esta renuncia, sino que es algo que lo tiene madurado en el alma y lo ha tratado más de una vez con Dios, con Jesucristo, «Rey de la gloria». Su último grito parresiástico por los reyes suena así: «¡Oh Dios mío! Dadles a entender a lo que están obligados» (V 21, 3). En la corte viene a decir, en otra parte, que no hay gente, no hay personas (que sean los privados de los reyes) que «tengan el mundo debajo de los pies, porque estos hablan verdades que no temen ni deben; no son para palacio, que allí no se deben usar, sino callar lo que mal les parece, que aun pensarlo no deben osar, por no ser desfavorecidos» (V 37, 5).

Teresa no solo pensó tantas verdades, sino que se las dijo a su confesor y a Dios y le envió un mensaje al Rey. Habiendo entendido en la oración que le dijese al rey Felipe II que se acordase de Saúl (a quien Dios quitó el reino para dárselo a David), la Santa se resistía a decírselo. Sus confesores le mandaron que lo hiciese, cumpliendo esta voluntad divina. Obedeció y, desde entonces, el Rey la estimó en mucho y le enviaba a decir que le encomendase mucho a Dios, y se escribieron muchas veces el uno a la otra, con mucha llaneza y ella le llamaba «mi amigo el Rey». De las cuatro cartas teresianas que se conservan dirigidas a Felipe II, dos de ellas son otros tantos recursos apremiantes al Rey para que se sepa la verdad en el caso del padre Jerónimo Gracián, y para que triunfen la verdad y la justicia en el caso de san Juan de la Cruz, encarcelado injustamente.