Kitabı oku: «Los papiros de la madre Teresa de Jesús», sayfa 7
Ya solo con todas estas verdades que denuncia ante el Rey queda bien clara su audacia, su parresia. Y no se termina aquí su valentía, y se podrían recoger nuevos acentos de la valentía de esta mujer a otras categorías de personas.
Enamorada de la Verdad, santa Teresa la defendía siempre con gran ardor y valentía. Y cuando se trataba de denunciar verdades y hacérselas saber a otros no dudaba.
Verdades para los predicadores
En sus Meditaciones sobre los Cantares hace esta presentación:
Predica uno un sermón con intento de aprovechar las almas; mas no está tan desasido de provechos humanos que no lleva alguna pretensión de contentar, o por ganar honra o crédito, o que si está puesto a llevar alguna canonjía por predicar bien. Así son otras cosas que hacen en provecho de los prójimos, muchas y con buena intención; mas con mucho aviso de no perder por ellas ni descontentar. Temen la persecución; quieren tener gratos los reyes y los señores y el pueblo; van con discreción que el mundo tanto honra (MC 7, 4).
Frente a estos, de quienes ya ha señalado unos cuantos defectos, es decir, se los ha denunciado, presenta a los auténticos hombres de Dios y mensajeros del Evangelio a carta cabal. Estos «por contentar más a Dios, se olvidan a sí por ellos (por sus prójimos) y pierden las vidas en la demanda, como hicieron muchos mártires, y envueltas sus palabras en este tan subido amor de Dios, emborrachados de aquel vino celestial, no se acuerdan; y si se acuerdan, no se les da nada descontentar a los hombres. Estos tales aprovechan mucho» (MC 7, 5). Con este estilo de contraposición quedan todavía más patentes los defectos de los anteriores.
Es la Santa amiga de esa terminología de «embriaguez», «emborrachar», «borrachez», etc., que lleva a un cierto desatino, «glorioso desatino», «celestial desatino», «celestial locura» para hablar tan atrevidamente con Dios y denunciar los males de los hombres.
Y denuncia la excesiva cordura de muchos predicadores. Según ella, no están borrachos, no están tomados del vino del amor de Dios, y por eso hacen poco, son poco atrevidos; se muerden la lengua.
Verdades a los detentores de riquezas
La audacia ebria que tiene santa Teresa en aconsejar a quien ella ve que lo necesita, la lanza, aunque sea desde las páginas de sus libros, y la mete en un tema tan candente y tan de actualidad para nuestro mundo, como puede ser la propiedad de las riquezas acumuladas sin productividad o despilfarradas en gastos inútiles.
Quiere tratar en sus Meditaciones sobre los Cantares de la paz verdadera, pero antes reflexiona sobre «Nueve maneras de falsa paz, que ofrecen al alma el mundo, la carne y el demonio» (MC 2). Para comenzar en firme conjura a sus hijas: «Dios os libre de muchas maneras de paz que tienen los mundanos; nunca Dios nos la deje probar, que es para guerra perpetua» (MC 2, 1).
Uno de los dominios de esa falsa paz son las riquezas. Y arranca: «¡Oh con riquezas! Que si tienen bien lo que han menester y muchos dineros en el arca, como se guarden de hacer pecados graves, todo les parece está hecho». Y, como quien entra en la conciencia de esos ricos, va dejando a la intemperie sus gestos y comportamiento: «Gózanse de lo que tienen; dan una limosna de cuando en cuando; no miran que aquellos bienes no son suyos, sino que se los dio el Señor como a mayordomos suyos para que partan a los pobres, y que le han de dar estrecha cuenta del tiempo que lo tienen sobrado en el arca, suspendido y entretenido a los pobres, si ellos están padeciendo» (MC 2, 8).
«Solo una santa como Teresa podía decir frases tan fuertes como estas sin que sonasen a fácil demagogia revolucionaria»[22]. Algo más adelante insiste: cualquier rico de estos ha de dar estrecha cuenta: «y ¡cuán estrecha! Si lo entendiere no comería con tanto contento ni se daría a gastar lo que tiene en cosas impertinentes y de vanidad». El rico pide cuentas a su mayordomo. Dios se las pedirá a él, ya que, como ha dicho, las riquezas se le han entregado como a mayordomo de Dios para los pobres que vienen a ser los dueños y destinatarios. Los desvelos y sobresaltos, y «mientras más hacienda, más».
Falsa paz en las alabanzas
Santa Teresa estaba harta de que fueran diciendo de ella que era una santa; no lo podía sufrir. Y aconseja a sus monjas acerca de este tema: «Es lo más ordinario en decir que sois unas santas, con palabras tan encarecidas, que parece los enseña el demonio». Las previene contra este peligro diciendo: «Por amor de Dios os pido que nunca os pacifiquéis en estas palabras, que poco a poco os podrían hacer daño y creer que dicen verdad, o en pensar que ya es todo hecho y que lo habéis trabajado» (MC 2, 12).
La lacra del fariseísmo
Acaba de denunciar el peligro de creerse uno santo porque se lo llaman otros; pero hay un peligro mucho mayor en aparentar santidad, estarse buscando a uno mismo y fabricando a su alrededor ese halo de santidad y de soberbia solapada. Ingrediente de este modo de ser y de vivir es la hipocresía, los puntos de honra. Según Teresa de Jesús, «no hay tóxico en el mundo que así mate como estas cosas (de mayorías) la perfección» (CV 12, 7). Santa Teresa tiene mucha experiencia sobre estas cosas y describe el caso de una persona comida por el interés y los puntos de honra, que pudo observar y detectar. La desatinaban algunas personas a las que parecía que no les faltaba nada para ser «amigas de Dios», y en la realidad espiritual estaban lejísimos de serlo. Y cuenta un caso extremo, que reproduciremos más adelante en el capítulo dedicado a los puntos de honra.
Final
La parresia en cuanto a la audacia en la oración y en cuanto a las denuncias de la conducta de las personas es un gran capítulo en la vida y en los escritos de la Santa. Y en sus libros se encarna en el mundo de la oración atrevida y valiente, y en las denuncias no menos atrevidas y valientes de toda clase de corrupción moral en la conducta humana. Aquí hemos ofrecido solo unas muestras de esa realidad, haciendo ver lo santamente libre que era santa Teresa de Jesús ante Dios y ante los hombres.
Capítulo 13. Teresa, la comprometida y comprometedora
¿Cómo era?
Santa Teresa dice de sí misma: «Era tan honrosa que me parece no tornara atrás por ninguna manera habiéndolo dicho una vez» (V 3, 7). Esto lo dice cuando manifestó a su padre su determinación de hacerse monja. La lectura de las Cartas de san Jerónimo la animaron en sus propósitos de vida religiosa «de suerte que me determiné decirlo a mi padre, que casi era como tomar el hábito». Su padre se opuso por tanto como la quería, y no pudo convencerle ni ella ni otras personas que le hablaron. Teresa, aunque fuerte en su decisión, se teme a sí misma no sea que por flaqueza se vuelva atrás (V 3, 5-7). Ya ha aparecido una de sus palabras más decisivas: «me determiné». Comprometida, pues, con su conciencia que la empuja a irse al convento, va a comprometer a otro de su casa, a un hermano suyo, a Juan de Ahumada. Así lo cuenta: «En estos días que andaba con estas determinaciones había persuadido a un hermano mío que se metiese fraile» (V 4, 19). De nuevo aparece la palabra «determinaciones».
En su profesión religiosa
Conociendo ya sus obligaciones y compromisos como bautizada, al emitir su profesión el 3 de noviembre de 1537, toma conciencia de sus compromisos como religiosa. Trata de afinar en su fidelidad a la vida carmelitana que ha profesado, y profundizando en ella se encuentra con la realidad de su bautismo y dirá a sus monjas: «Nosotras estamos desposadas, y todas las almas por el bautismo» (CE 38, 1). Y refiriéndose al desposorio espiritual por el camino de la perfección hará una reflexión tan profunda como pocas veces se había hecho hasta entonces. Hay que entender, dice, «con quién estamos casadas y qué vida hemos de tener»; es decir, cuáles son sus compromisos de vida religiosa. Va entablando su reflexión y la abre con esta exclamación: «¡Oh, válgame Dios!, pues acá, cuando uno se casa, primero sabe con quién, quién es y qué tiene; nosotras ya desposadas, antes de las bodas, que nos ha de llevar a su casa» (CV 22, 7). Continúa argumentando desde lo que pasa en el matrimonio humano:
¡Oh, válgame Dios! Pues acá no quitan estos pensamientos a las que están desposadas con los hombres, ¿por qué nos han de quitar que procuremos entender quién es este hombre, y quién es su Padre, y qué tierra es esta adonde nos ha de llevar, y qué bienes son los que promete darme, qué condición tiene, cómo podré contentarle mejor, en qué le haré placer, y estudiar cómo haré mi condición que conforme con la suya? Pues si una mujer ha de ser bien casada, no le avisan otra cosa sino que procure esto, aunque sea hombre muy bajo su marido (CV 22, 7).
Tanta doctrina como vierte aquí santa Teresa da materia para reflexionar en profundidad sobre lo que significa el carisma de la vida religiosa y el estar desposada con Cristo en la Iglesia, Esposa de Cristo.
Habiéndose explayado tan claramente de esa manera no descansa la Madre sino que se dirige a Cristo Jesús para decirle: «Pues, Esposo mío, ¿en todo han de hacer menos caso de que de los hombres? Si a ellos no les parece bien esto, dejen a vuestras esposas que han de hacer vida con vos. Es verdad que es buena vida. Si un esposo es tan celoso, que quiere no trata con nadie su esposa, ¡linda cosa es que no piense en cómo le hará este placer y la razón que tiene de sufrirle y de no querer que trate con otro, pues en él tiene todo lo que puede querer!» (CV 22, 8).
Ser buena esposa conforme a la semblanza que ella misma traza no es sino vivir lo mejor posible el compromiso de ese tipo de matrimonio o alianza con Dios.
Comprometiendo a otras
Comprometida así la Santa con Cristo Jesús, se empeña en comprometer a otras, a sus monjas en esa misma vida de entrega, oración y sacrificio. Comprometida surge así como comprometedora, buscando gente que la quiera seguir en su obra de fundadora. De ese anhelo se alimentaba su ilusión de levantar una iglesia más al Señor, de abrir un convento más. Las normas de vida que plantea a sus monjas en las Constituciones las están ayudando a comprometerse con el Señor y con las hermanas. Sus hijas no se sentían menos comprometidas, como hacen ver las declaraciones que hacen acerca de la voluntad de la Madre en la fundación de sus conventos. Su sobrina Teresita, monja descalza, declara:
Lo que la movió para este principio (de la nueva vida carmelitana) fue la gloria de Dios nuestro Señor y el bien de las almas, y emplear ella y las que la siguiesen toda su vida y oración en rogar por el aumento de la Iglesia católica y destrucción de las herejías, las cuales –y en especial las de Francia– le daban tanta pena que le parecía que mil vidas pusiera para remedio de un alma de las muchas que allí se perdían, y viéndose mujer inhabilitada para aprovecharle en lo que quisiera, determinó hacer esta obra para hacer guerra con las oraciones y vida suya y de sus religiosas a los herejes y ayudar a los católicos con ejercicios espirituales y continua oración. Decía le daba gran gozo ver una iglesia más en que estuviera el Santísimo Sacramento (BMC 18, 190-191).
Aparte de las declaraciones de sus monjas, hacen declaraciones parecidas otras personas de fuera de la Orden, tales como Julián de Ávila, el famoso capellán, y Juan de Ovalle, casado con Juana de Ahumada, hermana de la Santa, que declara: «Muchas veces dijo a este testigo que el principal intento que había tenido a hacer estas fundaciones era ver la perdición de Francia y Alemania e Inglaterra, para en estas casas juntar algunas almas que suplicasen a Nuestro Señor por la reducción de estos herejes y por los prelados de la Iglesia; y que así, cuando le iban a pedir cosas a veces sin concierto y como cual tenía la necesidad, decía a este testigo: “qué les parece que no hemos de cargar de todas sus cosas; principalmente nos juntó el Señor para suplicarle esto, y que se compadezca de las ánimas de estos, que por cada una ánima daría yo mil vidas”» (BMC 18, 126-127).
Desconfiando totalmente de que la ruptura de la cristiandad se pudiera remediar con las armas, organizó santa Teresa su ejército de contemplativas, comprometidas en la tarea del apostolado del sacrificio y la oración, dejando, definitivamente, en manos del Señor, la solución y resolución de tantas desgracias. En esta su misión de fundadora tenía santa Teresa una conciencia clarísima de que esa era la voluntad de Dios sobre ella y por eso arrostró tantos trabajos y sufrimientos por complacer al Señor en esta obra de espectro eclesial enorme. Así funcionaba esta mujer tan comprometida y comprometedora, si las hubo.
Habla Julián de Ávila
El famoso capellán Julián de Ávila, viendo el incremento que iba tomando la obra de la Santa, dice:
Porque si se tiene en mucho el que un santo haya sido principio de un monasterio, ¿en qué se ha de tener que esta sierva de Dios haya sido principio y cabo de tantos monasterios, y de una religión de frailes, la más perfecta que se hallará en la Iglesia de Dios? Y que esto haya sido tan presto, que con no ser yo muy viejo, y cuando la empecé a conocer sería yo de más de treinta años, y en menos de otros treinta he visto los principios de las descalzas y de los descalzos, y están el día de hoy y tantas casas y conventos como si hubiera ciento o doscientos años que empezó. [...] ¿Pues quién diremos ha andado por aquí sino la mano del Señor que todo lo puede, y escogió a una mujer, y por su mano quiso que fuesen cosas tan grandes que tuviesen todos con qué se espantar y maravillar y alabar al Señor que tanto puede? (BMC 18, 225).
Por los siglos de los siglos
La obra de Teresa, la comprometida y la comprometedora, no terminó cuando ella murió sino que ha seguido en acción entre sus hijas e hijos. Y la Madre puede estar contenta de las grandes hijas e hijos que ha tenido. Basta pensar solamente en las que ya están glorificadas por la Iglesia: santa Teresa Margarita Redi (1747-1770), santa Teresa del Niño Jesús (1873-1897), santa Teresa de los Andes (1900-1919), santa Teresa Benedicta de la Cruz –Edith Stein– (1891-1942) o santa Maravillas de Jesús (1891-1974). Y últimamente el 17 de mayo de 2015 ha sido canonizada por el papa Francisco la beata María de Jesús Crucificado, la que llamamos la Arabita (1846-1878). Y a todas estas hay que añadir otra gran multitud de beatificadas por la Iglesia y tantas y tantas más o menos anónimas que se han santificado en los claustros del Carmelo. Teresa, la comprometida, comprometió ya a tantas en su vida y sigue haciéndolo ahora mismo comprometiendo a personas generosas que siguen sus huellas.
Capítulo 14. Las Exclamaciones de la Madre Teresa
Noticia textual y autoría
Del librito teresiano que lleva este título sabemos poco más de lo que fray Luis de León puso en su primera edición de las obras de la Madre Teresa de Jesús en 1588, al titularlo: «Exclamaciones o meditaciones del alma a su Dios, escritas por la Madre Teresa de Jesús, en diferentes días, conforme al espíritu que le comunicaba nuestro Señor después de haber comulgado, año de mil y quinientos y sesenta y nueve». Solemos referirnos más que nada a Exclamaciones, pero, como precisa el primer editor, se trata también de Meditaciones.
Que Teresa sea la autora de las Exclamaciones es ella misma la que lo dice en la última: «¿Para qué hablo? Para que cuando veo despierta mi miseria, Dios mío, y ciega mi razón, pueda ver si la hallo aquí en esto escrito de mi mano» (E 17, 2).
Vocabulario exclamativo teresiano
La exclamación que más usa es el «¡oh!», un total de 100 veces. Usa también «ay», 14 veces, o «cuán», 4. Lo que da un total de 118 interjecciones. Estos son los vocablos más propiamente exclamativos, pero abundan mucho también (noventa y tantas) las interrogaciones que tienen en la boca y en la pluma de la Santa una fuerza exclamativa tan grande o más que las exclamaciones.
Si hacemos caso de que las escribió, como dice Luis de León, después de comulgar, podríamos detenernos en lo que ella dice de ese tiempo de poscomunión. Sabiendo «que estaba allí cierto el Señor dentro de mí, poníame a sus pies, pareciéndome no eran de desechar mis lágrimas; y no sabía lo que decía, que harto hacía quien por sí me las consentía derramar, pues tan presto se me olvidaba aquel sentimiento» (V 9, 2).
Pero sobre todo hay que fijarse en lo que aconseja a sus monjas para después de comulgar: «Estaos vos con Él de buena gana; no perdáis tan buena razón de negociar como es la hora después de haber comulgado. [...] Este, pues, es buen tiempo para que os enseñe nuestro Maestro y le oigamos y besemos los pies porque nos quiso enseñar, y le supliquéis no se vaya de con vos» (CV 34, 10).
«Negociar», «negocio» para la Santa quiere decir algo muy importante. Y ¿cuáles eran esos negocios, esos asuntos tan importantes a tratar con el Señor recibido en la comunión?
Realidades sorprendentes
En el estudio que hice y que está publicado en Introducción a la lectura de santa Teresa, Espiritualidad, Madrid 20022, 574-575, encerraba yo en 20 títulos la gama de realidades sorprendentes, frente a las cuales el alma de Teresa se siente sacudida, sobrecogida y sobresaltada. Aunque no podamos detenernos en ese mundo tan vasto quiero señalar como formulaciones doctrinales mejor logradas especialmente cuatro:
Importancia del amor que «da valor a todas las cosas» (5, 2).
Cómo poseer más enteramente a Dios en fuerza de la práctica del amor al prójimo: dejar a Dios por el prójimo (2, 1-2).
Conocimiento, amor y deleite entre las «soberanas Personas» de la Santísima Trinidad que no necesita del amor de las criaturas para ser feliz. Alegría del alma llamada a participar de la vida divina (7, 2-33).
Y toda la exclamación 17, la última.
Las Exclamaciones hay que considerarlas como la autobiografía oracional y apostólica de la Madre Teresa y me atrevo a decir que no hay mejor camino para conocer su personalidad que estudiarla, escucharla y hasta espiarla cuando ora (como hace en las Exclamaciones) durante el tiempo que emplea en sus diálogos suaves, o tormentosos, pero siempre sinceros y audaces con Dios. El impacto dejado en ella por esas realidades sorprendentes da origen o hace nacer en ella preguntas, exclamaciones, consideraciones, ponderaciones, arrepentimientos, propósitos, fatigas interiores, crispaciones, denuncias proféticas, etc., y todo ello fundido en apóstrofes o diálogos ardientes del alma de la santa doctora que busca interlocutores con quienes compartir y en quienes depositar tanto cargamento.
Interlocutores
Los interlocutores escogidos por ella son: el Padre Celestial, Cristo Jesús, la propia alma, los bienaventurados del cielo, los hijos de los hombres, los cristianos, los mortales, los pecadores, los hermanos e hijos de Dios, la Sabiduría divina, su libre albedrío, la propia vida, el amor de Dios, la hermana muerte, los tormentos sin fin del infierno, las fuentes vivas de las llagas de Cristo.
Advierto que lo que llama «guerra de amor», comenzada por Dios, se refiere al enamoramiento recíproco del Señor, de Cristo Jesús y el alma que suspira por ir a ver al Señor, librándose de esta mortalidad. El Cantar de los cantares alimenta esa guerra, esa «batalla admirable». Su actitud al final es la siguiente: «Véisme aquí» (15, 2); «y ya que se ha de vivir, vívase para vos» (15, 3).
De todos los interlocutores nombrados, los que se llevan la palma en esa variedad de oraciones indicada, son el Padre Celestial y Cristo Jesús. Se trata del Señor-Dios, con todos los tonos o variantes que le proporciona su fe y le sugiere su corazón de santa enamorada: Padre, Creador, Bien, Jesús, Redentor, Hermano, Vida, Todopoderoso, Amigo, Rey, Sabiduría, Príncipe, Cristo, Amador, Esposo. Todos estos títulos abrazados fuertemente a ese frecuentísimo posesivo «mío» que, sin robárselo a nadie, hace tan suyo a Dios, dan la razón a lo que refiere el padre Ribera. Dice este primer biógrafo teresiano: «Decía (la Santa) que se holgaría de ver a otros en el cielo con más gloria que a sí, pero no sabía si se holgaría de que otro amase más a Dios que ella»[23].
¿Qué negocios trata con Dios Padre?
El temor de no servir a Dios. El arbitrar el modo de amarlo y servirlo como es debido. El acertar a hacer lo que debe sin deshacer las grandezas de que Dios la hace partícipe. Cómo saber cierto que no está apartada de Dios. En el ímpetu de su oración se mete en la vida íntima de la Santísima Trinidad y navega en el misterio divino con un arte singular, y puede decir con fray Luis de León: «Veo más mares cuanto más navego».
Y todas estas reflexiones llegan envueltas y ungidas de exclamaciones al Padre Celestial, a quien le habla tantas veces de su Hijo, y de su amor por nosotros, etc., de modo parecido a como lo hace en el Camino (CV 3, 8).
En este punto podemos incluir lo que ella califica de desatinos. Usa esta palabra «desatino» 83 veces; «desatinar», 17 veces y «desatinado», 25.
Uno de los desatinos más grandes es el siguiente, literariamente muy bien escrito:
Oh, válgame Dios, Señor! ¡Oh, qué dureza; oh, qué desatino y ceguedad! Que si se pierde una cosa, una aguja, o un gavilán que no aprovecha de más de dar un gustillo a la vista de verle volar por el aire, nos da pena, ¡y que no la tengamos de perder esta águila caudalosa de la Majestad de Dios y un reino que no ha de tener fin el gozarle! ¿Qué es esto? Yo no lo entiendo. Remediad, Dios mío, tan gran desatino y ceguedad (14, 4).
Otro desatino:
¿Qué es esto, Señor, que para todo somos cobardes, sino es para contra Vos? Aquí se emplean todas las fuerzas de los hijos de Adán. Y si la razón no estuviese tan ciega, no bastarían las de todos juntos para atreverse a tomar armas contra su Criador y sustentar guerra contra quien los puede hundir en los abismos en un momento (12, 1).
Y este otro:
¡Cómo fue necesario todo el amor que tenéis a vuestras criaturas para poder sufrir tanto desatino (de ir contra Dios) y aguardar a que sanemos, y procurarlo con mil maneras de medios y remedios! [...]. ¿Qué es esto, Bien mío, qué es esto? (12, 2).
Acabamos de proclamar tres de los muchos desatinos identificados por la Santa. Y viendo que no atinamos se dirige al Señor con esta plegaria:
Habed piedad, Criador, de estas vuestras criaturas. Mirad que no nos entendemos, ni sabemos lo que deseamos, ni atinamos lo que pedimos. Dadnos, Señor, luz; mirad que es más menester que al ciego que lo era de su nacimiento, que este deseaba ver la luz y no podía. Ahora, Señor, no se quiere ver. ¡Oh, qué mal tan incurable! Aquí, Dios mío, se ha de mostrar vuestro poder, aquí vuestra misericordia (8, 2).
Cristo Jesús, interlocutor extraordinario
Conociendo el amor que la Santa tenía a la persona de Cristo, vemos cómo habla con él, cómo se refiere a sus misterios, y cómo le gusta recordar este o el otro acontecimiento de la vida del Señor. Y esto lo hace, a veces, hablando con el Padre Celestial (3,1). Ejemplo magnífico de esto en un párrafo tan apretado como el siguiente: «Considerando la gloria que tenéis, Dios mío, aparejada a los que perseveran en hacer vuestra voluntad, y con cuántos trabajos y dolores la ganó vuestro Hijo, y cuán mal lo teníamos merecido, y lo mucho que merece que no se desagradezca la grandeza del amor que tan costosamente nos ha enseñado a amar, se ha afligido mi alma en gran manera. ¿Cómo es posible, Señor, se olvide todo esto, y que tan olvidados estén los mortales de Vos cuando os ofenden?» (3, 3).
Un poco más adelante llama a Cristo «el Hijo de la Virgen» y «mansísimo Jesús». Aunque aplique sus reflexiones a todos los mortales, le gusta referir a su propia persona las acciones de Cristo y lo confiesa abiertamente (3, 3).
Las efusiones oracionales de su corazón hacia Cristo Jesús son bien sentidas: «¡Oh bien mío, qué presentes teníais las culpas que he cometido contra Vos! Sean ya acabadas, Señor, sean acabadas, y las de todos» (10, 2).
Y esta otra: «Quien no le amare (al prójimo) no os ama, Señor mío, pues con tanta sangre vemos mostrado el amor tan grande que tenéis a los hijos de Adán» (2,2). Un ejemplo más: «No miréis nuestra ceguedad, mi Dios, sino a la mucha sangre que derramó vuestro Hijo por nosotros; resplandezca vuestra misericordia en tan crecida maldad; mirad, Señor, que somos hechura vuestra; válganos vuestra bondad y misericordia» (8, 3).
Cuando en páginas anteriores hemos hablado de la «condición agradecida y amorosa» de la Madre Teresa nos hemos servido de un gran párrafo de la exclamación 7, 4, y de su genialidad al decirse a sí misma: «Alégrate, ánima mía, que hay quien ame a tu Dios como él merece; alégrate que hay quien conoce su bondad y valor; dale gracias que nos dio en la tierra quien así le conoce, como a su único Hijo» (7, 3). Así hace llegar su agradecimiento a la fuente, al autor de todos los bienes.
Hablar de otros interlocutores, menos importantes que estos dos principales: el Padre Celestial y Cristo Jesús, sería alargarnos demasiado.
¿Cuál es la mejor exclamación?
Hay lectores que quieren saber cuál de las exclamaciones teresianas es la mejor. Todas son buenas, pero algunas nos pueden parecer mejores que otras. Yo, puesto a escoger, sin dar la preferencia a ninguna, señalaría tres de las 17 exclamaciones.
Me gusta la segunda por el discernimiento que hace la autora entre al amor de Dios y el amor del mundo. Es muy sagaz, y pienso que habla así desde su experiencia de joven cuando anduvo un poco enamoriscada. Según ella, el amor del mundo, quiere decir, el amor a otra persona del mundo, «no quiere compañía, por parecerle que le ha de quitar de lo que posee». El ejemplo es muy fácil: se enamoran dos galanes de una muchacha y ya tenemos la guerra, precisamente porque si va a ser para ti, ya no puede ser para mí, porque se trata de un amor limitado.
Al contrario dice: «El amor de mi Dios mientras más amadores entiende que hay, más cree; y así sus gozos se templan (se disminuyen) en ver que no gozan todos de aquel bien. Y curiosamente se sufre pensando en los muchos que hay que no quieren las riquezas encerradas en el amor de Dios. Y así el alma busca medios para buscar compañía. Y reflexiona en serio pensando que los gozos de la tierra son inciertos, aunque parezcan dados de Vos, mientras vivimos en esta mortalidad, si no van acompañados con el amor del prójimo». Su palabra definitiva es: «Quien no le amare, no os ama, Señor mío; pues con tanta sangre vemos mostrado el amor tan grande que tenéis a los hijos de Adán» (2, 1-2).
La exclamación quinta irrumpe con una serie de preguntas sobre sus peticiones, y de este torbellino salta a un recuerdo que le viene algunas veces de la queja de santa Marta en Betania. Recrea sutil y femeninamente la queja de Marta sobre su hermana María. Y cree que Marta no solo se quejaba de su hermana sino que está segura de que su mayor sentimiento era parecerle que Cristo Jesús no se dolía de que ella tuviera tanto que trabajar ni se preocupara para nada de que también ella, Marta, pudiese estar con él, como lo estaba María. Y sospecha santa Teresa que Marta sentía que Cristo Jesús no la amaba tanto como a su hermana; y esto le dolía más que el servir a quien tenía ella tan gran amor, «pues el amor hace tener por descanso el trabajo». Esta batalla de los celos en el corazón de Marta le resulta clara a Teresa de Jesús, en el dato de que no se queja directamente a su hermana sino que va con toda su queja al Señor, «que el amor la hizo atrever a decir que cómo no teníais cuidado. Y aun en la respuesta (de Cristo) parece ser y proceder la demanda de lo que digo; que solo amor es el que da valor a todas las cosas; y que sea tan grande que ninguna le estorbe a amar, es lo más necesario» (5, 2).
Estas dos exclamaciones son muy buenas, pero creo que la mejor y más rica en contenido es la última, la 17. Dada la gran calidad de esa exclamación filial, la vamos a presentar y comentar. Habrá lectores que prefieran tres de las exclamaciones en las que la Santa se sirve más que en las otras de textos bíblicos como Si 7,8-9, que la alegran particularmente y le sugieren tantas cosas, como es Prov 8,31: «vuestros deleites son con los hijos de los hombres», o Mt 11,28: «venid a mí todos los cansados», y Jn 7,37: «venid a mí los que tenéis sed».
La exclamación 17. Radiografía
Vamos, pues, a enriquecernos con el manejo de la última de las exclamaciones teresianas. Para mi gusto esta es la mejor. Es la más larga, la más densa, la más llena de contenido de tipo teológico y espiritual. Merece la pena hacer una radiografía del texto entero para de verdad darnos cuenta de cómo Teresa de Jesús, hablando con Dios, sigue siendo maestra de espíritu y guía en el camino hacia Dios, desde su fe, desde sus vivencias. Comienza con dos exclamaciones, seguidas de dos interrogaciones.
Primera exclamación: «¡Oh Dios mío y mi sabiduría infinita sin medida y sin tasa y sobre todos los entendimientos angélicos y humanos!» (17, 1). Aquí, además de lo propio de ese modo de hablar y escribir, hay una profesión de fe sobre la grandeza de Dios, de su sabiduría. No le basta llamarla infinita, sino que para explicarse mejor añade «sin medida y sin tasa»; esto así dicho suena a algo objetivo y trascendente en sí mismo, pero confrontándolo con los ángeles y hombres se afirma que la sabiduría del Señor los supera a todos ellos. Ya está, pues, volando, planeando en esas alturas de Dios la mente de la Santa.
Segunda exclamación: «¡Oh amor que me amas más de lo que yo puedo amar, ni entiendo!» (17, 1). Aunque parece que habla y que se dirige al amor en abstracto, es claro que está hablando con Dios Amor, que nos ama. Con amor más alto, más fuerte, más fiel de lo que nosotros nos podemos amar a nosotros mismos; y volviendo a su sensación de infinito, de misterio, dice que tampoco esto lo entiende, no lo puede entender, pero lo sabe y lo experimenta. Siguen las dos interrogaciones:
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