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PRIMERA PARTE

Teoría de la aceleración social

en Hartmut Rosa


CAPÍTULO 1

Problema complejo

Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, de las que has soñado en tu filosofía.

William Shakespeare

El filósofo y sociólogo alemán Hartmut Rosa (1965) ha desarrollado una teoría sobre la aceleración social a partir de la cual busca explicar en qué consiste y cómo puede ser superada la paradoja del tiempo en el mundo tardomoderno del siglo xxi. Así escribe su objetivo: “Mi tesis será que la aceleración corresponde a una desnaturalización de la experiencia tradicional del tiempo”.[1] Ciertamente, se habrá de comprender en qué consiste esta paradoja del tiempo y qué debemos entender por “experiencia tradicional del tiempo”; sin embargo, debemos asumir en su totalidad la preocupación de nuestro autor si deseamos resolver algunos de los problemas derivados de su teoría. Ahora bien, para entender dicha teoría, es preciso advertir y también aceptar al menos dos cuestiones generales, pero fundamentales e inherentes a la propuesta, mismas que delimitan sus alcances.

El primer gran problema es que se encuentra en los límites entre la sociología y la filosofía: es un trabajo sociológico porque busca comprender el actuar humano en el velociférico siglo xxi; asimismo, es filosófica, pues su elemento constitutivo es la temporalidad humana, uno de los temas filosóficos más comentados en la historia.

Precisamente, es por este problema general que la teoría de Rosa ha recibido fuertes críticas; por un lado, sus afirmaciones se basan en observaciones de las experiencias y el comentario que otros autores han hecho sobre estas mismas; por otro, sus nociones no son fácilmente medibles ni conceptualizables.

La segunda cuestión general se desprende de la anterior, pues el término de aceleración social carece todavía de una definición clara y práctica debido a la complejidad de su planteamiento, ya que implica una multiplicidad de variables tanto objetivas como subjetivas, filosóficas y sociológicas, físicas, biológicas, culturales, etcétera. Entendamos complejidad como la concibe Edgar Morin: “Es complejo aquello que no puede resumirse en una palabra maestra, aquello que no puede retrotraerse a una ley, aquello que no puede reducirse a una idea simple”.[2]

El pensamiento complejo enfrenta al “paradigma de simplificación”, el cual postula como principio de verdad las “ideas claras y distintas” que desde el siglo xvii han gobernado los conceptos de algunas ciencias para ordenar racionalmente su campo de estudio; en ese sentido, el pensamiento complejo de Morin “integra lo más posible los modos simplificadores de pensar, pero rechaza las consecuencias mutilantes, reduccionistas, unidimensionalizantes y finalmente cegadoras de una simplificación que se toma por reflejo de aquello que hubiere de real en la realidad”.[3] El pensamiento complejo aspira al conocimiento multidimensional, pero comprende desde el comienzo su imposibilidad de saberlo todo.

Para Morin, la complejidad requiere una “vocación transdisciplinar”,[4] y su desafío consiste en pensar complejamente como método de acción en cualquier campo del conocimiento; es decir, requiere comprender la entropía y la neguentropía[5] del ser humano en su entorno. La aceleración social contempla aspectos de la experiencia humana en el mundo, en su ser biológico y cultural, donde la complejidad se presenta con los rasgos inquietantes de lo enredado, lo inextricable, el desorden, la ambigüedad y la incertidumbre.

Metodológicamente, la complejidad no busca ir de lo simple a lo complejo, sino de la complejidad hacia aún más complejidad; se trata de una “epistemología abierta”, en especial cuando se habla en términos de autonomía humana –que implica subjetividad–, como lo hace Hartmut Rosa.

Asumir la complejidad de un problema es aceptar sus contradicciones; de hecho, el mismo Rosa lo vislumbra cuando habla de las paradojas de las fuerzas de la modernidad (de las que hablaremos más adelante), y no conforme con ello, aún pretende complicar más la investigación agregando la temporalidad como variable.

Morin habla de tres principios para pensar la complejidad: el principio dialógico, aquel que nace del encuentro entre dos tipos de entidades; el principio de recursividad organizacional, el cual se asemeja al proceso de un remolino donde cada momento es producido y, al mismo tiempo, productor del fenómeno; y el principio hologramático, que hace alusión a un holograma físico donde el menor punto de la imagen del holograma contiene la casi totalidad de la información del objeto representado, lo cual está presente en el mundo biológico y en el sociológico. La teoría de la aceleración social, como veremos, cumple con los tres requisitos propuestos por el pensamiento complejo y, por ello, debemos considerarlo también como un problema complejo.

Pareciera que el estudio de la aceleración social es una empresa quijotesca donde la locura del hidalgo lo llevará a enfrentarse con molinos de viento; sin embargo, el riesgo vale la pena, aunque la causa pueda aparentar estar perdida, pues sólo las causas perdidas merecen ser luchadas. De esa forma, “la complejidad es el desafío, no la respuesta”, como sugiere Morin; y el desafío que plantea la teoría de la aceleración social en Rosa es enorme y muy complejo.

A continuación, expondremos las preocupaciones que llevaron a Hartmut Rosa a desarrollar su teoría. Los problemas planteados son complejos y requerirán una explicación amplia para su comprensión y para realizar una crítica que aporte luz a los estudios de la modernidad en el intrincado siglo xxi.

Planteamiento original

Aunque la teoría de la aceleración social busca exponer las razones por las que el mundo del siglo xxi vive cada vez a mayor velocidad, la preocupación filosófica de fondo, para Hartmut Rosa, consiste en saber cómo es la vida de los habitantes del planeta en el siglo xxi. Por lo anterior, la cuestión fundamental consiste en saber: ¿qué es una buena vida[6] y por qué no la tenemos?, pues en opinión del autor, los avances tecnológicos y científicos no sólo no han garantizado, como prometían, una vida mejor, sino que están llevando a la humanidad al fin de su historia y al mundo a su destrucción. En ese sentido, y en buena medida por esta razón, Rosa se ha convertido además de un continuador de la teoría crítica emanada de la Escuela de Frankfurt, en uno de sus representantes más efervescentes y con una visión potenciadora.

Adopta la noción de buena vida de Charles Taylor, quien afirma, sólo puede alcanzarse si se conjugan la realización de los “mejores bienes” para la sociedad, con el compromiso de los individuos para el “buen uso” de aquellos bienes:

La identidad de los seres humanos está necesariamente constituida por lo que él llama ‘evaluación fuerte’, es decir, la interrelación de 1. Una distinción entre un bien o conjunto de bienes que se consideran incomparablemente más altos en valor que otros bienes (o valores) y 2. Los correspondientes compromisos motivacionales o de actitud por parte del agente con esos puntos de vista evaluativos.[7]

Esta visión anglosajona le permite a Rosa separar su investigación en dos rubros generales, uno normativo y otro teórico-sociológico, al que dedica la mayor parte de su trabajo. En este libro, analizamos los aspectos filosófico-sociales que permiten una aproximación para una idea más actualizada de buena vida, aunque dejamos abierto el planteamiento sobre la posibilidad y conveniencia de una regulación normativa en favor de políticas públicas para la desaceleración social.

Con el fin de analizar los aspectos sociológicos de la buena vida, es necesario indagar cómo se emplea el tiempo en el siglo xxi, a qué actividades y por qué motivo se invierte más tiempo en unas cosas y no en otras.

Cómo queremos pasar nuestro tiempo. Consideraciones como éstas han llevado a Rosa más recientemente a hacer la afirmación aún más fuerte de que ‘el objetivo último, aunque en su mayor parte tácito, y también a menudo inconsciente de la sociología es la cuestión de la buena vida, o más precisamente: el análisis de las condiciones sociales en las que una vida exitosa es ‘posible’.[8]

Ésta es quizá una de las grandes paradojas de la modernidad, pues a pesar de tener más tiempo disponible para la realización de actividades de ocio, gracias al ahorro de tiempo que permiten la ciencia y la tecnología, el empleo del tiempo es “mal gastado”, o bien, hay la impresión de que no es suficiente; así, surge la pregunta sobre la buena vida, la longevidad, la experiencia, las acciones cotidianas y las extraordinarias, la salud, la utilidad, la trascendencia, etcétera. Sin embargo, la complejidad de la noción de buena vida radica en la gran variedad de ideas en torno y la validez que cada una desentraña. Ahora bien, Hartmut Rosa apunta una paradoja entre libertad y sentimiento de dominación/sometimiento derivada del ahorro de tiempo en las sociedades tardomodernas:

Hay una enorme pluralidad de concepciones de la buena vida y una libertad de elección de mayor alcance entre el sinnúmero de opciones que presentan todas las esferas de la vida. Por lo tanto, las sociedades y los individuos modenos se experimentan, con toda la razón, como ‘excesivamente libres’. ¿Cómo es posible esto? ¿Cómo podemos estar completamente libres y, sin embargo, excesivamente coordinados, regulados y sincronizados, en ambos casos en un grado sin precedentes? Mientras los individuos se experimentan como completamente libres, también se sienten completamente dominados por una lista excesiva y en constante crecimiento de exigencias sociales.[9]

Resulta sorprendente, mas no extraño, que el ser humano viva contradicciones como ésta porque la lógica huye naturalmente de las paradojas, sin embargo, se acostumbra y se adapta a ellas. Por ejemplo, los atletas son capaces de llevar la resistencia física a niveles increíbles y extenuantes, y estas acciones son en cierto grado ilógicas, pero el cuerpo se acostumbra y adapta a estos extremos.

Existen acciones cotidianas cuyos efectos y consecuencias ya no se ponen en cuestión; acciones normalizadas por algún tipo de obligatoriedad, las cuales en ocasiones se admite, son poco importantes y, no obstante, son llevadas a cabo como justificación por algún deber, sentimiento de culpa, o por cualquier otra razón más o menos coherente.

Me atrevo a decir que en ninguna parte fuera de la esfera de la modernidad occidental, se justifican tan constantemente las acciones cotidianas a través de la retórica del ‘deber’: siempre legítimamente lo que estamos haciendo ante nosotros mismos y antes los demás en función de alguna demanda externa: ‘Realmente tengo que ir a trabajar ahora’, ‘Realmente debo completar mi declaración de impuestos’, ‘Necesito hacer algo por mi estado físico’, ‘Tengo que aprender un idioma extranjero’, ‘Ahora tengo que actualizar mi software o hardware’, ‘Tengo que ponerme al día con las noticias’ –la lista es infinita– y, al final, ‘Realmente tenemos que hacer algo para relajarnos, calmarnos y descansar un poco’. Si no lo hacemos, estaremos amenazados por un infarto, por la depresión o por el agotamiento profesional. La vida cotidiana se ha transformado en un sofocante mar de demandas.[10]

La libertad, la autonomía y la flexibilidad que prometía la modernidad se han convertido, de acuerdo con el autor, en una falsa promesa, en una expectativa no cumplida y en un lastre para las sociedades contemporáneas, pues no hay tiempo para satisfacer todas las posibilidades que el mundo ofrece, de forma que se genera un sentimiento de culpabilidad e impotencia. Por este motivo, los estudios sobre la modernidad deben considerar la variable de la temporalidad en sus investigaciones.

Como ha estudiado la sociología, los seres humanos cumplen con un rol social que consiste en cumplir con un papel de representación o una expectativa que en ocasiones no se alcanzan a cumplir; el incumplimiento de esta expectativa genera un sentimiento de culpabilidad que afecta directamente en la visión que tiene el sujeto sobre sí mismo y sobre el mundo. Con este panorama, es fundamental comprender las causas de este sentimiento de culpabilidad, además de los efectos y las consecuencias que produce.

Aunque no se ha concretado una definición de buena vida, esta aventura: “Podría ser, al final, aquella que es rica en experiencias multidimensionales de ‘resonancia’; una vida que vibra a lo largo de ‘ejes de resonancia’”,[11] si entendemos resonancia como los signos que advierten que una persona ha logrado una buena vida y son visibles para el prójimo. Nuestra misión consistirá en descubrir dónde se pueden encontrar estas resonancias, o bien, las condiciones bajo las cuales es posible alcanzarla.

Alienación sistémica

Hasta el momento, hemos comprendido la principal preocupación de Hartmut Rosa en la pregunta sobre la buena vida, pero debemos entender por qué la teoría de la aceleración es sociológica y no únicamente filosófica, además de asumir la investigación sobre la temporalidad como perspectiva en el análisis.

Ya hemos señalado que la aceleración social es un problema complejo, que existen una serie de paradojas temporales ceñidas a la relación ser-mundo en donde el ser humano no alcanza una plena satisfacción de su existencia; se ha mencionado también que el hombre no parece administrar su tiempo de manera óptima, pero esta incapacidad de administración del tiempo no es meramente subjetiva, pues, si así fuera, sólo algunas personas sentirían la presión del tiempo en su vida. Si bien este no es un problema universal, sí es uno general, por lo que se sospecha que además es un problema objetivo concerniente al mundo, ciertamente a uno generado por el ser humano y, por lo mismo, a un sistema, en términos sociológicos, que ha rebasado la capacidad misma de los individuos. Por lo anterior, Rosa afirma que también se trata de una alienación: “La aceleración social conduce a formas de alienación social graves y empíricamente observables, que pueden ser consideradas como el obstáculo principal para la realización del concepto de una buena vida en la sociedad tardo moderna”.[12]

Esta alienación, producto de la aceleración social, afecta a todos los individuos sin distinción de posiciones laborales, económicas, sociales o culturales; aunque, como se verá más adelante, la aceleración social está mayormente presente en las grandes ciudades.

Cuanto mayor sea el grado de relación con los motores que impulsan la aceleración social, mayor será la alienación que ese individuo sufra y, probablemente, le sea más difícil desacelerarse.

En prácticamente cualquier campo de trabajo, los empleados (y también los empleadores) se quejan de que el tiempo que dedican a sus asuntos centrales va disminuyendo. Esto es válido para el tiempo que pasan los médicos con sus pacientes, el tiempo que los profesores dedican a enseñar o educar, el tiempo que los científicos pasan investigando, etc. En última instancia, la queja de que ‘nunca llegamos a hacer’ lo que ‘realmente queremos hacer’ está basada simplemente en el hecho que […] la lista de las ‘cosas por hacer’ se va alargando en todas las esferas, año tras año. La ‘retórica del deber’ revela este sentimiento instintivo de alienación con toda claridad: que tendamos a justificar todo lo que hagamos con frases que parecen excusas del tipo ‘realmente tengo que (leer las noticias, actualizar mi ordenador, rellenar el formulario de impuestos, comprarme ropa nueva, etc.) y lo tengo que hacer ahora’ constituye una indicación inconfundible de la medida en la que consideramos estas actividades como heterónomas.[13]

La normalización de nuestras actividades cotidianas impide que el sujeto se percate del grado de aceleración social que lo envuelve, pues el cuerpo humano tiene una enorme capacidad de adaptación que le permite sobrevivir a diferentes escenarios. Así como se adapta al clima (o al cambio climático), a un nuevo integrante en el hogar, a la velocidad de los transportes, de igual modo, también a los cambios en la velocidad de sus actividades cotidianas.

Es relevante conocer la manera en que el ser humano reacciona frente a los estímulos del mundo y la forma en que es afectado por ellos. En ocasiones, el sujeto es consciente de su entorno, pero en otras no; por ello, comenta el científico alemán Stefan Klein, en referencia a la aceleración social, “la atención es un bien preciado”. En ese sentido, dicha capacidad es contraria a la tendencia en el mundo tardomoderno que se caracteriza por realizar un número cada vez mayor de actividades simultáneas: “Como han demostrado los neurocientíficos, el cerebro sólo puede ejecutar conscientemente una actividad a la vez. La atención de alguien que, sin embargo, trata de responder un correo electrónico mientras habla por teléfono, debe necesariamente saltar de un lado a otro”.[14]

La atención es un factor determinante, sin embargo, el creciente número de actividades de nuestra vida cotidiana merma esta capacidad cognitivo-espiritual que nos vincula con nosotros mismos, especialmente en este siglo, cuando las tecnologías de información parecen obligar a estar en todos los lugares al mismo tiempo. Sin la atención puesta enteramente en la actividades que realizamos, corremos el riesgo de no vivirlas satisfactoriamente y, por tanto, perder parte de la experiencia que implica.

Esto se debe a que el cerebro no puede procesar toda esta nueva información tan rápido como la recibimos. Sólo hay dos soluciones a este dilema. La primera alternativa es dedicar menos tiempo a cada estímulo individual, pasando a la siguiente información tan pronto como llegue. La segunda alternativa es seleccionar lo que queremos. Simplemente ignoramos la información entrante para pasar más tiempo procesando la información recibida previamente.[15]

El ser humano tiene capacidades limitadas, pero la tecnología nos hace creer que el límite de esas capacidades es superlativo y el desarrollo de la ciencia y la tecnología no tiene freno. Por esta razón, se piensa que la capacidad humana de abarcarlo todo tampoco terminará; no obstante, es claro que el uso de las herramientas tecnológicas del siglo xxi, si bien es cierto son favorables al individuo, también es cierto que desvinculan las relaciones humanas. Respecto a ello, afirma Stefan Klein que la alta velocidad en la que vivimos en la actualidad es adictiva: “Sólo cuenta la sensación más fuerte. Un día de alta velocidad tiene un efecto similar. El tempo es adictivo. Al igual que los adictos, no sólo perdemos nuestra efectividad sino también, y mucho peor, la libertad de autocontrol”.[16]

El tiempo se convierte en adicción porque, como veremos más adelante, su asociación con los límites humanos y el dinero alimenta el ansia por hacer y tener más de lo que se puede hacer y tener; sin embargo, esta ansia se nutre socialmente, depende no sólo de las exigencias y satisfacciones personales, sino de la demanda social misma que ha alienado indirectamente al ser humano en un sistema. El mismo Hartmut Rosa señala que “el capitalismo genera nuevas formas organizativas, nuevas tecnologías, nuevos estilos de vida, nuevas modalidades de producción y explotación y, por lo tanto, nuevas definiciones sociales objetivas del espacio temporal”.[17]

La razón por la que estamos tan ocupados siempre y mantiene la preferencia de las sociedades contemporáneas de vivir con alta velocidad sobre actividades que requieren tiempo, es la interdependencia que el individuo adquiere como parte de un sistema donde detenerse a meditar, reflexionar o tomarse un tiempo no es posible si se quiere conservar un statu quo. Ya hemos apuntado la importancia que tiene la normalización y atención de nuestras actividades cotidianas en la conciencia que cada persona puede generar sobre su particular forma de alienación con el sistema: “La medida en que el tiempo se convierte en un problema en este plano también depende del grado de rutinización y habituación”,[18] comenta Rosa en otro de sus libros.

Se vuelve necesario indagar sobre la temporalidad en el mundo contemporáneo, ya que gran parte de su problemática radica en comprender cómo se emplea el tiempo en el siglo xxi. De acuerdo con Hartmut Rosa, una forma de estudiar las estructuras sociales contemporáneas y la calidad de la vida es centrando las investigaciones en los patrones de la temporalidad humana: ‘Sostengo que las sociedades modernas están reguladas, coordinadas y dominadas por un preciso y estricto régimen temporal que no está articulado en términos éticos’.[19]

Por este motivo, dicho autor insiste en la necesidad de incorporar a los estudios sobre la modernidad la variable de la temporalidad, pero precisamos, hay que hacerlo tanto en el ámbito sociológico como en el filosófico para abarcar un espectro más amplio de complejidad, pues la falta de comprensión de la complejidad de estos estudios dificulta la elaboración de una teoría. Siguiendo al sociólogo Werner Bergmann, respecto a la necesidad de conexiones entre los fenómenos de los diferentes ámbitos de la vida cotidiana, Rosa comenta:

[Werner] Bergmann afirma que el principal obstáculo para la sociología del tiempo consiste en la falta de una conexión sistémica bien fundada con la formación de la teoría sociológica general. Como regla general, los estudios sociocientíficos existentes sobre el tiempo se basan en modelos de tiempo pre-teóricos y seleccionados arbitrariamente que en su mayor parte se basan libremente en conceptos filosóficos, antropológicos o incluso cotidianos. Como consecuencia, la literatura sociológica sobre el tiempo se compone de una variedad de estudios no relacionados, no acumulativos, que son virtualmente ‘solipsistas’, ya que carecen de una conexión suficiente con los enfoques generales en la teoría social.[20]

Debemos admitir también que, así como no hay conexiones entre las diferentes teorías sociales, tampoco las hay en el ámbito filosófico. Muchos autores han hablado sobre la temporalidad, algunos de ellos conectan entre sí de manera interdependiente, pero cada uno busca explicar la temporalidad en sus propios términos, es decir, ajustando los conceptos en beneficio de sus propios sistemas de pensamiento.

Los conceptos filosóficos del tiempo, formulados por san Agustín, Immanuel Kant, Henri-Louis Bergson, John Ellis McTaggart, Martin Heidegger o Margaret Mead y debatidos en su contexto, no son menos heterogéneos, inconmensurables e incompatibles. Estos pensadores no están de acuerdo con las preguntas más elementales sobre la realidad del tiempo, ya sea una categoría natural, una que pertenece a la intuición o la comprensión, o más bien una construcción social.[21]

Como se puede leer en la cita anterior, la conexión más elemental de la temporalidad es la dicotomía entre el tiempo del mundo y el tiempo de la vida, y es en esta dicotomía donde juzga Rosa que no se ha conseguido una conceptualización más eficiente. Por lo anterior, resulta indispensable estudiar ambos parámetros, objetivos y subjetivos, para abarcar la complejidad del mundo a partir de la viable temporal, y hacerlo desde los ámbitos filosófico y sociológico. Para ahondar más al respecto, haremos un breve análisis.

Objetivamente hablando, podemos encontrar cuatro maneras de medir la velocidad de las acciones cotidianas:

1 La aceleración de las acciones mismas; por ejemplo, caminar, comer o leer más rápido, etcétera.

2 La reducción o eliminación de actividades cotidianas; por ejemplo, comer en la oficina, eliminar la siesta, solicitar informes ejecutivos, etcétera.

3 Acciones que se realizan de modo simultáneo (multitasking), como trabajar y escuchar música, ver televisión y hablar por teléfono, cocinar y usar aplicaciones móviles, etcétera.

4 El cambio de actividades que requerían tiempo por actividades que lo ahorran; por ejemplo, en lugar de cocinar pedir una pizza, en lugar de caminar “pedir un Uber”, en lugar de pasear al perro pagar a un paseador, etcétera.

Todos estos cambios son observables y medibles en la vida cotidiana, son causa de aceleración social y producen, a su vez, consecuencias observables y medibles. Comenta Hartmut Rosa: “La duración promedio del sueño ha caído alrededor de 30 minutos desde la década de 1970 y 2 horas desde el siglo anterior”.[22]

Otra de las consecuencias de estas actividades objetivamente medibles es la afección subjetiva que produce; siguiendo al sociólogo Gerhard Schulze, “el ritmo de la vida, en particular en la sociedad tardomoderna, está determinado no sólo por el número de episodios de acción sino también por la cantidad de episodios de experiencias […] no todas las experiencias pueden calificarse como acciones”;[23] por ello, resulta necesario revisar también los parámetros subjetivos de la experiencia del tiempo.

Subjetivamente hablando, el tiempo se mide como experiencia del tiempo y, aunque su medición es más compleja, no deja de ofrecer datos útiles y medibles objetivamente:

La cantidad de personas de dieciocho a sesenta y cuatro años de edad que indica que siempre sienten prisa o una presión por debajo del tiempo, aumentó en etapas entre 1965 y 1992 del 24 por ciento al 38 por ciento, mientras que la cantidad de quienes casi nunca se sintieron bajo la presión del tiempo es la misma en el mismo periodo y cayó del 27 por ciento al 18 por ciento.[24]

La conclusión del dato expuesto anteriormente muestra que hay una sensación generalizada de que el tiempo escasea, a pesar de la evidencia del incremento del tiempo libre. En ese sentido, afirmamos que la paradoja de la temporalidad tiene un matiz subjetivo con base en una evidencia objetiva.

Esta paradoja de la temporalidad produce el temor por “perder el tiempo” y/o “no aprovechar el tiempo”; la gente desea naturalmente una vida llena de experiencias, pero se frustra al no poder alcanzarla en lo que coloquialmente llamamos círculo vicioso, o bien, en términos de Hartmut Rosa, como en la rueda de un hámster (hamster wheel).

La inercia cultural, a la que haremos referencia más adelante, fuerza al ser humano a acelerar el ritmo de su vida para alcanzar la plenitud que ha imaginado, pero el mundo tardomoderno, en su complejidad, impide que los individuos logren su objetivo y los lleva a incrementar sus frustraciones. Esto es lo que Rosa ha denominado como slipping slope syndrome.

El miedo a perder cosas (valiosas) y, por lo tanto, el deseo de aumentar el ritmo de la vida son el resultado de un programa cultural que comenzó a desarrollarse en la modernidad temprana y consiste en hacer que la propia vida sea más plena y más rica en experiencia a través de un proceso acelerado ‘saborear las opciones mundanas’, es decir, aumentando la tasa de experiencia, y por lo tanto realizando una ‘buena vida’. La promesa cultural de la aceleración reside en esta idea. Como resultado, los sujetos quieren vivir más rápido [...] La compulsión por adaptarse es una consecuencia de la dinámica estructural de las sociedades modernas tardías, más específicamente de la aceleración del cambio social.[25]

Una de las dificultades que atraviesa la medición de la experiencia del tiempo consiste en que, para algunas personas, invertir el tiempo en ciertas actividades, pensemos acudir a una ópera, es una experiencia radicalmente distinta a la que otros pueden tener. Una forma de definir este fenómeno podría ser como experiencias cortas y experiencias largas de tiempo; por ejemplo, el tiempo que representa ver televisión o jugar videojuegos resulta en una experiencia corta con una inversión larga de tiempo. Lo mismo ocurre con Facebook y otros servicios de red social, donde un usuario percibe que pasa poco tiempo viendo los contenidos publicados, pero en realidad invierte mucho en ellos, casi siempre acompañado por cierta preocupación o arrepentimiento por un “mal gasto de tiempo”.

Está incrementando el número de personas preocupadas por lo que hemos denominado de manera general paradoja del tiempo. No sólo sociólogos como Hartmut Rosa y sus colegas alemanes, también filósofos como Byung-Chul Han e incluso economistas como Serge Latouche han escrito sobre la materia en las obras El aroma del tiempo, en el caso del primero, y La era del decrecimiento y Salir de la sociedad de consumo, en el caso del segundo. Esta tendencia nos lleva a pensar que se hablará sobre aceleración social, en éste o en otros términos, a lo largo del presente siglo, pues la dinámica social misma va empujando a ello desde diferentes perspectivas de estudio. La principal preocupación de las personas que han comentado esta paradoja gira en torno a la necesidad de encontrar una solución para desacelerar la vida humana.

Como veremos más adelante, la desaceleración social es sólo una respuesta parcial a la aceleración; en ese sentido, ya existen movimientos sociales, culturales e incluso políticos como los propuestos por la ciudad de Kinsale en Irlanda o el movimiento Cittaslow,[26] donde voluntariamente se vive de un modo menos acelerado. Respecto a ello, Hartmut Rosa comenta: “luego, a finales de la sociedad moderna, la lentitud definitivamente puede convertirse en un marcador distintivo”.[27]

Para comprender el comportamiento social en las sociedades tardomodernas, es esencial preguntarnos por el uso del tiempo cotidiano en relación con las dinámicas sociales-estructurales de la sociedad que se analice, pues de acuerdo con Hartmut Rosa: “[…] el flujo del tiempo mismo se acelera por razones socioestructurales”.[28]

Al sistema social-estructural formado en la modernidad a partir de la Revolución Industrial, le es ajeno el ritmo de vida de las personas, sin embargo, su fuerza de condicionamiento es brutal; es obvio que un régimen de trabajo (tiempo) que es indiferente a los ritmos individuales de trabajo durante un día, una semana, un año o la carrera, no preguntará si la persona está actualmente afectada o tiene un resfriado.

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