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ELOGIO DE ÁLVARO URIBE
(Rueda)

Para no desentonar con la obsesión que carcome y enloquece a Colombia desde hace ya tantos años, yo también quiero hablar aquí de Álvaro Uribe. Con admiración y gratitud. Porque en efecto se llamaba así, Álvaro Uribe Rueda, y fue un político colombiano del siglo XX, «nacido en Bucaramanga y bachiller de los jesuitas», como él mismo pedía que lo presentaran adonde fuera, o por lo menos en sus libros. Y como todo colombiano que se respete —y aun los que no—, quiso ser presidente de la república, pero no lo logró.

Fundó, junto con Alfonso López Michelsen y otros «compañeros», el Movimiento Revolucionario Liberal (MRL), una disidencia de ese partido opuesta al Frente Nacional y sobre todo a lo que entonces se llamó «la alternación»: la llegada por turnos, entre liberales y conservadores, a la presidencia de la república, como en el juego de la silla caliente o el del tingo-tango. Cuatro años los unos, cuatro los otros. Eso sumado a «la paridad»: la repartición en dos mitades exactas de la burocracia y el presupuesto, «la malparidad». Esto a ustedes, esto a nosotros.

Pero no me voy a poner a hablar mal aquí y ahora del Frente Nacional, que además fue uno de los pocos procesos de paz que han funcionado en la historia de Colombia, para bien y para mal; y su «posconflicto», de alguna manera, es nuestro conflicto de hoy, así que ahí les dejo esa uña en el trompo. Lo cierto es que Álvaro Uribe Rueda fue durante años un político profesional y activo, hasta que se dio cuenta, según sus propias palabras, «de que no hay nada más triste y sórdido que la política», y se retiró.

Entonces se encerró en su biblioteca a escribir un libro, La otra cara de la Luna, que era una refutación de la «leyenda negra» contra España y una defensa del legado hispánico en América, con sus luces y sus sombras. La misma hipótesis de López Michelsen y de Indalecio Liévano que estaba en el origen del MRL, a saber: que la corona española, durante la Conquista y la Colonia, había buscado la defensa de los débiles (es en serio), y que en ese propósito se le atravesaron los encomenderos y los herederos de los conquistadores, los señores feudales de acá, los próceres.

Así, la Independencia habría sido, según esa visión de la historia, un proceso oligárquico y no popular: el triunfo del patriciado criollo, tan blanco y tan cristiano, que se había aprovechado del vacío de poder en España para dar por fin un golpe de mano, incubado durante siglos, contra la única autoridad que frenaba su apetito y su poder, la corona. La utilización perversa del discurso democrático para negarlo en la realidad y perpetuar con él las estructuras de una sociedad premoderna y señorial.

La república como una prolongación de la Colonia y sus peores vicios. Eso quería decir también Uribe Rueda en su libro: que la nuestra es una sociedad que desde la Independencia cree ser moderna de verdad, con instituciones liberales que suenan muy bien en la teoría, sí, pero que en la práctica se estrellan a diario con nuestra identidad tan hispánica y tan intolerante, tan confesional, tan excluyente, tan soberbia. El choque brutal entre lo que decimos ser y lo que somos.

Álvaro Uribe Rueda dejó sin terminar, y no era para menos con ese título tan bello, La otra cara de la Luna, pues mientras lo escribía lo desvió otro libro monumental que también hizo y publicó, Bizancio, el dique iluminado. Ambos, aunque suene absurdo, hacen parte de la misma historia, la nuestra. Y ahora podemos leer también el primero, por fin, publicado por la Universidad de los Andes. Así como quedó, inconcluso, polémico, brillante.

La otra cara de la luna: el lado de nuestra historia que no siempre vemos y que también fuimos y seremos.

YO NO SÉ, CHARLIE
(Fernand Braudel)

En 1987, el historiador francés Fernand Braudel publicó su Gramática de las civilizaciones: un manual para que los jóvenes de su país pensaran la historia más allá de los hechos (aunque sin ignorarlos, claro), y la vieran en toda su complejidad geográfica y cultural, económica, política, moral. Por eso, para él, las «civilizaciones» eran el mejor protagonista del relato histórico: la mejor categoría para entender, en la larga duración, la evolución del ser humano.

¿Y qué es una civilización? ¿Una cultura? ¿Son lo mismo? Ese fue el debate de muchos de los grandes filósofos e historiadores europeos de finales del siglo XIX y principios del siglo XX: Dilthey, Huizinga, Toynbee, Spengler, Collingwood, Ortega, Elias… Y Braudel en su libro lo recoge y dice que al final no importa, y que para él una civilización es varias cosas a la vez: una cultura, sí, también. Un espacio vital con sus técnicas, su economía, sus valores; una identidad y una continuidad y una mentalidad.

Y el primer capítulo del libro es sobre el islam. Sobre su historia y su evolución, sobre las condiciones culturales y materiales que lo hicieron posible. Sobre el pueblo que lo creó, el pueblo árabe, un pueblo semita, y los distintos pueblos, tan distintos, que lo nutrieron luego: los persas, los turcos, etcétera. Sobre la eterna disputa, desde el siglo VIII, entre el mundo islámico y la cristiandad, y sobre la actualidad y el futuro de esa disputa. Braudel pone entonces un mapa mundial con los lugares de mayor influencia y presencia del islam, y no está Europa. No todavía.

Ahora: ¿es el islam una civilización? Para Braudel sí lo es, al menos según sus premisas. Aunque ese es otro debate interminable, pues hay quienes dicen que, más que una civilización, el islam es una religión en la que confluyen muchas civilizaciones y muchos pueblos, muchas culturas. Pero en fin: si uno habla de la «civilización cristiana», como un sujeto histórico, puede hacerlo también, como Braudel en su libro, de la «civilización musulmana»: una civilización prodigiosa –una cultura: lo que sea– que es mucho más rica, compleja y refinada que esa caricatura fanática que Occidente hizo de ella.

¿Y qué es Occidente? Ahí está el problema: que ya nadie lo sabe bien. Fue la «civilización cristiana», sí, pero luego se despojó de sus contenidos religiosos y empezó a definirse a partir de discursos políticos y económicos que se resumen y se consuman en eso que se llama la modernidad: la democracia, el liberalismo, el capitalismo… Discursos a nombre de los cuales Occidente se impuso en el mundo como si sus valores fueran absolutos y universales, y como si fueran superiores y mejores. Y no lo son.

O tal vez lo sean, no lo sé. En realidad no estoy haciendo un juicio: estoy apenas pensando en voz alta, porque creo que esto no tiene remedio. El integrismo islámico es una maldición, sin duda, pero lo es también para millones de musulmanes pacíficos que son sus víctimas en el mundo entero y que tienen que responder por él cada vez que sus alienados voceros cometen una atrocidad. Solo que los yihadistas ya no surgen solo «allá», como antes, sino también «acá». Ya no hay «allá» ni «acá».

Europa es ahora también una madraza de la que surgen islamistas. Y no son «inmigrantes», ya no: son franceses, o belgas, o ingleses: herederos marginados y envilecidos del colonialismo, o del multiculturalismo fallido, o de la sociedad del bienestar, que buscan su salvación en ese brutal martirio. Todo dentro de un círculo fatal: el fracaso de Occidente engendra por igual a los radicales que lo quieren matar y a los radicales que lo quieren salvar y defender.

Si ya hasta Putin, por favor, anda diciendo que él también es Charlie.

PREDECIR EL PASADO
(Eric Hobsbawm)

Eric Hobsbawm, que acaba de morir en Londres a los 95 años*, fue sin duda uno de los mejores historiadores de nuestro tiempo. Lo fue en los dos sentidos de la expresión, tan ambigua: como uno de los mejores y más lúcidos historiadores nacidos en nuestro tiempo –«nuestro» es un decir, pero esa es también la gran enseñanza de la historia: que todos los tiempos son nuestros, que todos viven en nosotros–, y como uno de sus mejores y más agudos intérpretes.

Yo lo vi sólo una vez en mi vida, el año pasado en Hay-on-Wye durante el Hay Festival de Gales. Allí habló con Tristram Hunt de lo que significaba ser marxista, de lo que significaba la esperanza para un hombre de 94 años. Dijo entonces que sólo los viejos pueden darse ese lujo, el de la esperanza, porque los jóvenes saben demasiado y son muy serios, y son muy jóvenes. Luego lo vi asistir a todas las charlas del festival –todas–, cargado en andas como en una procesión. Enfermo, sabio, curioso y feliz.

Y ahora que Hobsbawm ha muerto y ha dejado de ser un sobreviviente, un testigo; ahora que su vida ya le pertenece sólo al tiempo cumplido, el tiempo que él mismo quiso comprender y asir con sus palabras, que hoy son historia en los dos sentidos de la expresión, tan ambigua. Ahora todo el mundo ha hecho el merecido elogio del maestro. En el Guardian, en el Times, en Le Monde, en Arcadia. Por su lealtad a sus ideas, por el rigor de sus métodos, por la riqueza de sus temas y sus reflexiones, por su amor al jazz.

Y ya que todo el mundo ha dicho eso y más, con tanta justicia, yo quiero celebrar aquí un aspecto fundamental de la obra de Hobsbawm que muchos científicos sociales considerarán algo menor e intrascendente, prescindible, vano: su estilo, su manera de escribir. Porque, más allá de sus ideas, de sus intuiciones –algunas fallidas: en 1963 dijo que en veinte años nadie iba a saber quiénes eran los Beatles–, de su apuesta teórica y política, Hobsbawm fue un gran escritor, un gran narrador.

Y la historia es una ciencia social, claro, o una «disciplina» como dicen ahora: un conjunto de métodos y de debates, un lenguaje, unas teorías, unas posturas filosóficas, unos problemas, unas preguntas, incluso unas respuestas que siempre se agotan. Pero la historia es también un relato –muchísimos relatos– y en esa medida, como lo sabían los antiguos sin el menor complejo, comparte su suerte con la literatura. Por eso el estilo de los historiadores no es sólo una cuestión estética; es también una cuestión científica, de método.

Recrear e inquirir el pasado, convocarlo de nuevo al presente que es lo que hace el historiador para sembrar de dudas y de conjeturas su propio tiempo, su vida y la de sus contemporáneos –contemporáneos del tiempo, luego recuerdos–, es una labor adivinatoria en cuyo éxito influyen por igual las fuentes y las metáforas. El rigor, los documentos, la imaginación, la ciencia, la nostalgia. Inventar también quiere decir descubrir.

Cuenta la historia (la historia es un acto de fe) que Walter Raleigh decidió escribir una «Historia Universal desde los asirios hasta mis días», mientras pasaba largos meses de prisión en la torre de Londres. Una noche oyó un ruido aterrador bajo su celda; no pudo dormir. Al otro día preguntó que qué había pasado, nadie fue capaz de contestarle, nadie sabía. Puso en su diario: «Hasta hoy llega mi proyecto de hacer esa Historia Universal. ¡Si no puedo saber qué pasó anoche bajo mi celda, qué voy a poder saber cómo eran los asirios hace miles de años!».

Eso dijo Hobsbawm cuando le pregunté, en una cafetería del Hay, por los Beatles: «Me alegra haberme equivocado. Predecir el futuro es tan difícil como predecir el pasado».

EL ESPEJO ENTERRADO
(Martin Bernal)

El pasado 9 de junio* murió en Cambridge, en su Inglaterra natal, Martin Bernal. Uno de los mejores académicos de los últimos cuarenta años en el mundo, y de quien diría con gusto y admiración, si no me pareciera tan abominable esa palabra, que era también un gran «intelectual»: un pensador incisivo y de verdad, un escritor curioso e impertinente que estaba siempre dispuesto a remover con sus preguntas y sus libros las piedras en que se suelen recostar muy cómodos los dueños oficiales de la verdad y del saber, pobres.

Bernal nació en Londres en 1937 e hizo una carrera brillante como experto en la historia y la cultura de China, cuya lengua hablaba como si hubiera nacido allá, o aun mejor (sí); también sabía vietnamita y japonés, hebreo, griego, latín y francés. Era hijo de J. D. Bernal, el gran científico y erudito, y de Margaret Gardiner, la artista e hija rebelde del egiptólogo Alan Gardiner, que una vez puso sobre su mesa de noche la gramática de los jeroglíficos y le dijo a su nieto Martin: «Prohibido tocarla». Desde entonces no la pudo soltar.

Pero lo mejor de la obra de Martin Bernal fue el libro descomunal y polémico por el que muchos lo conocimos y aprendimos a admirarlo y a quererlo, Atenea negra: tres tomos alucinógenos de un alegato en contra de la idea tradicional (ninguna lo es; ese fue el debate luego) que todos tenemos en Occidente sobre la Grecia clásica y su influencia en nuestra vida diaria y nuestra cultura, aquí y ahora. Había que raspar en las piedras para encontrar la verdad, decía él.

De alguna manera, Bernal hizo con los estudios clásicos (sobre todo con su desarrollo y evolución en la Europa del siglo XVIII y el siglo XIX) lo que Edward Said quiso hacer con los «estudios orientales». Es decir: mostrar la manera en que el conocimiento científico y académico es también, o puede llegar a serlo, un instrumento ideológico y de dominación, una construcción sesgada que muchas veces refleja más los intereses y los prejuicios de quien la construye, que la realidad del objeto que ese conocimiento busca definir.

No voy a rescatar aquí, no hay tiempo, la controversia sobre Said y el orientalismo, y apenas menciono la sabia reseña y refutación que le hizo Robert Irwin. Pero en el caso de Martin Bernal y su Atenea negra el escándalo fue inmediato, porque muchos clasicistas saltaron indignados a corregirle los errores y a defender su oficio, no faltaba más. Lo que él decía era que la filología del siglo XVIII había manipulado la complejidad de la cultura helénica, construyendo un «modelo ario» de Grecia que negaba sus influencias semíticas o egipcias. Lo que ellos decían era que no, que estaba equivocado.

Fue una disputa política complicadísima, como se ve, que nunca se resolvió; hasta el sol de hoy. Pero más allá de su tecnicismo, se refiere a algo de verdad importante: la influencia que ejerce sobre nosotros, todos los días, la cultura griega antigua; y la manera en que los occidentales hemos ido descubriendo en nuestra historia, e inventando y usando y explotando, las palabras de esa cultura. Grecia es el mayor de los mitos griegos y a él volvemos siempre que queremos adjudicarles a las cosas un origen noble, desde la democracia hasta la superstición, desde la economía hasta el azar.

Somos occidentales, esa extraña manera de seguir siendo griegos. Esa fue la mejor enseñanza del gran Martin Bernal: que cada quien tiene la Grecia que se merece; que ellos fueron nuestro invento y nosotros el suyo. Que Grecia es un espejo ladino que no miente –el mar, el mar–, ni da lo que no somos ni tenemos.

Dondequiera que esté ahora Martin Bernal estará removiendo una piedra. Hablando en chino con Homero. Brindo por ellos, por los griegos.

EL VIAJE SENTIMENTAL
(Werner Jaeger)

Hace poco leí una anécdota de Werner Jaeger que me hizo quererlo y admirarlo todavía más, si cabía. Una anécdota ejemplar: estaba el maestro en Atenas en 1956, era la primera vez que iba y creo que fue la única que estuvo allí en ese lugar de sus sueños, el escenario histórico –al menos eso– de esa cultura antigua y eterna que había marcado su destino y que lo hizo ser quien fue. Igual que a todos en Occidente.

Jaeger fue uno de los grandes estudiosos y entusiastas en el siglo XX de la antigüedad griega, y sobre esa cultura escribió un bellísimo libro llamado Paideia: un clásico que para muchos sigue siendo, y lo es, uno de los mejores caminos para descifrar o por lo menos para empezar a entender esa herencia riquísima y compleja que es el alma, el andamio de nuestro mundo aún hoy.

Pero en ese viaje ateniense, de frente por fin a todos esos lugares de los que había hablado y escrito toda la vida, el maestro prefirió no verlos y en cambio se quedó tranquilo en su habitación tomando vino. Parece que sí fue a la Acrópolis, pero en vez de subirla la contempló en la distancia, vio desde abajo el Partenón, muy rápido, y se montó en un taxi y se fue para su hotel y nunca más volvió.

Nadie lo podía creer: una de las personas que más habían hecho en el mundo por la reivindicación de la herencia griega y por despertar el interés de la gente moderna en esa herencia no quería verla. Estaba allí y le daba la espalda. Jaeger explicó entonces que con el aire del lugar le bastaba y que prefería quedarse con la imagen de ese sitio sagrado tal como él se lo había inventado o lo había soñado, no como era en la realidad.

A veces es mejor no arruinar la magia de las cosas; a veces es mejor recordarlas sin haberlas conocido. Eso mismo, según Jaeger, había hecho August Boeckh, otro de los mayores expertos en la Grecia antigua y quien un siglo antes que él, y con el mismo argumento, también se había negado a ir a Atenas a verla de verdad: prefería no hacerlo, aterrado ante la posibilidad de que la realidad fuera inferior a su ilusión y a sus expectativas.

Dos posturas extremas y románticas, claro, como de otros tiempos, aunque ocurrieran hace no tanto. Pero dos posturas también explicables y honradas, casi «platónicas», para usar un adjetivo que a ambos les habría hecho mucha gracia: la actitud de dos enamorados para los que Grecia, toda Grecia, era un mito, y que prefirieron mantenerla así en su memoria y en su corazón (son lo mismo) sin la intervención mezquina de la realidad.

Aunque también es una lástima que Boeckh y Jaeger, cada uno en su momento, no hubieran visto con sus propios ojos esas piedras y esas ruinas que suelen no decepcionar a nadie. A pesar de las hordas de turistas que las trepan sin freno y que las retratan para luego olvidarlas, a pesar de todas las expoliaciones del tiempo, esas ruinas conservan muy bien el espíritu de la cultura que las levantó antes de que lo fueran.

Y en ellas se ve la evolución de ese mundo: las distintas épocas que lo habitaron –la historia es corrosiva–, los dioses y las guerras que no pudieron acabarlo del todo. Jaeger habría visto del otro lado de la Acrópolis, por ejemplo, la piedra sobre la que san Pablo fundó el cristianismo al asegurarles a los atenienses que ese «dios desconocido» al que le habían hecho un altar era el mismo Jesús. Eso es el Evangelio.

Pero ya no hay viajeros así: ya nadie cierra los ojos para tratar de entender el alma de los sitios, su olor y su voz y su memoria. Estamos todos muy ocupados, hoy, en ver cómo salimos en las selfis. Lo demás no importa, da igual.

Y aunque salimos todos con los ojos tan abiertos, qué curioso, qué horror, casi nunca vemos mejor.

QUE SEA UN MOTIVO
(Jaime Jaramillo Uribe)

Leo en la prensa que se murió en Bogotá*, casi de cien años, Jaime Jaramillo Uribe, uno de los historiadores más importantes de Colombia, si no el más importante o al menos el que más influyó en todos los demás. Y si no lo hizo de forma directa con su pensamiento y sus preguntas y sus métodos, sin duda sí como un precursor (un ejemplo) que contribuyó como nadie a mejorar la manera en que aquí se estudiaba y se entendía el pasado.

En el caso de Jaramillo Uribe, con una vida tan larga y tan llena de realizaciones, claro, la muerte no significa tanto una sorpresa como el recordatorio nostálgico de que aún estaba vivo. Pero debe significar también, y sobre todo, una oportunidad y un pretexto para volver a su obra: para leer otra vez sus libros o para descubrirlos; para renovar con ellos algunas de las ideas más lúcidas e interesantes que se hayan dicho sobre lo que es este país.

Un país, qué extraño, del que se podría decir que ha tenido mejores historiadores que historia, mejores intérpretes del pasado que fortuna en él. Mejor historiografía que suerte, y quizás lo uno por lo otro, no lo sé. Pero escribe uno nombres al azar, casi sin pensarlos, y ninguno sobra y faltan muchos, más bien: Joaquín Tamayo, Luis Ospina Vásquez, Margarita Garrido, Santiago Castro-Gómez, Jorge Orlando Melo, María Clara Guillén…

En fin: gente muy valiosa –y toda la que falta, ya digo– que se ha ocupado de nuestro pasado y lo ha cuestionado y ha tratado de entenderlo y recrearlo, de volverlo presente porque todo pasado siempre lo es. Cada quien con sus más y sus menos, con sus sesgos, sus ideas, sus diferencias y obsesiones; todos con las limitaciones propias de su época y de su vida, faltaba más, ya lo decía Lucien Febvre: «Toda historia es hija de su tiempo».

Y en esa tradición, la de nuestro pasado hecho ciencia, por feo que suene, y suena horrible, la obra de Jaime Jaramillo Uribe fue definitiva, un antes y un después. Por los instrumentos de otros saberes, como la sociología o la demografía, que incorporó en sus reflexiones; por los debates que propuso o que trajo de afuera para enriquecer las interpretaciones que aquí se hacían todavía muy a la antigua, demasiado a la antigua.

Pero ante todo, creo, por su ausencia total de dogmatismo: por su afán sincero de comprender, que en sus textos se percibe siempre abierto y generoso, lleno de dudas y de preguntas más que de respuestas a la brava y atropellos al lector. Jaime Jaramillo Uribe es un ejemplo en este país de lo que es de verdad un pensador liberal, aquí donde ese adjetivo está tan devaluado y manoseado por quienes son su negación y lo llevan en el pecho.

Es que era tan liberal Jaramillo Uribe que fue quien mejor entendió, por no decir que fue el único que lo hizo, a don Miguel Antonio Caro. Yo recomiendo siempre un libro suyo que se llama La personalidad histórica de Colombia: una selección de algunos de sus ensayos, en donde aparecen todos sus méritos intelectuales: su curiosidad, cuando habla del Romanticismo; su agudeza, cuando reivindica el espíritu mediocre de este país…

Y recomiendo también, por supuesto, su obra maestra, El pensamiento colombiano en el siglo XIX: una profunda disección, autor por autor, de una sociedad cuya mente estaba todavía (y está, quizás) en la Colonia, pero que trataba de ser moderna a pesar de sus estructuras señoriales. Un país contradictorio y feudal que decía ser democrático y pocas veces lo fue de verdad.

Que la muerte de Jaime Jaramillo Uribe sirva para recordar su vida. Sobre todo ahora que se habla al mismo tiempo de la memoria y de la inutilidad de las humanidades.

Que sirva para volver a sus libros, que hicieron mejor nuestra historia.

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9789587579369
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