Kitabı oku: «Heracles», sayfa 5
—Yo soy… —quise presentarme, pero ella me interrumpió.
—Arturo, lo sé. —Me asombró que me conociera— Estamos en varias clases juntos y te he visto participar. De hecho, eres de los que más participa. Si no fuera por ti, las clases serían más silenciosas que un cementerio. Los profesores te adoran.
—Si te digo la verdad, lo hago porque me dan un poco de pena. Imagínate que haces una pregunta y ninguna persona te contesta. —Chasqueé la lengua— No creo que a nadie le guste.
—Así que eres todo un altruista.
—Sí… Tengo un amor altruista por casi todo el mundo. Nací para ser un superhéroe pero me he quedado en esto. —Señalé a la mosca de mis dibujos.
—La mosca está muy bien. Seguro que a tu hermano le gusta. —Me soltó ese comentario sin darse cuenta de que en ningún momento había hablado de mi hermano. Se percató de este detalle por mi extrañamiento— También te vi cuando… Bueno, nada. —Le animé a que hablara—. Cuando estabas entregando la matrícula. No os parecéis mucho, pero diría que era tu hermano el niño que te acompañaba.
—Espera, me viste cuando yo me… —No pude acabar la frase pero con el dedo índice de la mano señalé al suelo. Ella asintió y yo noté como el rubor ascendía por mis mejillas— No puede ser… —Volvió a asentir marcando más el movimiento mientras se mordía el labio inferior. Sin querer alcé la voz— ¡No!
—¿Cómo dices Arturo? —me preguntó la profesora.
Rápidamente me erguí y me dirigí a la profesora:
—Que, al contrario de lo que ha sugerido el compañero, me parece que el hecho de que Septimus Warren se suicide pensando en su amigo muerto podría ser un indicio de homosexualidad. Lo confirma su complicada relación física con Rezia, un intento fallido de superar la guerra y de ocultar sus verdaderos sentimientos.
—Un punto de vista muy interesante, Arturo. Los demás, ¿qué opináis? —La profesora siguió con la clase y yo con mi conversación con Laura.
—¿Estás atendiendo? —Parecía sorprendida.
—Claro, ¿tú no? —Era obvio que no. No me resultaba difícil llevar dos conversaciones a la vez, así que mientras hablaba con ella, escuchaba lo que los compañeros decían, sin prestar mucha atención, por si pasaba algo semejante a lo que acababa de ocurrir— ¿Me viste cuando me caí?
Laura, que durante toda la conversación había mantenido la cabeza hacia el frente, sin girarla directa hacia mí y mirándome con el rabillo del ojo —imagino que para fingir que atendía—, asintió con la boca abierta en una mueca que mostraba sus dentadura impoluta, perfecta. La vergüenza me invadió por dentro. No solía ocurrirme, de hecho tenía por costumbre reírme de todo lo que me pasaba, pero con aquella joven todo era distinto. Por alguna extraña razón, me importó la primera impresión que había tenido, hasta entonces desconocida por mí, y solté maldiciones sin freno en mi cabeza.
La expresión de mi rostro debía ser muy graciosa, porque ella empezó a emitir una risa contenida que sonaba igual que la de una niña que trata de no desternillarse ante una situación embarazosa ajena. Esta risueña enfermedad se me contagió de manera inconsciente y ambos tratamos de simular una normalidad forzada que no quedó nada natural. La profesora se dio cuenta pero hizo caso omiso de nuestras tonterías y continuó con su charla, aunque de vez en cuando nos mandaba un vistazo fugaz con sus ojos negros sobre su tez pálida, botones en la cara de una muñeca de trapo.
La conexión entre nosotros dos surgió en ese instante. Ella era una chica normal, sin manías atípicas, preocupada por seguir las tendencias predominantes del momento e ir a la moda (de forma modesta y sin exagerar, he de decir) y con un perro bastante feo y una hermana idéntica a ella en cuanto a los rasgos físicos, según una foto de su cartera, y un carácter diferente pero complementario al suyo, según sus anécdotas. Se reía de mis gracias como sólo ella sabía reírse, contenida y alegre, encorvando el cuello con levedad y haciendo surgir patas de gallo en el extremo externo de sus ojos. Yo me reía de sus historias, la mayoría con su hermana, y a pesar de una timidez que acallaba ciertos detalles al principio, a medida que la conversación avanzaba ella fue mostrándose más relajada y cercana, no demasiado, lo justo para que yo supiera que le había caído bien.
***
«Le había caído bien». Sus propias palabras empezaron a torturarle. Arturo Aguilar se llevó una mano a los lacrimales. No estaban húmedos como temía pero una angustia que subía desde la tripa por el esófago hasta su boca le presionaba el pecho y su corazón, que creía dormido o muerto, le golpeaba con la fuerza de un martillo con ganas de fugarse del lugar horrendo en el que se encontraba, una cárcel sin ventilación ni posibilidades de ver un ápice de luz que le diera esperanzas.
Una bocanada de humo le relajó, se quitó el cigarro de los labios y unas cenizas cayeron sobre su mano pero no le molestaron. Notó el calor que desprendían pero a su piel le parecían tan frías como el hielo del Polo Norte.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Mooney.
La intervención llegaba en un momento desafortunado otra vez. Aguilar quería estar solo, que le dejaran en paz. ¿Tan complicado era? ¿Por qué el pasado nunca le abandonaba? ¿Por qué seguía ahí después de tantas décadas y tantos años? Notó una mano recorriéndole el surco entre los omoplatos que llega hasta las lumbares y supo que no se trataba de Wilson, que de repente podría haberse puesto cariñoso mostrando así un lado oculto de su personalidad, sino que aquella mano pertenecía a un fantasma, a alguien que ya no se encontraba allí. Los pelos de su nuca se erizaron al recordarla, al recordar el daño que le hizo y cómo no pudo remediarlo. Pero era muy pronto aún como para desmoronarse. Debía reponerse y hacer frente al intruso que se había adentrado en su casa con su permiso pero sin su aceptación.
—Sigamos con la historia de los asesinatos.
—¿Pero qué pasó con Laura Gaspar?
—¿Está sordo? ¿Le saco la cera de los oídos a ostias? —exclamó Aguilar, encarando al reportero, que lo miraba por encima del respaldo de la silla, donde había apoyado un brazo. Este se mantuvo en silencio y Aguilar reaccionó con violencia: se fue hacia su silla, la desarrimó de un tirón y se sentó en ella como si lo hiciera en un caballo salvaje y alocado. Soltó aire por la nariz y cerró los párpados para relajarse— Discúlpeme. Recordar esos tiempos me pone un poco nervioso.
—¿Por qué me ha dejado pasar entonces? —el semblante de Wilson carecía de sentimientos. Aguilar abrió los ojos y a través del cristal de sus gafas vio una pequeña curvatura en el extremo izquierdo de la comisura de los gruesos labios del reportero. No supo sin interpretarla como un gesto involuntario o como una muestra de soberbia.
En respuesta a la duda de Mooney, Aguilar pensó en al menos tres razones por las que se lo había permitido: la primera, que aquel hombre le intrigaba, pues no entendía por qué tenía tanto interés en remover el lodo del fondo del charco cuando en la superficie todo estaba en calma; la segunda, quería descubrir si aquel hombre tenía información que atara los cabos que aquel caso había dejado sueltos; y en tercer y último lugar, necesitaba comprobar que lo había superado, que podía hablar de aquello y sincerarse con alguien, incluso aunque se tratase de un desconocido, ya que en aquellos momentos de su vida en los que su éxito laboral llenaba las páginas de los periódicos, sus sentimientos estaban sepultados bajo una lápida con un epitafio que nadie leería nunca. Pero Arturo Aguilar jamás le diría eso a Wilson Mooney, debido a que le consideraba un extraño invasor, un desconocido hostil.
—¿Acaso importa? —le soltó Aguilar con tono borde— Le he dejado entrar. Confórmese con eso.
***
Solté el brazo de Laura y miré el pasillo por el que habíamos huído de las miradas ajenas. No quería que nadie nos siguiera y se añadieran más rumores de los que ya corrían. Laura mientras tanto guardó el cuaderno en la mochila.
—¿Estamos a salvo? —preguntó con ironía para rebajar la tensión del momento.
—Sí —respondí tajante— ¿Qué querías decirme?
Sonaba seco, mi voz no transmitía nada más que desconfianza. Llevaba mucho tiempo sin hablar con ella y la última vez que la vi no había sido capaz ni de saludarla siquiera por el dolor que me habría causado hacerlo. Laura se había dado cuenta de que no confiaba en ella y eso le había dolido. Lo pude ver en su rostro, cuando lo desvió como hacía cada vez que la dañaba. Entonces me sentí terriblemente mal por dentro. Mis entrañas se contraían sobre sí mismas como castigo por haberla molestado pero el orgullo me impidió pedirle disculpas, así como la tristeza que llevaba acumulada ella desde hace tiempo le habría impedido sincerarse conmigo en lo referente a este aspecto.
—Quería preguntarte si estabas bien —respondió con una voz más suave de lo normal, a velocidad pausada—. Me he enterado de lo de Javier… Iba a llamarte luego al volver a casa. No pensaba que fueras a venir hoy, la verdad.
—Estoy bien, tranquila —mentí.
Jamás entenderé por qué los seres humanos somos tan ingenuos al tratar de ser fuertes e independientes, por qué pensamos que pedir ayuda es sinónimo de ser frágil. Necesitaba un abrazo, una mano en la espalda y alguien que me dijera que estaba a mi lado para lo que hiciera falta, la necesitaba a ella en aquellos momentos pero no pude evitar pensar que sólo la molestaría, la incordiaría. Consideré que su preocupación no se debía más que a una mera cortesía, por amabilidad, y no porque de verdad la angustia la hubiera traído hasta mí.
—¿Seguro? —insistió. Apreté la mandíbula. Me estaba poniendo muy difícil aguantar las ganas de estallar y contarle todos los pensamientos que pasaban por mi cabeza a velocidades infinitas.
—Sí —dije con un hilo de voz. Tuve que carraspear y repetirlo en voz más alta, no solo para convencerla a ella sino también a mí mismo—. Ha sido raro en realidad. No me esperaba que los cadáveres tuvieran ese aspecto pero… —Resoplé— ya sabes que a mí siempre me han llamado la atención estas cosas así que me siento un poco… —Me costaba definir con palabras mi estado de ánimo— En fin, raro. Creo que no me he explicado bien.
—No has sentido miedo, sino curiosidad —resumió perpleja.
Asentí. Me daba vergüenza admitirlo, pero era la verdad. En ningún momento me había detenido a pensar si estaba bien acercarme al cadáver y examinarlo, desde la lejanía y sin tocar nada.
—Quería ver qué lo había matado. El modus operandi era muy raro. Tenía la tripa rajada y los órganos fuera del cuerpo pero creo que eso no lo mató… Había indicios de que murió por otro motivo —le expliqué sin que ella me lo pidiera. Laura parecía disgustada ante la imagen que estaba describiendo, así que paré. Me rasqué la cabellera detrás de la oreja—. Perdóname. No debería hablar de estas cosas.
Laura miró al suelo.
—¿Crees que yo tengo algo que ver con su desaparición? —Entorné los ojos. No sabía a qué hacía referencia con esa pregunta, aunque podía imaginármelo— Quiero decir… Javier intentó ligar conmigo la noche en la que desapareció. Fui la última persona que habló con él. ¿Tiene eso alguna relación con lo que ha ocurrido?
Chasqueé la lengua y lo negué. No sabía cómo interpretar aquella pregunta: ¿un ataque de egocentrismo o una verdadera preocupación por lo que había ocurrido?
—Javier flirteó con muchas chicas esa noche, como todas las demás. Tiene pinta de que le han escogido a él como podían haber elegido a cualquier otro que fuera borracho por la calle. No te preocupes —la tranquilicé.
Ella respiró aliviada.
—Va a empezar la siguiente clase. —Rompió un silencio momentáneo— Debería ir para el aula.
—Vale. Vamos. —Estas palabras salieron de mi boca como suspiros.
—Tal vez sería mejor que fueras a casa. —Me detuvo con una mano en mi pecho— La gente te va a agobiar. Además, tienes la parte trasera del pantalón manchada de sangre, creo.
Me miré los gemelos y como Laura había dicho, por las mangas de los pantalones se había extendido una mancha, entonces ya marrón, que había vuelto la tela rígida. Solté una maldición por lo bajo y, al elevar la cabeza, Laura me miraba con ternura y ojos vidriosos. Sólo le había visto con esos ojos una vez. Recordarlo me hizo daño. Ella me posó una mano entre la nuca y la espalda y me acarició. Nunca me había dado un abrazo y no iba a empezar a hacerlo porque estuviera pasando por aquel trago. Laura nunca daba abrazos. Alguna vez le había preguntado por ello y me había respondido que no se sentía cómoda al hacerlo. Sus caricias me enfadaron: mi mente asoció el gesto con un perro. El niño caprichoso que llevaba dentro de mí pedía a viva voz un abrazo y mis labios taponaban sus gritos y evitaban que salieran al exterior. En lugar de poner en su conocimiento mis caprichos sin consideración ni reparo, sonreí con timidez y le di las gracias. Ella me devolvió la sonrisa y se marchó pidiéndome que descansara y que la llamara en caso de necesitarla. Cuando iba a doblar la esquina del pasillo se frenó y me llamó. A un pasillo de distancia, ya que yo me había mantenido inmóvil en el sitio, nos dijimos unas últimas palabras que tomarían una decisión indirecta acerca de nuestro futuro.
—Lo mismo no es el momento adecuado para pedírtelo pero estoy teniendo problemas con la asignatura de Fonética y Fonología. A ti se te da bien. ¿Podrías ayudarme? —Golpeé con la punta del zapato el suelo al escuchar su petición.
—Claro.
—Genial. ¿Quedamos el jueves que viene en la biblioteca?
—Después de comer.
—Comemos juntos, si quieres.
—Por mí perfecto —acordé. Laura me dedicó una de esas sonrisas que deseaba ver a cada segundo, giró la esquina y desapareció de mi vista.
Levanté la muñeca para ver la hora que marcaba el reloj. Pensé en ir a la siguiente clase sin tener en cuenta el consejo de Laura pero mis pantalones manchados de sangre alimentarían los rumores que habían nacido aquella misma mañana, así que desestimé la idea de entrar en esa aula. Sin embargo, tampoco quería ir a casa. Allí encerrado sentiría que las paredes se irían juntando hasta aplastarme poco a poco. Además no me apetecía aguantar el ataque de ansiedad que Cruz estaría sufriendo en aquellos momentos. Sin saber qué hacer, salí de la facultad. Entonces, a consecuencia de un pensamiento acerca de mi cita de estudio con Laura, se me ocurrió que podía ir a la biblioteca a por información acerca de un tema que me inquietaba y suscitaba mi curiosidad: la muerte de Javier Alcázar. Solo me separaba de satisfacer mis preguntas con una respuesta un aparcamiento entre la Facultad de Filosofía y Letras y la Facultad de Derecho. Así que, en un impulso poco meditado, no tomé el camino de vuelta a casa, sino que avancé hacia el frente en busca de información que me ayudara a desvelar el misterio.
***
—Laura Gaspar, ¿ha dicho que ella fue la última en hablar con Javier Alcázar? —preguntó Wilson— ¿Usted lo sabía?
—Sí.
—¿Por qué no me ha contado nada? ¿No lo ha creído importante? —me espetó el reportero.
—Relájese. Ni se le ocurra regañarme o le hecho de mi casa ipso facto. —Me impuse ante él, que se dio cuenta del tono de voz que había empleado en mi contra y se calló para después continuar con más amabilidad.
—Podría contarme la verdad acerca de lo que ocurrió en la fiesta de Año Nuevo.
—Podría, pero eso requeriría que le contara el resto de la historia con Laura Gaspar y no estoy por la labor —añadí con sorna—. La vida es dura: a veces no se consigue lo que uno quiere.
Wilson Mooney pareció asumir que no iba a obtener ninguna información acerca de aquel asunto por el momento. Por lo tanto, prefirió dejarlo de lado hasta que se le presentara otra oportunidad de sacar el tema a la luz.
—¿Descubrió cómo había muerto Javier Alcázar? —Cambió el curso de la entrevista.
Arturo Aguilar dio una calada al cigarro, que ya casi se había extinguido, consumido por sus propias cenizas.
—Por supuesto, aunque no fue aquella tarde. —Expulsó el humo— Me costó otras dos descubrir a ciencia cierta qué le había pasado. Debía informarme de muchos aspectos relacionados con la medicina forense y con la tanatología y familiarizarme con ellos a medida que avanzaba en mi investigación. A día de hoy, es difícil de comprender. Estamos a dos clics de obtener cualquier dato que busquemos en la red. Incluso un niño con un móvil y dos dedos de frente puede obtener información acerca de cualquier tema. Por aquel entonces Internet era un sueño en España y una computadora, lo que el fuego para los cavernícolas.
—Es lo que tiene el avance tecnológico. Nos ayuda a mejorar en los campos de investigación.
—Pero también se puede usar como arma. Créame, prefiero el método anterior. Es mucho más sigiloso.
Wilson dejó de escribir. Estaba dándole vueltas a una idea que se había ido formando en su cabeza a lo largo de toda la noche.
—¿Por qué es usted tan desconfiado?
—¿Quiere las razones expuestas según su relevancia o por cronología? —Arturo se rio de su propia gracia, aunque no fue una carcajada sonora, sino un suspiro cargado de ironía— Siempre he pensado que el momento en el que entré en la biblioteca se podía asemejar a cuando Orfeo entró en el inframundo. Iba a descubrir que no siempre se gana en esta vida.
Capítulo V:
La luna y la farola
—Háblame del cambio de personalidad de Arturo Aguilar —le pidió Wilson Mooney a Cruz Rivera.
Cruz trató de encontrar las palabras adecuadas. A partir del momento en el que encontraron el cadáver, Aguilar había comenzado a comportarse de modo distinto. Llegaba tarde por las noches y se marchaba de madrugada sin dar explicaciones de adónde iba o a qué dedicaba ese tiempo, de modo que Cruz sólo le veía en el horario lectivo y apenas intercambiaban cuatro palabras. Aguilar estaba perdido en su mundo y Cruz deseaba que su amigo estuviera buscando la forma de salir, pero él no sabía cómo ayudarle a encontrar la solución a sus problemas. Era probable que Aguilar hubiera sufrido más de lo que decía cuando encontraron el cadáver, que le había afectado más de lo que quería aparentar, pero jamás compartió ese sufrimiento con su amigo. En vez de eso, se distanció de todos y comenzó a tener comportamientos extraños: por las noches, en las pocas horas que pasaba en el piso, se escuchaban ruidos dentro de su cuarto, como si no durmiera. Cruz sabía de buena mano que Aguilar siempre había tenido problemas para conciliar el sueño, pero jamás habría imaginado que pudiera quedarse toda la noche en vela dedicado a actividades extrañas de las que tampoco tuvo conocimiento nunca. El cuarto de Aguilar se convirtió en una especia de búnker donde los intrusos, es decir, cualquier persona que no fuera Arturo no era bien recibida. Esto era lo poco que pudo contarle Cruz a Wilson, que no pareció satisfecho con la información recibida.
—No me ayuda mucho. Tan sólo me confirmas que tu amigo tenía un comportamiento sospechoso —comentó Wilson—. ¿No sabe adónde iba? ¿Qué hacía en su tiempo libre? ¿Le acompañaste alguna vez?
—Ni idea —confesó Cruz, que se preguntaba si de verdad había sido un buen amigo y conocía tan bien a su compañero de piso como se jactaba de ello—. Sin embargo, puedo decirte que esto es el principio, la punta del iceberg. Su comportamiento empeoró después, cuando ya ni siquiera pasaba por casa y, si lo hacía, se aseguraba de no coincidir conmigo. Había días que llegaba al piso y me lo encontraba vacío. Me enteraba de sus idas y venidas cuando veía que en el cesto de la ropa sucia había camisas suyas y ropa interior que no estaba ahí antes de que yo me fuera.
—¿Cómo te afectó esto?
Cruz volvió a guardar silencio para reflexionar. Había pensado en la respuesta a esa cuestión muchas veces, incontables, a lo largo de toda su vida. En los momentos difíciles echaba de menos a Arturo, su amigo, pero despreciaba a Aguilar, aquel que ocupó el cuerpo de su compañero a partir del momento en el que encontraron muerto a Javier Alcázar. Cruz se había visto solo a partir de entonces. Al principio no lo notó debido a la presencia de su novia Carmen, mas poco a poco se vio con la necesidad de hablar con su amigo y él no estaba presente para consolarle. Arturo Aguilar le había abandonado en vez de apoyarse mutuamente como hacen los verdaderos amigos.
—Yo estaba ahí siempre que me necesitaba, al contrario que él. Yo lo daba todo por nuestra amistad y al final el que acababa pagando los platos rotos era yo. Lo pasé verdaderamente mal y él fue incapaz de preocuparse por mí. Me dejó solo cuando más le necesitaba —respondió, hizo una pausa y añadió—. Hijo de puta. ¿Cómo se puede ser tan egoísta?
Wilson asentía intermitentemente mientras escribía, como si estuviera siguiendo los trazos del bolígrafo.
—¿Cuándo empezó esta situación?
***
El salón estaba abarrotado. No era muy grande y la presencia de más de tres personas hacía que la estancia se congestionara. En los sofás nos encontrábamos Carmen y yo, cada uno con su preocupación particular, y la otra pareja del grupo de amigos, Roberto Ramos y Pilar Álamo. En el suelo, Belén se tomaba un vaso de leche con cacao. Yo estaba inclinado sobre sus piernas con los codos apoyados en los muslos y las manos en la cara, cubriendo su boca y reteniendo sus suspiros. Estaba pálido y ojeroso, al menos así me había visto reflejado en la pantalla del televisor. Había intentado dormir pero en vano. Las imágenes del cadáver de Javier Alcázar me abordaban cada vez que cerraba los ojos. De hecho, era con su mirada vacía con la que me encontraba cuando me encerraba en la oscuridad de mi cuarto y cada vez que cerraba los párpados veía tatuado en su reverso aquel cuerpo encadenado al coche. La tetera, al liberar el vapor de su interior, emitía los graznidos del cuervo que había devorado el hígado del muerto. Carmen lo sabía y trataba de tranquilizarme con caricias en círculo sobre mi espalda. La joven tenía la misma cara que tienen los invitados de un funeral, que son conscientes de la presencia de una desgracia ajena pero no saben lo que se siente al padecerla.
—Venga, tío, anímate —dijo Roberto, un gigante con cara de niño, sonrió con sus labios rosados por la dermatitis que los rodeaba, se separó de su novia y se puso en cuclillas frente a mí. Me puso una mano en el hombro y antes de que pudiera volver a hablar, Cruz hizo una mueca, que por suerte mis manos delante de la boca ocultaron, y le respondí con severidad:
—Tú eres tonto. —Roberto agachó la cabeza como hacía cada vez que decía estupideces y yo se lo remarcaba. Era muy infantil y, aunque me caía bien y le quería como amigo, había determinados momentos en los que me sacaba de mis casillas. Era incapaz de ver la seriedad de los acontecimientos. Noté la mirada vacía de significado de su novia clavada sobre mí— Tío, he encontrado un fiambre, un puto cadáver. ¿Cómo pretendes que me anime? Me gustaría verte a ti en esta situación. ¡Incluso he estado en la comisaría y me han acusado de haberle matado!
Roberto se puso de nuevo de pie y esquivó la mesilla central del salón con dificultad, como si fuera un elefante en una tienda de cerámicas, para sentarse de nuevo junto a su Pilar, su novia. Esta le compadeció con sus ojos grandes y redondos, ilusión creada por sus gafas, y le acarició el rostro. La palidez de Pilar chocaba con la piel morena de Roberto.
El chillido de la tetera rompió el silencio. Todos dirigimos nuestras miradas hacia la cocina, como ciervos que escuchan el crujido de una rama en el bosque y se ven en peligro.
—El té ya estará listo —resaltó Carmen, como si no fuera evidente. Más bien quería decir «que alguien tenía que ir a servir el té». El hecho de que fuera ella la que lo propusiera de manera indirecta denotaba que no tenía la menor intención de ir a prepararlo. Belén señaló su vaso de leche y sorbió con la pajita, como si estar ocupada bebiendo la eximiera de ir a servir el té. Se dio por hecho que yo no iba a ir a servirlo, aunque fuera mi casa, porque no me encontraba con fuerzas suficientes para hacerlo. Había sufrido un susto tremendo del que sería incapaz de librarme durante las siguientes semanas.
Roberto se puso de nuevo de pie y se ofreció voluntario para servir el té. Pilar, ante la proposición de su novio, lo acompañó a regañadientes. No obstante, aunque no quise darle importancia, sabía que iban a hablar acerca de mi reacción previa a las tonterías de Roberto. Daba por hecho que ella trataría de consolarle.
—Vamos, yayo, —dijo Belén cuando los otros dos se hubieron marchado a la cocina. Todos los miembros del grupo me conocían por ese sobrenombre, «yayo», porque era el más mayor. Belén siempre se refería a mí por mi apodo cuando quería parecer cariñosa— sé que es difícil, pero deberías tratar de pasar página. No has tenido nada que ver, así que intenta olvidarlo.
Belén era una niña disfrazada de mujer. Si cabe, era aún más inmadura que Roberto y Pilar juntos. A veces me preguntaba cómo habíamos acabado juntos. Arturo y yo hacíamos de padres, o de pastores, según la situación, de todos aquellos universitarios que deberían repetir el parvulario.
—No es tan fácil. Una experiencia así te marca, te cambia —le dije con dulzura. Belén era como mi hermana pequeña, no podía hablarle como lo había hecho a Roberto.
—Pero tienes que hacer algo al respecto. No puedes quedarte de brazos cruzados. —Carmen añadía presión al asunto al intentar apaciguar mi angustia. ¿Se pensaban que mi susto se pasaría con unas simples palabras? No. Necesitaba tiempo para pensar, asimilar todo lo ocurrido y calmarme. ¡Aquella misma mañana me había encontrado un cadáver!— Podrías volver a la psicóloga. La última vez te fue muy bien. —La miré horrorizado— No me refiero a asistir de forma continua y durante un tiempo indeterminado, sino un par de veces, hasta que superes este bache. Hablas con ella y ya verás cómo te va mucho mejor.
—¡Qué no me da la gana! A ver si lo entiendes de una vez por todas. —Me aparté de su lado y empecé a andar en círculos por la habitación. Carmen se preocupaba por mí pero yo era incapaz de verlo. En el fondo llegué a pensar que lo hacía por su propio bien, porque no quería tener ningún problema y un novio agobiado y trastornado podría resultar serlo. Rompería su ideal de vida perfecta.
Belén sorbió su cacao y la pajita emitió un sonido aspirado, producto de la ausencia de líquido en el vaso. A su vez, el cerrojo de la puerta sonó, siguió un chirrido y por el recibidor asomó la figura de Arturo, que había estado desaparecido todo el día. Traía en la mano dos libros que no le cabían en la mochila, que aparentaba estar llena de más libros.
—¿Dónde has estado? —me interesé.
Levantó los libros y utilizó el estudio como excusa. Ciertas actitudes de mi amigo me ponían nervioso: esa tranquilidad que irradiaba cuando la tensión reinaba en aquellos momentos me enfadaba porque parecía que todo el embrollo no le afectaba en absoluto; o su falta de responsabilidad al no querer compartir sus actividades me hacían sospechar que me ocultaba algo o que no confiaba en mí lo suficiente como para contarme qué le preocupaba. Tal vez fuera eso, que en nuestra relación él fuera más independiente, que yo le tenía en más estima de lo que él me valoraba.
Sin decir nada más, se introdujo en la oscuridad del pasillo y se fue a su cuarto. Belén dejó el vaso en la mesilla y se levantó, se sacudió la parte trasera del pantalón, se recolocó la ropa y se marchó detrás de mi amigo, con la cabeza gacha y la vista alzada, una mezcla de vergüenza y decisión. Desaprobaba esa actitud en Belén, pero nunca se lo había dicho. Sin embargo, con Arturo sí había hablado acerca de aquel tema, pero él se negaba a ver lo evidente. Se limitaba a decir que Belén y él eran buenos amigos, incluso aseguraba que se debía a que tenían una relación mejor que la mía con ella.
Me senté al lado de Carmen de nuevo. Le puse la mano en la pierna.
—Lo siento. No debería haber hablado así.
Ella apartó la mirada pero hice que girara la cabeza con mi mano, agarrando su barbilla. Ella no puso resistencia. La besé en los labios, un dulce roce de nuestras bocas, la suya suave y delicada, la mía espinosa por la barba y más tosca.
—Tengo que irme. Ya llego tarde a cenar.
Se puso en pie, se acercó al recibidor y entonces reaccioné y la acompañé a la puerta.
—Deja que te acompañe —le pedí pero ella rechazó mi ofrecimiento mientras se ponía el abrigo. Se despidió de los demás ocupantes de la casa a voces, aunque solo respondieron Roberto y Pilar desde la cocina. Arturo y Belén no debieron de escucharla.
—Quédate aquí —me dijo cuando salía por la puerta—. Te vendrá bien descansar.
Me quedé en el rellano viendo cómo bajaba las escaleras de madera chirriante. Cerré con calma la puerta cuando ya no la veía. Pensaba en cómo la había tratado. Muchas veces no valoraba lo que tenía y la menospreciaba y la trataba de una forma que no merecía. Lamentablemente, no me daba cuenta hasta que ya era demasiado tarde y el daño estaba hecho. No obstante, en aquella ocasión mi comportamiento estaba justificado, pues pretendía que volviera a ir a la psicóloga. No quería hacerlo. La psicóloga me ayudaba hasta cierto punto: era capaz de ordenar las ideas en mi cabeza y decirme cómo actuar, pero también me hacía depender de pastillas para sentirme bien. No estaba dispuesto a tolerar aquello de nuevo.
***
—¿Habías acudido antes a la psicóloga? —Cruz asintió con la cabeza.
—Cuando era más joven tuve problemas con mis amigos. Éramos unos gamberros. En aquellos tiempos había mucha menos vigilancia que ahora, así que hacíamos lo que queríamos y cuando queríamos —le contó Cruz. En el extremo de sus labios se atisbó una pequeña sonrisa melancólica—. Una vez recuerdo que nos colamos en la biblioteca municipal para hacer unas pintadas en una pared vacía, nada escandaloso, sino algo artístico. Claro que la biblioteca la regentaba la mujer de un general retirado, un fachoso de mierda, que odiaba a todos los jóvenes que no hubieran hecho la mili. Se me cayó el pelo. En mis intentos de convertirme en artista callejero, firmé el mural y me pilló la guardia civil. Una multa de no sé cuántas mil pesetas y el servicio militar obligatorio. Dentro de lo que podía haber sido, fue un castigo bastante leve, porque me dejaron hacer la mili aquí, en Madrid. Bien podrían haberme mandado a otra parte de España o peor, a Marruecos. A raíz de esto, empecé a sentirme muy mal conmigo mismo, me castigaba por traer tantos problemas a mis padres y…