Kitabı oku: «Heracles», sayfa 4

Yazı tipi:

—Escúchame, maricona: como me entere de que estáis involucrados de alguna manera en este caso, os voy a meter un paquete que se os va a caer el pelo. Ni se te ocurra mentirme…

La puerta de la sala se abrió de golpe y entró un hombre gordo con barba y pelo largo peinado hacia atrás canosos. Parecía un Santa Claus trajeado y con cara de pocos amigos. Dos cejas negras pobladas hacían sombra a sus ojos.

—¡Abad! ¿Qué coño haces? —le reprimió desde el sitio. Francisco cambió el rojo de su cara por el más claro de los blancos. Apretó la mandíbula. Se estiró y se mantuvo firme mientras le regañaba el inspector— No son sospechosos. Están aquí para que les tomemos declaración, para que nos ayuden, no para ser interrogados. ¡Lárgate antes de que te abra un expediente!

—Señor comisario, simplemente intentaba someterle a un poco de presión para que hablara y me contara todo lo que sabe…

—¿Qué va a saber este chaval? —gritó el comisario cada vez más enfadado— ¡Tiene pinta de que hasta hace dos días no se afeitaba! Es casi un adolescente, no una mente criminal. Por favor, mírale. Le falta mearse en los pantalones.

—Señor, él encontró el cadáver del chico que lleva desaparecido desde Año Nuevo…

—Sé muy bien lo que han hecho él y su amigo —volvió a cortarle el comisario, cuya fachada no se derrumbaba pese a los intentos por excusarse de Francisco Abad, que se mantenía con poca firmeza pero con tesón ante su jefe—. Ros me lo ha contado todo. Así que te lo voy a repetir una vez más: no me toques los cojones y lárgate de aquí o te vas a arrepentir. ¿He sido claro?

—Sí, señor. Como el agua.

Abad abandonó la sala de interrogatorios rápido y con la cabeza gacha. El comisario se quedó en la puerta para cerciorarse de que el agente no fuera a atacar a Arturo ahora que otro perro más grande le había quitado su primera presa. Después entró en la sala y se sentó frente a mí.

—Siento el numerito del agente Abad —se disculpó. Se me ocurrió que tal vez estaban llevando a cabo la táctica del «poli bueno y poli malo», un tira y afloja para hacerme hablar tras un momento de tensión. Sin embargo, la mirada severa del comisario me hizo pensar en que la idea de esa táctica se trataba de un delirio y que en realidad podía confiar en aquel hombre—. Lleva tiempo en el cuerpo pero no aprende. Quiere ascender a toda costa y se piensa que por cerrar un caso antes que nadie, antes que los inspectores que lo llevan, va a lograrlo. La verdad es que no sabe hacer la «o» con un canuto. Mano firme, eso es lo que se necesita para tratar a la gente como Abad. —Golpeó con el puño la palma de la otra mano.

—Ha acusado a Arturo de tener algo que ver con lo ocurrido con Javier Alcázar —le espeté.

—Tranquilo, muchacho. A ese, ni caso. Ya tomo yo nota de todo lo que digas, a falta de alguien mejor. Desde luego, cualquier conspiración que haya salido de la mollera de ese agente será borrada de tu testimonio. —Sacó un bolígrafo de un bolsillo interior de su chaqueta, pulsó el botón para que saliera la punta, y comenzó a escribir. La grabadora seguía girando.

—Gracias.

—De nada. Por cierto, soy el comisario Mauricio Montoro. —Extendió una mano rechoncha hacia mí y yo se la estreché.

—Cruz Rivera.

—Muy bien, señor Rivera, ¿podría narrarme cómo ocurrieron los hechos de forma ordenada y sin omitir ninguna clase de detalles?

Repetí lo que le había contado a Francisco Abad, esta vez mucho más sereno y siguiendo un orden cronológico de los hechos. Montoro anotaba cada palabra que salía de mi boca. De vez en cuando alzaba la vista, como si hubiera percibido algún detalle que le obligara a reflexionar sobre él. Paraba unas milésimas de segundo y, al darse cuenta de que yo seguía hablando, volvía a centrarse en la escritura. Si yo cesaba mis palabras cuando se paraba a pensar, reaccionaba al instante y movía la mano en círculos, como si fuera un agente de tráfico que me daba pie a que siguiera con mi declaración. Pasada media hora en la que el comisario escuchó todo lo que tenía que contarle y enlazó mis frases con preguntas de su propia cosecha, me hizo firmar la declaración, cerró la carpeta, guardó silencio durante dos segundos reflexivos y me concedió la libertad. Con la palma de la mano extendida hacia la puerta me indicó que podía levantarme y marcharme. Acompañó mis movimientos levantándose él también. Me abrió la puerta y salí al núcleo de la comisaría, que seguía tan abarrotado como antes de mi entrada en la sala de interrogatorios. Me fijé que en uno de los múltiples escritorios que amueblaban la sala se encontraba Arturo, prestando declaración a otro agente, de avanzada edad y con sonrisa de abuelo. Montoro me puso una mano en la espalda para que avanzara hasta el vestíbulo. Allí, con un pie fuera de la comisaría y otro dentro, me abandonó a mi suerte.

***

—Arturo Aguilar, ¿tardó mucho en salir? —quiso saber Wilson. Cruz meneó la cabeza mientras se preguntaba por la fijación extraña que tenía el inspector hacia su antiguo compañero de piso y amigo. Sin embargo, no preguntó nada.

Cruz agarró el reposabrazos más próximo a él con la palma de la mano para que la tela absorbiera el sudor. Aquella situación con Wilson Mooney le había parecido muy similar a aquel interrogatorio que sufrió tras encontrarse cara a cara con el cadáver de Javier Alcázar.

—¿Cómo volvisteis a la universidad?

Cruz continuó con su relato.

***

Me encontraba apoyado en la pared con la espalda y la planta del pie. Las manos estaban resguardadas del frío en el interior de mis bolsillos, aunque se movían sin cesar por el tembleque producido por los nervios y el frío, una mala combinación. Había estado esperando quince minutos cuando Arturo, seguido del comisario Montoro, que parecía más un portero de discoteca ya que se encargaba de acompañar él mismo a todos los detenidos a la puerta, salió. Se puso los mitones y guardó las manos en los bolsillos de su abrigo. Pese a ser ya media mañana, nuestro aliento seguía produciendo vaho que se elevaba desde nuestras bocas hasta que se hacía invisible.

Le llamé en cuanto le vi y él se giró hacia mí. Parecía ido: su cuerpo estaba presente en aquella vía; su mente, muy lejos de este mundo. Le pregunté varias veces por el interrogatorio pero él se limitaba a contestar con monosílabos como «bien» o sonidos guturales sin significado propio. Tardé poco en hablar de mí mismo y contarle todo lo ocurrido con Francisco Abad, con el comisario Montoro y lo asustado que estaba. Ante todos estos sentimientos y temores, él se encogió de hombros y no le dio importancia.

—Hemos tenido mala suerte. Tratemos de relajarnos, a ver si se nos pasa el susto y podemos llegar antes de que empiece la clase de Mitología —dijo como si aquellos consuelos fueran suficientes para apaciguar el estrés producido por aquella experiencia. Se había vuelto loco o intentaba parecer fuerte, pues en mi cabeza no cabía la posibilidad de asistir a clase habiendo sufrido una experiencia traumática hacía escasas horas. Arturo estaba raro y no era complicado notar que algo, nunca llegué a saber el qué, perturbaba su interior.

—Arturo, ¿tú te estás escuchando? ¡Hemos encontrado un cadáver!

—Baja la voz —me espetó—. No hace falta que se entere todo el barrio.

—¿Quieres que me calme? —exclamé. Después, añadí en un tono de voz menos elevado, casi en un susurro— Hemos encontrado a Javier Alcázar, un chico que ha estado secuestrado y al que han matado. ¿Y si los siguientes somos nosotros?

—¿Y si cae un meteorito y el mundo se acaba hoy? —se burló él. El Arturo al que yo estaba acostumbrado volvió con esa broma socarrona.

Iba a replicar cuando, sin esperarlo, me golpeó con el envés de la mano en la solapa del abrigo para llamar mi atención. Seguí su mirada hacia el fondo de la calle y vi que venían a paso ligero pero fúnebre dos mujeres que trataban de no llorar pero cuyos ojos vidriosos reflejaban destellos de lágrimas. Venían agarradas de las dos manos, posadas entre sendos hombros. A una la conocía de clase, Rosa Alcázar, con la que nunca había mantenido buena relación y, consecuentemente, la que había sido objeto de chistes burlescos e imitaciones por parte de Arturo y mía cuando ella se comportaba con prepotencia, rasgo de su carácter que no solía ausentarse en ningún momento. La otra, mucho más mayor, era su madre, a la que sólo había visto en las noticias, al pedir ayuda entre lágrimas a todo el mundo para encontrar a su hijo. Jamás logré aprenderme su nombre ya que nunca había prestado mucha atención a aquella clase de reportajes y, en general, al telediario en sí. En aquella época, lo único que atraía mi interés en la televisión eran las películas de cine americano y los deportes, en concreto, el rendimiento del Atlético de Madrid en la Liga. La desaparición de Javier Alcázar no formaba parte de ninguna de las dos.

Pasaron a nuestro lado y Arturo y Rosa cruzaron una mirada de desafío. Recordé que Arturo había visto a la hermana de Javier la mañana en que éste había desaparecido y me pregunté qué habría pasado entre ellos durante aquella conversación. Tal vez Rosa odiara que hubiéramos sido quienes habíamos encontrado a su hermano muerto, razón de más para aumentar su descontento hacia nosotros.

—No me lo puedo creer… —murmuró mientras entraba en la comisaría.

Cuando aparté la mirada de la puerta por la que había desaparecido la pareja, me pareció ver que una lágrima se resbalaba por el párpado inferior de Arturo y que se desvanecía al chocarse contra la pasta de alambre de sus gafas.

—¿Estás bien? —Posé mi mano en su espalda.

—Me voy a clase. —Se sorbió la nariz— ¿Vienes?

—Prefiero quedarme en casa hoy —respondí.

Asintió y alzó una mano a la carretera para llamar a un taxi.

***

—El taxi nos llevó a la Ciudad Universitaria, donde dejamos a Arturo, que pagó el trayecto hasta ahí, y después me llevó a mi casa. Me eché a dormir y no recuerdo nada más de ese día. Creo que por la tarde vinieron nuestros amigos a casa, pero sin Arturo. Él desapareció hasta la noche.

Mooney apuntó ese último dato con gran interés.

—Así que tenemos de nuevo un vacío en la historia —comentó.

—Oye, siento no serte de más ayuda, pero no puedo contarte algo que no sé —Cruz se encogió de hombros.

—No te preocupes. ¿Crees que Aguilar mintió? —Wilson entendió que debía explicar a qué se refería cuando Cruz ladeó la cabeza como gesto de incomprensión— Me refiero a aquella persona que él vio en el campo de rugby. ¿Crees que es mentira?

—No sabría decirte. En aquellos tiempos habría apostado lo que fuera a que Arturo no mentía, pero después de ver lo que vi, me creería que pudo haber mentido. Arturo no es alguien de quien uno se pueda fiar. Cambió mucho a partir de ese momento. Cuando cruzó la mirada con Rosa Alcázar, Arturo Aguilar murió y surgió otra persona.

—¿Otra persona? ¿Tan radical fue el cambio de personalidad? —Wilson parecía sorprendido.

—Podría decirse así. ¿Crees en el diablo? —el rostro de Cruz se ensombreció.

—¿No crees que estás exagerando un poco?

—Tal vez. Sólo sé que todo aquel que se acercó a Arturo Aguilar a partir de entonces acabó mal. Muy mal.

—¿A qué te refieres?

—A que Arturo Aguilar fue la causa de la muerte de ciertas personas. No sé si el diablo existe pero, si es así, Arturo Aguilar jugó con él y perdió.

Capítulo IV:

La joven de cabellos dorados

Aguilar miraba por la ventana al exterior, una calle desierta que parecía un mar negro de petróleo en el que flotaban coches de colores oscuros. La luz naranja de la farola se filtraba a través del cristal y le iluminaba, creando luces y sombras en su piel. En el cristal, gotas de lluvia colisionaban con aterrizajes forzosos, formaban venas y arterias de agua en el cristal, y dejaban rastros que se ramificaban hasta chocar con el alféizar. Aguilar se encendió uno de sus cigarros y se quedó en la ventana de pie.

Un sonido absorbente y líquido se escuchó desde el fondo del pasillo y de él salió Wilson Mooney, secándose una de las manos en la tela del pantalón. En la otra traía el marco de una foto que examinaba con atención. Cuando entró al salón, Aguilar se fijó en lo que sostenía y lo fulminó con la mirada a través de sus gafas. La rabia dentro de él aumentó como si se tratara de un niño pequeño al que le habían quitado los juguetes. Sin embargo, se abstuvo de hacer o decir cualquier brutalidad y dejó que el periodista satisficiera su curiosidad.

—¿Quién es? —preguntó. Levantó la mano y dirigió la foto hacia su dueño. La imagen mostraba una niña rubia de ojos azules, con una sonrisa incompleta y gafas de pasta verdes.

—Es mi hija —contestó con sequedad Aguilar— pero hace mucho tiempo. Ahora tendrá unos veinte años, tal vez, no lo sé muy bien.

—¿Hace mucho que no la ve? ¿No sabe nada de ella? —La insistencia de Wilson aumentaba los nervios de Aguilar.

—Llevo diez años sin verla. Lo único que sé es lo que aparece en las redes sociales y no es muy alentador. Podrías acostarte con ella si te apeteciera. Al parecer, todo el mundo lo hace —Aguilar dio una calada larga al cigarro y aguantó el humo en sus pulmones, sintiendo cómo quemaba sus alveolos. Lo soltó por la nariz y por la boca. El sabor del tabaco en la boca le devolvió a la realidad y le evitó pensar en recuerdos dolorosos.

Wilson se volvió a sentar y abrió la libreta. Cogió el bolígrafo de su oreja y se dispuso a seguir apuntando. Aguilar le miró por la espalda desde la ventana y se quedó quieto. Mooney no pareció molestarse por esto. En cambio formuló una pregunta que llevaba reservándose toda la noche:

—¿Hubo alguna chica especial durante el periodo de los asesinatos?

Aguilar apretó el puño y volvió a dar una calada al cigarro.

—Creo que sabe la respuesta a eso, así que no juegue conmigo. —Entonces comprendió que coger la foto no había sido una casualidad, sino una artimaña para que afloraran sentimientos en él y se volviera más sensible ante preguntas íntimas— Prefiero no hablar del tema.

Wilson se encogió de hombros y le miró por encima del respaldo de su asiento.

—Tarde o temprano tendrá que hablarme de ellas.

Aguilar resopló. A ser posible, prefería más tarde que pronto. Tal vez nunca. Le hizo un gesto con la mano para pasar a la siguiente pregunta y Wilson se volvió hacia su libreta.

—Como vea. —Pasó una hoja y formuló la siguiente pregunta— Lo último que me ha contado ha sido su encuentro con Rosa Alcázar delante de la comisaría. ¿Qué hicieron cuando volvieron a la universidad?

Arturo se extrañó por esta pregunta. ¿Cómo sabía el periodista que Arturo volvió a la facultad después de estar en la comisaría? ¿Serían suposiciones o Wilson Mooney sabía más de lo que decía? La opción de las suposiciones era bastante lógica, ya que había dado por hecho que Cruz Rivera había vuelto con él a las clases pero el hecho de que se permitiera suponer hasta el punto de adelantarse en la historia le extrañó demasiado. No obstante prefirió guardarse estos recelos para más adelante, cuando pudiera utilizarlos para volver el interrogatorio en contra del periodista.

—Llegué cuando el profesor de Mitología ya había entrado en la clase…

***

La clase estaba repleta de alumnos pese a que la mayoría de ellos no prestaban atención. Se limitaban a pasarse notas con dibujos obscenos del profesor o mensajes acerca de cotilleos. Otros se consideraban lo bastante descarados como para murmurar en vez de pasar notas de forma discreta. Los alumnos de las primeras filas, sin embargo, tomaban apuntes de lo que decía un hombre regordete por la edad y canoso por naturaleza, que estaba de pie sobre un estrado y delante de una pizarra. Tanto su cabellera como su barba parecían sucios, como redes marinas enredadas. Sus ojos azules, bajo dos cejas pobladas, irradiaban sabiduría y calma. Tal vez fuera esa calma la que hacía que mantuviera el mismo nivel de voz en vez de intentar alzarla por encima de los murmullos o mandar callar a base de gritos. Los menos acostumbrados a madrugar adoptaban ese tono de voz como una canción de cuna que les incitaba a reposar sus cabezas en las paredes amarillentas del aula o en las mesas descascarilladas con dibujos antifascistas o mensajes amorosos de poca originalidad.

Yo intenté adentrarme en esa confrontación de charlas leves con la voz sibilante y suave del profesor Cifuentes sin captar la poca atención que los estudiantes dedicaban a la clase, mucho me temo que en vano, pues en cuanto el pomo de la puerta chirrió, todas las cabezas enfocaron sus ojos somnolientos en aquella dirección para averiguar quién se disponía a adentrarse en la sala. Mi presencia allí sólo aumentó el número de estudiantes que rumoreaban. Imaginé que la noticia del hallazgo del cadáver de Javier Alcázar había corrido como el diablo por toda la universidad y que los rumores se habrían propagado como la más infecciosa de las epidemias. Me senté en la silla más próxima a la puerta, casi en la última fila, donde se solían sentar los alumnos más adinerados y chismosos de toda la facultad. Intenté concentrarme, sin éxito, en el temario. Apenas anoté los mitos de los que hablaba el profesor.

—Hércules, como sabréis, era hijo de Zeus pero no de Hera, sino de Alcmena, esposa de Anfitrión. Aprovechando que su marido estaba fuera de su hogar, en la guerra, Zeus adoptó la forma de Anfitrión y se unió con Alcmena. Para disfrutar aún más, Zeus unió dos noches en una… —explicaba el profesor. El aula se llenó de risas picaronas. Resultaba curioso ver en qué detalles se fijaban los alumnos.

Una nota cayó ante mis manos desde la fila de asientos precedente a la mía. Desdoblé la nota y vi que, escrito con letra de chica, redonda y clara, había un mensaje: «¿Es verdad lo del fiambre? B». Levanté la mirada y fui buscando entre todas las cabezas a la de mi amiga Belén, sentada al lado de Carmen, y que de vez en cuando echaba un vistazo atrás para ver si miraba yo también. Poco podía disimularlo con sus grandes ojos castaños y su nariz, que de perfil se veía más redonda y grande que de frente. Cuando se dio cuenta de que la miraba, se recolocó el pelo y el gorro verde que llevaba puesto. Asentí y volví a prestar atención al mito de Hércules. Belén recibió mi mensaje.

—Hércules es el nombre romano que se le dio al héroe. Deriva del griego, formado por el término «Hera», nombre de la diosa esposa de Zeus, y el término «clés», que en griego significa «maldición» o «regalo», términos, como podéis apreciar, prácticamente opuestos. Mi traducción favorita es la de «la maldición de Hera». Le da un aspecto más tétrico a la historia y además concuerda más con el papel de la diosa en la historia.

Me fijé en una chica rubia que había tres filas delante de mí, tomando apuntes con un bolígrafo Bic a toda prisa. Me embobé con su imagen y las palabras del profesor se tornaron en un murmullo distorsionado que quedó de sonido de fondo. Los pensamientos, acompañados de recuerdos, invadieron mi mente y, por una vez, el poderoso Hércules perdió una batalla y fue expulsado de su territorio. Sin darme cuenta, ella comenzó a mirarme por el rabillo del ojo, como si hubiera gritado su nombre desde el interior de mi cráneo.

—El origen de los famosos trabajos de Hércules, que ahora trataremos uno a uno, está en el asesinato de su familia: Hércules estaba casado con Mégara, una princesa que le había sido otorgada como recompensa por todas las hazañas cometidas durante su juventud. Con Mégara tuvo varios hijos y Hera, como venganza hacia Hércules, le causó un ataque de locura que hizo que el héroe matara a toda su familia con sus propias manos. ¿El problema? Que después de los asesinatos, Hércules recuperó la cordura. Si no lo hubiera hecho, nada importaría, pues los locos no tienen percepción de sus actos, pero al recuperar la cordura, se dio cuenta de que había matado a su propia familia. Imaginaos la escena… Así que Hércules fue castigado con doce pruebas que debía cumplir… —Comprobó la hora en su reloj y murmuró una maldición— Pero eso lo vemos en la próxima clase. Pasad un buen día y gracias por venir.

La despedida del profesor Cifuentes apenas se escuchó. Los alumnos empezaron a recoger sus cosas armando un gran alboroto. Los murmullos aumentaron su volumen y yo, que quería evitar cualquier clase de entrevista acerca de lo ocurrido aquella mañana, tanto si provenía de mis amigos como si no, salí de la clase todo lo rápido que pude.

Avanzaba ya por el pasillo a toda velocidad, sin llegar a correr, hasta que me detuvo una voz dulce y suave que atravesó el lugar de extremo a extremo. No me habría parado de no haberla reconocido. Detrás de mí, con el cuaderno aún fuera de la mochila, se encontraba una chica rubia, alta y de ojos azules. Se acercó hasta mí caminando por un suelo que hacía que sus zapatillas chirriaran. Al alcanzarme, no pude evitar fijarme en sus iris. Laura Gaspar, la viva imagen de un ángel en la tierra, me miraba con ternura, tristeza y preocupación. Aquella era una de sus peculiaridades: tenía la cualidad de expresar mil sentimientos con sus ojos del color del cielo y aun así hacer dudar a todo el que se fijara en ella de qué era lo que pensaba.

—¿Estás? —no le permití formular la pregunta. Agarré su brazo, enfundado en la manga de su chaqueta de cuero negra, y la arrastré conmigo hacia una zona del pasillo en la que no pudiera vernos nadie.

***

—Así que conocía a Laura Gaspar —dedujo Wilson como si no conociera la verdad oculta tras esa suposición.

Aguilar rió de forma seca con un sonido carrasposo y aspirado.

—Por supuesto que la conocía. Usted lo sabía también. Empiezo a pensar que me trata con condescendencia porque en el fondo tiene claro que en algún momento llegaremos adonde usted quiera —comentó Arturo de espaldas al periodista.

—Puede ser.

Aguilar sonrió sin que el otro pudiera llegar a percibir este gesto. Wilson Mooney creía que tenía el control. Se encontraban justo donde Arturo Aguilar quería estar. Volvía a sentirse cómodo en su terreno.

—Hábleme de su relación con Laura Gaspar.

—Quiere entrar usted en materia delicada… ¿Recuerda que he dicho que Laura Gaspar era un ángel en la tierra? —Wilson emitió un sonido de confirmación con la boca cerrada— Yo lo creo firmemente pero también le digo que los ángeles no son una imagen perfecta y que ni mucho menos su condición de seres divinos les exime de hacer daño.

***

El día que Laura Gaspar me vio por primera vez, no fui consciente de su presencia hasta que ya fue demasiado tarde y nuestro primer encontronazo pasaría a ser una casualidad del destino.

Me encontraba en la secretaría de la Facultad de Letras y Filosofía de la Universidad Complutense, una sala bastante grande con una mesa cuadrada de madera con la superficie superior inclinada a dos aguas y con una mampara que separaba la zona de espera con la propia secretaría, gobernada por una señora de pelo rizado y colorido con gafas de pasta puntiagudas. A mi lado se encontraba mi padre, un hombre de mi altura, pelo canoso, ojos verdes y de aspecto semejante a Bertín Osborne mezclado con John Travolta aunque más mayor, todo un modelo de belleza teniendo en cuenta los tiempos que corrían por aquel entonces, y mi hermano pequeño, que derrochaba ilusión por estar por primera vez en la universidad, como si la matrícula que llevaba en mis manos fuera la suya. Estábamos situados en medio de una fila humana compuesta por varias familias como nosotros o jóvenes adultos individuales que se disponían a entregar la matrícula para entrar en la carrera que uno deseaba.

—¿Cuánto falta? —preguntó mi hermano, que comenzaba a impacientarse, pues ya se sabe que durante la infancia, la emoción es un buen combustible para la falta de paciencia.

—Ya menos, chato. —Así le llamaba desde que él tenía cuatro años.

—Me aburro. —Se colgó de mi hombro y mi padre le quitó el sobre con todos los documentos necesarios para la matrícula ante el temor de que los documentos se arrugaran o, peor, se rompieran.

Mi hermano, que seguía colgado de mi hombro, me hizo desequilibrarme y, a pesar de mis intentos por estabilizarme y no golpear a nadie con el bulto humano que colgaba de mi brazo, no pude evitar caerme al suelo. Curiosamente, mi hermano fue lo suficiente hábil como para no acabar derribado sino de pie junto a mí, mirándome como si se avergonzara de mí por haberme caído. En ocasiones como aquella, la gente se preguntaba cuál de los dos era más maduro y todo ello se debía que mi hermano tenía tendencia —yo lo consideraría más bien un arte— a dejarme en ridículo. Que un chico, al que se tiene por adulto, acabe por los suelos por hacer el tonto es algo que llama la atención, por lo que me convertí por unos momentos en el centro de atención de todos los miembros de la cola. Yo no lo sabía, pero entre todas esas personas se encontraba Laura Gaspar, que no se reía, aunque le hubiera parecido gracioso, porque en el fondo la primera impresión que tuvo de mí fue la de un completo idiota.

***

Wilson Mooney se giró hacia Aguilar, que jugueteaba con el cigarrillo en sus manos mientras pensaba cómo continuar la historia. El reportero, que comenzaba a impacientarse por seguir con aquel hilo de toda la red que estaba tejiendo, presionó a su huésped para que continuara. Aguilar no se tomó bien aquella actitud, como cualquier otra procedente del periodista. Sin embargo, no formuló ninguna réplica. Se limitó a ignorar al insistente reportero, pues había decidido que aquella sería la mejor forma para no perder la compostura aquella noche.

—¿Así fue como se conocieron? —volvió a insistir Mooney.

—Es usted un romántico. En el fondo desea saber qué ocurrió con ella. —Una sonrisa socarrona se formó en los labios de Aguilar.

—Laura Gaspar es una de las involucradas en los casos de asesinato de la Ciudad Universitaria, una persona importante en la historia. Quiero llevar un orden cronológico y no dejar cabos sueltos —se excusó.

—Miente muy mal —le confesó Aguilar—. Va a tener que empezar a decirme la verdad o voy a optar por callarme.

La tensión entre los dos hombres los mantuvo en silencio. Aguilar esperaba una defensa por parte de Mooney y este deseaba que su huésped pasara por alto este rifirrafe y continuara con la historia. Por suerte para el reportero, así sucedió: Aguilar soltó una risa seca y breve con la boca cerrada y golpeó el cristal con las articulaciones interfalángicas de la mano que no sostenía el cigarrillo.

—Lo que le acabo de contar es solo el desencadenante de la historia, el aleteo de la mariposa que causa el huracán en la otra punta del mundo. Es circunstancial pero necesario para entender la historia desde el principio —continuó Arturo Aguilar. Miró las cenizas del cigarrillo y vio como se volvían grises y la luz roja de su interior se apagaba.

***

Pasados unos meses, en los que el verano había ocupado la mayor parte de mi vida junto con encontrar un piso en la ciudad en el que instalarme, y comenzadas ya las clases, el destino decidió que debía conocer a Laura Gaspar. El acontecimiento tuvo lugar durante la clase de «Literatura Modernista», cuando una profesora, que perfectamente podría tener la edad de mi abuela, nos hablaba de Virginia Woolf y su apasionante Mrs Dalloway, una novela que no atraía para nada mi atención y que, desde mi punto de vista, estaba mal escrita con una estructura que en teoría era buena pero que la autora no había sabido llevar a la práctica. Aún así, sería narcisista criticarla, pues Virginia Woolf es una de las autoras más destacadas y reconocidas de la literatura inglesa y yo, un simple aspirante a filólogo (¿quién era yo para juzgarla?). Me resultaba complicado concentrarme debido a este conflicto interno que causaba en mí el peor de los aburrimientos mezclado con un resquemor por la responsabilidad que me obligaba a atender en clase. Así que, en una decisión alocada de satisfacer a las dos caras de la moneda, me dispuse a prestar atención a la vez que me entretenía dibujando en uno de mis cuadernos desaliñados de hojas inservibles. Trazado a trazado comencé a dibujar una historia épica en la que una mosca, que había estado molestando a la profesora durante toda la clase al volar a su alrededor sin un recorrido fijo como si estuviera borracha, se volvía gigante y luchaba con la profesora en una batalla cuerpo a cuerpo. El objetivo de la mosca, saciar su hambre; el de la profesora, sobrevivir.

—Dibujas muy bien —dijo una voz a mi lado.

Me recliné para ver a quién pertenecía esa voz y me encontré con Laura Gaspar, que había estado sentada a mi lado durante toda la clase y yo tan sólo me había fijado en su belleza, pero en ningún momento había pensado en hablar con ella. Ni siquiera recuerdo su rostro antes de que me hablara.

—Gracias —dije con timidez. Tenía por costumbre tener un comportamiento egocéntrico, aunque siempre lo hacía de broma. Cuando de verdad me dedicaban un cumplido, la modestia afloraba en mí y agradecía las palabras de reconocimiento mientras me mordía la lengua para no decir que había gente que lo hacía mucho mejor que yo y resultar repelente—. ¿Cómo te llamas?

—Laura —respondió ella.

Aquel momento se enrarecía a cada segundo que pasaba. No acostumbraba a hablar con chicas tan guapas, y lo que era más extraño aún, había sido ella la que me dirigió la palabra primero. Desde un punto de vista adulto, aquella podía haber sido una conversación más y Laura se habría convertido en una conocida a la que ni siquiera añadiría a la agenda telefónica. Pero yo era joven y aquella chica, extremadamente bella. En esas edades hay dos clases de personas: las que buscan divertirse explorando su sexualidad con muchas personas y las románticas que creen en encontrar un compañero con el que descubrir nuevos sentimientos, tanto anímicos como físicos. Me identificaba más con la segunda clase, por lo que aquella chica, a medida que la conversación fuera avanzando, me iría interesando más y más hasta plantearme si de verdad iba a pasar a ser otra desconocida o me iba a aventurar a atravesar esa niebla que nos impide ver el interior de las personas a nuestro alrededor.

₺222,45

Türler ve etiketler

Yaş sınırı:
0+
Hacim:
461 s. 3 illüstrasyon
ISBN:
9788419198730
Telif hakkı:
Bookwire
İndirme biçimi:
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre