Kitabı oku: «Heracles», sayfa 6
Cruz no pudo seguir, la vergüenza se lo impedía. Wilson le animó a continuar con un gesto de la mano.
—En el cuartel tenían métodos para alegrarse. Empecé a fumar, no tabaco, ya me entiendes…
—Porros, marihuana —aclaró Wilson.
Cruz receló al aclararlo de manera tan abierta pero acabó confesándolo.
—Sí… Digamos que lo que fumaba empezó a causarme ciertos trastornos que siempre había tenido, en realidad. Mejor dicho, los intensificó. Cuando salí del cuartel era un chico deprimido, obsesivo compulsivo e hipocondríaco. —Suspiró y se frotó las sienes— Así que empecé a acudir a terapia con una psicóloga.
Wilson no apuntó nada de lo que Cruz Rivera le acababa de contar. Cruz lo notó pero no dijo nada. Se sentía a gusto hablando con aquel hombre. Pese a que no le había visto desde hacía muchos años, Cruz había alcanzado cierto grado de confianza con el policía. ¡Incluso le había contado sus trapicheos con las drogas! ¿Qué había pasado con aquellos recelos al principio de la visita de aquel extraño? ¿Se habían retirado del frente o estaban aún ahí, ocultos? Cruz había bajado la guardia. Wilson le tenía justo donde quería. La buena fe del señor Rivera le impedía percatarse de ello y nunca se sabe lo dañino que puede ser un desconocido que ha invadido un territorio ajeno al suyo. Claro que Cruz veía lo bueno de las personas y mantenía la esperanza de que lo malo se mantuviera oculto o, en un caso ideal, no existiera. El gran error de Cruz Rivera había sido durante toda su vida confiar ciegamente en las personas desde el mismo instante en el que las conocía. Al parecer no había sacado ninguna lección acerca de la vida a partir de la experiencia con los asesinatos de 1987.
—Volvamos a nuestra historia —dijo Wilson—. ¿Sabes de qué hablaron Belén Márquez y Arturo Aguilar cuando estaban en su cuarto?
—¿Cómo voy a saberlo? No estaba en esa habitación. Me quedé en el salón con Roberto y Pilar.
—Piensa. ¿No te contó nada Arturo Aguilar después, cuando todos se hubieron ido?
—Puede ser… Deja que haga memoria. Creo que tengo un recuerdo vago pero no es nada seguro.
—Da igual —Wilson parecía emocionado—. ¿De qué hablaron Belén y Arturo?
♃
—Claro que me acuerdo de lo que hablamos —respondió Arturo— pero no entiendo qué tiene eso que ver con la historia de los asesinatos.
—¿No tuvieron después problemas Cruz Rivera y usted por culpa de Belén Márquez? —Wilson se tomó esta pregunta como explicación a la duda de Aguilar.
—Tuvimos problemas con todos. En ese grupo nadie era del todo inocente. Cada uno tenía su demonio personal —comentó con ironía Arturo. Apagó el cigarro en el cenicero de la mesa y se sentó de nuevo frente al periodista.
—¿Podría hablarme de Belén? —Wilson levantó la vista de su libreta para observar la reacción de Aguilar a la pregunta. Éste sin embargo se mantuvo impasible. Los ojos tras las lentes estaban vacíos, no mostraban ni un ápice de sentimiento. Tan solo chasqueó la lengua. El traqueteo de sus uñas sobre la madera de la mesa fue el único sonido durante un breve silencio.
—Era una buena chica pero tenía muchos problemas. No estaba lista para la vida adulta porque no había pasado antes por la infancia. Ya sabe que hubo muchos problemas durante aquellos años con las drogas y demás… Belén estaba metida hasta el cuello…
—¿Sólo es capaz de recordar los aspectos negativos de las personas, señor Aguilar? —A Arturo le pareció raro que Mooney utilizar ese vocativo, pues había sido la primera vez en toda la noche que lo había usado. A cualquier otra persona le habría llamado más la atención la pregunta del periodista, pero no a Aguilar, que se había mantenido impasible ante ella. Su mente le obligaba a desconfiar en aquel extraño y la desconfianza hacía que sus sentidos y su percepción de las palabras y gestos del periodista no pasaran por alto. Cada mínimo roce, giro del bolígrafo, esbozo de sonrisa o tono de voz podrían ayudarle a determinar el verdadero motivo de la visita de Wilson Mooney, pues él sabía que un periodista no se entrometería tanto en su vida personal para escribir un reportaje. No obstante, decidió responder a la pregunta:
—Sí, porque al final son los malos recuerdos los que moldean el carácter de cada uno. ¿Cuántas de sus fiestas de cumpleaños recuerda con total claridad? ¿Y cuántos atentados? ¿Se acuerda de los aniversarios con su mujer? Seguro que no de todos, pero también puedo asegurarle que sabe contarme con todo lujo de detalles todo lo que le quitó en el divorcio —Wilson pareció sorprendido, tal vez por esto último. Aguilar se señaló el dedo anular—. Usted y yo tenemos algo en común y es esta marca del dedo. ¿Lo ve? ¿Dónde están los buenos momentos ahora? Nuestros dedos lucían nuestras alianzas con orgullo y ahora lo único que tenemos es carne aplastada y vieja, una cicatriz que le recuerda día a día lo miserable que es porque fue incapaz de hacerla feliz. Mire a su alrededor, observe el lugar donde se encuentra. Podría haber pensado que se había quitado la alianza al entrar aquí esta noche pero, seamos claros, ¿qué clase de marido sería si abandona a su mujer en una noche tormentosa como esta por hacer una entrevista a un desalmado como yo? No se engañe, Mooney: usted está aquí esta noche porque no tiene un lugar mejor en el que estar. ¿Sabe por qué no tengo fotos? Porque todas representan buenos momentos pero significan malos recuerdos. —Señaló el corredor por el que Wilson había aparecido con la fotografía momentos antes— Por ese pasillo mi hija dio sus primeros pasos. Yo le enseñé a andar. Con esos mismos pasos, con esos andares que yo le había dado, se alejaba de mí con su maletita rosa, de la mano de su madre. ¿La silla en la que está usted sentado? Ahí comía mi mujer cuando fingíamos ser felices. En esa ventana me apoyaba con mi hija en brazos, le contaba cuentos de vez en cuando, sólo cuando mi mujer no nos acompañaba, porque si estaba presente, se sentaba en el sofá y cantaba las nanas más bonitas del mundo. Y fue por esa misma ventana por la que me asomé para ver cómo mi hija se metía en el coche para no volver a verla. Ni siquiera se giró para decirme adiós. Ni tan siquiera una mirada. Ahora, cada vez que me asomo por ella, espero con todo mi corazón ver a mi hija en medio de la calle para saludarme.
Wilson apretó la mandíbula. Se había quedado sin palabras ante el tormento de Arturo Aguilar. Sentía curiosidad acerca de todas las miserias que había pasado aquel hombre. Como si le hubiera leído el pensamiento, Aguilar añadió:
—No se apiade de mí. No lo aguanto. A día de hoy la gente se divorcia con excesiva facilidad, así que mi historia será la misma que la de muchos hombres y mujeres de este país y del resto del mundo. Además, aún no hemos llegado a la parte más oscura de esta historia. —Aguilar tenía los ojos cristalinos— Belén era una amiga muy buena. Se preocupaba por mí, que es más de lo que muchos han hecho. Yo no supe valorarla en su momento y cuando quise darme cuenta, ya era muy tarde. Siempre recordaré su rostro, sus ojos grandes y abiertos como los de un bebé, su sonrisa que desprendía felicidad y que escondía una infancia perdida. Y siempre recordaré que intenté salvarla pero que no pude hacerlo.
Wilson chocó el extremo contrario a la punta de su bolígrafo contra la libreta, sin saber qué escribir acerca de todo lo que había salido de la boca de Aguilar. Así que dejó una página en blanco en la que tan solo escribió «atormentado» y pasó a la siguiente para seguir con la conversación que habían tenido Aguilar y Belén.
***
Belén llamó tres veces a la puerta con la palma de la mano antes de pasar. Se encontró una sala pequeña ordenada, a excepción del escritorio, la única zona de la habitación iluminada por la luz blanca que emitía una lámpara metálica. La mesa estaba cubierta de libros en aparente desorden y sobre ellos estaban mis manos inquietas, que lo removían todo y hacían que el caos aumentara.
—¿Qué haces? —preguntó Belén a mis espaldas.
No me giré, contesté mientras ordenaba el despliegue aleatorio de los libros. Apenas se entendieron mis palabras, que se aproximaban más a los delirios susurrantes de un loco que a un balbuceo. Sin embargo, mi actitud no era la de un demente, sino la de una persona que tiene mucha prisa por alcanzar un objetivo, como cuando alguien debe recordar un número de teléfono y busca con desesperación un papel y un lápiz con el que apuntarlo. Belén le pidió que repitiera lo que había dicho. Vocalicé esta vez:
—Investigo.
—¿Sobre qué? —Belén hizo un amago de sentarse en la cama pero detuve lo que me traía entre manos para impedírselo. Belén encogió la barbilla hacia el cuello, gesto muy común en ella cuando se sentía incómoda, y señaló a la silla que había junto al escritorio para asegurarse de que esta vez sí que podría sentarse. Alcé un pulgar como lo habría hecho César en el anfiteatro, concediéndole el permiso para ocupar ese asiento. Entonces, ya establecida en el cuarto, Belén alargó uno de sus brazos, delgado pero abultado por su sudadera, y cogió uno de los libros bajo mi supervisión de felino hambriento, que observaba de reojo lo que hacía mi amiga con el libro— ¡Ay! Por favor, qué asco.
Belén lanzó el libro a la mesa de donde procedía. Cayó abierto por una página en la que se explicaban las distintas características de un corte atendiendo al arma y el filo de la hoja con los que se hubieran hecho. El texto venía acompañado de dibujos y de algunas imágenes de autopsias reales con los detalles de las heridas explicados a pie de foto. Belén se llevó una mano a la boca y apretó los párpados. Temió por un momento que mi amiga, sensible ante imágenes como esa o mucho menos desagradables, como la sangre de un análisis circulando por una vía intravenosa, fuera a vomitar. No creí que llegara a ese extremo, pero por si acaso, separé la silla del escritorio y con el pie acerqué la papelera a mi amiga. Desde luego me preocupaba mucho que ella pudiera devolver, pues el olor a vómito era uno de los que menos toleraba y no quería pasar el resto de la noche con una habitación impregnada del olor de los jugos gástricos mezclados con comida mal digerida.
Belén recuperó el color y se acercó a la ventana. Trató de abrirla pero el manillar se atascó por la pintura del cerrojo, así que tuvo que pedirme que le ayudara (todo sea dicho, a regañadientes) a tirar de él hasta que logró salir. La ventana se abrió de golpe por la inercia del tirón pero entró una brisa fría como el aliento de un muerto y no el suspiro de una ventisca, como era de esperar por la fuerza con la que se había abierto la ventana. Belén asomó la cabeza pues necesitaba calmarse y enfriar el cuerpo para que se le pasara el susto. Por mi parte, volví a mis quehaceres hasta que Belén, insistente y curiosa, movida por su ansia de cotilleos, preguntó:
—¿Por qué tienes libros de muertos? —Parecía no caer en la relación del encontronazo de aquella misma mañana con los libros de criminología.
—Son manuales de medicina forense y de ciencias del comportamiento. Criminología, en pocas palabras. Siento curiosidad por saber qué le pasó a Javier Alcázar —Belén sacó la cabeza de la ventana pero no me miró. Volvió a hacer el gesto de la barbilla y esta vez añadió una expresión ojiplática a la sorpresa. Me preguntó por el motivo de mi búsqueda de información— Necesito averiguar qué le pasó. Esta mañana estaba al lado del cadáver y… No sé cómo describir esa sensación, pero sentí que había miles de cabos sin atar y que necesitaba encontrarles un lugar donde anudarlas.
—La policía se encargará de eso…
—Tengo varias hipótesis, pero no sé por cuál decantarme. —No la escuché. En lugar de prestarle atención, empecé a hojear los libros hasta que llegaba hasta las partes que me interesaban de entre todas las páginas que había leído— Javier Alcázar tenía un pinchazo en el cuello y ciertos síntomas que, por lo que he leído, no son normales en todos los cadáveres, lo que quiere decir que algo los causó, pero qué.
—¡Arturo! ¡Préstame atención, por favor! —Belén estaba erguida como un clavo de espaldas a la ventana. El frío del invierno mecía los cabellos que sobresalían por debajo del gorro. Se acercó a mí y con una de sus pequeñas manos me acarició la cara, desde las patillas, donde enredó en un mechón sobre la oreja uno de sus dedos, hasta la perilla, pasando los nudillos con suavidad por el filo de mi mandíbula. Este gesto calmó mis ansias de descubrir qué había matado a Javier Alcázar— ¿Por qué haces esto? O sea, la policía se va a encargar de ello, no es tu trabajo. Sólo te va a traer problemas.
—Belén —la llamé, aunque la tenía frente a mí. Hice una pausa—. No sabes qué se siente a estar delante de un muerto.
Resopló y echó hacia atrás la cabeza.
—Tiene gracia: hoy ya me habéis dicho dos personas lo mismo. Aunque creo que Cruz tiene miedo y tú —Inspiró hondo— curiosidad.
—Ahora hablaré con Cruz —sentencié aquella conversación con esta promesa que no estaba seguro de poder ni querer cumplir. Belén se dio por aludida y se marchó de la habitación, no sin antes echar un último vistazo a su amigo, aquel al que no reconocía, a una figura que había llegado tarde a su casa y que empezaba a jugar con la muerte.
***
—Hay cierta intuición que me dice que usted acabó despreciando a Belén —le espetó Mooney cuando Arturo hubo finalizado su narración de los hechos.
Aguilar le fulminó con la mirada e hinchó los lóbulos de la nariz.
—No se adelante a los hechos, Wilson. Creía que los periodistas tenían que mantenerse objetivos en sus artículos —Arturo le reprochó su subjetividad y su falta de respeto, pues iban de la mano y en su contra.
—Ningún periodista es objetivo desde que todas las opiniones son válidas. Ahora hay que respetarlo todo. El mundo se ha vuelto demasiado tolerante.
—O demasiado intolerante, si esas opiniones que deben ser respetadas son contrarias a las propias. En cualquier caso, eso ocurre fuera de mi casa. Mientras esté bajo mi techo, me debe cierto respeto, el mismo que le tengo yo a usted como huésped mío, así que no se le ocurra enfadarme. Por enésima vez se lo aviso.
Se produjo una batalla en silencio. Aguilar debía mantener al caballo indómito que suponía aquel periodista. Por su lado, Wilson esperaba el momento adecuado para arremeter en contra de su anfitrión, pero no lo hacía con calma y pasividad, pues aguantaba hasta el mínimo atisbo de guardia baja para lanzar sus dagas verbales contra Arturo.
—¿Consiguió descubrir de qué murió Javier Alcázar? —Mooney adoptó un papel más sumiso en la conversación tras la reprimenda.
Aguilar se frotó las comisuras de los labios con las yemas de los dedos y notó como residuos de babilla se enrollaban en ellas. Frotó los dedos unos contra otros hasta que la babilla desapareció o se fusionó con la grasa de la piel. Notó que tenía los labios secos, pero se abstuvo de ir a la cocina a por un vaso de agua. Por alguna extraña razón siempre le había gustado hablar de los síntomas que presentaban los cadáveres y de las deducciones que se podían sacar de ellos acerca de las características de la muerte y sus circunstancias.
—Sí —afirmó—. Aquella misma noche. No logré dormirme hasta que lo averigüé.
—A eso se le puede llamar obsesión —comentó Mooney, pero Aguilar no tardó ni un segundo en responder:
—¿Y esperar a que un dibujante llegue a casa hasta pasada la medianoche para entrevistarle no? —Wilson apretó la mandíbula y Arturo sonrió con malicia— Javier Alcázar no murió por sus heridas. De hecho, no me habría dado cuenta de qué mató a Javier Alcázar de no haber sido por mi amiga Belén, de la que tanto hemos hablado hace unos momentos.
***
Belén entró aquella noche por última vez en mi habitación para despedirse antes de coger un autobús que la llevara hasta su barrio, cerca del centro de Madrid. Se estaba poniendo su chaqueta vaquera, que en el periodo en el que había abandonado mi habitación se había quitado y había dejado al descubierto sus brazos delgaduchos y pálidos. Por eso, pese a la penumbra en la que me hallaba inmerso, pude apreciar dos hematomas marrones alrededor de los brazos. En ese mismo monto me levanté y me acerqué a ella como un felino que se abalanza sobre su presa. Le subí la manga hasta que pude ver el moretón. Belén palideció pero no supe por qué en aquel momento. Habló con normalidad sin que hiciera falta que yo le preguntara cómo había llegado hasta allí.
—Ayer fui a hacerme un análisis de sangre, que ya tocaba. Eso es de la vía…
Entonces me vino a la cabeza el recuerdo del cuello de Javier Alcázar. Volví sin demora al libro que estaba leyendo y busqué una imagen semejante a una aguja o al hematoma que había visto aquella misma mañana.
—Me voy ya, Arturito —Belén acostumbraba a llamarme así de forma cariñosa. Lo odiaba pero se lo permitía pues no lo hacía con mala intención, más bien lo contrario.
Me acerqué a ella, le di un abrazo, otra de sus manías afectuosas, y regresé al lugar de trabajo. Ni siquiera me enteré de cuándo se marchó ni de que, al hacerlo, cerró la puerta.
Como ya he dicho, aquella noche no pude conciliar el sueño hasta que no logré formar una idea base acerca de cómo había tenido lugar el asesinato. No fue hasta pasados tres días, a las diez de la mañana cuando descubrí cómo había ocurrido el asesinato.
♃
Arturo entró en el salón desde el pasillo. Salió de una estancia oscura para adentrarse en una sala en penumbra donde la los azul de la noche se entremezclaba con los destellos de las farolas callejeras. Las siluetas de los muebles le ayudaron a moverse entre ellos para llegar hasta mí. Había colocado un sillón de cara a la cristalera que daba paso a la terraza y allí me había sentado a pensar en todo lo ocurrido durante aquel día nefasto.
Notaba un nudo en la garganta, como si una mano de niño estuviera agarrando mi tráquea y la apretara con todas sus fuerzas para asfixiarme. En el abdomen notaba una bola que trataba de ascender hasta mis pulmones, que se veían oprimidos dentro de mi pecho. Los pensamientos de mi cabeza iban demasiado rápidos como para analizarlos con claridad y tanta información me agobiaba. Volví la mirada al cristal y me vi en él, mi cuerpo despedía el reflejo de la luz de la luna. Detrás de mí vi como una figura se acercaba y a medida que los destellos ámbares de la farola lo iluminaban vi con mayor definición su reflejo: un cuerpo tambaleante, desnudo y pálido. Busqué los ojos de la silueta, uno era blanco y el otro había desaparecido. Entonces me fijé en su abdomen. Una herida que lo cruzaba de derecha a izquierda dejaba caer sus órganos y los intestinos y el estómago chorreaban sangre que a la luz de la luna se veía negra. La silueta puso una mano en mi hombro y me sobresalté al notar su tacto en mi piel.
—Tranquilo —dijo Arturo, de pie a mi lado. En su cuerpo había sombras y luces ocres contrastadas pero desde luego no había rastro alguno de órganos sangrantes ni heridas—. Creí que te habrías ido a dormir.
—¿Tú puedes dormir? —pregunté de forma retórica.
—Touché.
Acercó una silla de la mesa donde comíamos sin hacer ruido, así que imaginé que la habría levantado. Sin embargo, no pudo evitar que una de las patas chocara contra la mesilla central. La colocó junto al sillón y también se situó de cara a la terraza.
—¿Hace cuánto se han ido los demás?
Miré mi reloj para comprobar la hora. Tuve que reclinarme hasta encontrar un destello de luz que me permitiera ver las manecillas del reloj. Eran las dos de la mañana y nuestros amigos se habrían marchado hacía unas horas, sobre las diez de la noche. El tiempo se me había pasado volando. Ni siquiera me había percatado de todo el tiempo que llevaba allí sentado.
—Hará unas cuatro horas que se marcharon. ¿No te has dado cuenta?
—Estaba haciendo unos deberes para mañana —se excusó. No me planteé si aquello era verdad o mentira. Asumí lo que decía como si le hubiera preguntado por su nombre y él me hubiera respondido con un simple «Arturo». Suspiró e hiló sus próximas palabras con el fin de aquella corriente de aire—. Vaya día. ¿Cómo estás, camarada?
Apreté la mandíbula, pues entre nosotros me pareció volver a ver la silueta de Javier Alcázar. Abrí y cerré repetidas veces los párpados con poca frecuencia entre los movimientos para enfocar bien la vista y la figura desapareció.
—Ha sido un día duro. No sé ni cómo has sido capaz de ir a clase con todo lo que ha pasado.
—Tengo que sacar matrícula de honor en todas las asignaturas. No estoy en condiciones de perder clase. —Su actitud frente a aquel tema me molestaba y enervaba. ¿Cómo era posible que Arturo actuara como si aquello no fuera con él? Habíamos encontrado un muerto. Habíamos encontrado el cadáver de Javier Alcázar. Él estaba ahí sentado, a mi lado, actuando como si no tuviera miedo, como si tuviera toda la situación bajo control. ¿Por qué no mostraba sus debilidades? ¿No confiaba en mí lo suficiente como para contarme qué sentía? Traté de hacerle hablar.
—A mí me ha marcado muchísimo. Creo que esto es un hecho que vamos a tardar en olvidar. ¿Te has fijado en sus ojos? Estaban vacíos, sin vida. No me quito la imagen de la cabeza. No me puedo creer que tú hayas estado tan cerca de él, como si no tuvieras miedo…
—Claro que he tenido miedo, —Ahí iba un primer atisbo de sentimiento— pero no por ello hay que acobardarse.
—¿Qué insinúas? —Me pareció que me llamaba cobarde y lancé aquella pregunta para asegurarme de que no era como yo pensaba. Él la interpretó de otra forma.
—Me refiero a que no por tener miedo hay que echarse a correr. Hemos hecho bien en ver qué estaba ocurriendo y en llamar a la policía. Hoy nos hemos comportado como dos buenos ciudadanos.
—Yo estaba muy asustado —insistí.
Se levantó y se acercó a un tocadiscos que había sobre una cómoda. En el estante inmediatamente inferior, una fila de discos de vinilo se apilaba en vertical. Escogió uno, no llegué a ver cuál y lo colocó en el aparato. Bajó la aguja y puso la música a un volumen leve. Empezó a sonar una canción de Creedence Clearwater, «Have you ever seen the rain».
—Nunca he sabido interpretar esta canción de forma correcta creo, pero me anima siempre que la escucho. —Se sentó de nuevo en la silla mientras escuchábamos la canción, como si aquello fuera a hacer que me sintiera mejor. Tras unos segundos en los que nos mantuvimos callados, volvió a hablar, de un tema muy diferente esta vez—. Hoy Laura me ha vuelto a hablar.
—¿En serio? —pregunté sin mucho interés. No pude evitar girar la cabeza para ver cómo su semblante se entristecía.
—Ha venido a preguntarme por lo de Javier. Ha hecho falta encontrar un muerto para que este momento llegara y no sé si me ha vuelto a dirigir la palabra porque temía que todo esto haya pasado por su culpa o porque de verdad estaba preocupada por mí.
—Por lo que me has contado de ella, Laura es buena chica. —Aparté la mirada y me fijé en lo brillante que estaba la luna aquella noche— ¿Crees que la quieres?
—Sí.
***
—¿Cuando Roberto y Pilar se hubieron marchado, usted se fue a dormir? —preguntó Wilson Mooney.
Cruz Rivera no tardó en responder. Asintió con la cabeza primero y después se reafirmó verbalmente:
—Estaba agotado. Recuerdo que aquella noche me fui a dormir a las diez de la noche.
—¿Y Arturo Aguilar?
—Se quedó despierto hasta tarde, encerrado en su cuarto.
—¿Sabe lo que hacía allí metido?
—Nunca lo he llegado a saber. Lo único cierto es que aquella noche me abandonó y no se preocupó ni un ápice por mí.
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