Kitabı oku: «La isla misteriosa», sayfa 2

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Pero después de haber observado con una mirada penetrante la leal figura del marino, no pudo dudar de que se hallaba en presencia de un hombre honrado.

—¿Quién es usted?—preguntó. Pencroff se dio a conocer.

—Bien —respondió Ciro Smith—. ¿Y cómo?

—Con ese globo holgazán que no hace nada, y que juraría que nos está invitando...

El marino no tuvo necesidad de acabar la frase. El ingeniero le había comprendido desde la primera palabra. Asió a Pencroff de un brazo y le llevó a su casa, donde el marino desarrolló su proyecto, muy sencillo. No arriesgaba más que su vida. El huracán estaba entonces en toda su violencia, pero un ingeniero diestro y audaz, como Ciro Smith, sabría conducir bien su aerostato. Si él, Pencroff, supiera manejarlo, no habría vacilado en partir (con Harbert, se entiende). ¡Había visto otras y no le asustaba una tempestad más!

Ciro Smith había escuchado al marino sin decir palabra, pero sus ojos brillaban. La ocasión se le presentaba y no quería dejarla escapar. El proyecto era muy peligroso, pero realizable. Durante la noche, a pesar de la vigilancia, podría acercarse al globo, deslizarse en la barquilla y cortar las cuerdas que le retenían. Claro está que se exponían a morir, pero también había alguna probabilidad de éxito, y aquella tempestad... Pero sin aquella tempestad el globo hubiera partido ya y la ocasión tan deseada no volvería quizá a presentarse.

—¡No estoy solo!... —contestó Ciro Smith.

—¿Cuántas personas quiere usted que le acompañen? —preguntó el marino. —Dos: mi amigo Spilett y mi criado Nab.

—Tres —respondió Pencroff—, y Harbert y yo, cinco. El globo debía llevar seis... —¡Vale! ¡Partiremos! —dijo Ciro Smith.

Aquel partiremos comprendía al corresponsal y, como este por nada del mundo hubiera renunciado a su proyecto de evasión ni retrocedido ante ningún peligro, cuando el proyecto le fue comunicado, lo aprobó sin reserva. Solamente se admiraba de que aquella idea tan sencilla no se le hubiera ocurrido a él.

En cuanto a Nab, estaba dispuesto a seguir a su amo por donde quisiera ir. —Hasta la noche —dijo Pencroff—. Pasearemos los cinco por allí como curiosos. —Hasta la noche a las diez —respondió Ciro Smith—, y plegue al cielo que esta tempestad no se apacigüe antes de nuestra partida.

Pencroff se despidió del ingeniero y volvió a su casa, donde había dejado al joven Harbert Brown. Este niño conocía el plan del marino y esperaba con cierta ansiedad el resultado de su entrevista con el ingeniero. Cinco hombres iban a lanzarse al espacio en pleno huracán.

¡No! El huracán no se calmó, ni Jonathan Forster ni sus compañeros podían pensar en afrontar el peligro en aquella frágil barquilla. El día fue terrible. El ingeniero no temía más que una cosa: que el aerostato, amarrado al suelo e inclinado por las ráfagas de viento, se rompiera en mil pedazos. Durante muchas horas paseó por la plaza casi desierta, vigilando el aparato. Pencroff hacía otro tanto por su parte, con las manos en los bolsillos, bostezando como un hombre que no sabe cómo matar el tiempo, pero temiendo también que el globo se desgarrase o rompiera sus ligaduras y se levantara por los aires.

Llegó la noche. Espesas brumas pasaban como nubes rasando el suelo y una lluvia mezclada con nieve caía continuamente. Hacía frío. Una densa niebla pesaba sobre Richmond. Parecía que la violenta tempestad había puesto una tregua entre sitiadores y sitiados y que el cañón había callado ante los rugidos del huracán. Las calles estaban desiertas. No se había creído necesario, con aquel horrible tiempo, vigilar la plaza en la cual se agitaba el aerostato. Todo favorecía la partida de los prisioneros; ¡pero aquel viaje, en medio de ráfagas de viento desencadenadas!...

—¡Maldita marea! —se decía Pencroff, calándose de un puñetazo el sombrero que el viento disputaba a su cabeza—. ¡Pero, bah, la dominaremos!

A las nueve y media Ciro y sus compañeros llegaron por diversos sitios a la plaza, que los faroles del gas, apagados por el viento, dejaban a oscuras. No se veía ni el enorme aparato, casi enteramente tendido hacia el suelo. Sin contar los sacos de lastre que pendían de las cuerdas de la red, la barquilla estaba retenida por un fuerte cable pasado por una anilla fijada en el suelo y con los extremos atados a bordo.

Los cinco pasajeros se reunieron cerca de la barquilla. Era tal la oscuridad, que ellos mismos no se veían.

Sin pronunciar palabra, Ciro Smith, Gedeón Spilett, Nab y Harbert entraron en la barquilla, mientras que Pencroff, siguiendo las órdenes del ingeniero, desataba suavemente los saquitos de lastre. Esta operación duró unos instantes y el marino se reunió con sus compañeros.

El aerostato entonces estaba sólo retenido por el doble cable, y Ciro Smith no tenía más que dar la orden de partida.

En aquel momento un perro entró de un salto en la barquilla. Era Top, el perro del ingeniero, que, habiendo roto su cadena, había seguido a su amo. Ciro Smith, creyéndolo un exceso de peso, quiso echar al pobre animal.

—¡Bah, uno más! —dijo Pencroff, desatando de la barquilla dos sacos de lastre.

Después desamarró el doble cable, y el globo partió en dirección oblicua y desapareció, después de haber chocado su barquilla contra dos chimeneas que derribó con la violencia del golpe.

Se desencadenó un huracán espantoso. El ingeniero, durante la noche, no pudo pensar en descender y, cuando vino el día, toda vista de la tierra estaba interceptada por las brumas. Cinco días después una claridad dejó ver el inmenso mar debajo de aquel aerostato, que el viento arrastraba con una rapidez espantosa.

Sabemos que, de cinco hombres que habían partido el 20 de marzo, cuatro habían sido arrojados, cuatro días después, en una costa desierta, a más de seis mil millas de su país.

Y el que faltaba, al que aquellos cuatro supervivientes del globo corrían a socorrer, era su jefe natural, el ingeniero Ciro Smith.

Ha desaparecido Ciro smith

El ingeniero había sido arrastrado por un golpe de mar fuera de la red, que había cedido. Su perro también había desaparecido, el fiel animal se había precipitado en socorro de su amo. —¡Adelante! —exclamó el corresponsal.

Y los cuatro, Gedeón Spilett, Harbert, Pencroff y Nab, olvidando el cansancio, empezaron sus pesquisas.

El pobre Nab lloraba de rabia y desesperación a la vez, temiendo haber perdido todo lo que él amaba en el mundo.

No había dos minutos de diferencia entre el momento en que Ciro Smith había desaparecido y el instante en que sus compañeros habían tomado tierra. Estos podían, pues, esperar llegar a tiempo para salvarlo.

—¡Busquemos!, ¡busquemos! —exclamó Nab.

—Sí, Nab —contestó Gedeón Spilett—, y lo encontraremos. —¿Vivo?

—¡Vivo!

—¿Sabe nadar? —preguntó Pencroff.

—¡Sí! —contestó Nab—. ¡Además, Top está con él!

El marino, oyendo mugir el mar, sacudió la cabeza.

Al norte de la costa y aproximadamente a media milla de donde los náufragos acababan de tomar tierra, había desaparecido el ingeniero. Si había nadado al punto más cercano del litoral, a media milla más allá estaría situado ese punto.

Eran cerca de las seis. La bruma acababa de levantar y la noche se hacía muy oscura. Los náufragos caminaban siguiendo hacia el norte la costa este de aquella tierra sobre la cual el azar los había arrojado, tierra desconocida, cuya situación geográfica no se podía determinar. El suelo que pisaban era arenoso, mezclado con piedras y desprovisto de toda especie de vegetación. Aquel suelo bastante desigual, lleno de barrancos, aparecía en ciertos sitios acribillado de pequeños hoyos, que hacían la marcha más penosa.

Salían de estos agujeros grandes aves de pesado vuelo, huyendo en todas direcciones y que la oscuridad impedía ver. Otras, más ágiles, se levantaban en bandadas y pasaban como nubes. El marino suponía que eran gaviotas, cuyos silbidos agudos competían con los rugidos del mar.

De cuando en cuando los náufragos se paraban, llamando a gritos y escuchando, por si respondía de la parte del océano. Debían pensar, en efecto, que, si hubiesen estado próximos al lugar donde el ingeniero hubiera podido tomar tierra, los ladridos del perro Top, en caso de que Ciro Smith no estuviera en estado de dar señales de vida, llegarían hasta ellos. Pero ningún grito se destacaba sobre los mugidos de las olas y los chasquidos de la resaca. Entonces, la pequeña tropa emprendía su marcha adelante, registrando las menores anfractuosidades del litoral.

Después de una marcha de veinte minutos, los cuatro náufragos se detuvieron ante una linde espumosa de olas. El terreno sólido faltaba. Se encontraban a la extremidad de un punto agudo, que el mar golpeaba con furor.

—Es un promontorio —dijo el marino—. Hay que volver sobre nuestros pasos, torciendo a la derecha, y así volveremos a tierra firme.

—Pero ¿y si está ahí? —respondió Nab señalando el océano, cuyas enormes olas blanqueaban en la oscuridad.

—¡Bueno, llamémoslo!

Y todos, uniendo sus voces, lanzaron un grito, pero nadie respondió. Esperaron un momento de calma y empezaron otra vez. Nada.

Los náufragos retrocedieron, siguiendo la parte opuesta del promontorio, en un suelo arenoso y roquizo. Sin embargo, Pencroff observó que el litoral era más escarpado, que el terreno subía, y supuso que debía llegar, por una rampa bastante larga, a una alta costa, cuya masa se perfilaba confusamente en la oscuridad. Había menos aves en aquella parte de la costa; el mar también se mostraba menos alterado, menos ruidoso, y la agitación de las olas disminuía sensiblemente. Apenas se oía el ruido de la resaca. Sin duda la costa del promontorio formaba una ensenada semicircular, protegida por su punta aguda contra la fuerza de las olas.

Siguiendo aquella dirección, marchaban hacia el sur, era ir por el lado opuesto de la costa en que Ciro Smith podía haber tomado tierra. Después de recorrer milla y media, el litoral no presentaba ninguna curvatura que permitiese volver hacia el norte. Sin embargo, aquel promontorio, del que habían doblado la punta, debía unirse a la tierra franca. Los náufragos, a pesar de que sus fuerzas estaban casi agotadas, marchaban siempre con valor, esperando encontrar algún ángulo que los pusiera en la primera dirección.

¡Cuál no fue su desesperación, cuando, después de haber recorrido dos millas, se vieron una vez más detenidos por el mar en una punta bastante elevada, formada de rocas resbaladizas!

—¡Estamos en un islote! —dijo Pencroff—, ¡y lo hemos recorrido de un extremo a otro!

La observación del marino era justa. Los náufragos habían sido arrojados no sobre un continente ni una isla, sino sobre un islote, que no medía más de dos millas de longitud y cuya anchura era evidentemente poco considerable.

Aquel islote, árido, sembrado de piedras, sin vegetación, refugio desolado de algunas aves marinas, ¿pertenecía a un archipiélago más importante? No lo sabían. Los pasajeros del globo, cuando desde su barquilla percibieron la tierra a través de las brumas, no habían podido reconocer su importancia. Sin embargo, Pencroff, con su mirada de marino habituada a horadar en la oscuridad, creyó en aquel momento distinguir en el oeste masas confusas, que anunciaban una costa elevada.

Pero entonces no podía, a causa de aquella oscuridad, determinar a qué sistema simple o complejo pertenecía el islote. Tampoco era posible salir de él, puesto que el mar lo rodeaba. Había que aplazar hasta el día siguiente la búsqueda del ingeniero, que no había señalado su presencia por ningún sitio.

—El silencio de Ciro no prueba nada —dijo el corresponsal—. Puede estar desmayado, herido, en estado de no poder responder momentáneamente, pero no desesperemos.

El corresponsal emitió entonces la idea de encender en un punto del islote una hoguera, que pudiese servir de guía al ingeniero. Pero buscaron en vano madera o arbustos secos; allí no había más que arena y piedras.

Se comprende cuál sería el dolor de Nab y el de sus compañeros, que estaban vivamente unidos al intrépido Ciro Smith. Era demasiado evidente que se hallaban imposibilitados para socorrerlo; había que esperar el día. ¡O el ingeniero había podido salvarse solo y ya había encontrado refugio en un punto de la costa, o estaba perdido para siempre!

Las horas de espera fueron largas y penosas. Hacía mucho frío y los náufragos sufrían cruelmente, pero apenas lo notaban. No pensaban más que en tomar un instante de reposo; todo lo olvidaban por su jefe; queriendo esperar siempre, iban y venían por aquel islote árido, volviendo incesantemente a su punto norte, donde creían estar más próximos al lugar de la catástrofe. Escuchaban, chillaban, esperaban captar un grito, y sus voces debían transmitirse lejos, porque entonces reinaba cierta calma en la atmósfera, los ruidos del mar empezaban a disminuir.

Uno de los gritos de Nab pareció repetido por el eco. Harbert lo hizo observar a Pencroff, añadiendo:

—Es prueba que existe en el oeste una costa bastante cercana.

El marinero hizo un gesto afirmativo. Por otra parte, su vista no podía engañarle. Si había distinguido tierra, no había duda de que esta existía.

Pero aquel eco lejano fue la sola respuesta provocada por los gritos de Nab, y la inmensidad, sobre toda la parte este del islote, quedó silenciosa.

Entretanto el cielo se despejaba poco a poco. Hacia las doce de la noche brillaron algunas estrellas y, si el ingeniero estaba allí, cerca de sus compañeros, hubiera podido ver que aquellas estrellas no eran las del hemisferio boreal. En efecto, la polar no aparecía en aquel nuevo horizonte: las constelaciones cenitales no eran las que estaban acostumbrados a ver en la parte norte del nuevo continente, y la Cruz del Sur resplandecía entonces en el polo austral del mundo.

Pasó la noche. Hacia las cinco de la mañana, el 25 de marzo, el cielo se tiñó ligeramente. El horizonte estaba aún oscuro, pero con los primeros albores del día una opaca bruma se levantó en el mar, por lo que el rayo visual no podía extenderse a más de veinte pasos. La niebla se desarrollaba en gruesas volutas, que se movían pesadamente.

Esto era un contratiempo. Los náufragos no podían distinguir nada alrededor de ellos. Mientras que las miradas de Nab y del corresponsal se dirigían hacia el océano, el marino y Harbert buscaban la costa en el oeste. Pero ni un palmo de tierra era visible.

—No importa —dijo Pencroff—, no veo la costa, pero la siento..., está allí..., allí... ¡Tan seguro como que tampoco estamos en Richmond!

Pero la niebla no debía tardar en desaparecer.

No era más que una bruma de buen tiempo. Un hermoso sol caldeaba las capas superiores, y aquel calor se tamizaba hasta la superficie del islote.

En efecto, hacia las seis y media, tres cuartos de hora después de aparecer el sol, la bruma se volvió más transparente: se extendía hacia arriba, pero se disipó por abajo. Pronto todo el islote apareció como si hubiera descendido de una nube, pues el mar se mostró siguiendo un plano circular, infinito hacia el este, pero limitado por el oeste por una costa elevada y abrupta.

¡Sí! ¡La tierra estaba allí! Allí la salvación, provisionalmente asegurada, por lo menos. Entre el islote y la costa, separados por un canal de una milla y media, una corriente rápida se precipitaba con ruido.

Sin embargo, uno de los náufragos, no consultando más que su corazón, se precipitó en la corriente, sin avisar a sus compañeros, sin decir palabra. Era Nab. Tenía ganas de llegar a aquella costa y remontarla hacia el norte. Nadie pudo retenerlo. Pencroff lo llamó, pero en vano. El periodista se dispuso a seguir a Nab.

Pencroff, yendo hacia él, le preguntó:

—¿Quiere usted atravesar el canal?

—Sí —contestó Gedeón Spilett.

—Pues bien, óigame —dijo el marino—. Nab basta y sobra para socorrer a su amo. Si nos metemos en ese canal, nos exponemos a que la corriente nos arrastre. Si no me equivoco, es una corriente de reflujo. Vea la marea baja sobre la arena. Armémonos de paciencia y, cuando el mar baje, quizá encontremos un paso vadeable...

—Tiene usted razón —respondió el corresponsal—. Separémonos lo menos posible.

Durante este tiempo Nab luchaba contra la corriente. La atravesaba siguiendo una dirección oblicua. No se veían más que sus negros hombros emerger en cada momento. Se desviaba con mucha frecuencia, pero avanzaba hacia la costa. Empleó más de media hora en recorrer la milla y media que separaba el islote de la costa, y se aproximó a esta a muchos pies del punto de donde había salido.

Nab tomó tierra en la falda de una alta roca de granito y se sacudió vigorosamente; después, corriendo, desapareció veloz detrás de unas rocas, que se proyectaban hacia el mar a la altura de la extremidad septentrional del islote.

Los compañeros de Nab habían seguido con angustia su audaz tentativa y, cuando se perdió de vista, dirigieron sus miradas hacia aquella tierra a la cual iban a pedir refugio, mientras comían algunos mariscos encontrados en la playa. Era una mala comida, pero algo alimentaba.

La costa opuesta formaba una vasta bahía, terminada al sur por una punta muy aguda, desprovista de toda vegetación y de un aspecto muy salvaje. Aquella punta venía a unirse al litoral por un dibujo bastante caprichoso y enlazado con altas rocas graníticas. Hacia el norte, por el contrario, la bahía se ensanchaba, formando una costa más redondeada, que corría del sudoeste al nordeste y que acababa en un cabo agudo. Entre estos dos puntos extremos, sobre los cuales se apoyaba el arco de la bahía, la distancia podía ser de ocho millas. A media milla de la playa, el islote ocupaba una estrecha faja de mar, y parecía un enorme cetáceo, que sacaba a la superficie su espalda. Su anchura no pasaba de un cuarto de milla.

Delante del islote el litoral se componía, en primer término, de una playa de arena, sembrada de negras rocas, que en aquel momento reaparecían poco a poco bajo la marea descendente. En segundo término, se destacaba una especie de cortina granítica, tallada a pico, coronada por una caprichosa arista de una altura de trescientos pies por lo menos. Se perfilaba sobre una longitud de tres millas y terminaba bruscamente a la derecha por un acantilado que se hubiera creído cortado por la mano del hombre. En la izquierda, al contrario, encima del promontorio, aquella especie de cortadura irregular se desgarraba en bloques prismáticos, hechos de rocas aglomeradas y de productos de aluvión, y se bajaba por una rampa prolongada, que se confundía poco a poco con las rocas de la punta meridional.

En la meseta superior de la costa no se veía ningún árbol. Era una llanura limpia, como la que domina Cape-Town, en el cabo de Buena Esperanza, pero con proporciones más reducidas. Por lo menos, así aparecía vista desde el islote. Sin embargo, el verde no faltaba a la derecha, detrás del acantilado. Se distinguía fácilmente la masa confusa de grandes árboles, cuya aglomeración se prolongaba más allá de los límites de la vista. Aquel verdor regocijaba la vista, vivamente entristecida por las ásperas líneas del paramento de granito.

En fin, en último término y encima de la meseta, en dirección del nordeste y a una distancia de siete millas por lo menos, resplandecía una cima blanca, herida por los rayos solares. Era una caperuza de nieve, que cubría algún monte lejano.

No podía resolverse, pues, la cuestión de si aquella tierra formaba una isla o pertenecía a un continente. Pero, a la vista de aquellas rocas convulsionadas, que se aglomeraban sobre la izquierda, un geólogo no hubiera dudado en darles un origen volcánico, porque eran incontestablemente producto de un trabajo plutoniano.

Gedeón Spilett, Pencroff y Harbert observaban atentamente aquella tierra, en la que iban a vivir, quizá largos años, y en la que tal vez morirían, si no se encontraban en la ruta de los barcos.

—¿Qué dices tú de eso, Pencroff? —preguntó Harbert.

—Que tiene algo bueno y algo malo, como todas las cosas —contestó el marino—. Veremos. Pero observo que comienza el reflujo. Dentro de tres horas intentaremos pasar y, una vez allí, procuraremos arreglarnos y encontrar a Smith.

Pencroff no se había equivocado en sus previsiones. Tres horas más tarde, la mar bajó; el lecho del canal que habían descubierto estaba formado por arena en su mayor parte.

No quedaba entre el islote y la costa más que un canal estrecho, que sin duda sería fácil de franquear.

En efecto, hacia las seis, Gedeón Spilett y sus dos compañeros se despojaron de sus vestidos, hicieron con ellos un hato que se pusieron en la cabeza y se aventuraron por el canal, cuya profundidad no pasaba de cinco pies. Harbert, para quien el agua era demasiado alta, nadaba como un pez y salió perfectamente. Los tres llegaron sin dificultad al litoral opuesto. Allí, el sol los secó rápidamente y volvieron a ponerse sus vestidos, que habían preservado del contacto del agua, y tuvieron una reunión.

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