Kitabı oku: «La isla misteriosa», sayfa 3
Encuentran un refugio, las “Chimeneas”
Gedeón Spilett dijo al marino que le esperase allí, donde él volvería, y, sin perder un instante, remontó el litoral en la dirección que había seguido algunas horas antes el negro Nab. Después desapareció detrás de un ángulo de la costa, pues estaba impaciente por saber noticias del ingeniero.
Harbert hubiera querido acompañarlo.
—Quédate, muchacho —le dijo el marino. —Hay que preparar un campamento y ver si se puede encontrar para comer algo más sólido que los mariscos. Nuestros amigos tendrán ganas de comer algo a su regreso. Cada uno a su trabajo.
—Preparado, Pencroff —contestó Harbert.
—¡Bien! —repuso el mariner—. Procedamos con método. Estamos cansados y tenemos frío y hambre; hay que encontrar abrigo, fuego y alimento. El bosque tiene madera; los nidos, huevos; falta buscar la casa.
—Bueno —respondió Harbert—, yo buscaré una gruta en estas rocas y descubriré algún agujero en donde podremos meternos.
—Eso es —respondió Pencroff—. En marcha, muchacho.
Y caminaron sobre aquella playa que la marea descendente había descubierto. Pero, en lugar de remontar hacia el norte, descendieron hacia el sur. Pencroff había observado que, a unos centenares de pasos más allá del sitio donde habían tomado tierra, la costa ofrecía una estrecha cortadura, que sin duda debía servir de desembocadura a un río o a un arroyo. Por una parte, era importante acampar en las cercanías de un curso de agua potable, y por otra, no era imposible que la corriente hubiera llevado hacia aquel lado a Ciro Smith.
La alta muralla se levantaba a una altura de trescientos pies, pero el bosque estaba liso por todas partes, y su misma base, apenas lamida por el mar, no presentaba la menor hendidura que pudiera servir de morada provisional. Era un muro vertical, hecho de un granito durísimo, que el agua jamás había roído. Hacia la cumbre volaban infinidad de pájaros acuáticos, y particularmente diversas especies del orden de las palmípedas, de pico largo, comprimido y puntiagudo; aves gritadoras, poco temerosas de la presencia del hombre, que por primera vez, sin duda, turbaba su soledad. Entre las palmípedas, Pencroff reconoció muchas labbes, especie de goslands, a los cuales se da a veces el nombre de estercolaras, y también pequeñas gaviotas voraces, que tenían sus nidos en las anfractuosidades del granito. Si se hubiera disparado un tiro en medio de aquella multitud de pájaros, hubieran caído muchos; mas para disparar un tiro se necesitaba un fusil, y ni Pencroff ni Harbert lo tenían.
Por otra parte, aquellas gaviotas y los labbes eran muy poco nutritivos y sus mismos huevos tienen un sabor detestable.
Entretanto, Harbert, que había ido un poco más a la izquierda, descubrió pronto algunas rocas tapizadas de algas, que la alta mar debía recubrir algunas horas más tarde. En aquellas rocas, y en medio de musgos resbaladizos, pululaban conchas de dobles valvas, que no podían ser desdeñadas por gente hambrienta. Harbert llamó a Pencroff, que se acercó enseguida.
—¡Vaya! ¡Son almejas! —exclamó el marino—. Algo para reemplazar los huevos.
—No son almejas —respondió el joven Harbert, que examinaba con atención los moluscos adheridos a las rocas—; son litodomos.
—¿Y eso se come? —preguntó Pencroff.
—¡Ya lo creo!
—Entonces, comamos litodomos.
El marino podía fiarse de Harbert. El muchacho estaba muy fuerte en historia natural y había tenido siempre verdadera pasión por esta ciencia. Su padre lo había impulsado por este camino, haciéndole seguir los estudios con los mejores profesores de Boston, que tomaron afecto al niño, porque era inteligente y trabajador. Sus instintos de naturalista se utilizarían más de una vez en adelante, y, desde luego, no se había equivocado.
Estos litodomos eran conchas oblongas, adheridas en racimos y muy pegadas a las rocas. Pertenecían a esa especie de moluscos perforadores que abren agujeros en las piedras más duras, y sus conchas se redondean en sus dos extremos, disposición que no se observa en la almeja ordinaria. Pencroff y Harbert hicieron un buen consumo de litodomos, que se iban abriendo entonces al sol. Los comieron como las ostras y les encontraron un sabor picante, lo que les quitó el disgusto de no tener ni pimienta ni condimentos de otra clase.
Su hambre fue momentáneamente apaciguada, pero no su sed, que se acrecentó después de haber comido aquellos moluscos naturalmente condimentados. Había que encontrar agua dulce, y no podía faltar en una región tan caprichosamente accidentada. Pencroff y Harbert, después de haber tomado la precaución de hacer gran provisión de litodomos, de los cuales llenaron sus bolsillos y sus pañuelos, volvieron al pie de la alta muralla.
Doscientos pasos más allá llegaron a la cortadura, por la cual, según el presentimiento de Pencroff, debía correr un riachuelo de altos márgenes. En aquella parte, la muralla parecía haber sido separada por algún violento esfuerzo plutoniano. En su base se abría una pequeña ensenada, cuyo fondo formaba un ángulo bastante agudo. La corriente de agua medía cien pies de larga y sus dos orillas no contaban más de veinte pies. La ribera se hundía casi directamente entre los dos muros de granito, que tendían a bajarse hacia la desembocadura; después daba la vuelta bruscamente y desaparecía bajo un soto a una media milla.
—¡Aquí, agua! ¡Allí, leña! —dijo Pencroff—. ¡Bien, Harbert, no falta más que la casa!
El agua del río era límpida. El marino observó que en aquel momento de la marea, es decir, en el reflujo, era dulce. Establecido este punto importante, Harbert buscó alguna cavidad que pudiera servir de refugio, pero no encontró nada. Por todas partes la muralla era lisa, plana y vertical.
Sin embargo, en la desembocadura del curso de agua y por encima del sitio adonde llegaba la marea, los aluviones habían formado no una gruta, sino un conjunto de enormes rocas, como las que se encuentran con frecuencia en los países graníticos, y que llevan el nombre de “chimeneas”.
Pencroff y Harbert se internaron bastante profundamente entre las rocas, por aquellos corredores areniscos, a los cuales no faltaba luz, porque penetraba por los huecos que dejaban entre sí los trozos de granito, algunos de los cuales se mantenían por verdadero milagro en equilibrio. Pero con la luz entraba también el viento, un viento frío y encallejonado, muy molesto. El marino pensó entonces que obstruyendo ciertos trechos de aquellos corredores, tapando algunas aberturas con una mezcla de piedras y de arena, podrían hacer las “chimeneas” habitables. Su plano geométrico representaba el signo tipográfico &. Aislado el círculo superior del signo, por el cual se introducían los vientos del sur y del oeste, podrían sin duda utilizar su disposición inferior.
—Ya tenemos lo que nos hacía falta —dijo Pencroff—y, si volvemos a encontrar a Smith, él sabrá sacar partido de este laberinto.
—Lo volveremos a ver, Pencroff —exclamó Harbert—, y, cuando venga, tiene que encontrar una morada casi soportable. Lo será, si podemos poner la cocina en el corredor de la izquierda y conservar una abertura para el humo.
—Podremos, muchacho —respondió el marino—, si estas “chimeneas” nos sirven. Pero, ante todo, vayamos a hacer provisión de combustible. Me parece que la leña no será inútil para tapar estas aberturas a través de las cuales el diablo toca su trompeta.
Harbert y Pencroff abandonaron las “chimeneas” y, doblando el ángulo, empezaron a remontar la orilla izquierda del río. La corriente era bastante rápida y arrastraba algunos árboles secos. La marea era alta. El marino pensó, pues, que podría utilizar el flujo y el reflujo para el transporte de ciertos objetos pesados.
Después de andar durante un cuarto de hora, el marino y el muchacho llegaron al brusco recodo que hacía el río hundiéndose hacia la izquierda. A partir de este punto, su curso proseguía a través de un bosque de árboles magníficos que habían conservado su verdura, a pesar de lo avanzado de la estación, porque pertenecían a esa familia de coníferas que se propaga en todas las regiones del globo, desde los climas septentrionales hasta las comarcas tropicales. El joven naturalista reconoció perfectamente los “deodar”, especie muy numerosa en la zona del Himalaya y que esparce un agradable aroma. Entre aquellos hermosos árboles crecían pinos, cuyo opaco quitasol se extendía bastante. Entre las altas hierbas Pencroff sintió que su pie hacía crujir ramas secas, como si fueran fuegos artificiales.
—Bien, hijo mío —dijo a Harbert—; si por una parte ignoro el nombre de estos árboles, por otra sé clasificarlos en la categoría de leña para el hogar. Por el momento son los únicos que nos convienen.
La tarea fue fácil. No era preciso cortar los árboles, pues yacía a sus pies enorme cantidad de leña. Pero si combustible no faltaba, carecían de medios de transporte. Aquella madera era muy seca y ardería rápidamente; de aquí la necesidad de llevar a las Chimeneas una cantidad considerable, y la carga de dos hombres no era suficiente.
Harbert hizo esta observación.
—Hijo mío —respondió el marino—, debe de haber un medio de transportar esa madera.¡Siempre hay medios para todo! Si tuviéramos un carretón o una barca, la cosa sería fácil.
—¡Pero tenemos el río! —dijo Harbert.
—Justo —respondió Pencroff—. El río será para nosotros un camino que marcha solo y para algo se han inventado las almadías.
—Pero —repuso Harbert—va en dirección contraria a la que necesitamos, pues está subiendo la marea.
—No nos iremos hasta que baje —respondió el mariner—y ella se encargará de transportar nuestro combustible a las Chimeneas. Preparemos mientras tanto los haces.
El marino, seguido de Harbert, se dirigió hacia el ángulo que el extremo del bosque formaba con el río. Ambos llevaban, cada uno en proporción de sus fuerzas, una carga de leña, atada en haces.
En la orilla había también cantidad de ramas secas, entre la hierba, que probablemente no había hollado la planta del hombre. Pencroff empezó a preparar la carga.
En una especie de remanso situado en la ribera, que rompía la corriente, el marino y su compañero pusieron trozos de madera bastante gruesos que ataron con bejucos secos, formando una especie de balsa, sobre la cual apilaron toda la leña que habían recogido, o sea la carga de veinte hombres por lo menos. En una hora el trabajo estuvo acabado, y la almadía quedó amarrada a la orilla hasta que bajara la marea.
Faltaban unas horas y, de común acuerdo, Pencroff y Harbert decidieron subir a la meseta superior, para examinar la comarca en un radio más extenso.
Precisamente a doscientos pasos detrás del ángulo formado por la ribera, la muralla, terminada por un grupo de rocas, venía a morir en pendiente suave sobre la linde del bosque. Parecía una escalera natural. Harbert y el marino empezaron su ascensión y, gracias al vigor de sus piernas, llegaron a la punta en pocos instantes, y se apostaron en el ángulo que formaba sobre la desembocadura del río.
Cuando llegaron, su primera mirada fue para aquel océano que acababan de atravesar en tan terribles condiciones. Observaron con emoción la parte norte de la costa, sobre la que se había producido la catástrofe. Era donde Ciro Smith había desaparecido.
Buscaron con la mirada algún resto del globo al que hubiera podido asirse un hombre, pero nada flotaba. El mar no era más que un vasto desierto de agua. La costa también estaba desierta. No se veía ni al corresponsal ni a Nab. Era posible que en aquel momento los dos estuvieran tan distantes, que no se les pudiera distinguir.
—Algo me dice —exclamó Harbert—que un hombre tan enérgico como el señor Ciro no ha podido ahogarse. Debe estar esperando en algún punto de la costa. ¿No es así, Pencroff?
El marino sacudió tristemente la cabeza. No esperaba volver a ver a Ciro Smith; pero, queriendo dejar alguna esperanza a Harbert, contestó:
—Sin duda alguna nuestro ingeniero es hombre capaz de salvarse donde otro perecería. Entretanto observaba la costa con extrema atención. Bajo su mirada se desplegaba la arena, limitada en la derecha de la desembocadura por líneas de rompientes. Aquellas rocas, aún emergidas, parecían dos grupos de anfibios acostados en la resaca. Más allá de la zona de escollos, el mar brillaba bajo los rayos del sol. En el sur, un punto cerraba el horizonte, y no se podía distinguir si la tierra se prolongaba en aquella dirección o si se orientaba al sudeste y sudoeste, lo que hubiera dado a la costa la forma de una península muy prolongada. Al extremo septentrional de la bahía continuaba el litoral dibujándose a gran distancia, siguiendo una línea más curva. Allí la playa era baja, sin acantilados, con largos bancos de arena, que el reflujo dejaba al descubierto.
Pencroff y Harbert se volvieron entonces hacia el oeste, pero una montaña de cima nevada, que se elevaba a una distancia de seis o siete millas, detuvo su mirada. Desde sus primeras rampas hasta dos millas de la costa verdeaban masas de bosques formados por grupos de árboles de hojas perennes. A la izquierda brillaban las aguas del riachuelo, a través de algunos claros, y parecía que su curso, bastante sinuoso, le llevaba hacia los contrafuertes de las montañas, entre los cuales debía de tener su origen. En el punto donde el marino había dejado su carga comenzaba a correr entre las dos altas murallas de granito; pero, si en la orilla izquierda las paredes estaban unidas y abruptas, en la derecha, al contrario, bajaban poco a poco, las macizas rocas se cambiaban en bloques aislados, los bloques en guijarros y los guijarros en grava, hasta el extremo de la playa.
—¿Estamos en una isla? —murmuró el marino.
—En ese caso, sería muy vasta —respondió el muchacho.
—Una isla, por vasta que sea, siempre será una isla —dijo Pencroff.
Pero esta importante cuestión no podía aún ser resuelta. Era preciso aplazar la solución para otro momento. En cuanto a la tierra, isla o continente, parecía fértil, agradable en sus aspectos, variada en sus productos.
—Es una dicha —observó Pencroff—y, en medio de nuestra desgracia, tenemos que dar gracias a la Providencia.
—¡Dios sea loado! —respondió Harbert, cuyo piadoso corazón estaba lleno de reconocimiento hacia el Autor de todas las cosas.
Durante mucho tiempo Pencroff y Harbert examinaron aquella comarca sobre la que los había arrojado el destino, pero era difícil imaginar, después de tan superficial inspección, lo que les reservaba el porvenir.
Después volvieron, siguiendo la cresta meridional de la meseta de granito, contorneada por un largo festón de rocas caprichosas, que tomaban las formas más extrañas. Allí vivían algunos centenares de aves que anidaban en los agujeros de la piedra. Harbert, saltando sobre las rocas, hizo huir una bandada.
¡Ah! —exclamó—, ¡no son ni goslands, ni gaviotas!
—¿Qué clase de pájaros son, entonces? —preguntó Pencroff—¡Aseguraría que son palomas!
—En efecto, pero son palomas torcaces o de roca —respondió Harbert—. Las conozco por la doble raya negra de su ala, por su cuerpo blanco y por sus plumas azules cenicientas. Ahora bien, si la paloma de roca es buena para comer, sus huevos deben ser excelentes, y por pocos que hayan dejado en sus nidos...
—¡No les daremos tiempo a abrirse sino en forma de tortilla! —contestó alegremente Pencroff.
—Pero ¿dónde harás tu tortilla? —preguntó Harbert—. ¿En un sombrero?
—¡Bah! —contestó el marino—, no soy un brujo para esto. Nos contentaremos con comerlos pasados por agua y yo me encargaré de los más duros.
Pencroff y el joven examinaron con atención las hendiduras del granito, y encontraron, en efecto, huevos en algunas. Recogieron varias docenas, que pusieron en el pañuelo del marino, y, acercándose el momento de la pleamar, Harbert y Pencroff empezaron a descender hacia el río.
Cuando llegaron al recodo, era la una de la tarde. El reflujo había empezado ya y había que aprovecharlo para llevar la leña a la desembocadura. Pencroff no tenía intención de dejarlo ir por la corriente sin dirección, ni embarcarse para dirigirlo. Pero un marino siempre vence los obstáculos cuando se trata de cables o de cuerdas, y Pencroff trenzó rápidamente una cuerda larga con bejucos secos. Ataron aquel cable vegetal al extremo de la balsa y, teniendo el marino una punta en la mano, Harbert empujaba la carga con la larga percha, manteniéndola en la corriente.
El procedimiento dio el resultado apetecido. La enorme carga de madera, que el marino detenía marchando por la orilla, siguió la corriente del agua.
La orilla era muy suave, por lo que era difícil encallar. Antes de dos horas, llegó la embarcación a unos pasos de las Chimeneas.
Una cerilla les abre nuevas ilusiones
El primer cuidado de Pencroff, después que la pila de leña estuvo descargada, fue hacer las Chimeneas habitables, obstruyendo los corredores a través de los cuales se establecía la corriente de aire. Arenas, piedras, ramas entrelazadas y barro cerraron herméticamente las galerías abiertas a los vientos del sur, aislando el anillo superior. Un solo agujero estrecho y sinuoso, que se abría en la parte lateral, fue dejado abierto, para conducir el humo fuera y que tuviese tiro la lumbre. Las Chimeneas quedaron divididas en tres o cuatro cuartos, si puede darse este nombre a cuevas sombrías, con las que una fiera apenas se habría contentado.
Pero allí no había humedad y un hombre podía mantenerse en pie, al menos en el cuarto del centro. Una arena fina cubría el suelo y podía servir perfectamente aquel asilo mientras se encontraba otro mejor.
Durante la tarea, Harbert y Pencroff hablaban:
—Quizá —decía el muchacho-nuestros compañeros habrían encontrado mejor instalación que la nuestra.
—¡Es posible —contestó el marino—, pero, en la duda, no te abstengas! ¡Más vale una cuerda más en tu arco que no tener ninguna!
—¡Ah! —prosiguió Harbert—, si traen a Smith, si lo encuentran, no me importa lo demás, y debemos dar gracias al cielo.
—¡Sí! —murmuraba Pencroff—. ¡Era todo un hombre!
—Era... —dijo Harbert—. ¿Es que desesperas de volverlo a ver?
—¡Dios me guarde de ello! —contestó el marino.
—Ahora —dijo—pueden volver nuestros amigos. Encontrarán un lugar confortable.
Faltaba establecer la cocina y preparar la cena; tarea sencilla y fácil. Al extremo del corredor de la izquierda, junto al estrecho orificio que se había dejado para chimenea, pusieron grandes piedras planas. El calor que no escapase con el humo sería suficiente para mantener dentro una temperatura conveniente. La provisión de leña fue almacenada en uno de los departamentos y el marino puso sobre las piedras de la hoguera algunos leños mezclados con ramas secas.
El marino se ocupaba de este trabajo, cuando Harbert le preguntó si tenía cerillas.
—Ciertamente —contestó Pencroff—, y añadiré felizmente, porque sin cerillas o sin yesca nos hubiéramos visto muy apurados.
—¡Bah! Haríamos fuego como los salvajes —contestó Harbert—, frotando dos pedazos de leña seca el uno contra el otro.
—Bueno, haz la prueba, y veremos si consigues otra cosa que romperte los brazos.
—No obstante, es un procedimiento muy sencillo y muy usado en las islas del Pacífico.
—No digo que no —contestó Pencroff—, pero los salvajes conocen la manera de usarlo y emplean madera especial, porque más de una vez he querido procurarme fuego de esa suerte y no lo he conseguido nunca. Confieso que prefiero las cerillas. ¿Dónde están mis cerillas?
Pencroff buscó en su chaleco la caja de cerillas, que no abandonaba nunca, ya que era un fumador rabioso. No la encontró. Buscó en los bolsillos del pantalón y tampoco halló nada, con lo cual llegó al colmo su estupor.
—¡Buena la hemos hecho! —dijo mirando a Harbert—. Se habrá caído de mi bolsillo y la he perdido. Tú, Harbert, ¿no tienes nada, ni eslabón, ni nada que pueda hacer fuego?
—¡No, Pencroff!
El marino salió seguido del joven, rascándose la frente.
En la arena, en las rocas, cerca de la orilla del río, por todas partes buscaron con el mayor cuidado, pero inútilmente. La caja era de cobre y no hubiera podido escapar a sus miradas.
—Pencroff —preguntó Harbert—, ¿no has tirado la caja desde la barquilla?
—Ya me guardé bien —contestó el marino—; pero, cuando ha sido uno sacudido como nosotros por los aires, un objeto tan pequeño puede haber desaparecido. ¡Mi pipa! ¡También me ha abandonado! ¡Diablo de caja! ¿Dónde puede estar?
—El mar se retira —dijo Harbert—; corramos al sitio donde tomamos tierra.
Era poco probable que se encontrase la caja, que las olas habían debido arrastrar por los guijarros durante la alta marea; sin embargo, nada se perdía con buscarla. Harbert y Pencroff se dirigieron rápidamente hacia el lugar donde habían tomado tierra el día anterior, a doscientos pasos más o menos de las Chimeneas.
Allí, entre los guijarros y entre los huecos de las rocas, registraron minuciosamente, pero en vano. Si la caja hubiera caído en aquella parte, habría sido arrastrada por las olas. A medida que el mar se retiraba, el marino registraba todos los intersticios de las rocas, sin encontrar nada. Era una pérdida grave en aquellas circunstancias, y por el momento, irreparable.
Pencroff no ocultó su vivo descontento. Su frente se había arrugado gravemente y no pronunciaba ni una palabra. Harbert quería consolarle haciéndole observar que probablemente las cerillas estarían mojadas por el agua del mar y que no valdrían.
—No —contestó el marino—. Están dentro de una caja de cobre que cierra muy bien. ¿Y, ahora, cómo nos las arreglaremos?
Ya encontraremos algún medio de procurarnos fuego —dijo Harbert—. Smith y Spilett no serán tan tontos como nosotros.
—Sí —respondió Pencroff—, pero mientras estamos sin fuego, y nuestros compañeros no encontrarán más que una triste cena a su vuelta.
—Pero —dijo vivamente Harbert—¡es imposible que no traigan cerillas o yesca!
—Lo dudo —respondió el marino sacudiendo la cabeza—. En primer lugar, Nab y Smith no fuman, y temo que Spilett haya preferido conservar su carnet y su lápiz en vez de la caja de cerillas.
Harbert no contestó. La pérdida de la caja era evidentemente un hecho sensible; sin embargo, el joven contaba con poder procurarse fuego de una manera u otra. Pencroff, hombre más experimentado, a quien no le asustaban las dificultades grandes y pequeñas, no era del mismo parecer; pero, de todos modos, no había más que un partido: esperar la vuelta de Nab y del periodista, renunciando a la cena de huevos, que quería prepararles. El régimen de carne cruda no le parecía, ni para ellos ni para él mismo, una perspectiva agradable.
Antes de volver a las Chimeneas, el marino y Harbert, previniendo el caso de que el fuego les faltara definitivamente, hicieron una nueva recogida de litodomos y volvieron silenciosamente a su morada. Pencroff, con los ojos fijos en el suelo, seguía buscando su caja. Remontó la orilla izquierda del río desde su desembocadura hasta el ángulo en que la almadía estaba amarrada; volvió a la meseta superior, la recorrió en todos los sentidos, y registró las altas hierbas y la orilla del bosque; pero en vano.
Eran las cinco de la tarde cuando Harbert y el marino entraron en las Chimeneas. Es inútil decir que registraron todos los corredores hasta los más oscuros rincones, y que tuvieron que renunciar decididamente a sus pesquisas.
Hacia las seis, en el momento en que el sol desaparecía detrás de las altas tierras del oeste, Harbert, que iba y venía por la playa, anunció la vuelta de Nab y de Gedeón Spilett.
¡Volvían solos!... Al joven se le encogió el corazón; el marino no se había equivocado en sus presentimientos. ¡No habían encontrado al ingeniero Ciro Smith!
El corresponsal, al llegar, se dejó caer sobre una roca sin decir palabra. Rendido de cansancio y muerto de hambre, no tenía fuerzas para hablar.
En cuanto a Nab, sus ojos enrojecidos probaban cuánto había llorado, y las nuevas lágrimas que no podía retener decían demasiado claramente que había perdido toda esperanza.
El reportero hizo relación de las pesquisas que habían practicado para encontrar a Ciro Smith. Nab y él habían recorrido la costa en un espacio de más de ocho millas, y, por consiguiente, mucho más allá de donde se había efectuado la penúltima caída del globo, caída a la que siguió la desaparición del ingeniero y del perro Top. La playa estaba desierta. Ningún rastro, ningún vestigio. Ni un guijarro fuera de su sitio, ni un indicio sobre la arena, ni una señal de pie humano en toda aquella parte del litoral. Era evidente que ningún habitante frecuentaba aquella parte de la costa. El mar estaba también desierto como la orilla, y, sin embargo, era allí, a algunos centenares de pies de la costa, donde el ingeniero había encontrado su tumba.
En aquel momento, Nab se levantó y con una voz que denotaba los sentimientos de esperanza que quedaban en él exclamó:
—¡No!, ¡no!, ¡no está muerto! ¡No!, ¡no puede ser! ¡Él, morir! Yo o cualquier otro hubiera sido posible, ¡pero él, jamás! ¡Es un hombre que sabe librarse de todo!
Después las fuerzas le abandonaron.
—¡Ah!, ¡no puedo más! —murmuró. Harbert corrió hacia él.
—Nab —dijo el joven—, ¡lo encontraremos! ¡Dios nos lo devolverá! ¡Pero, entretanto, necesita reponerse! ¡Coma, coma un poco, se lo ruego!
Y, al decir esto, le ofrecía al pobre negro unos puñados de mariscos, triste e insuficiente alimento.
Nab no había comido desde hacía muchas horas, pero rehusó. Privado de su dueño, Nab ¡no quería ni podía vivir! En cuanto a Gedeón Spilett, devoró los moluscos y después se tendió sobre la arena, al pie de una roca. Estaba extenuado, pero tranquilo.
Entonces Harbert se aproximó a él y, tomándole la mano, le dijo:
—Señor, hemos descubierto un abrigo en donde estará mejor que aquí. La noche se acerca; venga a descansar; mañana veremos...
El corresponsal se levantó y, guiado por el joven, se dirigió a las Chimeneas.
En aquel momento Pencroff se acercó a él y con el tono más natural del mundo le preguntó si por casualidad le quedaba alguna cerilla.
Gedeón Spilett se detuvo, registró sus bolsillos, no encontró nada y dijo: —Tenía, pero he debido tirarlas...
El marino llamó entonces a Nab, le hizo la misma pregunta y recibió la misma respuesta.
—¡Maldición! —exclamó el marino, sin contenerse. El reportero lo oyó y, acercándose a él, le preguntó:
—¿No tiene una cerilla?
—Ni una, y por consiguiente no hay fuego.
—¡Ah! —exclamó Nab—, si estuviera mi amo, él sabría hacerlo.
Los cuatro náufragos quedaron inmóviles y se miraron no sin inquietud. Harbert fue el primero en romper el silencio diciendo:
—Señor Spilett, usted es fumador y siempre ha llevado cerillas. Quizá no ha buscado bien... Busque aún; una nos bastaría.
El periodista volvió a registrar los bolsillos del pantalón, del chaleco, del gabán, y al fin, con gran júbilo de Pencroff y no menos sorpresa suya, sintió un pedacito de madera en el forro del chaleco. Sus dedos lo habían sentido a través de la tela, pero no podían sacarlo. Como debía ser una cerilla y no había más, había que evitar se encendiese prematuramente.
—¿Quiere usted que yo la saque? —dijo el joven Harbert.
Y muy diestramente, sin romperlo, logró extraer aquel pedacito de madera, aquel miserable y precioso objeto, que para aquellas pobres gentes tenía tan grande importancia. Estaba intacto.
—¡Una cerilla! —exclamó Pencroff—. ¡Ah! Es como si tuviéramos un cargamento entero. Lo tomó y, seguido de sus compañeros, regresó a las Chimeneas.
Aquel pedacito de madera que en los países habitados se prodiga con tanta indiferencia, y cuyo valor es nulo, exigía en las circunstancias en que se hallaban los náufragos una gran precaución. El marino se aseguró de que estaba bien seco. Después dijo:
—Necesitaría un papel.
—Tenga usted —respondió Gedeón Spilett, que, después de vacilar, arrancó una hoja de su cuaderno.
Pencroff tomó el pedazo de papel que le tendía el periodista y se puso de rodillas delante de la lumbre. Tomó un puñado de hierbas y hojas secas y las puso bajo los leños y las astillas, de manera que el aire pudiera circular libremente e inflamar con rapidez la leña seca.
Dobló el papel en forma de corneta, como hacen los fumadores de pipa cuando sopla mucho el viento, y lo introdujo entre la leña. Tomó un guijarro áspero, lo limpió con cuidado y con latido de corazón frotó la cerilla conteniendo la respiración.
El primer frotamiento no produjo ningún efecto; Pencroff no había apoyado la mano bastante, temiendo arrancar la cabeza de la cerilla.
—No, no podré —dijo—; me tiembla la mano... La cerilla no se enciende... ¡No puedo... no quiero!
Y, levantándose, encargó a Harbert que lo reemplazara.
El joven no había estado en su vida tan impresionado. El corazón le latía con fuerza. Prometeo, cuando iba a robar el fuego del cielo, no debía de estar tan nervioso. No vaciló, sin embargo, y frotó rápidamente en la piedra. Oyóse un pequeño chasquido y salió una ligera llama azul, produciendo un humo acre. Harbert volvió suavemente el palito de madera, para que se pudiera alimentar la llama, y después aplicó la corneta de papel; este se encendió y en pocos segundos ardieron las hojas y la leña seca.