Kitabı oku: «La isla misteriosa», sayfa 7
—¡Cameros!
Todos se detuvieron a cincuenta pasos de media docena de animales de gran corpulencia, con fuertes cuernos encorvados hacia atrás y achatados hacia la punta, de vellón lanudo, oculto bajo largos pelos de color leonado.
No eran cameros ordinarios, sino una especie comúnmente extendida por las regiones montañosas de las zonas templadas, a la que Harbert dio el nombre de muflas.
—¿Se puede hacer con ellos guisados y chuletas? —preguntó el marino. —Sí —contestó Harbert.
—¡Pues, entonces, son carneros! —dijo Pencroff.
Aquellos animales permanecían inmóviles entre los trozos de basalto, mirando con ojos admirados, como si vieran por primera vez bípedos humanos. Después, despertándose súbitamente su miedo, desaparecieron saltando entre las rocas.
—¡Hasta la vista! —les gritó Pencroff con un tono tan cómico, que Ciro Smith, Gedeón Spilett, Harbert y Nab no pudieron por menos que soltar la carcajada.
La ascensión continuó. Frecuentemente se observaban en ciertos declives huellas de lava muy caprichosamente estriada. Pequeñas solfataras cortaban a veces el camino que recorrían los expedicionarios y les era preciso seguir sus bordes. En algunos puntos el azufre había depositado bajo la forma de concreciones cristalinas, en medio de las materias que preceden generalmente a las erupciones de lava, puzolanas de granos irregulares y muy tostadas, cenizas blancas hechas de una infinidad de pequeños cristales feldespáticos.
En las cercanías de la primera meseta, formada por la truncadura del cono inferior, las dificultades de la ascensión fueron grandes.
Hacia las cuatro de la tarde, la extrema zona de los árboles había sido ya pasada, y no veían sino aquí o allá algunos pinos flacos y descarnados que debían tener la vida dura para resistir en aquellos parajes los grandes vientos del mar. Felizmente para el ingeniero y sus compañeros el tiempo era bueno y la atmósfera estaba tranquila, porque una violenta brisa, en una altitud de tres mil pies, hubiera impedido sus evoluciones. La pureza del cielo en el cenit se sentía a través de la transparencia del aire. Una perfecta calma reinaba alrededor de ellos. No veían ya el sol, entonces oculto por la vasta pantalla del cono superior que encubría la mitad del horizonte al oeste, y cuya sombra enorme, prolongándose hasta el litoral, crecía a medida que el radiante astro bajaba en su curso diurno. Algunos vapores, brumas más que nubes, empezaban a mostrarse al este, y se coloreaban con toda la gama espectral bajo las acciones de los rayos solares.
Quinientos pies solamente separaban a los exploradores de la meseta adonde querían llegar, a fin de establecer un campamento para pasar la noche; pero aquellos quinientos pies se alargaron hasta más de dos millas por los zigzags que tuvieron que describir. El suelo, por decirlo así, faltaba a sus pies. Las pendientes presentaban con frecuencia un ángulo tan abierto, que se deslizaban los pies por el lecho de lava, cuando las estrías, gastadas por el aire, no ofrecían un punto de apoyo suficiente. En fin, empezaba a oscurecer y era ya casi de noche, cuando Ciro Smith y sus compañeros, muy cansados por una ascensión de siete horas, llegaron a la meseta del primer cono.
Trataron entonces de organizar el campamento y de reparar sus fuerzas cenando primero y durmiendo después. Aquel segundo piso de la montaña se elevaba sobre una base de rocas, en medio de las cuales se encontraba fácilmente un abrigo. El combustible no era muy abundante; sin embargo, se podía obtener fuego por medio de musgos y hierbas secas que crecían en ciertas partes de la meseta. Mientras el marino prepara la lumbre con piedras que dispuso al efecto, Nab y Harbert se ocuparon de amontonar combustible. Volvieron pronto con su carga de leña; arrancaron algunas chispas al pedernal, que comunicaron fuego al trapo quemado, y, al soplo de Nab, se desarrolló en pocos instantes una llama bastante viva al abrigo de las rocas.
Aquel fuego no estaba destinado más que para combatir la temperatura un poco fría de la noche, y no fue empleado para cocer el faisán, que Nab reservaba para el día siguiente. Los restos del cabiay y algunas docenas de piñones formaron los elementos de la cena. No eran aún las seis y media cuando todo estaba terminado.
Ciro Smith tuvo entonces la idea de explorar, en la semioscuridad, aquel largo asiento circular, que soportaba el cono superior de la montaña. Antes de descansar, quería saber si aquel cono podría ser recorrido por su base, para el caso de que sus flancos, demasiado empinados, lo hicieran inaccesible hasta el vértice. Aquella cuestión no dejaba de preocuparlo, porque era posible que, de la parte en que el sombrero se inclinaba, es decir, hacia el norte, la meseta no fuera practicable. Ahora bien, si no podía llegar a la cima de la montaña, y si por otra parte no se podía dar la vuelta a la base del cono, sería imposible examinar la parte occidental del país, y el objeto de la ascensión no se conseguiría.
Así, pues, el ingeniero, sin pensar en su cansancio, dejando a Pencroff y a Nab organizar las camas y a Gedeón Spilett anotar los incidentes del día, siguió la base circular de la meseta, dirigiéndose hacia el norte, acompañado de Harbert.
La noche era buena y tranquila, y la oscuridad poco profunda aún. Ciro Smith y el joven marchaban el uno junto al otro sin hablar. En ciertos sitios la meseta se ensanchaba mucho delante de ellos y pasaban sin molestia. En otros, obstruida por hundimientos, no ofrecía más que una estrecha senda, sobre la cual dos personas no podían caminar de frente. Después de una marcha de cerca de veinte minutos, Ciro y Harbert tuvieron que detenerse. A partir de aquel punto las pendientes de los dos conos se unían. No había base que separara las dos partes de la montaña y dar la vuelta al cono por unas pendientes inclinadas unos sesenta grados era imposible.
Pero si el ingeniero y el joven tuvieron que renunciar a seguir una dirección circular, en cambio comprendieron la posibilidad de emprender directamente la ascensión del cono.
En efecto, delante de ellos se abría una profunda cavidad en las paredes del cono: era la boca del cráter superior, el cuello, si se quiere, por el cual se escapaban materias eruptivas líquidas en la época en que el volcán estaba en actividad. Las lavas endurecidas, las escorias solidificadas formaban una especie de escalera natural, de anchos escalones, que debían facilitar el ascenso a la cima de la montaña.
Una mirada fue suficiente a Ciro Smith para reconocer aquella disposición y, sin vacilar, seguido del joven, se introdujo en la enorme boca, en medio de una oscuridad creciente. Tenían todavía una altura de mil pies que escalar. ¿Los declives interiores del cráter serían practicables? Ya lo verían. El ingeniero continuaría su marcha ascendente hasta que fuera detenido. Felizmente los declives, muy prolongados y sinuosos, describían anchas muescas en el interior del volcán y favorecían la marcha de la ascensión.
En cuanto al volcán, no podía dudarse que estaba completamente apagado; ni siquiera una humareda se escapaba de sus costados; ni una llama se descubría en las profundas cavidades; ni un gruñido, ni un murmullo, ni un estremecimiento salía de aquel pozo oscuro, que llegaba quizá hasta las entrañas del globo. La misma atmósfera, dentro del cráter, no estaba saturada de ningún vapor sulfuroso. No se trataba del sueño de un volcán, sino de su completa extinción.
La tentativa de Ciro Smith debía tener buen éxito. Poco a poco Harbert y él subieron por las paredes interiores, vieron ensancharse el cráter sobre su cabeza. El radio de aquella porción circular del cielo, comprendido entre los bordes del cono, se fue aumentando sensiblemente. A cada paso que daban Ciro Smith y Harbert, nuevas estrellas aparecían en el campo de su visión. En el cielo austral brillaban magníficas constelaciones; en el cenit resplandecía con luz purísima la espléndida Antares del Escorpión y no lejos la Beta del Centauro, que se supone es la estrella más cercana del globo terrestre. Después, a medida que se ensanchaba el cráter, aparecían Fomalhaut de Piscis, el Triángulo austral y, por último, cerca del polo antártico del mundo, la resplandeciente Cruz del Sur, que reemplazaba a la Polar del hemisferio boreal.
Eran cerca de las ocho, cuando Smith y Harbert pusieron el pie en la cresta superior del monte, en la cima del cono.
La oscuridad era completa entonces y no permitía extender la vista en un radio mayor de dos millas. ¿Rodeaba el mar aquella sierra desconocida o se unía esta al oeste con algún continente del Pacífico? No lo podían saber aún. Hacia el oeste, una nebulosa netamente marcada en el horizonte aumentaba las tinieblas, y la vista no podía descubrir si el cielo y el agua se confundían en una inmensa línea circular.
Pero en un punto de aquel horizonte brilló de improviso un vago resplandor, que descendió lentamente a medida que la nube subía hacia el cenit.
Era el cuarto creciente de la luna, próximo a desaparecer; pero su luz fue suficiente para marcar indistintamente la línea horizontal, entonces separada de la nube, y el ingeniero pudo ver la imagen temblorosa del astro reflejarse un instante en una superficie líquida.
Ciro Smith tomó la mano del joven y le dijo en tono muy grave: —¡Una isla!
En aquel momento la luna creciente se extinguía en las olas.
Exploración de la isla
Media hora después, Ciro Smith y Harbert estaban de vuelta en el campamento. El ingeniero se limitó a decir a sus compañeros que la tierra donde el azar los había arrojado era una isla y que al día siguiente la explorarían. Después cada cual se arregló como pudo y, en aquel trozo de basalto, a una altura de dos mil quinientos pies sobre el nivel del mar y en una noche apacible, los “insulares” disfrutaron de un descanso profundo.
A la mañana siguiente, después de un frugal desayuno, compuesto de tragopán asado, el ingeniero subió a la cima del volcán para observar con atención la isla en que podrían estar prisioneros toda su vida, si se hallaba situada a mucha distancia de la tierra y no se encontraba en la ruta de los barcos que visitaban los archipiélagos del océano Pacífico. Sus compañeros lo siguieron en su nueva exploración. También querían ver la isla que había de subvenir en lo sucesivo a todas sus necesidades.
Serían aproximadamente las siete de la mañana, cuando Ciro Smith, Harbert, Pencroff, Gedeón Spilett y Nab abandonaron el campamento. Indudablemente tenían confianza en sí mismos, pero el punto de apoyo de esta confianza no era el mismo en Ciro que en sus compañeros. El ingeniero tenía confianza, porque se sentía capaz de arrancar a aquella naturaleza salvaje todo lo necesario para su vida y la de sus compañeros, y estos no temían nada precisamente porque Ciro estaba con ellos. Esta diferencia se comprenderá fácilmente. Pencroff, sobre todo, desde el incidente del fuego no había desesperado un instante, aun cuando se encontraba sobre una roca desnuda, si el ingeniero estaba con él en aquella roca.
—¡Bah! —decía—. Hemos salido de Richmond sin permiso de las autoridades, y un día u otro saldremos de un lugar donde nadie nos detiene.
Ciro Smith siguió el mismo camino que la víspera. Dieron la vuelta al cono por la meseta en que se apoyaba hasta la boca de la enorme grieta. El tiempo era magnífico. El sol brillaba en un cielo purísimo y cubría con sus rayos todo el flanco oriental de la montaña.
Llegaron al cráter. Era tal como el ingeniero lo había entrevisto en la oscuridad, es decir, un embudo que iba ensanchándose hasta una altura de mil pies sobre la meseta. Al pie de la grieta, anchas y espesas capas de lava serpenteaban por las laderas del monte y marcaban el camino con materias eruptivas hasta los valles inferiores, que formaban la parte septentrional de la isla.
El interior del cráter, cuya inclinación no pasaba de treinta y cinco a cuarenta grados, no presentaba dificultades ni obstáculos para la ascensión. Se encontraban en él señales de lavas muy antiguas, que probablemente se derramaban por la cima del cono antes que aquella grieta lateral les hubiese abierto una nueva vía.
En cuanto a la chimenea volcánica, que establecía la comunicación entre las capas subterráneas y el cráter, la vista no podía calcular su profundidad, porque se perdía en las tinieblas; pero no había duda sobre la extinción completa del volcán.
Antes de las ocho, Ciro Smith y sus compañeros se hallaban reunidos en la cima del cono, sobre una eminencia cónica que tenía en su borde septentrional.
—¡El mar! ¡El mar por todas partes! —exclamaron, como si sus labios no hubieran podido contener aquellas frases que los convertían en insulares.
El mar, en efecto, la inmensa sabana de agua circular les rodeaba. Tal vez subiendo a la cima del cono, Smith tenía la esperanza de descubrir alguna costa, alguna isla cercana, que la víspera no pudo ver por la oscuridad; pero nada apareció en los límites del horizonte, es decir, en un radio de cincuenta millas. ¡Ninguna tierra, ninguna vela! Aquella inmensidad estaba desierta y la isla ocupaba el centro de una circunferencia que parecía infinita.
El ingeniero y sus compañeros, mudos e inmóviles, recorrieron con la mirada en algunos minutos todos los puntos del océano; registraron aquel océano hasta sus más extremos límites, pero Pencroff, que poseía un poderoso poder visual, no vio nada y ciertamente, si hubiese aparecido alguna tierra, aunque sólo hubiera sido bajo forma de un tenue vapor, el marino la hubiera visto, porque eran dos verdaderos telescopios lo que la naturaleza había puesto bajo el arco de sus cejas.
Del océano dirigieron sus miradas sobre la isla, cuya totalidad dominaban, y la primera pregunta salió de labios de Gedeón:
—¿Qué extensión puede tener esta isla?
Realmente no parecía mucha en medio de aquel inmenso océano.
Ciro reflexionó un instante, observó atentamente el perímetro de la isla, teniendo en cuenta la altura a que se hallaba situada, y dijo luego:
—Amigos, creo no equivocarme dando al litoral de la isla un perímetro de más de cien millas.
—¿Y de superficie?
—Es muy difícil calcularla —replicó el ingeniero—, porque está caprichosamente ondulada.
Ciro no se había engañado en su cálculo, pues la isla tenía aproximadamente la misma extensión que la de Malta o la de Zarte en el Mediterráneo; pero a la vez mucho más irregular y menos rica en cabos, promontorios, puntas, bahías, ensenadas o abras. Su forma, verdaderamente extraña, sorprendía y, cuando Gedeón Spilett, por indicación del ingeniero, dibujó los contornos, se encontró con que tenía la forma de un animal fantástico, una especie de pterópodo monstruoso que se hubiera dormido sobre la superficie del Pacífico.
Véase, en efecto, la configuración exacta de aquella isla, que importa dar a conocer, y cuya carta levantó el corresponsal con bastante precisión.
La parte este del litoral, es decir, aquella en donde los náufragos habían tomado tierra, se abría formando una vasta bahía terminada al sudeste por un cabo agudo, que Pencroff no había podido ver en su primera exploración. Al nordeste, otros dos cabos formaban la bahía, y entre ellos se abría un estrecho golfo que parecía la mandíbula abierta de algún formidable escualo.
Del nordeste al noroeste, la costa se redondeaba como el cráneo achatado de una fiera, para levantarse luego formando una especie de gibosidad que daba una figura muy precisa a aquella parte de la isla, cuyo centro estaba ocupado por la montaña volcánica.
Desde aquel punto el litoral se extendía regularmente al norte y al sur, abierto a los dos tercios de su perímetro por una estrecha ensenada, a partir de la cual terminaba en una larga cola, que parecía el apéndice caudal de un gigantesco cocodrilo.
Aquella cola formaba una verdadera península, que se alargaba por más de treinta millas dentro del mar, a contar desde el cabo sudeste de la isla, ya mencionado, y se redondeaba describiendo una rada avanzada, muy abierta, que formaba el litoral inferior de aquella tierra tan caprichosamente recortada.
En su menor anchura, es decir, en las Chimeneas y la ensenada visible en la costa occidental que le correspondía en latitud, la isla medía diez millas solamente; pero en su mayor anchura, desde la mandíbula del nordeste hasta la extremidad de la cola del sudoeste, no tenía menos de treinta millas.
En cuanto al interior de la isla, su aspecto general era el siguiente: muy frondosa en toda su parte meridional desde la montaña hasta el litoral y muy árida y arenosa en la parte septentrional. Entre el volcán y la costa este, Ciro Smith y sus compañeros se quedaron sorprendidos de ver un lago rodeado de verdes árboles, cuya existencia no podían siquiera sospechar. Visto desde aquella altura, parecía que el lago estaba al mismo nivel que el mar; pero, hechas las oportunas reflexiones, el ingeniero dijo que la altitud de aquella sabana de agua debía ser trescientos pies, puesto que la meseta que le servía de cuenca no era más que una prolongación de la costa.
—¿Entonces es un lago de agua dulce? —preguntó Pencroff.
—Necesariamente —contestó el ingeniero—, porque debe estar alimentado por las aguas que bajan de la montaña.
—Veo un riachuelo que desemboca en él —observó Harbert, señalando una estrecha corriente de agua que debía tener su origen en los contrafuertes del oeste.
—Es cierto —repuso Smith—; y puesto que ese riachuelo alimenta el lago, es probable que del lado del mar exista una desembocadura por la que se escape el exceso de agua. Lo veremos a nuestro regreso.
Aquel riachuelo, bastante sinuoso, y el río ya reconocido constituían el sistema hidrográfico o al menos todo el que se ofrecía a la vista de los exploradores. Sin embargo, era muy Posible que entre aquellos grupos de árboles que convertían en bosque inmenso dos tercios de la isla corriesen otros ríos hacia el mar. Avalaba esta suposición el hecho de que toda aquella región se mostraba rica y fértil, presentando magníficos ejemplares de la flora de las zonas templadas.
En la parte septentrional no se veía indicio de aguas corrientes; tal vez las hubiera estancadas en la parte pantanosa del nordeste, pero nada más. En aquella parte no se veía otra cosa que dunas, arenas y una aridez espantosa, que contrastaba con la opulencia de la mayor extensión de aquel suelo.
El volcán no ocupaba el centro de la isla, sino la región del nordeste y parecía marchar al límite de las dos zonas. Al sudoeste, al sur y al sudeste las primeras estribaciones de los contrafuertes desaparecían bajo masas de verdor. Al norte, por el contrario, se podían seguir sus ramificaciones, que iban a morir en las llanuras de arena. Este lado era el que había dado paso, en los tiempos de las erupciones, a la lava del volcán, según podía observarse por la larga calzada de lavas que se prolongaba hasta la estrecha mandíbula que formaba el golfo del nordeste.
Smith y sus compañeros permanecieron una hora en la cima de la montaña. La isla se desarrollaba ante sus miradas como un plano en relieve con sus diversos colores, verdes en los bosques, amarillos en las arenas y azules en las aguas. Su vista abarcaba todo el conjunto, sin que escapara a sus investigaciones nada más que la parte cubierta de verdor, la cuenca de los valles umbríos y el interior de las estrechas gargantas abiertas al pie del volcán.
Quedaba por resolver una grave cuestión, que debía influir singularmente en el futuro de los náufragos.
—¿Estaba la isla habitada?
Fue el corresponsal quien hizo esta pregunta, a la cual parecía que se podía responder negativamente después del minucioso examen que habían hecho de las diversas regiones de la isla.
En ninguna parte se veía obra alguna de la mano del hombre; ni un grupo de viviendas, ni una cabaña aislada, ni una choza de pescador en el litoral, ni la más ligera columna de humo que denunciase la presencia del hombre.
Es cierto que una distancia de treinta millas por lo menos separaba a los observadores de los puntos extremos, es decir, de la cola que se proyectaba al sudoeste, en la que ni la vista de águila de Pencroff hubiera podido descubrir una vivienda. Tampoco se podía levantar la cortina de verdor que cubría las tres cuartas partes de la isla para ver si ocultaba algún pueblo; pero, generalmente, los insulares, en los estrechos espacios que han surgido de las olas del Pacífico, suelen habitar en el litoral, y el litoral parecía completamente desierto.
Por lo tanto, hasta que la exploración no estuviese terminada, podía admitirse que la isla no estaba habitada.
Pero ¿la frecuentaban al menos en ciertas épocas los indígenas de las islas vecinas? Esta pregunta era muy difícil de contestar, pues en un radio de cincuenta millas no se veía tierra alguna. Pero una distancia de cincuenta millas podían franquearla sin dificultad los praos malayos o las piraguas polinesias. Todo dependía, pues, de la situación de la isla, de su aislamiento en el Pacífico o de su proximidad a los archipiélagos. ¿Podría Ciro Smith, que estaba desprovisto de instrumentos, precisar su posición en longitud y latitud? Sería muy difícil. En todo caso, era conveniente tomar algunas precauciones contra un desembarco posible de los indígenas vecinos.
La exploración de la isla estaba concluida, determinada su configuración, fijado su relieve, calculada su extensión y reconocida su hidrografía y su orografía. La disposición de los bosques y de las llanuras había sido anotada de una manera general en el plano levantado por el corresponsal; sólo faltaba descender de la montaña y explorar el terreno desde el triple punto de vista de sus recursos minerales, vegetales y animales.
Pero antes de dar a sus compañeros la señal de partida, Ciro Smith les dijo con voz reposada y grave:
—Este es, amigos míos, el estrecho rincón del mundo donde el Todopoderoso nos ha arrojado. Aquí tendremos que vivir quién sabe cuánto tiempo; pero también puede suceder que nos llegue pronto algún socorro imprevisto o que pase algún barco por casualidad... Digo por casualidad, porque esta isla es poco importante, no ofrece ni siquiera un puerto que pueda servir de escala a los buques, y es de temer que se encuentre situada fuera del rumbo que ordinariamente siguen, es decir, demasiado al sur para las naves que frecuentan los archipiélagos del Pacífico, y demasiado al norte para las que se dirigen a Australia doblando el cabo de Hornos. No quiero ocultaron cuál es nuestra verdadera situación.
—Y hace usted muy bien, mi querido Ciro —contestó el corresponsal—. Habla usted con hombres con quienes puede contar para todo, pues tienen absoluta confianza en usted.
¿No es cierto, amigos míos?
—Le obedeceré en todo, señor Ciro —dijo Harbert, estrechando la mano del ingeniero.
—¡Aquí y en todas partes será usted mi amo! —exclamó Nab.
—En cuanto a mí —dijo el marinero—, que pierda mi nombre si no ayudo en todo lo que sea necesario, y si usted quiere, convertiremos esta isla en una pequeña América.
Levantaremos edificios, construiremos ferrocarriles, instalaremos el telégrafo, y cuando esté enteramente transformada, embellecida y civilizada, la ofreceremos al gobierno de la Unión. Sólo pido una cosa.
—¿Cuál? —preguntó el corresponsal.
—Que no nos consideremos náufragos, sino colonos que hemos venido aquí a colonizar. Ciro Smith se sonrió y la proposición del marino fue aceptada. Después dio las gracias a sus compañeros y añadió que contaban con su valor y con la ayuda del cielo.
—Pues bien, ¡en camino hacia las Chimeneas! —gritó Pencroff.
—Un momento, amigos míos —repuso el ingeniero—. Creo conveniente dar nombres a esta isla, a los cabos y a los promontorios y a las corrientes de agua que tenemos a la vista.
—¡Muy bien! —exclamó el corresponsal—. Esto simplificará en lo sucesivo las instrucciones que tenga usted que damos.
—En efecto —añadió el marino—, ya es algo poder decir adónde se va y de dónde se viene. A lo mejor se sabe que está uno en alguna parte.
—Las Chimeneas, por ejemplo —propuso Harbert.
—Justo —repuso Pencroff—. Ese nombre es muy adecuado y ya se me había ocurrido.
¿Daremos a nuestro campamento el nombre de Chimeneas, señor Ciro?
—Sí, Pencroff, puesto que lo han bautizado ustedes así.
—Bueno, en cuanto al resto, no será difícil darles nombres —continuó el marino, que estaba en vena—. Empleemos los mismos que Robinson, cuya historia me sé de memoria: la “Bahía de la Providencia”, la “Punta de los Cachalotes”, el “Cabo de la Esperanza fallida”...
—O bien los nombres de Smith, Spilett, Nab... —dijo Harbert.
—¡No, no! —interrumpió Nab, dejando ver sus dientes de brillante blancura. —¿Por qué no? —replicó Pencroff—. El “puerto Nab” suena muy bien. ¿Y el “cabo Gedeón”?
—Yo preferiría nombres tomados de nuestro país —dijo el corresponsal—y que nos recordasen nuestra América.
—Sí —repuso Smith—, para los principales, las bahías o los mares, me adhiero a esa proposición. Así, por ejemplo, a la bahía del este podríamos llamarla “bahía de la Unión”; a esta ancha escotadura del sur, “bahía de Washington”; al monte en que nos hallamos en este momento, “monte Franklin”; al lago que se extiende ante nuestra vista, “lago Grant”; me parece esto lo mejor, amigos míos. Estos nombres nos recordarían nuestra patria y los ciudadanos que más la han honrado; mas para los ríos, golfos, cabos y promontorios que vemos desde lo alto de esta montaña, debemos buscar nombres que se avengan con su configuración particular, pues se nos grabarán más fácilmente en la memoria y serán al mismo tiempo más prácticos. La forma de la isla es demasiado extraña y nos podemos imaginar nombres que den una idea aproximada de su figura. En cuanto a las corrientes de agua que aún no conocemos, a las diversas partes de bosques que más adelante exploraremos y a las ensenadas que vayamos descubriendo, les pondremos nombres a medida que se vayan presentando. ¿Qué les parece a ustedes, amigos míos?
La proposición del ingeniero fue aprobada por unanimidad. La isla se presentaba a su vista como un mapa desplegado y no había más que poner un nombre a todos los ángulos entrantes y salientes y a todos los relieves. Spilett los anotaría a su tiempo y en lugar correspondiente y la nomenclatura geográfica de la isla sería definitivamente adoptada.
Desde luego se dieron los nombres de “bahía de la Unión” y “bahía de Washington” y monte Franklin” a los puntos designados por el ingeniero.
—Ahora —dijo el corresponsal—, propongo que a esa península que se proyecta al sudoeste de la isla se la denomine “península Serpentina”, y “promontorio del Reptil” a la cola encorvada que la termina, porque es verdaderamente una cola de reptil.
—Aprobado —dijo el ingeniero.
—Ahora —dijo Harbert-, a ese otro extremo de la isla, ese golfo que se parece tan singularmente a una mandíbula abierta, le llamaremos el “golfo del Tiburón”.
—¡Bien dicho! —exclamó Pencroff—, y completaremos la imagen denominando “cabo de Mandíbula” a las dos partes que forman la boca.
—Pero hay dos cabos —observó el corresponsal.
—¡Es igual! —contestó Pencroff—, tendremos el cabo Mandíbula al norte y el cabo Mandíbula al sur.
—Ya están inscritos —respondió Gedeón Spilett.
—Falta dar nombre a la punta sudeste de la isla —dijo Pencroff.
—Es decir, al extremo de la bahía de la Unión —respondió Harbert.
—Cabo de la Garra —exclamó Nab—, que quería también, por su parte, ser padrino de algún sitio de sus dominios.
Y, en verdad, Nab había encontrado una denominación excelente, porque aquel cabo representaba la poderosa garra del animal fantástico que figuraba aquella isla tan singularmente dibujada.
Pencroff estaba encantado del giro que tomaban las cosas, y las imaginaciones, un poco sobreexcitadas, pronto encontraron las denominaciones siguientes:
Al río que abastecía de agua potable a los colonos, y cerca del cual les había arrojado el globo, el nombre de “Merced”, verdadera acción de gracias a la Providencia.
Al islote sobre el cual los náufragos habían tomado tierra primeramente, el nombre de islote de Salvación.
A la meseta que coronaba la alta muralla de granito encima de las Chimeneas, y desde donde la mirada debía abrazar toda la vasta bahía, el nombre de meseta de Gran Vista.
En fin, a toda aquella masa de impenetrables bosques que cubrían casi toda la isla Serpentina, el nombre de bosques del “Far-West”.
La nomenclatura de las partes visibles y conocidas de la isla estaba casi terminada, y más tarde la completarían a medida que se hicieran nuevos descubrimientos.
En cuanto a la orientación de la isla, el ingeniero la había determinado aproximadamente por la altura y la posición del sol, poniendo al este la bahía de la Unión y toda la meseta de la Gran Vista. Pero, al día siguiente, tomando la hora exacta de la salida y de la puesta del sol, y determinando su posición por el tiempo medio transcurrido entre su salida y su puesta, contaba fijar exactamente el norte de la isla, porque, a consecuencia de su situación en el hemisferio austral, el sol, en el momento preciso de su culminación, pasaba al norte, y no a mediodía, como, en un movimiento aparente, parece hacerlo en los lugares situados en el hemisferio boreal.