Kitabı oku: «La isla misteriosa», sayfa 6

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Fuego y carne

En pocas palabras Gedeón Spilett, Harbert y Nab fueron puestos al corriente de la situación.

Aquel incidente, que podía tener consecuencias funestas —por lo menos según el juicio de Pencroff—, produjo efectos diversos en los compañeros del honrado marino.

Nab, entregado por completo al júbilo de haber encontrado a su amo, no escchó, o mejor dicho no quiso preocuparse de lo que decía Pencroff.

Harbert pareció participar en los temores del marino.

En cuanto al corresponsal, respondió sencillamente a las palabras de Pencroff: —Le aseguro, amigo mío, que eso me tiene sin cuidado.

—Pero, repito, no tenemos fuego.

—¡Bah!

—Ni ningún modo de encenderlo.

—¡Bueno!

—Sin embargo, señor Spilett...

—¿No está Ciro aquí? —contestó el corresponsal—. ¿No está vivo nuestro ingeniero? ¡Ya encontrará medio de procurarnos fuego! —¿Con qué?

—Con nada.

¿Qué podía replicar Pencroff? No respondió, porque al fin y al cabo participaba de la confianza que sus compañeros tenían en Ciro Smith. El ingeniero era para ellos un microcosmo, un compuesto de toda la ciencia e inteligencia humana. Tanto valía encontrarse con Ciro en una isla desierta como sin él en la misma industriosa ciudad de la Unión. Con él no podía faltar nada; con él no había que desesperar. Aunque hubieran dicho a aquellas buenas gentes que una erupción volcánica iba a destruir aquella tierra y hundirlos en los abismos del Pacífico, hubieran respondido imperturbablemente: ¡Ciro está aquí! ¡Ahí está Ciro!

Sin embargo, entretanto el ingeniero estaba aún sumergido en una nueva postración ocasionada por el transporte y no se podía apelar a su ingeniosidad en aquel momento. La cena debía ser necesariamente muy escasa. En efecto, toda la carne de tetraos había sido consumida, y no existía ningún medio de asar nada de caza. Por otra parte, los curucús que servían de reserva habían desaparecido. Era preciso, pues, tomar una determinación.

Ante todo, Ciro Smith fue trasladado al corredor central, donde le arreglaron una cama de algas y fucos casi secos. El profundo sueño que se había apoderado de Ciro podía reparar rápidamente sus fuerzas y mejor que lo hubiera hecho cualquier alimento abundante.

Había llegado la noche y, con ella, la temperatura, modificada por un salto de viento al nordeste, se enfrió bastante. Como el mar había destruido los tabiques construidos por Pencroff en ciertos puntos de los corredores, se establecieron corrientes de aire, que hicieron las Chimeneas inhabitables. El ingeniero se habría encontrado en condiciones bastante malas de no haberse desprendido sus compañeros de sus vestidos para cubrirlo cuidadosamente.

La cena aquella noche se compuso únicamente de litodomos, de los cuales Harbert y Nab hicieron recolección en la playa. Sin embargo, a los moluscos, el joven añadió cierta cantidad de algas comestibles, que recogió en altas rocas, cuyas paredes no mojaba el mar más que en la época de las grandes mareas. Aquellas algas pertenecían a la familia de las fucáceas, eran una especie de sargazos, que, secos, producen una materia gelatinosa bastante rica en elementos nutritivos. El corresponsal y sus compañeros, después de haber absorbido una cantidad considerable de litodomos, chuparon aquellos sargazos y los encontraron muy agradables.

Conviene decir que en las playas asiáticas esta especie de algas entra mucho en la alimentación de los indígenas.

—A pesar de todo —dijo el marino—, ya es hora de que el señor Ciro nos preste su ayuda.

Entretanto, el frío se hizo muy vivo, y, para colmo de desdicha, no tenían ningún medio para combatirlo.

El marino, incómodo, trató por todos los medios posibles de procurarse fuego, y Nab le ayudó en aquella operación. Había encontrado musgos secos y, golpeando dos guijarros, obtuvo algunas chispas; pero el musgo no era bastante inflamable y no tomó, por otra parte, aquellas chispas, que, no siendo más que sílice incandescente, no tenían la consistencia de las que se escapan del acero y el pedernal. La operación, pues, no dio resultado.

Pencroff, aunque no tenía confianza en el procedimiento, trató luego de frotar dos leños secos el uno contra el otro, a la manera de los salvajes. Ciertamente si el movimiento que Nab y él hicieron se hubiera transformado en calor, según las teorías nuevas, habría sido suficiente para hervir una caldera de vapor. El resultado fue nulo. Los pedazos de madera se calentaron, pero mucho menos que los dos hombres.

Después de una hora de trabajo, Pencroff, sudando, arrojó los pedazos de madera con despecho.

—¡Cuando me hagan creer que los salvajes encienden fuego de este modo — dijo—, hará calor en invierno! ¡Antes encenderé mis brazos frotando uno contra el otro!

El marino no tenía razón en negar la eficacia del procedimiento. Es cierto que los salvajes encienden la madera con un frotamiento rápido; pero no toda clase de madera vale para esta operación, y, además, tienen “maña”, según la expresión consagrada, y probablemente Pencroff no la tenía.

El mal humor del marino no duró mucho. Harbert tomó los dos trozos de leña que Pencroff había arrojado con despecho y se esforzaba en frotarlos con rapidez. El robusto marino no pudo contener una carcajada viendo los esfuerzos del adolescente para obtener lo que él no había podido conseguir.

—¡Frota, hijo mío, frota! —dijo.

—¡Ya froto —contestó Harbert, riendo—, pero no tengo otra pretensión que calentarme en lugar de tiritar, y pronto tendré más calor que tú, Pencroff!

Esto fue lo que sucedió. De todos modos, hubo que renunciar aquella noche a procurarse fuego. Gedeón Spilett repitió por vigésima vez que Ciro Smith no se habría visto tan embarazado por tan poca cosa, y entretanto se tendió en uno de los corredores, sobre la cama de arena. Harbert, Nab y Pencroff lo imitaron, mientras que Top dormía a los pies de su amo.

Al día siguiente, 28 de marzo, cuando el ingeniero se despertó hacia las ocho de la mañana, vio a sus compañeros a su lado, que miraban su despertar, y, como la víspera, sus primeras palabras fueron:

—¿Isla o continente?

Como se ve, esta era su idea fija.

—¡Otra vez! —respondió Pencroff—. No sabemos nada, señor Smith.

—¿No saben nada aún?

—Pero lo sabremos —añadió Pencroff—, cuando usted nos haya servido de piloto en este país.

—Creo que me encuentro en situación de probarlo respondió el ingeniero, que sin grandes esfuerzos se levantó y se puso de pie.

—¡Muy bien! —exclamó el marino.

—Lo que me molestaba era el cansancio —respondió Ciro Smith—. Amigos míos, un poco de alimento y me pondré bien del todo. ¿Tienen ustedes fuego? Aquella pregunta no obtuvo una respuesta inmediata; pero, después de algunos instantes, Pencroff dijo:

—¡Ay! ¡No tenemos fuego, o mejor dicho, señor Ciro, no lo volveremos a tener! El marino hizo el relato de lo que había pasado la víspera, divirtiendo al ingeniero con la historia de una sola cerilla, y con su tentativa abortada para procurarse fuego a la manera de los salvajes.

—Lo tendremos —contestó el ingeniero—; y si no encontramos una sustancia análoga a la yesca...

—¿Qué? —preguntó el marino. —Que haremos fósforos. —¿Químicos?

—¡Químicos!

—No es difícil eso —exclamó el reportero, dando un golpecito en el hombre del marino. Este no encontraba la cosa tan sencilla, pero no protestó. Todos salieron. El tiempo se había despejado; el sol se levantaba en el horizonte del mar y hacía brillar como pajitas de oro las rugosidades prismáticas de la enorme muralla.

El ingeniero, después de haber dirigido en torno suyo una rápida mirada, se sentó en una roca. Harbert le ofreció unos puñados de moluscos y de sargazos, diciendo:

—Es todo lo que tenemos, señor Ciro.

—Gracias, hijo mío —respondió Ciro Smith—, esto será suficiente para esta mañana, por lo menos.

Y comió con apetito aquel débil alimento, que acompañó de un poco de agua fresca, cogida del río con una concha grande.

Sus compañeros lo miraban sin hablar. Después de haber satisfecho bien o mal su hambre y su sed, Ciro Smith dijo, cruzando los brazos:

—Amigos míos, ¿de modo que no saben si hemos sido arrojados a un continente o a una isla?

—No, señor Ciro —contestó el joven.

—Lo sabremos mañana —añadió el ingeniero—. Hasta entonces no tenemos nada que hacer.

—¡Sí! —replicó Pencroff.

—¿Qué?

—Fuego —dijo el marino, que también tenía su idea fija.

—Ya lo haremos, Pencroff —dijo Ciro Smith—. Mientras que ustedes me transportaban ayer, me pareció ver hacia el oeste una montaña que domina este país. —Sí —contestó Gedeón Spilett—, una montaña que debe ser bastante elevada... —Bien —repuso el ingeniero—. Mañana subiremos a la cima y veremos si esta tierra es una isla o continente. Hasta mañana, repito, no hay nada que hacer.

—¡Sí, fuego! —dijo aún el obstinado marino.

—¡Ya se hará fuego! —replicó Gedeón Spilett—. ¡Un poco de paciencia, Pencroff! El marino miró a Gedeón Spilett con un aire que parecía decir: “¡Si es usted quien lo ha de hacer, ya tenemos para rato comer asado!”. Pero se calló.

Ciro Smith no había contestado. Parecía preocuparse muy poco por la cuestión del fuego. Durante algunos instantes permaneció absorto en sus reflexiones.

Después volvió a tomar la palabra.

—Amigos míos —dijo—, nuestra situación quizá es muy deplorable, pero en todo caso también es muy sencilla. O estamos en un continente, y entonces, a costa de fatigas más o menos grandes, llegaremos a algún punto habitable, o bien estamos en una isla, y en este último caso: si la isla está habitada, tendremos que relacionarnos con sus habitantes; si está desierta, tendremos que vivir por nosotros mismos.

—¡Sí que es sencillita la cosa! —añadió Pencroff.

—Pero sea isla o continente —preguntó Gedeón Spilett—, ¿dónde le parece a usted que hemos sido arrojados?

—A ciencia cierta, no puedo saberlo —contestó el ingeniero—, pero presumo que nos encontramos en tierra del Pacífico. En efecto, cuando partimos de Richmond, el viento soplaba del nordeste, y su violencia prueba que su dirección no ha debido variar. Si esta dirección se ha mantenido de nordeste a sudoeste, hemos atravesado los Estados de Carolina del Norte, de la Carolina del Sur, de Georgia, el golfo de México, México, en su parte estrecha, y después una parte del océano Pacífico. No calculo menos de seis mil o siete mil millas la distancia recorrida por el globo, y por poco que el viento haya variado ha debido llevamos o al archipiélago de Mendana, o a las islas de Tuamotú, o, si tenía más velocidad de la que me parece, hasta la tierra de Nueva Zelanda. Si esta última hipótesis se ha realizado, nuestra repatriación será fácil, pues encontraremos con quienes hablar, ya sean ingleses o maorís. Si, al contrario, esta costa pertenece a alguna isla desierta de un archipiélago micronesio, quizá podremos reconocerlo desde lo alto del cono que domina este país, y entonces tendremos que establecernos aquí como si no debiéramos salir nunca.

—¡Nunca! —exclamó el corresponsal—. ¿Dice usted nunca, querido Ciro?

—Más vale ponerse desde luego en lo peor —contestó el ingeniero—; así se reserva uno la sorpresa de lo mejor.

—¡Bien dicho! —replicó Pencroff—. Debemos, sin embargo, esperar que esta isla, si lo es, no se encontrará precisamente situada fuera de la ruta de los barcos. ¡Sería verdaderamente el colmo de la desgracia!

—No sabremos a qué atenernos sino después de haber subido a la cima de la montaña —añadió el ingeniero.

—Pero mañana, señor Ciro —preguntó Harbert—, ¿podrá soportar usted las fatigas de esta ascensión?

—Así lo espero —contestó el ingeniero—, pero a condición de que Pencroff y tú, hijo mío, se muestren cazadores inteligentes y diestros.

—Señor Ciro —dijo el marino—, ya que habla usted de caza, si a mi vuelta estuviera tan seguro de poderla asar como estoy tan seguro de traerla...

—Tráigala usted de todos modos, Pencroff —dijo Ciro Smith.

Se convino, pues, que el ingeniero y el corresponsal pasarían el día en las Chimeneas, a fin de examinar el litoral y la meseta superior. Durante este tiempo, Nab, Harbert y el marino volverían al bosque, renovarían la provisión de leña y harían acopio de todo animal de pluma o de pelo que pasara a su alcance.

Partieron, pues, hacia las diez de la mañana: Harbert, confiado; Nab, alegre; Pencroff, murmurando para sí:

—Si a mi vuelta encuentro fuego en casa, es porque el rayo en persona habrá venido a encenderlo.

Los tres subieron por la orilla y, al llegar al recodo que formaba el río, el marino, deteniéndose, dijo a sus compañeros:

—¿Comenzaremos siendo cazadores o leñadores?

—Cazadores —contestó Harbert—; ya está Top en su sitio.

—Cacemos, pues —respondió el marino—; después volveremos aquí para hacer nuestra provisión de leña.

Dicho esto, Harbert, Nab y Pencroff, después de haber arrancado tres ramas del tronco de un joven abeto, siguieron a Top, que saltaba entre las altas hierbas. Aquella vez los cazadores, en lugar de seguir el curso del río, se internaron directamente en el corazón mismo del bosque. Hallaron los mismos árboles que el primer día, pertenecientes la mayor parte de ellos a la familia de los pinos. En ciertos sitios donde el bosque era menos espeso, había matas aisladas de pinos que presentaban medidas más considerables, y parecían indicar, por su altura, que aquella comarca era más elevada en latitud de lo que suponía el ingeniero. Algunos claros, erizados de troncos roídos por el tiempo, estaban cubiertos de madera seca, y formaban así inagotables reservas de combustible. Después, pasados los claros, el bosque se estrechó y se hizo casi impenetrable.

Guiarse en medio de aquellas masas de árboles, sin ningún camino trazado, era bastante difícil. Por esto el marino, de cuando en cuando, establecía jalones, rompiendo algunas ramas que debían señalarles el camino a su vuelta. Pero quizá no había hecho bien en no seguir el curso del río, como Harbert y él habían hecho en su primera excursión, porque después de una hora de marcha no se había dejado ver ni una sola pieza de caza. Top, corriendo bajo las altas hierbas, no levantaba más que avecillas a las cuales no se podían aproximar. Los mismos curucús eran absolutamente invisibles, y probablemente el marino se vería forzado a volver a la parte pantanosa del bosque, en la cual había operado tan felizmente en su pesca de tetraos.

—¡Eh, Pencroff! —dijo Nab en tono algo sarcástico—, ¡si esta es la caza que ha prometido llevar a mi amo, no necesitará fuego para asarla!

—Paciencia, Nab —contestó el marino—, ¡no faltará caza a la vuelta! —¿No tiene confianza en el señor Smith?

—Sí.

—Pero no cree usted que hará fuego.

—Lo creeré cuando la madera arda en la lumbre.

—Arderá, puesto que mi amo lo ha dicho.

—¡Veremos!

Entretanto, el sol no había aún llegado al más alto punto de su curso en el horizonte. La exploración continuó y fue útilmente señalada por el descubrimiento que Harbert hizo de un árbol cuyas frutas eran comestibles. Era el pino piñonero, que producía un piñón excelente, muy estimado en las regiones templadas de América y Europa.

Aquellos piñones estaban maduros y Harbert los señaló a sus dos compañeros, que comieron en abundancia.

—Vamos —dijo Pencroff—, tendremos algas a guisa de pan, moluscos crudos a falta de carne, y piñones para postre; tal es la comida de las personas que no tienen una cerilla en los bolsillos.

—No hay que quejarse —contestó Harbert.

—No me quejo —añadió Pencroff—, solamente repito que la carne brilla demasiado por su ausencia en estas comidas.

—No es ese el parecer de Top... —exclamó Nab, y corrió hacia un matorral en medio del cual había desaparecido el perro ladrando.

A los ladridos de Top se mezclaron unos gruñidos singulares.

El marino y Harbert habían seguido a Nab. Si había allí caza, no era el momento de discutir cómo podrían cocerla, sino cómo podrían apoderarse de ella.

Los cazadores, apenas entraron en la espesura, vieron a Top luchando con un animal, al que tenía por la oreja. El cuadrúpedo era una especie de cerdo de unos dos pies y medio de largo, de un color negruzco, pero menos oscuro en el vientre; tenía un pelo duro y poco espeso, y sus dedos, fuertemente adheridos entonces al suelo, parecían unidos por membranas.

Harbert creyó reconocer en aquel animal un cabiay, es decir, uno de los más grandes individuos del orden de los roedores.

Sin embargo, el cabiay no luchaba con el perro. Miraba estúpidamente con sus ojazos profundamente hundidos en una espesa capa de grasa. Quizá veía al hombre por primera vez.

Entretanto, Nab con su bastón bien asegurado en la mano iba a descargar un golpe al roedor, cuando este, desprendiéndose de los dientes de Top, que no se quedó más que con un trozo de su oreja, dio un gruñido, se precipitó sobre Harbert, a quien hizo vacilar, y desapareció por el bosque.

—¡Ah, pillo! —exclamó Pencroff.

Inmediatamente los tres se lanzaron, siguiendo las huellas de Top, y en el momento en que iban a alcanzarlo, el animal desapareció bajo las aguas de un vasto pantano, sombreado por grandes pinos seculares.

Nab, Harbert y Pencroff se habían quedado inmóviles. Top se arrojó al agua, pero el cabiay, oculto en el fondo del pantano, no aparecía.

—Esperemos —dijo el joven—, ya saldrá a la superficie para respirar.

—¿No se ahogará? —preguntó Nab.

—No —contestó Harbert—, porque tiene los pies palmeados, y casi es un anfibio. Pero aguardemos.

Top había seguido nadando. Pencroff y sus dos compañeros fueron a ocupar cada uno un punto de la orilla, a fin de cortar toda retirada al cabiay, que el perro buscaba nadando en la superficie del pantano.

Harbert no se había equivocado. Después de unos minutos, el animal volvió a la superficie del agua. Top, de un salto, se lanzó sobre él y le impidió sumergirse de nuevo. Un instante después el cabiay, arrastrado hasta la orilla, había muerto de un bastonazo de Nab.

—¡Hurra! —exclamó Pencroff, que empleaba con frecuencia este grito de triunfo—. Ahora sólo falta fuego, y este roedor será roído hasta los huesos.

Pencroff cargó el cabiay sobre sus espaldas y, calculando por la altura del sol que debían ser cerca de las dos de la tarde, dio la señal de regreso.

El instinto de Top no fue inútil a los cazadores que, gracias al inteligente animal, pudieron encontrar el camino ya recorrido. Media hora después llegaron al recodo del río.

Como había hecho la primera vez, Pencroff formó rápidamente una especie de almadía, aunque faltando fuego le parecía aquello una tarea inútil y, llevando la leña por la corriente, volvieron a las Chimeneas.

El marino estaba a unos cincuenta pasos de ellas; se detuvo, dio un hurra formidable y, señalando con la mano hacia el ángulo de la quebrada, exclamó:

—¡Harbert! ¡Nab! ¡Miren!

Una humareda se escapaba en torbellinos de las rocas.

La subida a la montaña

Algunos instantes después los tres cazadores se encontraban delante de una lumbre crepitante. Ciro Smith y el corresponsal estaban allí. Pencroff los miró a uno y a otro alternativamente sin decir una palabra, con su cabiay en la mano.

—Ya lo está viendo, amigo —exclamó el corresponsal—. Hay fuego, verdadero fuego, que asará perfectamente esa magnífica pieza, con la cual nos regalaremos dentro de poco. —Pero ¿quién lo ha encendido? preguntó Pencroff.

—¡El sol!

La respuesta de Gedeón Spilett era exacta. El sol había proporcionado aquel fuego del que se asombraba Pencroff. El marino no quería dar crédito a sus ojos, y estaba tan asombrado, que no pensó siquiera en interrogar al ingeniero.

—¿Tenía usted una lente, señor? —preguntó Harbert a Ciro Smith.

—No, hijo mío —contestó este—, pero he hecho una.

Y mostró el aparato que le había servido de lente. Eran simplemente los dos cristales que había quitado al reloj del corresponsal y al suyo. Después de haberlos limpiado en agua y de haber hecho los dos bordes adherentes por medio de un poco de barro, se había fabricado una verdadera lente, que, concentrando los rayos solares sobre un musgo muy seco, había determinado la combustión.

El marino examinó el aparato y miró al ingeniero sin pronunciar palabra. Pero su mirada era todo un discurso. Sí, para él, Ciro Smith, si no era un dios, era seguramente más que un hombre. Por fin, recobró el habla y exclamó:

—¡Anote usted eso, señor Spilett, anote eso en su cuaderno!

—Ya está anotado —contestó el corresponsal.

Luego, ayudado por Nab, el marino dispuso el asador, y el cabiay, convenientemente destripado, se asaba al poco rato, como un simple lechoncillo, en una llama clara y crepitante.

Las Chimeneas habían vuelto a ser habitables, no solamente porque los corredores se calentaban con el fuego del hogar, sino también porque habían sido restablecidos los tabiques de piedras y de arena.

Como se ve, el ingeniero y su compañero habían empleado bien el día. Ciro Smith había recobrado casi por completo las fuerzas y las había probado subiendo sobre la meseta superior. Desde ese punto, su vista, acostumbrada a calcular las alturas y las distancias, se había fijado durante largo rato en el cono, a cuyo vértice quería llegar al día siguiente. El monte, situado a unas seis millas al noroeste, le parecía medir tres mil quinientos pies sobre el nivel del mar. Por consiguiente, la vista de un observador desde su cumbre podía recorrer el horizonte en un radio de cincuenta millas por lo menos. Era, pues, probable que Ciro Smith resolviera fácilmente la cuestión de “si era isla o continente”, a la que daba, no sin razón, la primacía sobre todas las otras.

Cenaron regularmente. La carne del cabiay fue declarada excelente y los sargazos y los piñones completaron aquella cena, durante la cual el ingeniero habló muy poco. Estaba muy preocupado por los proyectos del día siguiente.

Una o dos veces, Pencroff expuso algunas ideas sobre lo que convendría hacer, pero Ciro Smith, que era evidentemente un espíritu metódico, se contentó con sacudir la cabeza.

—Mañana —repetía— sabremos a qué atenernos y haremos lo que proceda en consecuencia.

Terminó la cena, arrojaron en el hogar nuevas brazadas de leña, y los huéspedes de las Chimeneas, incluso el fiel Top, se durmieron en un profundo sueño. Ningún incidente turbó aquella apacible noche, y al día siguiente (29 de marzo), frescos y repuestos, se levantaron dispuestos a emprender aquella excursión que había de determinar su suerte.

Todo estaba preparado para la marcha. Los restos del cabiay podían alimentar durante veinticuatro horas a Ciro Smith y a sus compañeros. Por otra parte, esperaban avituallarse por el camino. Como los cristales habían sido puestos en los relojes del ingeniero y del corresponsal, Pencroff quemó un poco de trapo que debía servir de yesca. En cuanto al pedernal, no debía faltar en aquellos terrenos de origen plutónico.

Eran las siete y media de la mañana, cuando los exploradores, armados de palos, abandonaron las Chimeneas. Siguiendo la opinión de Pencroff, les pareció mejor tomar el camino ya recorrido a través del bosque, sin perjuicio de volver a otra parte. Esta era la vía más directa para llegar a la montaña. Volvieron, pues, hacia el ángulo sur y siguieron la orilla izquierda del río, que fue abandonada en el punto en que doblaba hacia el sudoeste. El sendero abierto bajo los árboles verdes fue encontrado y, a las nueve, Ciro Smith y sus compañeros llegaban al lindero occidental del bosque.

El suelo, hasta entonces poco quebrado, pantanoso al principio, seco y arenoso después, acusaba una ligera inclinación que remontaba del litoral hacia el interior de la comarca. Algunos animales fugitivos habían sido entrevistos bajo los grandes árboles.

Top les hacía levantar, pero su amo lo llamaba enseguida, porque el momento no era propicio para perseguirlos. Más tarde ya se vería. El ingeniero no era un hombre que se distrajera ni se dejara distraer en su idea fija. Puede afirmarse que el ingeniero no observaba el país en su configuración, ni en sus producciones naturales: su único objeto era el monte que pretendía escalar y al que iba directamente.

A las diez hicieron un alto de algunos minutos. Al salir del bosque, el sistema orográfico del país había aparecido a sus miradas. El monte se componía de dos conos. El primero, truncado a una altura de unos dos mil quinientos pies, estaba sostenido por caprichosos contrafuertes, que parecían ramificarse como los dientes de una inmensa sierra aplicada al cuello. Entre los contrafuertes se cruzaban valles estrechos, erizados de árboles, cuyos últimos grupos se elevaban hasta la truncadura del primer cono. Sin embargo, la vegetación parecía ser menos abundante en la parte de la montaña que daba al nordeste y se divisaban lechos bastante profundos, que debían ser corrientes de lava.

Sobre el primero descansaba un segundo cono, ligeramente redondeado en su cima, que se sostenía inclinado, semejante a un inmenso sombrero inclinado sobre la oreja. Parecía formado de una tierra desnuda de vegetación, sembrada en muchas partes de rocas rojizas.

Convenía llegar a la cima del segundo cono y la arista de los contrafuertes debía ofrecer el mejor camino para la subida.

—Estamos en un terreno volcánico —había dicho Ciro Smith, y sus compañeros, siguiéndole, empezaron a subir poco a poco la cuesta de un contrafuerte, que, por una línea sinuosa y por consiguiente más franqueable, conducía a la primera meseta.

Los accidentes eran numerosos en aquel suelo, al que habían convulsionado evidentemente las fuerzas plutónicas. Acá y allá se veían bloques graníticos, restos innumerables de basalto, piedra pómez, obsidiana y grupos aislados de esas coníferas que, algunos centenares de pies más abajo, en el fondo de estrechas gargantas, formaban espaciosas espesuras, casi impenetrables a los rayos del sol.

Durante la primera parte de la ascensión en las rampas inferiores, Harbert hizo observar las huellas que indicaban el paso reciente de fieras o de animales.

—Esos animales no nos cederán quizá de buena gana su dominio —dijo Pencroff.

—Bueno —contestó el reportero, que había cazado ya el tigre en India y el león en África—, procuraremos desembarazamos de ellos; pero, entretanto, andemos con precaución.

Iban subiendo poco a poco, pero el camino, que aumentaba con los rodeos que había que dar para superar los obstáculos que no podían ser vencidos directamente, se hacía largo. Algunas veces el suelo faltaba y se encontraban en el borde de profundas quebradas, que no podían atravesar sin dar rodeos. Volver sobre sus pasos, para seguir algún sendero practicable, exigía tiempo y fatiga a los exploradores. A mediodía, cuando la pequeña tropa hizo alto para almorzar al pie de un ancho bosquecillo de abetos, cerca de un pequeño arroyuelo que se precipitaba en cascadas, estaba a medio camino de la primera meseta, a la que no creían llegar hasta que hubiera caído la noche.

Desde aquel punto el horizonte del mar se ensanchaba, pero, a la derecha, la mirada detenida por el promontorio agudo del sudoeste no podía determinar si la costa se unía o no por un brusco rodeo a alguna tierra que estuviese en último término.

A la izquierda, el rayo visual se aumentaba algunas millas al norte; sin embargo, desde el noroeste, en el punto que ocupaban los exploradores, se encontraba y detenía absolutamente por la arista de un contrafuerte de forma extraña que formaba la base poderosa del cono central. No se podía presentir nada aún acerca de la cuestión que quería resolver Ciro Smith.

A la una continuaron la ascensión. Fue preciso bajar hacia el sudoeste y entrar de nuevo en los matorrales bastante espesos. Allí, bajo la sombra de los árboles, volaban muchas parejas de gallináceas de la familia de los faisanes. Eran los “tragopanes”, adornados de una papada carnosa que pendía de sus gargantas, y de dos delgados cuerpos cilíndricos en la parte posterior de sus ojos. Entre estas parejas, de la magnitud de un gallo, la hembra era uniformemente parda, mientras que el macho resplandecía con su plumaje rojo, sembrado de manchas blancas y redondas. Gedeón Spilett, con una pedrada, diestra y vigorosamente lanzada, mató a uno de los tragopanes, al cual Pencroff, a quien el aire libre le había abierto el apetito, vio caer con gran satisfacción.

Después de haber abandonado aquellos matorrales, los exploradores, ayudándose unos a otros, treparon por un talud muy empinado, que tendría unos cien pies, y llegaron a un piso superior, poco provisto de árboles, y cuyo suelo tenía una apariencia volcánica.

Tratábase entonces de volver hacia el este, describiendo curvas que hacían las pendientes más practicables, porque eran ya más duras, y cada cual debía escoger con cuidado el sitio en donde posaba su pie. Nab y Harbert marchaban a la cabeza, Pencroff a retaguardia, y entre ellos, Ciro y el corresponsal. Los animales que frecuentaban aquellas alturas, y cuyas huellas no faltaban, debían pertenecer necesariamente a esas razas de pie seguro y de espina flexible, gamuzas o cabras monteses. Vieron algunos de ellos, pero no fue este el nombre que les dio Pencroff, porque en cierto momento exclamó:

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