Kitabı oku: «Dendritas», sayfa 2

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Minnie prepara su mochila y se va corriendo a coger el autobús escolar, Luisa arrastra el taburete de la cocina y se sienta delante de la ventana con la cortina corrida, Minnie se apresura tras el autobús que acelera, Luisa aguza el oído y oye su respiración, un susurro de desacompasados porqués, síes y acasos, que la encierran en su cuerpo y la martillean, Minnie pierde de vista el autobús que acelera por la avenida y se convierte en un puntito tembloroso al borde del horizonte carmesí, y Luisa respira hondo, se agarra el pecho y se desploma, porque su corazón ya no quiere habitar ese cuerpo, y su puño apretado y levantado es el vestigio de la última y vana batalla.

1Nick Virgilio. [La versión de los haikus es de la traductora. A no ser que se indique lo contrario, todas las notas son de la autora, aunque algunos detalles, como la versión de los poemas o las referencias a elementos culturales, pueden haber sufrido una pequeña modificación por parte de la traductora en caso necesario. (Nota de la Traductora, en adelante, N. de la T.)].

2El nombre de un misterioso salvador de la patria polaca en la composición poética de Mickiewicz Djady (1822).

3Adam Mickiewicz (1798-1855): Poeta nacional de Polonia y defensor de la idea mesiánica. Sus poemas contribuyeron en gran medida a la lucha nacional de liberación polaca contra alemanes y rusos.

4El terrier, de nombre Nipper, adornaba el logotipo de la compañía de gramófonos RCA Victor, así como el de la compañía discográfica homónima. El cuadro del pintor Francis Barraud con el terrier y el gramófono lleva por título His Master’s Voice.

5El llamado busing, en Estados Unidos, consistía en realizar intercambios de alumnos entre escuelas, con el objetivo de dar oportunidades a los menos favorecidos y llevar una cierta diversidad a la homogeneidad basada en la raza, el origen y los ingresos familiares que se observaba en los conjuntos escolares.

II

Soñé en un sueño que veía una ciudad inexpugnable a los ataques de todo el resto de la tierra, soñé que era la nueva ciudad de los Amigos, nada era más grande allí que la cualidad del amor vigoroso, iba al frente de las demás, se la veía en cada momento en las obras de los hombres de esa ciudad, y en sus miradas y palabras.6

Aprieta los dientes de dolor, el sudor frío le surca las palmas, de esta no sale, y sin embargo las balas han pasado rozándolo, no han dado en el blanco, no han maculado la carne, intenta tomar aliento, algo lo asfixia en el tórax, un lamento ahogado que no acaba de salir, levanta los ojos tal como está, tumbado boca abajo, y ve un charco de sangre tres metros a su derecha y un cuerpo rígido que cierra ante él la estrecha acera, y a los transeúntes que gesticulan por encima de él, y ese zumbido que le perfora los tímpanos; con la mano derecha se palpa el cuerpo para localizar el dolor, pero no hay herida, y eso le da más miedo todavía, y además sus pensamientos lo abruman, su mujer postrada en la cama, su único hijo menor de edad, la empresa con deudas, y Andonis Cambanis pierde el conocimiento: vuelve a tener diecinueve años y a ser un extraño entre extraños.

Veintidós días había tardado el transatlántico en llegar a su destino, y cuando el Patrís7 dejó en la orilla de Ellis Island8 a aquellas mil trescientas almas, un 7 de noviembre en que caía aguanieve, hizo como que escupía tres veces en la tierra para conjurar con la boca, porque se lo había prometido a su madre, que tenía ideas particulares sobre la psique y decía que en los sitios se prospera solo a base de escupir y de llevar los pantalones bien puestos. Pues eso, que en cuanto puso el pie en Nueva York, se le acercó un compatriota, un rodiota enjuto, con el pretexto de encontrarle trabajo de inmediato, a comisión, por supuesto, hasta le aseguró con su apellido y firma que sus dólares, aunque escasos, darían fruto y, tras metérselos en el bolsillo del pantalón de dobladillo ancho, le encontró alojamiento junto a otros cuatro en un pequeño hotel que se parecía más a una choza de lata y le dio cita para el día siguiente, a la misma hora, dos bocacalles más abajo; le escribió la dirección en un papel, «esquina de Broadway y Franklin», y le explicó por quién preguntar si se retrasaba, «Smerlís», le repitió insistiendo en la «r», le dio un golpecito en el hombro con aire cómplice y se fue por donde había venido, no sin antes confiarle que se encontraba en el país adecuado en el momento adecuado, y que allí en América había gente que pagaba bien y trabajo seguro para un joven despierto y ambicioso como él; por último, le guiñó un ojo antes de perderse con paso ligero en la espesa oscuridad de la ciudad que no dormía nunca y ya trasnochaba en las sucias callejuelas de mala fama.

El rodiota no acudió nunca a la cita, rápidamente se demostró que no había ningún Smerlís esperando para recibirlo, solo dos o tres pobres chavalillos de doce o trece años como mucho, sentados en cuclillas en las esquinas de la calle, que habían cogido cepillo y betún y lustraban cada dos por tres los embarrados zapatos de los transeúntes, toda Nueva York era un inmenso campo de faena que asumía obras municipales y construía edificios de numerosas plantas para cobijar el sueño colectivo, que en las chozas bajas y en las calles fangosas perdía su esplendor y quedaba apresado en el «tres centavos la pareja, cinco el matrimonio», y Andonis Cambanis, que había depositado sus esperanzas en el milagro, no podía creerse que sus veinte dólares se hubieran esfumado; apenas había puesto un pie en el Nuevo Mundo y ya le habían tomado el pelo, no le cabía en la cabeza que hubiese metido la pata de ese modo; lo embargó la desazón, solo sabía dar los buenos días, pedir perdón y dar las gracias, y eso de milagro, retorcía la boca al pronunciar como si le quemase la comida, ¿dónde, y cómo, y a quién contaría lo que le había pasado? Entonces le echó el ojo el mafioso italiano que deambulaba por la demarcación de sus posesiones: diez bocacalles por encima de la calle Broadway y cinco al oeste, hasta la calle Hudson; había ido a recoger los jornales de los limpiabotas, le pareció nuevo y quizás peligroso, quién sabe, y pegó la hebra rápido en siciliano, para ver si estaba tramando algo y si tenía cabeza para los negocios, lo escogió por su porte seco y atezado, que daba fe de su procedencia cercana al sur de Italia; intercambiaron dos o tres frases que no llevaron a ninguna parte, al final se comunicaron con muecas y morisquetas, y cuando Cambanis sacó los papeles italianos y el pasaporte para enseñárselos (certificados territoriales de una paternidad temporal que con el tratado de Lausana9 englobaba al Dodecaneso desde 1912), el italiano no perdió el tiempo: le dio la bienvenida y le garantizó alojamiento y trabajo desde aquella misma noche, solo tenía que hacerle unos pequeños recados que le quedaban pendientes en Hell’s Kitchen, pero Andonis Cambanis ya había aprendido la lección: mandados y favores sin pronta recompensa no pensaba volver a hacerle nunca a nadie, y así sus caminos se separaron, aunque no para siempre.

Medio mes después, y tras la recomendación y los consejos de un tal Suliotis, friegaplatos de profesión, Andonis Cambanis vivía en el estado de Nueva Jersey y trabajaba en los astilleros de Camden para la New York Shipbuilding Corporation, con la especialidad de soldador en las zonas de prefabricado, sacaba veintidós centavos por hora que le proporcionaban lo mínimo para la supervivencia: una habitación microscópica en Morgan Village, en la calle Sylvan, dos platos diarios de comida fría que le preparaba la noche de antes su casera polaca, y un paseo el domingo en la periferia oriental de la ciudad, terra incognita para él, el germanófono Cramer Hill y los barrios judíos de Marlton y de Parkside, mojados y bordeados por el curso zigzagueante del afluente Cooper, y como el natural de Nísiros seguía sin hablar inglés en condiciones, sus paseos eran solitarios y el dinero en el bolsillo escaso, y cada dos por tres se paraba a mirar con ojos de besugo las casas de madera de dos plantas, con familias de cuatro o cinco miembros, los escaparates de las pastelerías que vendían dulces orientales y helado a granel, las sinagogas, las hordas de judíos ortodoxos con sus trenzas negras y simétricas y los restaurantes kosher con sus apetecibles albóndigas de patata y gulash ucranianos.

Con el resto de griegos no tenía trato, además eran pocos y estaban desperdigados por los barrios, como las amapolas que florecen esparcidas por el campo, y es que aún no existía parroquia que los recogiese en tres o cuatro calles a partir de las cuales pudieran ir extendiéndose al resto de la ciudad; lo que sí existía era la cercana Filadelfia, que contaba al menos con dos iglesias ortodoxas y un rebaño de miles de fieles, y de ese modo, un domingo diferente a los demás, en el que no conseguía de ningún modo conciliar el sueño, Andonis Cambanis se levantó antes del amanecer y se subió al primer transbordador en Cooper Point, cruzó el río Delaware en barco y acudió a la iglesia de San Yioryios el 10 de septiembre de 1922, junto con trescientos compatriotas alarmados, que entre rezos y peticiones se contaban en susurros los sucesos acaecidos en Asia Menor,10 portada la noche anterior en The New York Times dominical. Tenía un mal presentimiento que no conseguía someter a cuentas ni a reflexiones, un barrunto sombrío y doloroso que le aplastaba el pecho y que conforme pasaba el rato se convertía cada vez más en certeza: que el futuro no le deparaba otro camino, que tenía que hacer su vida y triunfar allí, en aquel lugar desconocido y extraño; no había vuelta de hoja. Aquella misma mañana, su madre, de cincuenta años, fallecía plácidamente del corazón y de pena mientras dormía, y Andonis Cambanis se enteraba con tres semanas de retraso de que sus primos de Nísiros habían sufragado los gastos del funeral y que para cobrarse lo que les debía pensaban vender lo único que quedaba: la casa familiar.

Tenía veintidós años; se quedaba huérfano de padre, madre, casa y parientes en una ciudad cuyo nombre no arrastraba recuerdos, solo presente, y entonces de repente ocurrió en su interior algo inesperado: la muerte de su madre lo liberó de los remordimientos que lo apresaban, porque el pobre tenía siempre en mente el regreso, y contaba el dinero que ahorraba, calculaba hasta el último centavo, cada dólar aplastado en el sobre debajo del colchón lo llevaba más cerca de su madre, de la tierra que tenían pensado comprar para cultivar, y de las albarradas que pensaban construir para hacer bancales, su muerte lo pilló con treinta y dos dólares y cincuenta y tres centavos que ya no iban a ninguna parte, así que una semana más tarde fue a los grandes almacenes de Kotlikoff y, tras deambular tres horas por estantes y escaparates, se compró un buen traje y un par de zapatos de piel; era el primer despilfarro que hacía en su vida, qué más daba el dinero, en la mente de todo estadounidense uno era lo que intentaba ser, y en el fondo los ahorros eran para gastarlos, así que él también tenía que encontrar el valor de despedirse del pasado para conseguir convertirse en alguien, en otra persona.

Pero las semanas pasaban y Andonis Cambanis seguía siendo el mismo, quizá porque era una persona cerrada, poco habladora y comedida; el traje colgaba sin estrenar en el armario de una sola hoja, y la ciudad, al otro lado de la ventana, seguía extendiéndose hacia la periferia: cada pocos meses se alzaban primorosos edificios, los clubes musicales eran un hervidero de danzas y alegría de vivir, seguían llegando flujos de nuevos inmigrantes para contribuir al incremento de la producción, los antiguos exigían y reivindicaban mejoras en los sueldos y jornales, el dinero cambiaba de manos con rapidez y se amasaban fortunas, las mujeres conseguían el derecho al voto y la ética victoriana agonizaba en los antros ilegales, bebiendo whisky de contrabando y bailando charlestón y shimmy;11 el fin de la sangrienta Primera Guerra Mundial marcaba la consagración de una época brillante y llena de esperanza.

Y mientras las luces de neón se reflejaban en los charcos y centelleaban fuera de los clubes de entretenimiento y los cines, y la gente hacía cola para divertirse hasta la mañana, Andonis Cambanis se esforzaba por entender qué hacía mal y por qué vivía sin esperanza alguna sumido en la mísera pobreza, por qué nunca le alcanzaba para el alquiler y su casera se mostraba cada mañana desabrida y disgustada, por qué corrían los gastos y no entraban los ingresos. En el astillero aguantó tres dilatados inviernos y dos gotas de profundo verano; el trabajo era duro y las condiciones adversas, el dinero contado y aún más escaso para los que no hablaban bien la lengua; al llegar el cuarto inverno, a finales de septiembre, su casera polaca le anunció que había encontrado un inquilino mejor, obsequioso y puntual en el pago, y que le agradecería mucho que recogiese los bártulos y se marchase con viento fresco antes de que acabase la semana. Esa misma mañana tardó alrededor de media hora en embutir todas sus pertenencias en la misma maleta de antes de la guerra que había pertenecido a su tío, se puso el traje bueno por primera vez, dejó dos mensualidades sin pagar y se echó a la calle. Era un día gris, de esos en los que no se ve el azul del cielo, las nubes se lanzaban en picado para abrazar el humo que salía de las chimeneas, y Andonis semejaba una misteriosa figura matinal que había perdido el rumbo y el paso, conforme, hora tras hora, daba vueltas a la misma manzana con una maleta desvencijada en la mano, hasta que oscureció.

Era tarde y la noche lo sorprendió al oeste de Waterfront, deambulando entre casas de piedra con las puertas cerradas y las luces apagadas, y las cumbres de Filadelfia titilaban en medio del río Delaware, las calles estaban desiertas y mal iluminadas, la nieve caía con suavidad y cuajaba en el asfalto, y Andonis Cambanis, con su maleta marrón en la mano, encontró refugio en el vano de la puerta de un ultramarinos cerrado. Le asaltó un sopor al que se rindió con dulzura y que lo sumió en sueños cálidos; se le cerraron los ojos y se le pusieron los labios blancos; se confundió con la nieve y el paisaje blanco hasta que una violenta y prolongada sacudida lo devolvió a la vida y sus labios probaron y sorbieron un brandy casero de los más fuertes: una grappa asesina, capaz de resucitar a un muerto.

Andonis Cambanis había recuperado el sentido por completo, aparte de un entumecimiento temporal en las manos y un aterimiento que llevaba a flor de piel como un temblor, cuando, entre gestos espasmódicos y extrañas guasas, se dio cuenta de que se había despertado en la antesala de unas pompas fúnebres y de que estaba rodeado de féretros de ébano, cruces y vírgenes, y su primer impulso y reacción fue santiguarse tres veces antes de desmayarse de nuevo. Lo hizo volver en sí una mano femenina de mediana edad que le enjugó con ternura el rostro y le dio de beber agua salada. Abrió los ojos y la tibieza del ambiente, la chimenea que ardía y el olor a comida guisada le hicieron recordar a su madre, y empezó a lloriquear en silencio.

Se quedó una semana y dos días en casa de Tony Mecca, hasta reponerse, en un pequeño trastero de la planta baja que contaba, por todo mobiliario, con un diván y un antiguo gramófono manual Berliner; al lado, nada más salir, se alzaban las remesas de grappa apiladas en cajones, el sótano olía a madera barnizada, a otoño noruego con abedules y alcornoques, a hojas podridas y primeras lluvias; se pasaba las noches con la puerta cerrada, sin moverse del sitio y sin pegar ojo, no fuera a ser que lo persiguieran las sombras, los espíritus y las voces, la muerte de su madre y por poco la suya; lo recogieron de la calle tres negros, le encontraron encima papeles y pasaporte italiano y, dándolo por muerto, lo llevaron a la tienda de féretros de Tony, que tenía el negocio y la casa enfrente de la parroquia de la Virgen Carmiótisa, en el barrio italiano de Waterfront. La casa blanca de dos plantas que se hallaba en la calle 4 vibraba toda la noche con los bailes, el ruido de los tacos de billar y las guasas; en la planta de abajo estaba el establecimiento de pompas fúnebres y en el primer piso la casa: allí se juntaban desde bien temprano los italianos y bebían a escondidas en la planta baja, junto a los muertos, con la excusa de acompañarlos, con el bromista de Tony a la cabeza; Tony, que ayudaba a quien hiciese falta, hacía de traductor, de enterrador y de consejero sin cargo alguno, rellenaba papeles y solicitudes, enterraba a los necesitados, comparecía en juicios, ofrecía falso testimonio en caso de necesidad, y todo porque se le había metido en la cabeza la idea de participar en la arena política y subir al palco de la gloria póstuma. Era tal su fama y su influencia en la zona italohablante de Camden que, en los exámenes para el permiso de residencia, ante la pregunta habitual de «¿dónde se encuentra la Casa Blanca?», los italianos recién llegados respondían sin darle más vueltas «en la casa blanca, en la funeraria de Tony Mecca, calles 4 y Division, en la ciudad de Camden, estado de Nueva Jersey, Estados Unidos», y para estar seguros de quedar bien con lo divino, ponían entre paréntesis «justo enfrente de la parroquia de la Todopoderosa Virgen Carmiótisa, que grande sea su gracia».

Claro que milagros no acontecían con frecuencia, y si no tenías raíces italianas no ponías el pie donde Tony Mecca, ni que decir tiene si no eras de religión católica; para entrar, por tu propio pie o con los dos por delante, tenías que presentar los certificados y documentos necesarios, cómo iban a saber los afroamericanos que en el Dodecaneso también se llevaba documentación italiana y que estaban trasladando al pobre hombre a la parroquia equivocada y, cuando Peppito, la mano derecha de Tony Mecca, que no era ninguna lumbrera, abrió la puerta y se puso a darles voces, le enseñaron rápido los papeles y los sellos que le habían encontrado encima, y solo entonces los creyó y corrió a echar una mano, empujando entre maldiciones calabresas a los negros, como si fuesen cuervos asquerosos de mal agüero y contaminasen con sus sucias manos el cuerpo intachable y noble de un compatriota italoamericano que, para su desgracia, había ido a buscar fortuna en la mama mia brutta anche bella America.12

La rueda de la fortuna no tardó en girar; Tony Mecca lo tomó bajo su protección, le alquiló una habitación en Bergen Square y le prometió un jornal satisfactorio a condición de que le solucionase la papeleta: al principio le asignó pequeños recados, entregas de paquetes confidenciales o mensajes amenazadores, y le recomendó que zanjase a porrazo limpio cualquier malentendido o confusión y, dos meses después, cuando Mecca comprobó que Andonis, además de tocayo, era persona de confianza y buena voluntad, le puso de apodo Nondas y lo metió de cabeza en el negocio: por las mañanas arreglaba junto con otros dos los cadáveres que cruzaban el umbral, por las noches se afanaban con las medidas para fabricar en el sótano una grappa casera y reconstituyente y, antes de que amaneciese, cuando aún era noche cerrada, cargaban las petacas de cristal en los coches fúnebres y las mandaban con Peppito, el lechero, a unos pocos clientes elegidos y a amigos de distinguida posición.

Y, entonces, durante una descarga impecable con Peppito en el papel de lechero, Sergio al volante del coche fúnebre y él vigilando en el asiento del copiloto, la vio por primera vez, cruzando ligera la calle Cooper, y con la primera luz del día se fijó a la vez en su pelo rubio, en los cerezos florecidos, en las carreteras anchas y limpias, en las estéticas mansiones y en el cielo de alabastro, y sintió que se le encogía el corazón, como si un torno lo oprimiese hasta el suplicio, antes de desviar la mirada y tomar de nuevo el control mientras Gina, el coche fúnebre, arrancaba con un chillido sordo y giraba con torpeza a la derecha en la esquina siguiente. Aquella misma noche le dio fiebre, unas décimas que no bajaban de ninguna manera, congestión y catarro, y un tembleque que lo atormentaba y le sacudía todo el cuerpo; llamaron al médico, porque habían visto a muchos sucumbir a la tuberculosis, el doctor Yakolski llegó con retraso, maletín en mano, y después de darle muchas vueltas a la cosa, bebió, comió, se encendió su puro y dictaminó con sobrada certeza que el enfermo sobreviviría, y que si algo le ocurría era que no aguantaba la primavera, los cerezos y los magnolios, los tilos plateados y las falsas acacias; hablando en plata, que padecía rinitis alérgica. Y cuando el doctor Yakolski se largó, ya pasadas las dos, Nondas se armó de valor y le preguntó asustado a la bondadosa señora Mecca si le ocurría algo serio, si la cosa tenía mal cariz, y ella sonrió con complicidad, le guiñó un ojo y le hizo señas al tiempo que decía con la boca llena de migas io sono sigura que ti abbiano fatto il malocchio.13

Y a lo mejor no era exactamente mal de ojo lo que había noqueado a Nondas, sometiendo su resistencia corporal a base de sucesivos estornudos, ojos rojos y una nariz que, cual grifo averiado, no dejaba de gotear, pero él estaba seguro de que lo que le pasaba tenía sus raíces en la naturaleza femenina y sus ardides, y que si quería librarse del yugo y del influjo del mal tenía que buscar y encontrar a la belleza rubia, y cuanto más buscaba más se desesperaba, porque Camden era un pequeño pajar y él venga a buscar la aguja que se le había clavado, y cuanto más buscaba más lo picaban con pellizcos, zancadillas y guasas Sergio y Peppito, pero él no se daba por vencido, aguardaba y se resistía al orbe al completo al grito de «achís, achís», mientras se frotaba los ojos, se limpiaba la nariz y la boca, «pero qué suerte la mía, achís».

Se fue la primavera, llegó un breve verano y los síntomas se aplacaron en cierto modo, y poco antes de noviembre la vio un atardecer por la ventana, de pie en la acera, sacudiéndose el zapato para librarse de una china molesta, y Nondas no perdió el tiempo, se puso el abrigo y salió a la calle para hablar con ella, pero vaciló y no llegó a tiempo, así que empezó a seguirla y, cuanto más avanzaba y la miraba, menos seguro estaba de que fuese ella, algo en su pelo rubio rojeaba, la vez anterior no se había fijado en aquellos mechones cobrizos, o acaso es que, como se estaba poniendo el sol, el cielo rosado se reflejaba en su pelo, la siguió y llegó hasta el barrio irlandés de Pyne Point, un poco más y al fondo se vería Petty Island, era una noche extraña que daba ganas de creer en fantasmas, espíritus, piratas y corazones saqueados, hasta el punto de jurar por ellos, no había ni un alma por la calle y Nondas tenía miedo hasta de su aliento y de su sombra, sus pasos se sintonizaron con los de ella y las venas se le cargaron de adrenalina, ella oyó su respiración tras de sí y sus pasos ligeros y torpes, se dio la vuelta para gritar y, antes de que le diera tiempo a reaccionar, Nondas la apresó entre sus brazos, la arrastró e hizo lo que pudo a escondidas, a hurtadillas y a toda prisa, y si te he visto, no me acuerdo: se le olvidó, lo dejó atrás, lo abandonó en la oscuridad espesa, asfixiante y rígida.

Llegó el invierno, el espejismo femenino se disipó y Nondas volvió a su antiguo yo, los negocios crecían y los pedidos aumentaban, la producción casera no era suficiente para abastecer a los distinguidos amigos de los amigos; al principio pensaron en dedicarse a importar de contrabando desde los lagos helados de Canadá, pero había grandes intereses en Filadelfia y bandas implacables, y Mecca no quería mezclarse todavía con mafias ni meterse en camisas de once varas, su vida estaba en la funeraria y el dinero que sacaba del otro mundo bastaba y sobraba de momento, así que se plegaron a las leyes infalibles de la oferta y la demanda local, y mientras la ciudad siguiese seca y la gente sedienta de alcohol y emociones, mejores serían el sueldo y la propina.

Y las cosas estaban tranquilas y así habrían seguido si el 22 de diciembre de 1924 no hubiese llegado a la casa Mecca un paquete rectangular de embalaje caro y con un lazo color rojo vivo que quedó por allí olvidado. El paquete iba huérfano de tarjeta, remitente y destinatario, pero, pese a todo, dada la época del año, no levantó sospechas que alguien quisiese expresar su agradecimiento de manera anónima a la familia Mecca; además, de vez en cuando, y más aún los días de fiesta, los miembros de la familia tenían la costumbre de reunirse con los amigos íntimos y los colaboradores e intercambiar regalos bajo el árbol navideño adornado. Era la víspera de Navidad; la señora Mecca no había tenido tiempo de comprar los regalos para los invitados, sus hijas habían ido a la modista para que le diese los últimos retoques a los primorosos vestidos que se pondrían para el baile de Año Nuevo, Tony tenía una cita importante con el senador republicano Spacy en Central Watertown para comer y recaudar votos, y ella tenía que preparar la casa y meter la oca rellena en el horno mientras Sergio mondaba con impaciencia un barreño lleno de batatas naranjas refunfuñando entre dientes, porque a él no le hacía mucha gracia que el ave llevase tanto relleno; prefería cien veces el congrio frito marinado en hojas de laurel y dientes de ajo.

Según se acercaba la hora de la cena de Nochebuena, la señora Mecca iba sintiendo los nervios a flor de piel y, como no le quedaba otro remedio, llamó a Peppito y a Nondas, que se habían puesto hacía rato el traje de fiesta, les felicitó las pascuas, elogió su laboriosidad y su entrega, y les dio ni más ni menos que diez dólares en mano para que fuesen a comprar los regalos que faltaban para los invitados. Eran las cinco de la tarde pasadas y, fueran donde fueran, las tiendas llevaban rato cerradas; les invadió la desesperación, porque la señora Mecca había depositado en ellos todas sus esperanzas, y solo pillaron al viejo Stein por la calle, con un manojo de llaves colgado del cuello, arrastrando los pies; le dieron toda la coba del mundo para que les abriese y cuando, para convencerlo de sus intenciones, le enseñaron los diez dólares arrugados en la palma, el judío negó con la cabeza y dijo que él no hacía las cosas a medias, y que, si de verdad querían que les abriese la tienda, se rascasen los bolsillos a conciencia y contribuyeran ellos también a los obsequios. Y por mucho que se los rascaron y palparon las costuras, no encontraron nada de valor para hacer cambiar de opinión al viejo y, cuando le dijeron que en total juntaban diez dólares y treinta centavos, se sacó las manos del abrigo y agitó el pañuelo, porque, solo entre abrir la tienda y encender la luz y la caja, calculaba un gasto, junto con las horas extras, de por lo menos doce dólares en mercancía. No tenían otra opción, corrieron tras él y lo detuvieron, le prometieron que le llevarían los dos dólares restantes esa misma semana con intereses de cinco centavos por cada día que pasase, se dieron la mano y todos juntos se dirigieron con paso ligero a la calle de la tienda.

La cena fue todo un éxito, hubo comida hasta la saciedad, las raciones eran opulentas y el vino tinto corría como la espuma, obsequio de Rigoletti, el suboficial invitado, que siempre cuidaba de que los bienes embargados encontrasen refugio en casas hermanas y, poco antes de colocar los cubiertos para el postre a la luz de las velas, Tony Mecca puso en el gramófono a Pasquale Feis cantando los villancicos sicilianos con gaitas y las extrañas zampogna, y la señora Mecca se santiguó piadosamente y conminó a los comensales a que se reunieran en torno al árbol para sortear los regalos, que centelleaban con paciencia bajo las bolas lustrosas y los adornos de papel brillante, mientras que Nondas y Peppito, con las mejillas encendidas por la bebida, se relajaban más anchos que largos.

Y se abrieron los regalos, y en algunos casos se intercambiaron según gustos y preferencias personales, y la señora Mecca, que hasta entonces estaba ocupada sirviendo un esponjoso tiramisú, dio un grito al apartar la tapa de la caja rectangular, y de dentro de la caja surgió un traje blanco de una sola pieza y un ridículo gorro en punta que, una vez desdoblados y acoplados, formaban un rostro de pesadilla: el de la moral intachable y protestante del Ku Klux Clan, defensor, guardián y custodio de la eugenesia anglosajona.

6Walt Whitman, «Soñé en un sueño», de Hojas de hierba. Traducción de José Luis Chamosa y Rosa Rabadán, Espasa, 2019.

7Patria, en griego.

8Ellis Island, también llamada Castingari en griego.

9El 18 de octubre de 1912 se firmó en Ouchy el tratado de paz italoturco que entregaba el Dodecaneso a Italia.

10El 9 de septiembre de 1922 tuvo lugar lo que en Grecia se llama catástrofe de Asia Menor: se asesinó o se expulsó a los griegos que vivían en la zona de Asia Menor; como consecuencia, muchos huyeron a Grecia como refugiados (N. de la T.).

11Baile estadounidense de la década de 1920 que consiste en un intenso movimiento de los hombros.

12Madre América, fea pero hermosa.

13Yo estoy segura de que te han echado mal de ojo.

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