Kitabı oku: «Dendritas», sayfa 3
III
nenúfar: fuera del agua fuera de sí 14
Cuando está triste, a Basil le da por cocinar; cuanto mayor es su aflicción, mayor es el grado de dificultad de los preparativos y la ejecución; los manjares más imaginativos los ha probado Susan durante las grandes peleas, durante las decepciones personales y durante las etapas de ansiedad por su precaria economía que los asaltan de vez en cuando, últimamente cada vez con más frecuencia, parece, o tal vez sea cosa suya, que de repente todo se le hace un mundo: sus decisiones llenas de incertidumbre, el amor mutuo, su hija y el presente, que tanto le recuerda al pasado; hace nueve años Litó era un bebé, cuántos años tenía, tres, no había cumplido siquiera los tres cuando se declararon los incendios, la ciudad se pasó ardiendo tres días y tres noches, tres días saqueando tiendas y casas, así empezó todo, de repente a finales de agosto dos policías le dieron una paliza a un motero hispanohablante y, ni cortos ni perezosos, lo mandaron a cuidados intensivos, la noticia corrió como la pólvora, fue de boca en boca por los barrios pobres, africanos y portorriqueños cogieron palancas de hierro y antorchas y se aliaron ante la amenaza y la insensibilidad de los cuellos blancos, declararon la guerra y juraron venganza en una noche, en nombre de Horacio Jiménez, mártir, y mientras él se debatía entre la vida y la muerte en cuidados intensivos, Susan rogaba para que los médicos lograsen mantenerlo con vida costase lo que costase, porque se temía lo peor, y mientras el cuerpo de Horacio exhalaba al amanecer su último suspiro, Basil se preguntaba qué había pasado para que se concentrase tanta furia y tanto odio, qué había azuzado aquella lengua ardiente que había salido antes de amanecer a tragarse la ciudad entera. Pocas horas más tarde Camden se llenó de anuncios de alquiler y de venta, en una semana cayó en picado el valor objetivo, la gente abandonó de forma definitiva casas y patrimonios, quién se lo iba a imaginar, y entre aquellas ruinas humanas y mobiliarias, Susan, Basil y la pequeña Litó.
Susan lleva ya un rato sumida en sus pensamientos y no se ha fijado en la camioneta blanca con gruesas rayas horizontales naranjas de U-Haul, la empresa de mudanzas, que vacía la casa de al lado de sus escasos objetos y sus muebles pasados de moda, o quizá sí la haya visto con el rabillo del ojo y haya registrado sin darse cuenta el ajetreo matinal, y todas las cuestiones sin resolver que su cerebro guarda enterradas se le echan encima para recordarle que la vida está claramente compuesta de acciones y acontecimientos, y las casas que habitamos están hechas de cemento, cristal, ladrillo y madera, solo los pensamientos quedan suspendidos en el aire, que es gratis y corresponde a todos por igual, y Susan, con su metro setenta y ocho de altura, permanece inmóvil, con la boca entumecida y las manos en la cintura, porque lleva rato mascando las palabras antes de tragárselas, y pensando, pensando, aunque quiere dejar de pensar, se traga las palabras, las terminaciones y las preposiciones, y de repente se gira y se da de bruces con Basil, lo coge de los hombros y lo sacude como si acabase de ocurrir algo tremendo y al mismo tiempo fantástico e importante que a él se le escapa, y no le anuncia que siguiendo un impulso ha tomado la inapelable decisión de largarse «ya está, se acabó, al carajo», sino que se limita a quedarse ahí plantada, rogándole enmudecida con los ojos cristalinos, que se han hecho más hondos, como si se hubiesen contagiado de los mares cerrados y la fiebre del Mediterráneo.
«Las tortitas con naranja están listas», le dice, y Susan vuelve en sí, «hay sirope de arce y miel de tomillo encima de la mesa», le informa a voces y Susan pasa de largo y sube la escalera a toda velocidad, son ya las siete y cuarto y Litó sigue en la cama, se le han pegado las sábanas porque no quiere ir hoy al colegio, desde ayer se hace la enferma: que si está ardiendo de fiebre, que si le duele la garganta, que si tiene tos y alguna infección respiratoria, sinusitis, o a lo mejor bronquitis, o hasta pulmonía.
Litó había frotado el termómetro con la palma, lo había puesto en el radiador, hasta había probado lo de la cebolla, con el asco que le daba, la había cogido a escondidas del armario de la cocina, y lo máximo que había conseguido eran unas décimas, treinta y siete con uno, y justo antes de entrar hecha un trapo en el coche, usó su última carta, dio patadas en el suelo, se puso a chillar, a llorar, mientras su madre la miraba con una frialdad casi calculadora, con aquellos ojos azul transparente que no parecían conmoverse por nada, y entonces Litó cogió impulso y dio un puñetazo con la mano derecha en la pared, y la mano se le amorató de inmediato, se le hinchó como un globo, y Susan tiró de la mano golpeada en el momento en que Litó dejaba escapar un chillido inarticulado de dolor verdadero, y ahora madre e hija se encuentran en las urgencias del hospital estatal, y el simpático y canoso señor Malone coloca una escayola ante la sardónica sonrisa de Litó, que ya se ha perdido el examen de Historia Contemporánea Estadounidense, y la ceñuda mirada bávara de Susan, cuyas raíces cuentan con al menos tres generaciones de Suzanne enterradas.
El viejo Plymouth Cricket resuella en la curva, y Litó, en el asiento del copiloto, lucha con el cinturón defectuoso y con la escayola que no cabe entre las dos tiras enredadas entre sí, Susan aminora la velocidad, pone las luces de emergencia y para en el arcén derecho mientras espera a que Litó le pida ayuda, porque madre e hija no se hablan, y cada una tiene sus razones, justas o injustas, para mantenerse en sus trece, Litó está roja del sobreesfuerzo y Susan enciende la radio y baja el cristal, y mientras el pálido sol acentúa el contorno de su rostro descolorido, el presentador gasta saliva hablando de la carrera electoral entre Reagan y Carter, de que el Estado Mayor de Reagan tenía miedo de que Carter volviese a salir elegido tras haber asegurado en secreto la liberación de los diplomáticos estadounidenses que Teherán retenía como rehenes y de los esfuerzos permanentes de Carter para ganarse a la opinión pública y ganar las elecciones liberando a los rehenes estadounidenses antes del día de los comicios, y luego la voz del comentarista se disipa, mientras la música ocupa los hercios y los Smokie cantan el Stumblin’ In.15
Susan gira la cabeza hacia la portezuela y tararea, aunque no se sabe bien la letra, y sin embargo es como si se la supiera, el ritmo y la melodía le resultan familiares desde hace tiempo y, cuando vuelve la mirada hacia afuera por la ventanilla abierta, ve dos ojos oscuros clavados en ella, mirando a madre e hija con curiosidad, y Litó, que percibe que algo ha cambiado en el ambiente, libera el cuerpo y la mano rota del cinturón y mira hacia la derecha, para encontrarse con el asombro y el saludo tímido de Minnie, que baja la mano y encorva los hombros y la cabeza como si hubiese franqueado una frontera mental, luego endereza en la espalda la mochila, que le queda un poco grande y pesa demasiado porque va muy llena, y continúa su solitario camino con una leve cojera en el pie izquierdo, porque no lleva zapatillas de deporte, y ya ha recorrido una gran distancia, los zapatos le hacen daño en el meñique y está segura de que, si se para ahora, no lo conseguirá, y se lo ha propuesto en secreto, porque los objetivos tenemos que alcanzarlos cueste lo que cueste, y si queremos algo de verdad, lo conseguimos, y ella desea con todo su corazón llegar ese día a su destino, porque ha hecho todos los deberes, y todos los ejercicios de aritmética, y no hay mayor felicidad que los parabienes y las felicitaciones de sus profesores.
Susan le pregunta a Litó quién es la chica de las trenzas desiguales y la mochila grande a los hombros que parece conocerla, y Litó se encoge de hombros y no le responde, solo se rasca con insistencia el brazo, que le pica, pasándose un portaminas por el hueco de la escayola; Susan se irrita con los malos modales de su hija, algo en la chiquilla desconocida la moviliza, pero no hace nada, tiene demasiadas cosas en la cabeza desde la mañana, apaga la radio, arranca y tuerce, la casa no queda lejos, más o menos a cinco minutos, y Minnie desaparece de momento en línea oblicua de su campo de visión.
Basil Cambanis está inclinado sobre su hija adoptiva y escribe con un rotulador indeleble de punta gruesa en la escayola «que te mejores, cometa», cómo se le parece, tiene gracia, será por el mechón rebelde que salta cada vez que sacude la cabeza y le cubre el ojo derecho aunque ella se lo aparta para ver, como si ese gesto fuese lo más natural del mundo, se le parece en la facilidad que tiene para sacar de quicio a Susan con su frivolidad, sus continuas exigencias y su terquedad de mula, como se les meta algo en la cabeza al padrastro o a la hija, se cierran en banda; Litó se aparta el mechón, lo justo para ver qué anda haciendo en la escayola su padrastro, que ahora le guiña un ojo lleno de complicidad, «pero ¿cómo se habrá golpeado con la pared?», finge preguntarse en voz alta y, en lugar de Litó, responde Susan, con contenida naturalidad, «fue a coger el termómetro, que se le había resbalado de la axila», y Litó, irritada, replica «dejadme tranquila», y desaparece dando un portazo, porque cómo se atreven a burlarse de ella con tanto descaro, en sus propias narices, junto a las que corre una lágrima de furia y de cólera, porque sigue oliendo la peste a cebolla, no se ha ido, se ha quedado atrapada en el vello púber de su axila.
Basil y Susan sonríen con complicidad y unas arrugas delgadas, que recuerdan a las raíces de un árbol enclenque, les surcan la comisura de la boca y de los ojos, Susan le alborota con ternura el pelo y Basil le coge la mano y se la besa, «¿qué vamos a hacer con esta niña?», se pregunta Basil —pregunta retórica sin respuesta—, «ha salido a mí», reconoce Susan, «no hace caso a nadie», agrega Basil, «ya crecerá», concluyen ambos a la vez, y ese diálogo es el analgésico y el reconocimiento de que las cosas tomarán su camino, y de que el tiempo todo lo lija, las imperceptibles fisuras que aún no se han convertido en grietas, las preocupaciones indeterminadas que no se han instalado en el cuerpo, las mentirijillas cómodas y sus extensiones, inciertas y engañosas.
Pocos minutos después, Litó baja la escalera de caracol de madera que une las dos plantas de la casa con la ropa de deporte y el abrigo colgado del hombro izquierdo, «¿dónde te crees que vas?», pregunta Susan con los ojos entrecerrados, «al entrenamiento», responde Litó cortante, y Basil, que de repente parece desconcertado, balbucea, «mejor que no vayas hoy, cariño», «¿quién me lleva? Llego tarde», insiste Litó, Susan se acerca con aire amenazador a su hija, y Litó, que hace caso omiso y no advierte el peligro, la informa llena de irritación y descaro de que se encuentra perfectamente, «y un huevo», replica Susan, pero ya es tarde, porque Litó ha abierto la puerta de par en par y ha salido corriendo.
Litó cruza la calle con el brazo escayolado, y según corre parece un barco a la deriva que cada dos por tres se escora con una leve inclinación hacia la derecha; Susan apoya el brazo izquierdo en la puerta y la ve alejarse hasta perderse de vista, y Basil se coloca detrás de su mujer y posa la palma de la mano en su brazo, «¿por qué la has dejado marcharse?», y Susan se encoge suavemente de hombros, «¿y qué iba a hacer?», y el tono de su voz suena mucho menos despótico, hasta el punto de que ese matiz de disculpa la asusta, después su espalda se vuelve y cubre por completo la expresión de su rostro, y la pesada puerta de seguridad se cierra tras ellos con un crujido despreocupado, como sus vidas, ordenadas y bien armonizadas de momento.
Basil aparca su abollado coche familiar en el pequeño aparcamiento del diner Ariadni, son casi las once y dentro de un momento llegarán los clientes del mediodía de las oficinas y los escasos comercios de los alrededores, Sally lo saluda a través del cristal empañado, mientras Veronica sirve en vasos de papel decorados con ánforas y el Partenón medio café gratis al viejo Mike y al borrachín de Tyson, que son como las mascotas del barrio, llevan cuatro años en la calle, con los vasos de papel de aparcamiento en aparcamiento, en las puertas de los edificios abandonados, en los pórticos calientes de los bancos, en las entradas de las tiendas, hasta que los pillan los empleados de seguridad y los polis, que los mandan un poco más abajo, lo justo para bajarles la moral, para hacerles comprender por las malas que nunca podrán encontrar reposo ni refugio en sitio alguno, y que se pasarán la vida dando vueltas, arrastrando las cajas de cartón y las mantas viejas por aquellas cinco calles.
Basil entra en el diner, saluda a sus chicas, que han llegado a los sesenta, si es que no los han superado, y se pone con la correspondencia y las facturas, que corren y le vacían los bolsillos, los beneficios del mes son escasos y es digno de asombro que su cuenta bancaria siga aguantando, aunque no se sabe cuánto durará, porque Litó crece al mismo tiempo que sus necesidades, cómo la van a mandar a estudiar a un college, con qué dinero, claro está que siempre queda la solución de la universidad pública, que tiene una matrícula más asequible, eso sí, aunque de todos modos sigue siendo una cantidad nada despreciable, que no sabe si está en situación de pagar, Dios mío, qué rápido crecen los niños, ¿cómo se las va a apañar? Entre las cartas y las obligaciones descubre folletos que alaban productos inútiles, catálogos que invitan a viajes míticos, panfletos con las enseñanzas de los Testigos de Jehová y propaganda futurista sobre la secta de la cienciología, Dios mío, cómo está el mundo, va de mal en peor, qué hará él, los impuestos sobre la renta lo tienen con el agua al cuello, la gente no tiene trabajo y los precios no hacen más que subir, la puerta del diner se abre, suena la campanilla y los primeros clientes se sientan a la barra para pedir la especialidad de la casa, un verdadero suicidio: pan tostado en la plancha, relleno con una gruesa loncha de chóped Spam,16 doble ración de huevos fritos y un buen montón de queso cheddar derretido, todo ello acompañado de medio plato de cebolla frita cortada en rodajas.
El aceite de girasol chisporrotea en el fuego y forma enormes burbujas doradas que amenazan con explotar y salirse de la freidora, Veronica echa las rodajas de cebolla precocinadas junto con las patatas congeladas y las extiende en capas para que adquieran el deseado color tostado; Basil se distrae, su mirada se pierde en la freidora, como contando cuántas burbujas caben en ella antes de que empiecen a estallar y a salpicar los azulejos, grasientos por el tiempo y con las juntas llenas de mugre; antes de que Sally coloque los cubiertos y sirva el café de filtro a los clientes, que se pueden contar con los dedos de una mano y pocas veces piden el tentador yiros o el tsatsiki aguado; antes de que Susan entre en el antiguo coche que Basil le regaló en su primer aniversario y por el que nunca sintió simpatía, porque es de color verde gusanito y tiene el morro feo, como si fuese un grillo gigante y contrahecho.
Minnie gira en la avenida Fremont y ve su colegio, que se alza en mitad de la calle como un correccional de menores y enmarca la manzana con sus paredes blanquecinas y sus portillos color burdeos carcomidos por el óxido, y acelera el paso a pesar de que le duele el meñique; es evidente que le molesta porque cojea, pero bueno, ya quedan solo unos cuantos pasos para la entrada principal de la calle Stevens, y seguro que llega a tiempo a la clase de Física que tanto le gusta, todas esas fuerzas que luchan entre sí para mantener a raya y en armonía los objetos amenazadores que las rodean, la energía cinética que se esconde en los puños de su hermano cuando el cuerpo de Minnie se convierte en saco de boxeo y, como tal, reacciona y oscila, y esa oscilación interior decreciente la devuelve a su posición inicial de inmovilidad a cambio de una nueva vivencia frustrante; todo lo que odia y ama y cree más o menos comprender, aunque son términos difíciles de pronunciar, conceptos complicados y esquemas complejos, fuerzas motoras que la derrotan, fantasmas centrífugos que trasnochan y de vez en cuando, del miedo, le mojan la cama a Minnie.
Abre la puerta del aula y las miradas de sus compañeros se clavan en ella llenas de estupor, antes de convertirse en susurros y risas burlonas por su atuendo, que desentona por estrafalario y pobre, y el enjuto señor Brown, con sus gafas de carey, le hace un gesto para que se acerque a la tarima y le pregunta por qué llega tarde, y Minnie no sabe por dónde empezar, por su hermano Pete o por la noche en blanco que ha pasado, por la histeria de su madre o por su meñique dolorido porque le aprieta el zapato, por sus trenzas mal cortadas que acaba de recordar y que sus dedos recorren sin querer para medir de nuevo los centímetros ausentes, o por la ropa que no encontraba en el cajón y el autobús matinal perdido por los pelos, y el señor Brown, que no tiene paciencia y no aguanta los silencios inciertos sin causa, le dice que se siente de inmediato en su sitio, que ya ha interrumpido bastante la clase, y que tiene que quedarse cuando termine la lección para completar el control que acaba de perderse.
El último timbre ha sonado hace poco y el aula de la séptima clase se ha quedado vacía de alumnos y sonidos, el autobús escolar se ha marchado a su hora, el señor Brown corrige los exámenes y Minnie araña el papel con su lápiz de extremo masticado, parece que al final no iba tan bien preparada, y siente que le zumba la cabeza, es un control de tipo test pero con preguntas trampa, de vez en cuando salta como una liebre una pregunta que está segura de saberse, y luego lo correcto y lo erróneo se confunden y forman un borrón enorme que no tiene principio ni fin, y el señor Brown levanta la cabeza y la observa, pero su mirada es indiferente, no da indicación ni tiene dirección, y de forma inevitable vuelve a sumergirse en los exámenes, y ahora Minnie se distrae y se mira los zapatos embarrados de suelas agujereadas, que se parecen un poco a unas manoletinas flácidas, y empieza a girar mentalmente en salas de baile, saltando ligera sobre el parqué, cada vez más alto, cada vez más alto, hasta el techo, pero no hay techo, porque los sueños no tienen techo, y casi se le cierran los ojos, los párpados le pesan cada vez más, le pesan, y se le nubla la vista, hasta que su barbilla choca contra el pupitre con un golpe, y entonces recuerda que la respuesta correcta para la pregunta 17 es la B y que la letra G simboliza la constante internacional de la gravedad, la gravedad que, de repente, bruscamente, hace aterrizar a todo el mundo en algún momento.
Susan no tiene intención de echarse a la calle a buscar a Litó, pero, según pasa el tiempo, algo la espolea y la preocupa, y de ese modo decide pasar por el estadio de los Leones a la hora en la que el equipo femenino ejecuta el último sprint antes del tradicional amistoso al final de la semana, se detiene en la heladería de Charlton, el pelirrojo, y en la tienda de discos de Friedman, el anarquista, le pregunta a Sylvia, la solterona octogenaria, que siempre ha deseado en vano que la llamen señora Janetson, y que, en cuanto asoma el sol, aunque sea un poquito, arrastra hasta la entrada de la multitienda de su hermano una silla desvencijada de metal donde se sienta para que descansen los huesos de la artritis, según afirma, pero por mucho que busca y pregunta Susan, no encuentra respuesta, su hija ha vuelto a desaparecer, como suele hacer cuando no se sale con la suya, y Susan se rompe la cabeza pensando dónde puede haberse metido, y está a punto de mandarlo todo a paseo, pero no tiene otra opción, así que pone el piloto automático y se mete en el coche para dirigirse hacia un lugar donde no cree que su hija se haya escondido, el centro de secundaria de East Camden, porque hace tiempo que se ha dado cuenta de que lo que desaparece y ella busca con obstinación suele encontrarse, fuera de cualquier explicación lógica, acomodado, repanchigado en su sitio original, delante de sus narices.
Aparca el coche cerca de la entrada principal, la de la verja de hierro con la fecha de construcción del edificio grabada en piedra e incorporada al cemento ocre, «agosto de 1968», y Susan se queda en mitad de la calle, con la llave del coche en la mano, ni avanza ni retrocede, porque acaba de acordarse de las pelusas que ha escondido esa mañana debajo de la alfombra; por mucho que limpie durante el día, los muebles, por la noche, cogen una delgada capa de polvo y se burlan de ella, y mientras vacila antes de dar un paso, dubitativa, temerosa de despertar a los recuerdos, se sube a la acera y advierte la masa humana que, acurrucada en el poyete, se frota con ternura los doloridos dedos de los pies, y Susan da un mal paso y se desploma junto a Minnie porque se marea, siente las piernas pesadas y la cabeza ligera, no ha comido nada en todo el día, no le ha dado tiempo y su estómago se queja, y ya hace un mes que se marea con mucha frecuencia, no será, pero no, imposible, las pocas veces que sacan ánimo para hacer el amor toman precauciones, un escalofrío le recorre la espalda y se le hielan los huesos, «¿no será..?», y Minnie de repente se encuentra sujetándola entre sus brazos, Susan está muy delgada, es su constitución, por mucho que coma siempre será delgada, y Minnie, aunque con esfuerzo, la sujeta para que no caiga en el cemento frío, y Susan vuelve en sí, su respiración es menos cortante, menos afilada, ya se encuentra mejor, abre los ojos y domina el desmayo, y aunque Minnie sigue sujetándola con fuerza, Susan le sonríe y dice «ya pasó», le dice, ya pasó.
Susan intenta convencerla de que entre en el coche, Centerville no queda tan lejos, es verdad que son las tres pasadas y es hora punta, y el atasco de las carreteras es un factor imponderable en cuanto a la rapidez y la facilidad con las que llegarán a su destino, pero Susan lo ha decidido, y ya que lo ha dicho y lo ha propuesto piensa hacerlo, aunque Minnie niega con la cabeza, porque Luisa le ha hecho prometer por la vida de su madre que no entrará bajo ningún concepto en coches de desconocidos, por eso Minnie sigue moviendo la cabeza de izquierda a derecha, y la nariz le gotea, se va a poner mala, lo nota, lleva demasiado tiempo en la calle con el abrigo fino, y está chispeando, estornuda y le lloran los ojos, no sabe qué limpiarse primero con la manga, y ya no le quedan excusas ni resistencia, Susan la empuja con suavidad hacia el asiento del copiloto, le pone el cinturón y arranca, mientras Minnie tiembla de miedo y agradecimiento, y no sabe cuál de los dos predominará al final; Susan, que la ve tiritando, pone la calefacción a tope, y el viejo Plymouth Cricket se mete entre los coches y se interna poco a poco en la circulación, entonces Minnie ladea la cabeza y se duerme al principio de la avenida Cain con la boca entreabierta, babeando y dejando escapar un ronroneo, como unos imperceptibles rugidos, y Susan respira hondo, qué curioso que once años de matrimonio quepan apretados en un atasco, y por la ventanilla cerrada del coche observa en un sedán a la mujer mayor de muñecas delgadas y cigarro en la boca en la que se convertirá dentro de pocos años, al desconocido moreno que le recuerda su primer beso dado de refilón en la casa de árbol desvencijada que había en la granja de su abuelo, a la joven gordita que se ha quedado dormida al volante mientras el semáforo sigue en rojo, a la niña triste con la coleta tensa que cada dos por tres gira el cuerpo y la mira por la luna trasera del Chevrolet blanco, y la mirada de Susan vacila en el tiempo y el espacio y cae con fuerza y resignación en el rostro infantil de Minnie, que al abrir los ojos y desperezarse la devuelve a la impaciencia del ahora, siempre urgente y tozuda.
Minnie llama a la puerta para que Luisa le abra, con las prisas esa mañana no se llevó las llaves, se le olvidaron en la encimera de la cocina, y Susan espera en el coche para comprobar que la chiquilla entra en casa, pero la puerta no se abre, y Minnie llama una y otra vez, y Susan cierra el coche, se acerca a Minnie y le pregunta si hay otra ventana o una puerta trasera; Minnie la lleva hacia el lateral, a la ventana de la cocina, desde la que apenas se ve la calle, y Susan hace visera con las palmas y las coloca sobre el cristal para que no le dé el reflejo, y Minnie se pone de puntillas para ver, pero no llega, le faltan por lo menos treinta centímetros, y Susan nota cómo el aire frío de noviembre, que no hace más que arreciar, se le cuela bajo la camiseta, llegado de Montreal y del lejano Ártico que todo lo congela, menos el tiempo.
14Nick Virgilio.
15Chris Norman & Suzi Quatro, del álbum A Stranger With You, que ocupó el número 4 de la lista de éxitos de 1979.
16Parecida a la marca Zwan.
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