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strandja

La última cordillera del sureste de Europa. Superficie: 10 000 kilómetros cuadrados. Antigüedad: trescientos millones de años. Comienza en el mar Negro por el este y disminuye hasta acabar en las llanuras tracias hacia el oeste. Se formó poco a poco gracias al choque y la separación de las placas euroasiáticas, cuyo último y drástico resultado fue el estrecho del Bósforo. Los cañones fluviales de Strandja le deben su forma al continuo hundimiento de la costa del mar Negro. Aunque el pico más alto de Strandja mide solo 1 031 metros, ahí arriba te sientes cerca de las estrellas, muy cerca. En la zona turca, a la cordillera la llaman Yildiz, la estrellada.

Como Strandja no experimentó la última edad de hielo, sus hábitats conservan plantas de la era terciaria, por lo que es un auténtico museo al aire libre de especies reliquia, incluyendo el clásico y original Rhododendron ponticum, que se planta en otras partes del mundo pero que ha vivido aquí de forma continua desde el Terciario. Veintitantas especies de reptiles crían en este paraíso de aves, anfibios, reptiles y mamíferos donde hay algo seguro: aunque las personas son escasas, nunca estás solo en el bosque.

Strandja conserva todavía lugares de culto megalíticos y otros misteriosos restos de los antiguos tracios, que dejaron vestigios no escritos de su existencia. Los escasos restos escritos que existen son enigmáticos, como esta amistosa inscripción en piedra del siglo ii a. C., en griego: «Forastero, tú que has venido hasta aquí, ¡cuídate!». Para los antiguos griegos, los tracios eran extranjeros –los «recién llegados, de las tierras más remotas», escribió Homero en la Ilíada5, si es que se pueden considerar recién llegados a tribus que estaban ya bien establecidas en estas tierras en el 4000 a. C. Aunque no fue hasta mediados del segundo milenio a. C. cuando se convirtieron en una población étnica cohesionada. Homero fue el primero que mencionó a los tracios y escribió sobre su rey Reso, cuyos ejércitos aparecieron junto a los troyanos en la guerra greco-troyana, con sus caballos blancos como la nieve y «veloces como el viento» y sus cuádrigas de oro y plata que «parecían algo que ningún mortal debería llevar, pues eran propias de dioses inmortales». Volveremos a lo del oro.

Antes del siglo xiv d. C., cuando aparecieron los turcos selyúcidas, Strandja estaba salpicada por la cambiante frontera bizantino-búlgara, y en alguna parte de Strandja estaba Paroria, el complejo monasterial del gran anacoreta Gregorio del Sinaí. Su influyente y quietista filosofía del hesicasmo fue la primera forma de rezo psicosomático parecida a la meditación extática. Pero Paroria desapareció sin dejar rastro.

Tradicionalmente, los habitantes de Strandja hablaban búlgaro y griego y vivían de los molinos, la explotación forestal, el carbón y la construcción de barcos, pero las dos grandes riquezas de la montaña eran el oro y la ganadería. Dentro del Imperio otomano (1300-1900), Strandja gozaba de un estatus especial: como era propiedad de la familia del sultán estaba casi exenta de impuestos y libre de colonizadores extranjeros. De hecho, desde la antigüedad hasta las guerras de los Balcanes (1912-1913), la población de Strandja ha estado muy aislada. Hoy en día, la frontera búlgaro-turca disecciona las cordilleras. Si contamos a las personas que hay en ambos lados, en Strandja solo viven cerca de ocho mil personas.

Sobre el tema del oro. A los tracios les encantaba y lo extraían en Strandja de manera extensa, y tanto buscadores de tesoros como arqueólogos siguen encontrando artefactos de oro puro increíbles. Fue en estas costas pónticas donde, en el 4600 a. C., las primeras joyas de oro de la humanidad, joyas que podían lucirse en el cuerpo, se colocaron en una necrópolis (la Necrópolis de Varna). Las antiguas minas revelan también una intensa extracción de plata, cobre, hierro y mármol, sobre todo después de la guerra de Troya. Hay quien dice que Strandja es como un queso suizo gigante lleno de viejos túneles y secretos subterráneos sellados.

Conocer estos datos sobre Strandja parecía ser un buen comienzo, hasta que llegué al pueblo del valle.

El pueblo del valle

El pueblo del valle estaba al final de la carretera. Se descendía a él a través de un bosque mixto que era la última reserva protegida de los Balcanes. Las caras de los ciervos aparecían y desaparecían en la luz verde y los pájaros carpinteros golpeteaban mensajes en código.

Alquilé una casita de dos plantas en la última calle, construida hacía poco por sus ausentes propietarios. Las dos casas que tenía al lado estaban abandonadas y sus jardines repletos de frutales silvestres que arrojaban peras doradas a mi patio. Una tortuga cruzaba el césped por la mañana y volvía a cruzarlo al atardecer. Las casas abandonadas tenían tres siglos de antigüedad y revestimientos de madera, y también una curiosa teja extraíble en el tejado para dejar entrar la luz, o tal vez para espiar a los vecinos.

Hasta la década de 1990, allí habían vivido dos mil almas; ahora eran menos de doscientas. La escuela permanecía vacía con sus ventanas rotas, y también la panadería, la tienda de comestibles y los edificios militares. Los meandros del río se desbordaban dos veces al año, además de desbordar el propio pueblo, y hasta el siglo veinte la gente conservó una tradición del Antiguo Egipto: recogían los residuos fértiles de la crecida del río con artilugios hechos a partir de ramitas entretejidas y sujetos a los nogales que bordeaban las orillas. Los nogales seguían ahí, cargados de amargos frutos verdes.

El pueblo fue bautizado con el nombre del mercader griego que lo fundó, ya que fue un pueblo de habla griega hasta las guerras de los Balcanes, cuando millones de personas perdieron una patria o peor, y ganaron una casa vacía en un país extranjero con las cazuelas todavía calientes. En el triste carrusel llamado «intercambio de poblaciones», los hablantes de griego de los pueblos cercanos al mar Negro como este habían huido a los pueblos de los alrededores de Tesalónica, y en su lugar llegaron refugiados búlgaros procedentes de Turquía. Los musulmanes de ambos países fueron expulsados a Turquía. Esta catástrofe civil fue solo el estribillo del largo canto fúnebre del Imperio otomano.

Una impresionante iglesia ortodoxa, antes llamada Constantino y Elena en honor a los santos protectores locales, resaltaba en la línea del horizonte con su campanario de madera. Los iconos habían permanecido intactos desde que los griegos se habían marchado cien años atrás, dejando un regalo involuntario para los búlgaros que llegaron. Poco después, hubo un incendio en la iglesia. La gente del pueblo lo contempló hasta que oyeron gritos humanos y entonces corrieron hacia las llamas, pero allí no había nadie; los iconos estaban gritando.

Más allá de mi jardín, solo había antiguos caminos ganaderos y colinas boscosas hasta llegar a Turquía. Por la noche, los chacales se acercaban a los alrededores del pueblo y aullaban, y los perros del pueblo respondían a sus aullidos con más aullidos en una orquesta infernal. Como no podía dormir, me senté en el balcón y seguí los ojos amarillos que había en los alrededores del bosque. Unos avispones del tamaño de gorriones invadieron la casa y los aplasté con libros rusos de tapa dura que había en las estanterías porque, según dicen, el aguijón de un avispón puede matarte. Guerra y paz resultó ser ideal.

Mi vecino más próximo al otro lado de la calle era un antiguo jugador y campeón de baloncesto muy alto. Había perdido a su mujer y a su hijo y pasaba los veranos aquí, en la antigua casa familiar, aunque su jardín tenía el mismo aspecto descuidado del resto. Se le iluminó la cara cuando me vio:

—¿También te has enamorado de Strandja?

No esperó mi respuesta.

—Ya lo verás. Quédate otra semana más y no serás capaz de marcharte. O te irás y te pondrás enferma. Así se las gasta la montaña.

Me eché a reír demasiado pronto.

La plaza del pueblo era destacable por dos cosas. La primera, un anillo de piedra construido en el suelo donde una vez al año, en el panagyr o fiesta del pueblo, se encendía un fuego y los adoradores del fuego, llamados nestinari, pisaban las brasas mientras sujetaban iconos. La segunda, un café-bar que era una especie de cuartel general del chismorreo. Desde aquí se avistaba a los recién llegados, que incluían a los turistas que se dirigían a Estambul y cuyos sistemas de navegación por satélite los habían traído hasta aquí porque era el camino a Turquía más corto a vuelo de pájaro. La gente llamaba a este local La Disco, porque en el sótano había un poste de hierro anclado en el suelo que servía como pista de baile, aunque no vi bailar a nadie nunca.

Los propietarios eran una pareja local: un hombre hablador y rollizo de rasgos pequeños llamado Blago y la esbelta Minka, una mujer de pocas palabras. Te ponía lo que habías pedido en la mesa con un cortante y fatalista «Que aproveche». Detrás de sus ojos grises parecía haber sueños monolíticos, como si su rostro hubiera sido esculpido a partir de las colinas, joven pero anciana.

Blago se pasaba el día sentado y fumando, con aquella cabeza rapada que recordaba a un faro. Me contó cómo, en su niñez, que también había sido la mía, cuando los griegos vinieron a visitar los hogares de sus antepasados, la milicia popular agrupó después a los niños y les preguntó: «¿Habéis cogido alguna cosa de los griegos?». Los niños no pudieron mentir, así que la milicia les confiscó los chicles, los bolígrafos y el chocolate y luego les rapó la cabeza.

—Para enseñarnos lo que era coger cosas de los capitalistas —dijo Blago y resopló—. No pongas esa cara. Era lo normal. Como cuando nos convocaban en la plaza siempre que pillaban a algún sándalo en la alambrada. Teníamos que verlo.

—¿Ver qué?

—Los maltrataban —dijo—. Todavía puedo recordarlos como si fuese ayer. Jóvenes. Esposados. En sandalias. A veces ensangrentados por los perros. Recuerdo su ropa oscura para camuflarse con el bosque. Ése era el enemigo, decían nuestros policías. Y nosotros nos lo creíamos. Porque si no, no se habrían metido en semejante lío, ¿no?

Blago apagó el cigarro.

—Que aproveche—. Minka me puso una ensalada delante y se sentó a contemplar las colinas.

Minka había sido testigo de lo que llamaba «la caída libre» de su precioso pueblo. Existían dos motivos: la Guerra Fría y la frontera, que parecían ser lo mismo.

En otoño de 1944, el Ejército Rojo llegó, y Bulgaria, convulsionada hasta entonces por una alianza homicida con la Alemania nazi, se convulsionó ahora por un golpe de Estado suicida, que se completó con los tribunales populares que repartían condenas a muerte con un desenfreno soviético. Había sido una economía agraria (la Unión Agraria era el partido más grande, y cerca de un 70 por ciento de las personas trabajaban la tierra), pero en cuanto el Partido Comunista asumió el poder absoluto, la colectivización comenzó. Por supuesto, la colectivización era un eufemismo del robo por parte del Estado, pero aquellos que lo señalaban eran asesinados, exiliados, enviados a campos de trabajo o silenciados de otra forma. La Unión Agraria fue ilegalizada, así como el Partido Socialdemócrata de los Trabajadores y todos los demás. Los que perdieron su tierra, que fueron todos los que tenían tierras, tuvieron dos opciones: emigrar a las fábricas de las nuevas ciudades del plan quinquenal o seguir trabajando una tierra que ya no era suya y cumplir con las imposibles cuotas del plan de cinco años que duró cuarenta y cinco.

Mi bisabuelo era uno de los viticultores modernos del país y cofundador de Gamza, una próspera cooperativa vinícola de la zona norte de la cordillera de los Balcanes. De la noche a la mañana se convirtió en «enemigo del pueblo», escapó de la ejecución por muy poco y lo despojaron de su pensión; pasó sus últimos diez años compartiendo un piso diminuto en Sofía con su hija, que lo mantenía, aunque nunca perdió el brillo en los ojos ni su gusto por el vino. Curiosamente, y a pesar de esta rápida y furiosa industrialización, las exportaciones principales siguieron siendo las mismas: tabaco, frutas y verduras, productos que Bulgaria suministraba a todo el bloque del Este.

Con el tiempo, la industrialización produjo los resultados que tendrían que haber sido el motor de la revolución que no fue: en este país tan rico en tierras afloró una sociedad en la que la población rural y la urbana se vieron desposeídas por igual.

—Es un poco irónico —dije.

—Eso es la historia para ti —dijo Blago con una sonrisita—. Lo único que hace es fabricar ironías.

—Vivir aquí es como un chiste sin la frase graciosa —dijo Minka.

La familia de Minka había vivido en el pueblo desde siempre; como a todo el mundo durante la época de la Guerra Fría, no les estaba permitido vivir o trabajar en ninguna otra parte. Pero si vivías aquí también necesitabas un sello especial del Ministerio de Asuntos Internos porque se trataba de una zona fronteriza.

—Trabajando de forma forzada. Marcados —dijo Minka con una expresión imperturbable—. Aun así, aquella época era mejor. Simplemente porque había gente. ¿Y ahora?

Para la década de 1970, la industrialización había sido un éxito, en el sentido de que se habían construido muchas grandes estructuras, incluyendo embalses como el que había inundado la antigua ciudad de Seutópolis, el yacimiento tracio más grande que se ha excavado hasta la fecha. Era lo justo: el comunismo iba con prisa, no tenía tiempo para cuestiones tan burguesas como el pasado o el medioambiente. Pero con toda esta laboriosa actividad en marcha, los pueblos y las ciudades fronterizos fueron desangrándose y perdiendo la vida. A finales de la década de 1970 y principios de la de 1980, el Estado intentó darle un empujón a la economía local abriendo minas de cobre y ofreciendo vivienda prácticamente gratis. Pero fue demasiado poco y demasiado tarde.

Luego, con la brutal caída en picado del poscomunismo de la década de 1990, el mercado libre arrasó de la noche a la mañana las viejas estructuras de la economía planificada. El ejército fronterizo se levantó y se marchó. La gente emigró en masa. La naturaleza salvaje se cerró sobre la tierra como después de un apocalipsis.

—Ya no hay forma de ganarse la vida —dijo Minka—. La única esperanza es el ecoturismo.

—Pero mira las carreteras —dijo Blago.

Había tantos baches en las carreteras, que tenías que echarte un rato en una habitación a oscuras después de cada trayecto en coche.

Tirado en un rincón del jardín del alcalde había un viejo letrero pintado a mano:

¡Viva la unión internacional de las clases obreras, de todas las fuerzas del progreso unidas en la lucha contra el imperialismo por la paz, la democracia y el socialismo!

Una utopía que había salido mal justo por las razones por las que debería haber salido bien merece un minuto de silencio y muchos de reflexión, y aquí había salido aún peor que en otras partes, por eso la visión de las cosas de los lugareños era algo que solía experimentarse en la guerra: el desengaño colectivo. En el pueblo del valle no había socialistas de salón, ni antiglobalistas, ni anticomunistas, ni anticapitalistas. Solo supervivientes. Las mujeres eran mayores, los hombres solitarios y los niños habían desaparecido. Olvidados por la justicia, los supervivientes celebraban los pequeños éxitos, y la vida en el pueblo del valle era agradable y discontinua.

—Estoy a cargo de un pueblo moribundo, de una muerte anunciada —dijo el alcalde. Se había unido a nosotros en las mesas de fuera para tomar un café—. Como decía mi tía abuela cuando la lectura de las brasas no era buena, cherna chernilka, negro-negrísimo. Lo único que está en mi mano es hacer que la vida de la gente sea lo mejor posible, y no es algo difícil, son felices con muy poco.

Su tía abuela se había dedicado a leer fortunas, pero el alcalde era un hombre pragmático. Era un mecánico de coches que se había pasado la vida en Burgas con grasa hasta los codos, e iba por ahí en chancletas y pantalones cortos arreglándole el coche a todo el mundo sin cobrar nada por ello. Pero ni siquiera un pragmático podía evitar tener sueños de vez en cuando, y amaba tanto su pueblo que había construido un parque infantil para los niños ausentes.

*

Pasaba día y noche en La Disco contemplando cómo las águilas flotaban inmóviles sobre las colinas y esperando que ocurriera algún milagro. Los milagros aquí parecían ser tan inevitables como los desastres. Pasé tardes explorando la biblioteca del pueblo, donde la literatura que se había publicado en mi adolescencia estaba ordenada alfabéticamente en las estanterías y un bibliotecario se encargaba de abrirlas y cerrarlas con llave, a pesar de que solo tres personas usaban la biblioteca con frecuencia: un amable expastor de noventa años que me dijo de forma confidencial que una vida de libros y colinas es la única vida que vale la pena, la rusa guapa y Nedko.

La rusa guapa trabajaba en silvicultura marcando árboles y encargándose del mantenimiento de los caminos con otras dos personas. Una de ellas era un conocido gaitero, un hombre rollizo y de cara rubicunda que no se separaba jamás de su gaita. Se la llevaba al trabajo y, durante los descansos para comer, solía sacar su pequeña petaca de rakia, se sentaba en el tronco de algún árbol y tocaba las antiguas y agridulces melodías de Strandja.

—Cuando la gaita abre la garganta, todos olvidamos nuestros problemas —dijo la rusa guapa—. Y, de todas formas, los árboles son una compañía mucho mejor que los humanos.

Estaba casada con un matemático que en su momento había sido brillante y que ahora era un hombre que se bebía media botella de rakia a la hora del almuerzo. Tenían tan poco dinero que ella no había podido volver a Rusia en treinta años. Una mañana, se inclinó sobre su café y suspiró:

—No dejes la colada en el jardín durante la noche.

—Sí —dijo Nedko—. Mi madre también lo dice.

Nedko era amigo suyo. Era un chico guapo de ojos azules y rostro bronceado. Había sido cocinero en un restaurante, pero se había visto obligado a pasar una década entera cuidando de sus padres enfermos. Los treinta se le habían acabado ya, su madre seguía postrada en la cama y, a pesar de que no había duda de que él la quería muchísimo, tenía el aspecto atormentado que otorga la responsabilidad. Vivía en una casa en lo alto del pueblo con una vista inmensa de las boscosas colinas que te llenaba de una profunda alegría.

—Hay mujeres que deambulan por el pueblo durante la noche y echan agua maldita y tierra de cementerio en la ropa de la gente. Te pones la ropa y estás maldito —dijo él.

—No te rías —dijo la rusa guapa—. Un día encontré un crucifijo negro en mi puerta. En mi ignorancia, lo cogí. Fue hace veinte años. Desde entonces solo he tenido mala suerte. No cojas jamás un crucifijo del suelo con las manos.

—Aquí hay mujeres —dijo Nedko— que echan el mal de ojo. No pueden evitarlo.

—¿Quiénes son?—. Miré a mi alrededor, ya sin reírme. La verdad es que una de las mujeres ancianas me había mirado de una forma que me había dejado completamente helada.

Nedko meneó la cabeza. —No se puede decir sus nombres. Pero todo el mundo lo sabe.

En otra mesa estaba sentado S., un afable emigrado jubilado que había vivido en Polonia durante treinta años pero que volvía a casa de sus padres todos los veranos.

—No sé por qué —dijo—. Aquí estoy más solo que la una.

Conducía un brillante Land Rover y alardeaba de que tenía tantos hijos como nietos, tantos coches como casas, y de que, desde muy joven, había tenido una suerte increíble con las mujeres. Había crecido en los barracones que había tras la alambrada de espino con su padre, que era guardia fronterizo. Había visto de todo con sus ojos infantiles. Por ejemplo, a un alemán que usó un detector de metales para burlar la alarma de la alambrada de espino; los guardias lo descubrieron con el siguiente alemán que trató de hacerlo con menos éxito.

Los soldados eran idiotas y estaban aburridos, dijo el emigrado, y se entretenían cazando jabalíes y haciendo salchichas con ellos. Y había un gran problema, dijo el emigrado meneando la cabeza, ni una sola mujer. De vez en cuando, la visita de una esposa o de una puta. Él no habría durado, habría intentado escapar.

—Ahora que lo pienso, sí escapé, claro que lo hice—. Se echó a reír con amargura. —Hui de esos malditos comunistas que lo envenenaban todo con su mirada. ¡Eso sí que era mal de ojo! Daba igual lo bien que lo pasaras. Y tenía una suerte increíble con las mujeres.

S. me cayó bien y me pregunté por qué su mujer polaca no venía nunca con él.

Un domingo se celebró una fiesta en La Disco. Se había colocado un rellano de cemento en la casa de alguien, un pequeño éxito que había que celebrar. Minka estaba cocinando en el sótano y todo el mundo se había sentado fuera en una mesa larga.

Las madres ancianas masticaban trozos de cerdo, tomaban tragos de rakia y se reían, dejando al descubierto los dientes que les faltaban. Habían enterrado maridos y más; podían permitirse reír.

Un acordeonista se sentó en el centro; su apodo era El Pequeño6 , pero no era pequeño, tenía una estatura normal. A su lado estaba su hijo, un chico de pómulos marcados y mirada desconfiada, de carácter reservado. No como el Gran Stamen, que era tan grande que se salía de las chancletas; su risa era como un disparo en el oído. Su sonrisa era puro apetito, como la de un caníbal joven y amable. La mesa, la jarra de cerveza, este pueblo, todo se le quedaba pequeño. Durante la semana manejaba una máquina forestal en el bosque, algo apropiado para un gigante. Como todo el mundo aquí, el Gran Stamen era descendiente de refugiados procedentes de pueblos al otro lado de la frontera, en Turquía, donde las casas familiares abandonadas iban desmoronándose a medida que pasaban las estaciones.

—Eh, Pequeño —le dijo alguien al acordeonista—, ¿cuál es tu canción favorita?

—¡«El comunismo ha acabado»! —estalló Stamen y todos se rieron, excepto un par de personas que echaban de menos el pasado porque el presente era muy malo.

—No —dijo El Pequeño—, mi favorita es esta.

Y tocó una canción sobre un pastor que tiene un secreto pero solo puede contárselo a las colinas. El Pequeño había sido pastor de cerdos y, antes de perder su granja y convertirse en empleado del servicio forestal estatal, su voz se había escuchado por todas las colinas, a todas horas.

—Todavía sigo cantando, ¡y lo hago cada noche, oh, sí! —dijo—. Porque bebo y no puedo beber sin cantar.

Cada vez que abría su antiguo acordeón alemán y las venas de su cuello se tensaban y cantaba con su voz de enfisema, temía que fuera su última canción. Todo el mundo bebía mucho. Todos excepto D., que estaba sentado en un extremo y bebía Fanta. D. tenía cuarenta años y unas maneras suaves, amables. Había sido cocinero en los complejos turísticos de la costa hasta que, una noche en el pueblo, se enfadó estando borracho y golpeó a un hombre hasta hacerlo papilla. No hacía mucho que había salido de la cárcel; se había hecho apicultor hacía poco y aquel verano había conseguido su primera cosecha de miel de Manov, una valiosa variedad que las abejas recogían del bosque de robles. Antes de que me marchara, me dio un panal lleno de empalagosa miel negra. Él no tocaba la miel, era como si su penitencia le impidiera experimentar demasiado placer.

La siguiente canción la pidió un policía joven. Iba de patrulla por las ciudades y complejos turísticos de la zona sur del mar Negro. —¿Cómo es el trabajo? —le pregunté.

—Una locura en verano —dijo— y tranquilo en invierno. La mayoría son borrachos. Los británicos son los peores borrachos. Sus mujeres son como elefantes cabreados.

La policía búlgara, en un guiño al pasado, trabajaba hombro con hombro con las patrullas policiales alemanas a lo largo de este último puesto fronterizo de Europa, porque era el final del recorrido para todo tipo de prófugos, contrabandistas y malhechores internacionales.

—Vienen aquí a esconderse —dijo señalando las oscuras colinas que emergían por todas partes—. Y míralo. ¡Es perfecto!

Pronto cogería su arma y su coche y cruzaría el bosque rumbo a Tsarevo para su patrulla nocturna. Pero ahora tocaba un tambor gigantesco de piel de cabra y sus palillos eran dos antenas de coche rotas.

Alguien pidió una balada folk llamada «Nueve años», que contaba la historia de un hombre enamorado de una mujer que le echa una maldición a todo hombre lo suficientemente loco como para vivir con ella. Después de nueve años, los hombres se consumen y mueren. La madre del protagonista le suplica que no vaya con ella. —Pero ¿qué son nueve años, madre? —dice él—. ¡Ya he echado a perder toda una vida sin ella!

Algunos hombres tenían novias en otras ciudades, algunos estaban divorciados y otros no tenían a nadie. Las mujeres eran viudas o estaban casadas, como Minka y la rusa guapa. «Nueve años» era un tema lento y el ambiente cambió, la pena se volvió opresiva, como si las pérdidas de todos se juntaran allí de repente. Las colinas se oscurecieron con nubes de tormenta.

Ivan se removió en su rincón y echó mano a su rifle. Era el más joven de todos, un guardia fronterizo con una expresión completamente ausente. Cuando el último acorde se acercaba a su final, cruzó la plaza vacía con resolución. El terror me atenazó la garganta, y entonces colocó el rifle en posición, apuntó a la tormenta que se avecinaba y disparó una, dos, tres, cuatro, cinco veces. Los cartuchos vacíos cayeron en el anillo de cemento para el fuego.

Volvió y apoyó el rifle en la pared.

—Eso está mejor —dijo, y se sentó.

—Yo necesito muchos más cartuchos para sentirme mejor, pero no es el momento —bromeó Stamen y la tensión se disipó. El acordeonista se limpió la cara con un pañuelo. Estaba segura de que mis tímpanos no volverían a ser los mismos.

—Esto es lo que la vida de soltero le hace a nuestra cabeza —dijo Stamen empujando un plato de cerdo hacia mí—. Come. Lo que necesitamos son mujeres, mujeres agradables que puedan cantar. ¿Por qué no te quedas?

—O al menos ven una vez al año, como yo —dijo el polaco emigrado.

—Todas estas grandes casas vacías —dijo la rusa guapa—. Pidiendo gente a gritos.

—Nuestra iglesia no ha visto una boda en veinte años —dijo la madre de Stamen.

Entonces, los cielos se abrieron y una cortina de agua cayó sobre la plaza vacía. La mesa se dispersó. Me fui a casa y recogí mi colada del tendedero antes de que anocheciera. No creía en el mal de ojo, pero por si acaso, por seguridad.

Cuando la lluvia paró, me senté en el balcón a esperar que los chacales emergieran de la niebla, y la idea de tener que dejar este pueblo, como acababa haciéndolo todo el mundo tarde o temprano, se me clavó de tal forma, me dio tanta pena, que yo misma podría haber aullado.

agiasma

Palabra griega que significa manantial sagrado y curativo. En el pasado, los manantiales eran lugares de culto para los tracios, cuya adoración a la diosa Madre se encarnaba en los santuarios, similares a una matriz, y las húmedas grutas de Strandja, donde se recibían los rayos del dios Sol, hijo y amante de la diosa.

Miles de años después, la relación humana con los agiasmas perdura, tal vez porque el agiasma hace de mediador entre el reino material y el reino mágico, entre la noche del invierno y la incubación (Caos) y el sol del verano y el renacimiento (Cosmos).

A partir del mes de mayo, el agua comienza a fluir libremente. Los agiasmas se han abierto, dice la gente. Se acude a ellos para lavarse la cara y la conciencia, curar males y maldiciones y dar la bienvenida a la nueva estación. Si cuelgas una tira de tela de tu ropa en un árbol próximo, dejarás atrás tu enfermedad o una pequeña parte de tus penas. Los árboles acaban tan cargados de telas que en invierno, cuando los manantiales cortan su flujo, las gruñonas autoridades van a limpiar el desastre.

Una mañana, me llevaron a un lugar en lo más profundo del bosque fronterizo. Lo llamaban el Gran Agiasma.

Todo comienza con un manantial

La excursión al Gran Agiasma comenzó en La Disco. Me uní al convoy que se deslizaba por el cañón hasta un lugar fuera del mapa. Aquel lugar era un claro en el bosque fronterizo atravesado por pistas de caza y carreteras ganaderas. Más allá de los barracones fronterizos abandonados e infestados de serpientes donde el afable emigrado polaco había pasado su infancia y cuya entrada de baldosas rotas estaba decorada con un fantasmagórico eslogan:

En la frontera nacional, orden nacional

Viajé en una furgoneta de la época soviética con mujeres del pueblo. El conductor hizo lo que pudo con la carretera desenterrada, pero aun así saltamos arriba y abajo en aquellos duros asientos hasta que los dientes restantes de la boca colectiva castañetearon. Las mujeres llevaban iconos apoyados en el regazo, como si fueran niños, «vestidos» con encajes y tela roja, pero cuando les eché un vistazo por debajo, me sorprendieron sus caras humanas con ojos expresivos.

—Algunos son muy antiguos —dijo una mujer de rasgos anchos y masculinos. Los iconos más antiguos tenían tres siglos. Las mujeres los cuidaban como si fueran huérfanos.

—Por eso solo los sacamos de la iglesia el día de Constantino y Elena —dijo una mujer llamada Despina. Vivía en mi calle y tenía un jardín exuberante y un marido postrado en cama.

—¿Qué tal lo estás pasando en nuestro pueblo, corazón? —dijo otra mujer que siempre estaba comiendo chicle. Me caía bien; tenía una expresión franca que decía Esas cosas pasan—. Pronto habrá cerezas. En la ciudad no hay cerezas como estas.

—Puede que tengan cerezas en Escocia —dijo Despina.

—No, en Escocia tienen whisky —corrigió la mujer del chicle, y me guiñó un ojo—. Y los hombres llevan faldas de cuadros, ¿a que sí?

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