Kitabı oku: «Frontera», sayfa 4

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—Oh, cartas, cosas en sobres—. Me guiñó un ojo. —Nada siniestro.

Había estado en nómina de la Seguridad del Estado. El Centro Cultural de Berlín era un señuelo detrás del cual se llevaba a cabo el trabajo «cultural» de verdad: espionaje, contrabando y desviación de fondos públicos.

—Ya veo que eres una ingenua. Las cosas no eran tan blancas o negras —continuó con una repentina pasión—. No había inocentes, solo oportunistas. Iban pidiéndolo a gritos, intentaban engañar al sistema. Pero el sistema era más listo. ¿Crees que los lugareños eran inocentes? ¡Ja! Coge a un pastor local, un alma sencilla. El tipo de persona en la que un fugitivo joven que se muere de hambre y de frío y que está perdido en el bosque puede confiar cuando el pastor le dice «quédate aquí, te traeré algo de comer». Entonces va y se lo cuenta a los de la patrulla fronteriza. Esposas y auf wiedersehen. Y al pastor le regalan un reloj. Un reloj soviético. Así eran los amables lugareños.

Un reloj soviético a cambio de una vida humana.

—¿Ves esa torre de ahí?—. Señaló la antena de transmisión en lo alto de la colina más cercana. —El Estado la usaba para escuchar a escondidas. En el resto del país bloqueaban la transmisión de ondas, pero aquí, en la frontera, las sintonizaban y escuchaban.

Su mujer había cerrado los ojos y estaba concentrada en su baño de sol.

—El Estado comunista y sus protegidos se llevaron miles de millones. Robaron todo lo que pudieron robar del país. Se llevaron antigüedades y fortunas enteras dentro de maletines. ¿Y sabes por qué muchas de esas mismas personas han aguantado en el poder hasta hoy? Porque son profesionales. No se les puede vencer.

—¿Y tú? —dije—. ¿Qué me cuentas de ti?

—¿Yo?—. Levantó las manos para expresar neutralidad. —Me quedé en el extranjero—. Señaló a su esposa con la cabeza. —Volví hace solo un par de años. Para vivir la buena vida. Pero no es posible.

—Los gitanos —dijo su mujer—. Odio a esos gitanos.

—No solo ellos. Es todo el mundo. ¿Estás sola? Debes mantenerte alejada de los hombres de los Balcanes. Son muy malos.

—Sí —dijo su mujer abriendo un ojo con gesto coqueto—. Los hombres de los Balcanes son malísimos.

Se quitó la parte de arriba del bikini y, por un horrible instante, pensé que iban a proponerme un trío. Tenía los pechos tan bronceados como el resto del cuerpo.

—Machistas, racistas, retrógrados, chovinistas —dijo él. Entonces se volvió hacia mí—. ¿Quién te paga por esto? Alguien tiene que estar pagándote.

—Soy escritora —dije—. Por desgracia, nadie me paga por nada.

Rio cínicamente y meneó la cabeza.

—En los buenos tiempos teníamos métodos para la gente como tú —dijo.

—¿A qué te refieres con la gente como yo?—. Ya había entendido lo de métodos.

—Progresistas —dijo—. Gente que va por ahí haciendo preguntas. Es una pena. Fue una época dorada en muchos aspectos.

Era hora de darles las gracias por el zumo. Alargué la mano para coger la hoja con su dibujo.

—Deja que te dé mi número —dijo él—, por si se te ocurre alguien que pueda comprar la casa.

Me quitó la hoja, arrancó una esquina y garabateó algo en ella, luego rompió el resto en trozos pequeños e hizo un montoncito con ellos sobre la mesa de cristal.

Su reloj no era soviético, era suizo.

—Vuelve alguna vez —dijo su mujer con una sonrisa. Me pregunté cuánto de aquello entendía o si le importaba siquiera, pero no era el momento.

Él cruzó la puerta electrificada conmigo hasta llegar al coche y, cuando estaba ya sentada al volante, se inclinó hacia mi ventana abierta y dijo de pasada:

—No vayas por ahí removiendo el pasado, bonita. No le interesa a nadie.

—A mí me interesa —dije.

Dio un golpecito en el techo del coche como despedida.

Las únicas personas que vi de camino al pueblo fueron dos hombres llenos de arrugas sentados en un banco desplomado y enfundados en esos conjuntos de color azul desteñido típicos de los obreros y que el Estado solía dar «gratis» a la gente, como hacen las cárceles con los reclusos. Si los tocara, tal vez descubriera que algún mecanismo interno se había parado en el tiempo, hace unos veinticinco años exactamente.

Volví al cheshma y vacié mi botella con una mano temblorosa. La puse bajo el chorro durante un buen rato y dejé que rebosara antes de mirar la esquina arrancada donde había escrito su número.

Pero no había ningún número, únicamente un mensaje que decía: «Solo tienes una vida».

415

El número de turistas extranjeros «desaparecidos» entre 1961 y 1989, según citan distintas fuentes en base a los registros de los archivos del Ministerio del Interior búlgaro. No sé si este es el número auténtico, pero sí sé que ni un solo soldado ni político ha sido procesado por ello. A muchos de esos 415 los enterraron en tumbas sin nombre los mismos soldados que los habían disparado. Eran alemanes, polacos, checos, húngaros, chechenos y otros ciudadanos de la Unión Soviética, generalmente parejas jóvenes, viajeros en solitario o dos amigos. Las razones por las que dieron este desesperado paso eran diversas: la sensación de estar atrapado socialmente, disputas familiares, problemas amorosos, eludir el servicio militar, el deseo de reunirse con la familia o la persona amada que estaba en el Oeste. Bulgaria tenía una engañosa reputación de amabilidad por su «frontera verde», mucho más fácil de cruzar que el muro de Berlín. Las víctimas más frecuentes de esta frontera, sin embargo, eran los búlgaros; durante el transcurso de la Guerra Fría, cientos de ellos se llevaron un tiro, a veces mujeres y niños. También escaparon cientos de ellos.

Entre otras nacionalidades, las cifras más altas procedían de la rda. Los intentos de los alemanes del Este por cruzar esta última frontera entre el Pacto de Varsovia (Bulgaria) y la otan (Turquía y Grecia) se estiman en torno a 4 000. De ellos, el 95 por ciento eran arrestados por los guardias fronterizos búlgaros y se les imponían penas de prisión. Uno de ellos era un joven dj de Leipzig llamado Thomas: los perros lo habían atacado y le habían pegado un tiro en la pierna 1981. El ejército lo llevó al hospital de Burgas, donde se la amputaron antes de repatriarlo. Volvió treinta años después para pisar justo ese punto de la alambrada donde su cuerpo y su vida habían cambiado para siempre, y para encontrarse con la enfermera que había cuidado de él en Burgas.

Burocráticamente, los alemanes eran un caso especial: los dos gobiernos hermanos firmaron un acuerdo «para evitar que los ciudadanos de la República Democrática Alemana escaparan al oeste a través de la frontera de la República Popular de Bulgaria, detener a los infractores de la ley y entregárselos a los correspondientes órganos de poder», y a finales de la década de 1960 –según se ha dicho– la Stasi fue más allá: creó un fondo, a través de su embajada en Sofía, para premiar a los soldados búlgaros que mataran a los ciudadanos alemanes errantes. Había otros incentivos: medallas por «servicios excepcionales», permisos extra y a veces incluso vacaciones en la rda.

Una de las últimas víctimas de esta frontera fue un chico de 19 años de Leipzig llamado Michael que fue ejecutado por un guardia de veinte años con un disparo a bocajarro en la mejilla y murió desangrado a cien metros del territorio griego. Fue en julio de 1989, cuatro meses antes de la caída del Muro de Berlín. Sus padres, divorciados, viajaron a Sofía para ver su cuerpo y su madre pasó el resto de su corta vida intentando que procesaran al guardia. Michael había estado toda la adolescencia planeando su huida de un futuro ya escrito. Se había llevado consigo todos sus ahorros: 790 marcos y una moneda de oro.

Alambrada en el corazón

Era una casa de pueblo corriente y destartalada con una valla baja de piedra, botas de agua de goma en la puerta y un cartón tapando una ventana rota. El jardín susurraba con sus rosas y sus pequeñas manzanas tempranas que te llenaban la boca de acidez cuando les pegabas un mordisco. El aguardiente casero de ciruela fermentaba en cubas de cien litros cerca del grifo exterior. El perfume leñoso de los bulbosos y dulces tomates corazón de buey me alcanzó desde la puerta cuando alargué la mano para abrirla.

Aquí vivía un anciano al que quería ver porque durante las décadas de 1960, 1970 y 1980 había sido cabo en la 7ª división del ejército fronterizo.

No vayas, me advirtieron los lugareños, no está bien de la cabeza. Nadie habla con él, no tiene amigos, arrastra la mala suerte desde que hizo aquellas cosas.

Al otro lado de la puerta había un gran monolito de piedra conmemorativo dedicado a un guardia fronterizo que había sido, como rezan las palabras favoritas de la autocompasión balcánica, «asesinado salvajemente por los turcos» en 1948. Este era su padre, y luego afloró la retocada historia de un héroe, aunque no había sido ningún héroe, sino un espía traicionado por sus colegas y llevado a la fuerza a Estambul. Era un rompecabezas de maquinaciones y agentes dobles en el que estaban implicadas las contrainteligencias búlgara, soviética y turca, y daba la impresión de que aquel salvaje asesinato no lo habían cometido «los turcos», sino la mgb, sucesora de la asesina de masas nkvd y madre de la kgb.

En la puerta había clavada una placa conmemorativa que mostraba el retrato de un joven sonriente vestido con un uniforme del ejército. Se llamaba Nasko y había muerto en 1986. Algo en sus inteligentes ojos de color avellana me rompió el corazón al instante. Era la esperanza.

Encontré al anciano en el gallinero de la parte trasera de la casa, persiguiendo a las gallinas con una carretilla vacía. Era corpulento y fuerte, tenía el pecho hundido, e iba vestido de camuflaje de los pies a la cabeza y calzaba botas del ejército con los cordones desatados. Cuando me vio, dejó de soltar improperios a las gallinas y dejó la carretilla en el suelo.

—¿Qué pasa?—. Se me acercó y me miró fijamente con un amenazador ojo azul. Ahí donde tendría que haber estado el otro ojo, la piel estaba cosida y plana. Di un paso atrás. Iba sin afeitar y su olor era agrio, a sudor y a los tragos de la noche anterior.

—Estoy visitando el pueblo —dije y añadí: Siento lo de su mujer.

Su esposa había muerto la semana anterior. Por un instante, creí que iba a empujarme escalones abajo junto con una ristra de obscenidades. Pero dijo «siéntate» y acercó una silla de plástico para mí y otra para él. Me preguntó mi nombre y de dónde era, y luego nos quedamos en silencio. Tenía las manos inquietas en el regazo, unas manos enormes y nudosas. Las imaginé retorciéndole el pescuezo a una gallina. Pero cogió una ciruela azul de una rama baja y me la dio.

—¿Qué le ha pasado en el ojo? —pregunté con voz ronca, y coloqué la ciruela en mi regazo.

—Una infección —respondió—. Y la semana pasada mi señora murió. Todo ha desaparecido. No sé por qué, pero mi vida no ha salido bien.

Entonces, dijo: —Tenía un hijo. Nasko.

Le empezó a temblar la mandíbula y, de repente, empezaron a brotarle lágrimas de su único ojo.

—Un chico espabilado, un buen chico. Iba a convertirse en oficial. De comunicación por radio. Él era nuestra esperanza.

—¿Qué ocurrió?

—Un accidente, dijeron. Su superior lo mandó a volar una cantera con dinamita. Para sacar piedra para la villa de algún general. En plena noche. Uno de los detonadores le dio a una piedra suelta. La piedra lo cortó en dos.

Los «accidentes» de los soldados habían sido algo tan común hasta 1990 que su muerte no se investigó y, de todas formas, los soldados eran tan prescindibles como los fugitivos a los que tenían que cazar.

—Mi chico… muerto en un instante. Porque un general quería una villa.

Las lágrimas también le brotaban ahora de la cuenca vacía.

—Luego, en 1989, el mundo se puso patas arriba. Todo el dinero que había ahorrado se convirtió en polvo de la noche a la mañana. Y había perdido a Nasko.

Me quedé toda la mañana, esperando una confesión, una pista, una declaración de algún tipo. A través de sus lágrimas, me echó una mirada de alarma.

—¿Eh? No te oigo.

No oyó aquella pregunta repetidas veces.

—Mi vida no ha salido bien —repitió.

Se puso contento cuando le pregunté por el resto de su familia. El hijo de su hija estaba en la policía fronteriza.

—¿Y qué le parece eso? —dije.

Se volvió hacia mí, confundido, como si le hubiera hablado en otro idioma.

—Es un buen chico —dijo.

—Cuatro generaciones de guardias fronterizos —insistí.

—Sí—. Sonrió vagamente y vi la duda en su cara.

Esto es lo que yo había oído de susurros de los lugareños. Aquí, donde la realidad y los hechos habían sido tan definitivos, los rumores seguían siendo la moneda preferida.

La gente decía que había ejecutado a una pareja de checos, o tal vez polacos. Porque eran el enemigo, porque esto hacía más fácil la vida en los barracones: así no había necesidad de rellenar formularios. Los habían enterrado en el bosque, en tumbas poco profundas.

La gente decía que había echado gasolina sobre dos jóvenes de etnia turca y les había prendido fuego. Porque estaban tratando de cruzar la frontera, porque eran «los turcos», porque podía.

La gente decía que había visto a un soldado de su división intentando escapar, como a veces hacían aquellos que estaban de servicio obligatorio en la frontera, y le había pegado un tiro por detrás. Porque los traidores merecían la muerte, porque no soportaba ver a un hombre alcanzar la libertad.

Sin embargo, los relatos eran contradictorios. Tal vez estos crímenes no eran suyos, o no solo suyos. Tal vez, a lo largo del tiempo, se había convertido en un cómodo depositario del lado oscuro de otras personas.

En cierto momento, me di cuenta de que yo también estaba llorando. Hay cosas que no tienen remedio, y para eso están las lágrimas. Su frío ojo azul tenía ese destello de astucia animal del superviviente, que en los seres humanos es la necesidad de ser amado, de ser justo, de forma que puedas vivir contigo mismo. La gente decía que había cambiado, que se había encerrado en sí mismo, que se había vuelto loco, y entonces su hijo había muerto. Eso es lo que decía la gente, en voz baja y con una mezcla de pena, repulsión y vergüenza.

Los hombres como él, fanáticos honestos, monstruos Frankensteinianos de la máquina totalitaria, cargaban con la maldición de llevar el telón de acero en el corazón, para que los hombres ociosos pudieran servirse whisky y rememorar los días dorados.

—¿Te vas ya? —dijo sobresaltado, como si despertara de un sueño—. No te he ofrecido nada. Me estoy volviendo olvidadizo. Vuelve alguna vez. Llévate unas ciruelas, vamos.

Arrastró los pies hasta el ciruelo y, con una mano temblorosa, empezó a recoger la fruta apresuradamente y a amontonarla sobre su brazo, contra el pecho, hasta que las ciruelas comenzaron a caerse al suelo de cemento con un violento golpe seco.

klyon (1961-1990)

El nombre de mascota que los soldados de la frontera búlgara le dieron al muro de alambrada, electrificado y con sistema de alarma, que atravesaba el bosque y aislaba el país de sus vecinos. El nombre oficial era Saorajenieto, La Instalación y, al parecer, La Instalación estaba ahí para evitar que los enemigos penetraran. Pero si miras la parte superior de la alambrada, las partes de ella que aún quedan en pie, ves cómo señala al verdadero enemigo: el de dentro.

En aquella zona gris, los soldados vivían, contaban los meses e incluso los años hasta su permiso prometido y a veces morían a sus propias manos o por la de una camarada que se había vuelto loco. Su única compañía consistía en los perros entrenados para dar consuelo a unos y cazar a otros. Había dos tipos de guardias fronterizos: los soldados de carrera como el hombre tuerto y los de diecinueve que cumplían los dos años obligatorios de servicio militar y a los que les había tocado la frontera como destino. El servicio fronterizo era el menos deseado porque los coroneles que estaban al mando de las Fuerzas Fronterizas eran famosos por ser, en palabras de un exsoldado, «demonios disfrazados de humanos». Otro antiguo guardia me dijo: «Cuando no tienes contacto con el mundo exterior, pueden hacerte creer cualquier cosa». Con su bien engrasada brutalidad feudal, la vida en La Instalación era el microcosmos perfecto de una sociedad totalitaria.

La franja de tierra que recorría en paralelo toda La Instalación era conocida como «el surco de la muerte». Hasta las huellas de los pájaros podían verse en este terreno cuidado con tanta dedicación.

La tumba de Bastet

Había oído historias acerca de este lugar a lo largo de los años y ahora había ido a verlo con mis propios ojos. Estaba tan cerca de la frontera que me llegó un mensaje al móvil: «Turkcell te da la bienvenida a Turquía».

Para llegar aquí hacía falta un guía con un vehículo todoterreno. El guía se llamaba Niki, y el joven Niki era bajo aunque de hombros anchos; aún no había cumplido los treinta pero ya tenía canas. Conducía una icónica furgoneta de estilo soviético cuyos dueños solían llamar cariñosamente uazka. Las uazkas se fabrican en Rusia, en la planta automovilística de Uliánovsk; el modelo no había cambiado desde la década de 1940 y Niki llevaba a los visitantes en este vehículo desde la última ciudad de la frontera hasta Turquía –era un viaje breve–, y también por el bosque.

No encontramos tráfico, excepto, de repente, un par de hombres sin afeitar y con mochilas que tenían el aspecto que tiene cualquiera cuando ha cruzado Turquía a pie. Eran sombras humanas. Cruzamos las miradas cuando pasamos junto a ellos. No hicieron ningún gesto.

¡Para!, le dije a Niki. Tal vez pudiéramos ofrecerles alguna cosa. Pero Niki siguió adelante e hizo una llamada con el móvil. —Dos chicos en la carretera a la altura de la salida que va al Gran Yacimiento —recitó. Y eso fue todo.

—Quieren entregarse —dijo, cronometrando mi expresión—. Por eso van por la carretera y no se esconden en el bosque. Por lo menos los de la patrulla vendrán y los llevarán hasta la comisaría, les ahorrarán el paseo.

—Pero… —dije.

—Ahora veo a tipos como estos todos los días. No puedo involucrarme.

—Pero, ¿no sientes nada?

—Claro —dijo, y salió de la carretera y se metió en una pista ascendente—. Pero yo no puedo parar la guerra de Siria, ¿a que no?

Estuve de acuerdo con eso, aunque no cambió el hecho de que no nos habíamos parado a ofrecerles alguna cosa a dos hombres que lo necesitaban todo. Aquel año, los refugiados todavía cruzaban la frontera de dos en dos y no en cientos y miles.

Cruzamos la entrada abierta y herrumbrosa del klyon con el coche.

—Esta entrada ha estado cerrada hasta el año pasado —dijo Niki—. Había que tener una llave.

¿Dónde se conseguía la llave?

—No se podía conseguir. Había que venir con un guía local que la tuviera.

¡La habían tenido cerrada durante veinticinco años, desde el final de la Guerra Fría!

Niki, que tenía veinticinco años, no podía entender por qué yo estaba tan alterada. Para él, el klyon era solo la exposición de un museo sobre la mítica era comunista cuando toda esta zona, incluyendo la preciosa ciudad de la frontera, se conocía como «zona fronteriza número uno». Pero, al parecer, existía otra razón por la que esta franja del klyon se había mantenido cerrada durante tanto tiempo.

La siguiente historia que había oído comienza en 1981, dentro del klyon, y se remonta a una época desconocida del Antiguo Egipto. Resulta imposible separar la verdad de las teorías conspiratorias; los únicos datos ciertos son las muertes.

En 1981, un zapador de una unidad local del ejército fronterizo fue convocado a una reunión ultrasecreta con arqueólogos del Departamento de Patrimonio Cultural. Empezó a sudar, porque cuando un simple mortal recibe una invitación de este tipo, sabe que no se trata de una invitación. Iba a participar en una expedición confidencial a una colina remota de Strandja, dentro del klyon.

La zona era conocida topográficamente como el Gran Yacimiento porque cerca de allí se habían encontrado varios estratos de asentamientos antiguos: un complejo de culto circular de origen tracio llamado Mishkova Niva, con un altar para sacrificios y un santuario con inscripciones de sacerdotes órficos; una necrópolis de túmulos; un fuerte tracio romanizado; una residencia vacacional romana y una red de antiguas minas de cobre. Desde la cima de la colina de 700 metros de altura se podían ver las inmensas colinas verdes de Turquía.

Y si mirabas la colina desde abajo, decían que tenía forma –más que la mayoría de las colinas con forma piramidal– de pirámide egipcia. Las únicas personas que habían venido aquí eran soldados de servicio fronterizo y arqueólogos de la Guerra Fría. Esto había mantenido las ruinas en buenas condiciones. Pero los buscadores de tesoros de los últimos veinticinco años habían depredado la necrópolis y de alguna forma habían conseguido arrasar la torre romana por completo. Niki y yo nos quedamos mirando la necrópolis con forma de sol. Durante el día, aquel lugar emanaba su propia energía aguda.

—No me sorprende —le dije a Niki— que los puñeteros buscadores de tesoros campen a sus anchas. Siguen un camino muy trillado.

Niki sonrió con una educada indiferencia.

A principios de la década de 1980, los barones comunistas crearon un Departamento de Búsqueda de Tesoros dentro de la Academia de las Ciencias búlgara; se animó a los ciudadanos a que informaran de lugares donde pudieran encontrarse antigüedades. Los ministros, los viceministros y los oficiales importantes iniciaban excavaciones arqueológicas secretas, luego apartaban rápidamente a los arqueólogos de la excavación y, después de haber extraído los tesoros y habérselos llevado, sin que se documentaran, ni se detallaran, ni ningún ojo mortal volviera a verlos, los yacimientos se volaban por los aires. Se dice –¿y qué no, en esta historia?– que se encontraron tesoros de un valor incalculable: las riquezas de oro del siglo catorce del último zar búlgaro, Iván Sisman, y de Lisímaco, que sucedió a Alejandro Magno. Nada pudo detener el saqueo del país por parte de los señores del Comité Central del Partido Comunista, algunos de los cuales ni siquiera podían deletrear la palabra «arqueología». Las antigüedades se vendieron en el mercado negro internacional y el efectivo se movió mediante valijas diplomáticas, con la ayuda de personas como nuestro hombre ocioso. El núcleo del contrabando de antigüedades del este al oeste era Viena. Con las ganancias, los camaradas enviaban a sus esposas y amantes de compras a París, mientras ellos se refugiaban en sus cabañas de caza y sus residencias en la costa para beber whisky e irse de putas. Los días dorados. Los «días dorados» los retrata de forma inolvidable la obra The Truth That Killed de Georgi Markov, por la que además él mismo fue asesinado por un agente secreto en el puente de Waterloo, en Londres, tres años antes de que la hija de su verdugo, Lyudmila Zhivkova, ordenara el comienzo de los trabajos aquí, en el Gran Yacimiento. ¿Estoy desvariando?

Niki se encogió de hombros con las manos en los bolsillos.

—Todo eso pasó antes de mi época. Solo soy un guía.

Por aquel entonces, Lyudmila Zhivkova era la mujer más poderosa del país: ministra de Cultura, hija del Jefe de Estado y secretario general del Partido Comunista, Todor Zhivkov, y prueba visible de que la primera dinastía totalitaria de Europa del Este estaba en acción. Zhivkova, sin embargo, no parecía ser la típica hija de un dictador. Parecía desafiar el filisteísmo de los compinches de su padre adoptando una vida excéntrica. A finales de la década de 1970, empezó a crear un culto en torno a los megaproyectos que iniciaba. Uno de ellos era la Asamblea de la Paz de los Niños del Mundo, que trajo miles de niños a mi ciudad natal, Sofía. Tuvimos que juntarnos en un gigantesco complejo de cemento a las afueras de la ciudad, donde se representaba a cada país con una campana. Se bautizó como «Campanas de la paz» y cantamos canciones compuestas para ese momento cuando fuimos de visita con la escuela a conocer a los niños del mundo. Pero yo nunca hablé con los niños del mundo. Solo tocamos las campanas de sus países, educadamente, en fila, porque estaba claro incluso para una niña de ocho años que aquel evento no estaba organizado para nosotros, sino para Zhivkova y su séquito, que saludaban con la mano desde las plataformas del público con gestos que recordaban a la señal de los emperadores romanos para ejecutar a alguien, y luego desaparecían en limusinas con los cristales tintados. Aunque era imposible distinguir el destello de la megalomanía del aura mesiánica, había algo distinto en ella. Tal vez el simple hecho de que era una mujer en el poder y se atrevió a alzar una voz de locura distinta entre aquel coro zombi de trajes marrones. Sus discursos y escritos tenían un tono agudo y eran totalmente incomprensibles.

Lyudmila estaba obsesionada con las antigüedades. Un antiguo buscador de tesoros que trabajó con los arqueólogos en aquella época cuenta la siguiente historia. Un día, cuando tenía treinta y pocos años, Lyudmila llegó a la excavación de un gran tesoro en el interior de una tumba tracia. Los arqueólogos habían encontrado una impresionante corona de oro de una princesa-sacerdotisa (la realeza tracia tenía un estatus sacerdotal y practicaba rituales). Cuando Lyudmila vio aquella corona deslumbrante, la cogió y fue a ponérsela en la cabeza. El equipo se apresuró a detenerla: «No lo hagas, es de mal agüero, ¡no puedes jugar con los objetos de las tumbas!». Por supuesto, ella se puso la corona en la cabeza igualmente. Poco después, sufrió un accidente de coche casi fatal que le provocó una lesión en la cabeza y empezó a llevar turbantes blancos. El antiguo buscador de tesoros no volvió a ver jamás aquella corona de oro.

Lyudmila era producto de su época, la descendencia de una gerontocracia feudal que babeaba y le chupaba la sangre y la vida a la nación para garantizarse la vida eterna a sí mismos. En definitiva, no cuestionó nada, simplemente era el siguiente organismo draculiano. Los obreros que construyeron sus monumentos faraónicos en tiempo récord trabajaron los fines de semana sin remuneración para cumplir el plan quinquenal en solo un año; los trataron como mano de obra esclava.

Pero también era una manifestación de un vicio de la psique colectiva. Las décadas de materialismo dialéctico impuesto tenían que producir un mecanismo de compensación y, de cierta forma, ella encarnaba el vacío espiritual que reside en el corazón del poder absoluto. Y en el vacío puede suceder cualquier cosa. El dogma soviético no había conseguido reemplazar el trasfondo de misticismo que impregna la psique búlgara. Las personas habían vivido próximas a la tierra durante milenios, y unas pocas décadas de ingeniería social soviética los habían asustado y los habían vuelto recelosos, pero los misterios de la tierra seguían ahí. Se comunicaban con aquellos que podían sintonizarlos. Y Lyudmila quería hacerlo.

Dicen que todo empezó con un mapa. Un buscador de tesoros cuyo nombre puede que fuera Mustafa, o no, se presentó un día en casa de una vidente llamada Vanga, pidió que lo recibiera. Vanga, la vidente más famosa de Europa del Este, canalizaba historias procedentes del pasado y el futuro. La gente viajaba desde Moscú y Belgrado para verla en su ciudad, al pie de unas colinas con velos de vapor y llenas de manantiales termales en la zona de la frontera con Grecia. Esta es la historia de Vanga.

Nacida en 1911 en la ciudad macedonia de Strumica, a Evangelia «Vanga» Gushterova la atrapó un extraño tornado y el polvo le dañó los ojos. Una cirugía ocular en Belgrado no consiguió devolverle la vista, y para los trece años era ciega, huérfana y pobre hasta la médula. Pero, en medio de todo esto, Vanga empezó a comunicarse con un mundo invisible, a adquirir conocimientos sobre plantas medicinales y a tener sueños proféticos. Una noche de 1941, la noche antes de que las potencias del Eje invadieran su ciudad, recibió la visita de un jinete divino que le habló y le indicó que permaneciera en la Tierra todo el tiempo que fuera posible. Su misión era ayudar a la gente. Al día siguiente, empezó a irradiar luz, a emitir distintas voces y a describir acontecimientos del pasado y del futuro. No durmió «durante un año», dijo su hermana, no podía parar de canalizar. Fue el inicio de su vida como oráculo y curandera, y gente de todas partes acudía a ella con sus penas, incluyendo a su futuro marido, que fue a preguntarle por los asesinos de su hermano. Aunque ella sabía quiénes eran y predijo su ruina, no le reveló sus identidades. No busques venganza, le aconsejó ella, porque rebotará en tu descendencia. Su consejo moral consistía siempre en ser amable y perdonar a los demás, porque nada desaparece. El destino de una persona no podía cambiarse, lo único que ella podía hacer era ver la «película» de la vida de alguien y dar cuenta de ello. A pesar de su determinismo, Vanga aconsejaba y consolaba a la gente en una época en la que la psicoterapia se consideraba demasiado burguesa.

Cuando los soviéticos llegaron en 1945, se libró por muy poco de una ejecución como agente subversivo. Durante años, resultó ideológicamente incómoda, una bruja, un anacronismo, una enemiga del pueblo, un insulto al marxismo-leninismo. El Gobierno la encarceló, la intimidó, trató de silenciarla. Pero nadie pudo venderla, comprarla ni callarla. Y había otro problema: era demasiado popular, no solo entre la gente corriente, sino también entre la élite política. Empezaron a depender de ella en secreto –puede que, después de todo, existiera algo más allá del materialismo dialéctico–, así que, en un golpe de pensamiento creativo, en 1967 el Estado la puso en nómina en el recién creado Instituto de Sugestología. Se convirtió en una vidente oficial –le asignaron un chófer– y en una útil fuente de ingresos para el emprendedor Estado comunista, que se embolsaba luego las generosas cantidades que le pagaban sus visitas. De vez en cuando, el propio dictador Zhivkov o uno de sus ministros enviaban una limusina con los cristales tintados para traerla a sus residencias en las afueras de Sofía. ¿Y quién era especialmente cercana a ella? Lyudmila Zhivkova, por supuesto. Hasta tal punto, que la sobrina de Vanga fue contratada en el Ministerio de Cultura. La sobrina de Vanga, entrometida y en su papel exaltado de «hija» de la vidente, como se llamaba a sí misma, siempre estaba cerca, escuchando, grabando.

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