Kitabı oku: «Frontera», sayfa 5

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Crecí con los rumores acerca de Vanga y conocíamos a gente que había ido a verla, pero a pesar de que conservaba su toque llano, se había convertido en propiedad de la élite. En la década de 1980, había que ser alguien o conocer a alguien para poder verla, y no era el caso de mis padres, unos científicos normales y corrientes. Los agentes de la Seguridad del Estado habían pinchado su casa –para escuchar a sus visitas de la Yugoslavia de Tito– y ella lo sabía y se reía porque era uno de los chistes internos del totalitarismo crepuscular.

Por eso Mustafa debía de estar sudando cuando apareció con su mapa amarillento y pidió por favor si podía ver a Vanga para que lo ayudase con el mapa, porque había un gran tesoro enterrado allí, pero él no era capaz de descifrar los jeroglíficos.

A Vanga no le gustaban los buscadores de tesoros, pero dejó pasar a Mustafa. Con sus ojos cosidos, percibió el mensaje del mapa. Y el mensaje era espectacular pero terrorífico. Mustafa se quedó sin su mapa y lo enviaron a casa.

El lugar marcado en el mapa se encontraba en Strandja, le dijo Vanga a su sobrina, sabía exactamente dónde estaba la colina. Dentro no había ningún tesoro, sino un sarcófago negro de granito con una inscripción de un texto antiguo con un mensaje para la humanidad del milenio pasado. Los que participaron en la expedición que había llevado el sarcófago por el agua desde Egipto hasta Tracia fueron asesinados en el acto, para que los ríos de sangre borraran todo recuerdo de ello. Pero la humanidad no está preparada para el mensaje que contiene, advirtió Vanga. Si lo tocas, pagarás el precio.

Naturalmente, lo siguiente que ocurrió fue que la sobrina de Vanga, que había estudiado Egiptología, les enseñó el mapa a unos expertos. Enseguida llegó a oídos de la del turbante y su entorno. El descifrado de los símbolos resultó imposible, pero lo que sí fue posible, ya que Lyudmila entró fatalmente en acción, fue la visita al lugar que Vanga había descrito con bastante detalle, y se prepararon para excavar. Y eso fue lo que hizo el primer equipo: en la primavera de 1981 fueron al Gran Yacimiento, donde estaba ahora con Niki.

Estábamos contemplando una cara vertical de la roca, debajo de ella había una cueva llena de agua estancada. Habría que sumergirse y bucear para entrar allí. Le había preguntado a Marina si quería acompañarme, pero no le gustaba venir aquí por lo que la expedición le había hecho a la colina. —No hay que irrumpir, la tierra debe invitarte a pasar —me dijo. Marina conocía buscadores de tesoros que se habían quedado con antigüedades y habían sufrido desgracias personales que solían implicar la muerte.

Había cinco o seis de ellos en el equipo de excavación: el director de Patrimonio Cultural, un historiador que respondía al nombre de «profesor Mutafchiev», íntimo de Zhivkova; la omnipresente sobrina de Vanga; el minero jefe de la Compañía de Extracción Minera de Strandja; un periodista; un numismático; un conductor. En este relato de creciente misterio no hay narradores fiables, pero lo que es casi seguro es que acamparon aquí la noche del cuatro de mayo (según la sobrina de Vanga, pero no según otros) y, justo antes del alba, esperaron hasta que los rayos «del sol y de la luna» aparecieran juntos, precisamente lo contrario que les habían indicado Vanga que hicieran. Luego salieron huyeron.

—¿Has estado aquí por la noche? —le pregunté a Niki. Él me miró.

—Tendrías que pagarme mucho dinero para que pasase la noche aquí.

—¿Conoces a alguien que lo haya hecho?

—Conozco a todo tipo de gente—. Miró hacia otro lado. —A veces hay encuentros de médiums y astrólogos que pasan la noche aquí. Dicen que la energía es exorbitante.

Lo que la sobrina de Vanga y el profesor Mutafchiev dijeron haber visto lo han descrito otras personas desde entonces, pero con variaciones. Los rayos lunares-solares dibujaron círculos sobre la cara de la roca, luego un triángulo, y después (según dijo la sobrina de Vanga) apareció una proyección espectral, «como si se encendiera una pantalla de televisión en la roca», de dos figuras: un anciano con barba y un objeto redondo en una mano y un hombre o mujer más joven con un tocado cónico alto de tipo faraónico. Eran tridimensionales, como si salieran de la roca para acercarse al grupo, cuyos miembros se quedaron paralizados hasta que la visión desapareció. Entonces se largaron inmediatamente de allí. La proyección no volvió a aparecer en las siguientes visitas.

Los deseos de Lyudmila eran órdenes, y enviaron a continuación un equipo reconfigurado al yacimiento: el profesor Mutafchiev estaba al mando, y esta vez contaban con refuerzos militares, incluyendo el zapador local, que juró no decir una sola palabra. Sigue sin haberlo hecho.

Se abrieron paso excavando la colina y descubrieron galerías mineras de la época tracia y romana, como había en muchas de las colinas de Strandja.

Cuando todo hubo acabado, los lugareños dijeron que se habían removido toneladas de tierra y lo que habían encontrado lo habían cargado en camiones del ejército y se lo habían llevado, pero nadie dijo qué había dentro de los camiones. Otros dicen que había un coche con matrícula austriaca presente en la excavación, por la conexión con el mercado negro de Viena. Pero hay quien dice que la kgb estaba pendiente del proyecto, y su interés por la zona se remontaba a finales de la década de 1940, cuando puede que un equipo soviético excavara las minas. Lo que explica, dicen algunos, los números de 1949 del periódico Pravda que se encontraron dentro. Un conductor local de carretillas en el puerto de Burgas daba fe de que un equipo soviético había cargado estatuas antiguas, ¡pero solo mitades, de la cintura para arriba, había dicho!

Un relato conspiratorio no estaría completo sin los nazis. Durante la ii Guerra Mundial, dos unidades alemanas se instalaron aquí con el principal objetivo de espiar a través de las líneas de transmisión de la radio, las mismas que más tarde usarían los comunistas. Resulta que uno de sus puestos estaba aquí, en lo alto del Gran Yacimiento. El gusto de los nazis por lo oculto lleva a que algunos lleguen a la conclusión de que su objetivo real era hurgar dentro de las viejas minas, lo que explica, dicen algunos, los desperdicios alemanes encontrados dentro de las minas. Uno de los alemanes murió aquí en un extraño accidente, atropellado por un camión que conducía su amigo mientras construían búnkeres en el bosque. Su tumba está cerca, dijo Niki, pero se negó a llevarme.

La sobrina de Vanga afirmó, de forma poco convincente, que había quemado el mapa original. Un poco tarde para eso, debió de haber comentado Vanga, pero para entonces ya sabía que era inútil detener a las personas que marchaban rumbo a la destrucción. Lo había intentado varias veces, y el caso de su hermano fue el más doloroso durante la ii Guerra Mundial, ya que predijo su muerte a los veintitrés y le suplicó que no se uniera a la resistencia; aun así, él volvió a su Macedonia natal, donde fue capturado por los nazis y ejecutado el día de su vigésimo tercer cumpleaños.

Por motivos que solo ella conocía, Lyudmila Zhivkova había visitado a lamas en el pasado, y le habían dicho que había un antiguo sarcófago enterrado en territorio búlgaro. Por eso ella y Mutafchiev esperaban encontrar, como mínimo, a Bastet, la divinidad egipcia con cabeza de gato.

Bastet, hija de Ra, el dios Sol, protectora de la feminidad, generadora de luz y alegría, principio vital. Bastet, que llevaba la clave cosmológica de la civilización humana en sus patas de gato. Si Lyudmila conseguía descubrir a Bastet, las dos se unirían y gobernarían no solo un pequeño satélite soviético, no solo los Niños del Mundo, no solo el Antiguo Egipto, sino, bueno, todo el Cosmos.

Esta es la versión oficial de lo que se encontró en las antiguas minas antes de que la expedición acabara. Niki me hizo una lista de los elementos: granito negro, pero ningún sarcófago; artefactos del primer siglo d. C.; antiguas herramientas agrícolas; una vieja vía férrea para transportar mineral en vagonetas; perforaciones nazis; periódicos soviéticos y búlgaros de en torno a 1950; cerámica romana; lámparas de aceite medievales. Entonces, la gente empezó a enfermar y a morir.

Lyudmila fue la primera que desapareció. Su esoterismo exasperaba ya a la kgb y, por tanto, también a la rama de su propio aparato de la Seguridad del Estado dirigida por la kgb (al contrario que la rama prooccidental; ambas libraban discretamente su propia guerra fría), que la consideraba una figura apostática. No es ninguna sorpresa que su repentina muerte en julio de 1981, unos pocos días antes de su trigésimo noveno cumpleaños, se convirtiera en el tema de las teorías conspiratorias relativas a la kgb, que afirmaban que además de ser una mesías era también una mártir potencial. Pero, probablemente, fue víctima de un aneurisma cerebral debido a complicaciones derivadas de su accidente de coche. Murió en su bañera justo cuando la excavación secreta estaba adentrándose en el yacimiento.

Poco después del grandioso funeral de Estado, el equipo volvió al yacimiento con la aprobación del Ministerio de Recursos Minerales, que simpatizaba con el proyecto. Pero, en cuanto el equipo llegó, el secretario local del Partido que estaba ocupándose de ellos fue corriendo a decirles que el ministro acababa de morir. Mientras tanto, los soldados que habían llevado para hacer el trabajo empezaron a desarrollar parálisis en las extremidades, se les infectaron los ojos y se dice que dos de ellos murieron poco después de que acabaran su servicio.

En cualquier caso, parecía haber algún tipo de radiación en el yacimiento, alguna clase de campo energético para evitar que los intrusos penetraran en los niveles más profundos de las minas. Más tarde, alguien me recomendó que limpiara toda la tierra que se hubiera pegado a mis sandalias. Por si acaso. Como había señalado el profesor Mutafchiev al principio, no crece nada en uno de los lados del Gran Yacimiento, ni siquiera hierba. De todas maneras, el suelo de esa parte me pareció un poco rocoso.

Luego, al parecer, el arquitecto que diseñó el terraplenado de la excavación de las minas tuvo un accidente de coche y entró en coma. Con Zhivkova desaparecida, sus enemigos en la rama de la kgb de la Seguridad del Estado iniciaron una enérgica purga en el entorno de ella. El profesor Mutafchiev fue llevado a juicio y lo condenaron a quince años, supuestamente por malversación de fondos públicos, pero como la malversación era la principal actividad de toda la élite del partido, los motivos reales de su destitución siguen clasificados de momento, aunque la lógica apunta a juegos de poder dentro del politburó.

El profesor Mutafchiev había sido el cerebro de la expedición y siguió obsesionado con el Gran Yacimiento durante el resto de su vida, acortada por su estancia en prisión. Solía tener un sueño recurrente en el que veía su cuerpo echando humo y un águila sobrevolándolo en círculos. Al parecer, el equipo que trabajaba en la tumba de Tutankamón habló de un sueño similar antes de que comenzaran a enfermar.

Las fuerzas especiales de la Seguridad del Estado volaron la entrada y sellaron las minas. Y por si volarlo, inundarlo y mantenerlo dentro del klyon no fuera suficiente, las fuerzas especiales de la Seguridad del Estado patrullaron la zona hasta 1989. Algunos lugareños dicen que había una «muralla viva» adicional de miles de víboras criadas por uzbekos especialmente para este fin por todo el sur del mar Negro, conforme a algo llamado decreto número 56. ¿Por qué uzbekos? ¿Por qué víboras? ¿El decreto número 56 leía: «Cumplamos el plan quinquenal de serpientes en solo un año»?

Los caminos hacia la locura son numerosos. Resulta complicado definir uno de los capítulos de esta historia como el más lunático, pero las víboras criadas por uzbekos son difíciles de superar.

El joven zapador que había ofrecido su vida por contrato sobrevivió. Al numismático lo apartaron enseguida de la excavación. El minero jefe siguió trabajando en la Compañía de Extracción Minera hasta que cerró en la década de 1990 y vació de gente el precioso pueblo fronterizo de Marina.

¿Y qué fue de Mustafa, el buscador de tesoros? Descrito por la sobrina de Vanga como un hombre nervioso aferrado a un mapa roto, él fue la primera víctima. No de Bastet, sino de los agentes de la Seguridad del Estado de Zhivkova, que al parecer lo «interrogaron» con tanta brutalidad que acabó muriendo luego por las heridas internas. Sin embargo, esto es imposible de confirmar y ninguno de los testigos o comentaristas mencionan su nombre; Bastet era más real para ellos que Mustafa.

Los miembros del equipo de búsqueda de tesoros de Zhivkova buscaban nada menos que secretos celestiales, pero bajo sus pies descansaban huesos recientes. El bosque de la frontera alberga fosas comunes de la década de 1950, cuando a aquellos que protestaban contra la nacionalización de su tierra simplemente los traían aquí y les pegaban un tiro.

Cuando le pregunté acerca de esto, Niki dijo que no le gustaba hurgar en el pasado. Sabía dónde estaban, pero sus amigos las consideraban «tumbas de bandidos».

—Porque si te pegan un tiro y te entierran en el bosque, ¿qué otra cosa puedes ser?

No lo decía en broma, lo comprobé. Según su lógica, si tuviera que pegarme un tiro y enterrarme en el acto, en ese mismo momento, sería culpa mía.

Muchos de los que estaban en las «tumbas de bandidos» habían formado parte en realidad de un movimiento de resistencia nacional de la primera década y media de terror soviético. Se autodenominaban Goryani u «hombres del bosque», porque los proscritos escapan a las colinas, y estaban emparentados con los Hermanos del Bosque de los países bálticos. Su rebelión no era ideológica, sino visceral; eran gente joven del campo en su mayoría, campesinos que habían presenciado la confiscación de tierras ancestrales, la humillación ritual de sus familias y la destrucción de sus comunidades. Un Goryanin que había cumplido dos condenas en un campo de trabajo picando piedra dijo sencillamente: «Lo que estaban arrasando era el alma de la gente. Contra eso nos rebelábamos». Cumplió dos condenas porque cuando acabó la primera, le pidieron que denunciara en público a los Goryani; se negó. Se juzgó, ejecutó o envió a campos de trabajo a un número desconocido de Goryani, se exilió a sus familias y se añadieron sus nombres al libro negro del Estado.

Pero Niki no sabía esto porque es algo que sigue sin estar presente ni en las lecciones de historia ni en el discurso público. Los Goryani fueron uno de los movimientos de resistencia más grandes y duraderos contra el terror soviético en Europa del Este, pero tienen la boca llena de tierra.

Caminé de vuelta a la entrada oxidada, Niki conducía despacio detrás de mí. Estaba demasiado asustada como para exponer mis espaldas, aunque ahora también me sentía incómoda respecto a Niki. No era por nada en concreto, solo tenía la sensación de que no era lo que parecía. Por un sombrío instante, creí que me estaba llevando en círculos por algún motivo que solo él conocía. Porque los caminos forestales que había dentro del klyon dibujaban círculos. No conducían a ninguna parte. Eran los caminos interiores del surco de la muerte, transitados solo por guardias fronterizos y fugitivos, antes y ahora.

La sobrina de Vanga escapó a las enfermedades, los accidentes y el oprobio y en la década de 1990 escribió una exitosa biografía de Vanga.

El profesor Mutafchiev pasó ocho años en prisión y, aunque salió de allí con la salud deteriorada, no había perdido el tiempo dentro: empezó a trabajar en Homo Sapiens on Homo Sapiens, un enrevesado «estudio» con un regusto a la mesiánica exultación de Zhivkova y que combina astronomía, historia antigua y una crisis nerviosa. Consideraba el mapa un jeroglífico y procedió a descifrar sus símbolos, creando un asombroso diagrama reconstruido de una galaxia de estrellas cefeidas que muestra cómo la disposición de la tumba «sellada herméticamente y de tres pisos» del Gran Yacimiento es una imagen reflejada de una parte clave de la galaxia. Entre los símbolos que descifró había una Bastet con cabeza de gato que representaba a la diosa Madre; una tortuga de dos cabezas que representaba la Tierra; y una bandada de pájaros que representaba a los seres intergalácticos que viajaban a la Tierra y nos dejaban como legado yacimientos antiguos como este. Nuestra tarea era descifrarlos. Las personas que habían escoltado el sarcófago desde Egipto no habían sido asesinadas, sino que se habían asentado en estas zonas para velar la tumba (en la visión de Vanga llevaban máscaras, como mimos). En ese caso, una parte de los habitantes de Strandja son descendientes suyos. En la cara de la roca había marcas que servían como instrucciones codificadas para las cámaras que había en el interior y que estaban bloqueadas con enormes losas talladas por seres humanos.

Recapitulemos: dentro del Gran Yacimiento hay un portal intergaláctico que nos dejaron los creadores de las pirámides egipcias «auténticas» (se sugiere que también existen pirámides falsas) y de otros yacimientos megalíticos de Oriente Medio y de Strandja, antes llamado Haemimont, escribe Mutafchiev con demasiada imprecisión para ser un historiador. El Gran Yacimiento contiene un mensaje de nuestros antepasados más antiguos, a muchos años luz de la Tierra, lo que también explica la naturaleza de la visión solar que experimentó el equipo. El sarcófago y su mensaje fueron sellados en una cámara que, si se abre, liberaría una radiación desconocida. Imagino a ese hombre, caído desde lo alto del poder directo al sucio suelo de la celda de una cárcel, flaco, acribillado por el cáncer, con sus gafas de cristales gruesos, dibujando diagramas de galaxias para no tener que mirar dentro de sí mismo.

Lo que me choca de este relato, aparte de su contenido, es su completa falta de forma. Deliberadamente equívocos, los relatos del profesor Mutafchiev y de la sobrina difieren en puntos clave: fechas, las figuras que vieron en la cara de la roca y los frutos de la excavación. Esto sucedió en 1981, pero ha adquirido el halo crepuscular de una historia antigua que tantas veces nos han robado. En una teoría conspiratoria, Zhivkova mantenía una comunicación secreta con los británicos respecto a unas imágenes por satélite del Gran Yacimiento que mostraban un enorme hueco hecho por seres humanos dentro de la colina. Porque los rusos, los nazis, los comunistas y nuestros antiguos antepasados extraterrestres no eran los únicos que estaban interesados en el Gran Yacimiento, también estaba metido el mi5.

La sobrina de Vanga dijo que lo único que encontraron dentro fue un gran hoyo, pero es solo cuestión de tiempo que se descubran sus misterios. Los cronistas más serios especulan que el equipo encontró unos depósitos de oro poco espectaculares y los vendieron en el Oeste para conseguir efectivo. O tal vez no encontraron nada. Un vacío en el que se proyectó todo esto con la febrilidad del histérico subconsciente colectivo.

En El mito del eterno retorno7, Mircea Eliade sugirió que las culturas prehistóricas se basan en una cosmología en la que la realidad terrenal es un reflejo de alguna dimensión celestial y las acciones humanas tienen significado solo dentro de un modelo divino proyectado. Por esta razón, el arcaico concepto del tiempo no es lineal e histórico, sino que es circular y se rige por unos patrones repetidos de forma infinita. En eso consisten el culto al fuego, la creencia en los agiasmas y todas las prácticas místicas y espirituales. Las mentes que había detrás de la expedición comunista se habían limitado a sintonizar unas vibraciones de naturaleza prehistórica.

Al parecer, Vanga también experimentó visiones de un ente al que llamó «los otros», y los otros vivían en otra galaxia, de donde procedía la civilización humana. Después de todo, nos recuerda su sobrina, Vanga identificó tres tipos de tiempo: el gran tiempo, el tiempo y los tiempos. El Gran Yacimiento obedece al gran tiempo. Puede que Vanga se diera cuenta de algo cuando «leyó» el mapa: no desde el punto de vista de los hechos, sino del de las metáforas.

*

En el camino de vuelta pasamos por los barracones de la frontera. Había dos guardias aburridos en la carretera vacía, con los rifles al hombro. Nos pararon, querían compañía.

—¿Algún problema? —dijo Niki.

—Nada —dijo uno de ellos dándole un mordisco a un pastelito.

—¿De dónde eran los dos refugiados? —pregunté desde el asiento del copiloto.

—Egipto —dijo uno. El otro meneó la cabeza y suspiró. Los miré, dos chicos uniformados en un mundo desequilibrado. Si se cambiaran la ropa con los dos egipcios, ¿se daría cuenta alguien? ¿Importaría en el mundo del gran tiempo?

Más tarde, me contaron que detrás de su fachada despreocupada, Niki era un apasionado buscador de tesoros. Que se conocía todas y cada una de las piedras del bosque, todos y cada uno de los rastros humanos y animales. Que había visto cosas indescriptibles con otros buscadores de tesoros, lo que explicaba su pelo gris.

Hay rumores de que un nuevo equipo está abriendo de nuevo las minas inundadas, y puede que Niki esté entre las primeras personas que le echen un vistazo a lo que sea que hay ahí dentro. Le deseo suerte.

agua fría

El nombre del último cheshma antes del tramo del bosque en tierra de nadie. Los lugareños lo llaman Kreynero, una distorsión de las palabras «agua fría» en griego, kryo nero. Se encuentra en una vieja carretera de pastoreo que se dirige a Turquía, justo a la salida del pueblo del valle, y su pila de piedra aún tiene esculpida una estrella soviética borrosa con fecha de 1971. El agua del Kreynero hace honor a su nombre: es fría, sabrosa y tan pesada como el hierro. Da igual cuánto bebas, no puedes saciarte. Y da igual de dónde vengas, dicen que si bebes de él tres veces seguirás volviendo a este valle que se encuentra entre Bulgaria y Turquía, aunque no parece ninguno de los dos sitios. Es como un lugar sin país.

Seguirás volviendo aunque no sepas por qué.

Peregrinos

Una tarde, cuando la niebla se levantó del río, fría y viscosa sobre la piel como un fantasma, llegó un chico belga al pueblo del valle. Llevaba un sucio sombrero de piel encima de la quemadura del sol y había caminado veinte kilómetros para llegar aquí. Estaba sentada junto a las luces para mosquitos de La Disco con un plato de hígado frito. Yo era la única cliente. Dejó la mochila en el suelo y pidió una cerveza.

—¿Dónde está la gente? —preguntó él.

Me encogí de hombros. Había visto los viejos y abollados cuatro por cuatro desaparecer en la niebla: era una buena noche para cazar jabalíes. Minka le puso una cerveza delante.

—Que aproveche —dijo con rotundidad, y se sentó en su mesa a mirar la niebla.

—¿Por qué has caminado un trecho tan largo? —le pregunté al belga.

—Je ne sais pas —dijo, encogiéndose de hombros, exhausto y a medio camino entre contento y triste.

Pero sí lo sabía. Estaba creando un inventario de plantas de la montaña de esta región –treinta mil de momento, dijo–. Para estar cerca de las plantas hay que andar. El año anterior se había recorrido la cordillera de los Balcanes. Este año, Strandja. El próximo, los Ródope.

—Soy jardinero —dijo—. ¿Sabes dónde puedo pasar la noche?

Miró en dirección al final del pueblo, donde el río seguía un camino sinuoso hacia una tierra de nadie, marcada por el Kreynero, y más allá solo había tortugas grandes que continuaban su viaje y pequeñas capillas con agiasmas subterráneos que burbujeaban de repente.

—¿Puedo ir por ahí? —preguntó.

Por ahí está la frontera, dije.

Pareció sorprendido. —¿Qué país está por ahí?

Turquía, dije, y pareció desconcertado. No pensaba desde el punto de vista de los países, pensaba desde el de los ecosistemas. Lo llevé a la calle empinada donde vivía Ivo, el herborista. Estaba ocupado colocando rodajas de calabacín sobre la mesa de la cocina para que se secaran al aire.

Ivo tenía un heroico bigote blanco y había dirigido un negocio de hierbas medicinales hasta que se produjo la catástrofe: un camión que llevaba un envío de plantas quedó atrapado en una riada en el Danubio. No tenía seguro y la quiebra lo obligó a retirarse aquí, a la casa de vacaciones que había comprado hacía veinticinco años cuando su hija estaba marchitándose en la ciudad por culpa de una enfermedad de los bronquios. Tenía que ver con las plantas y la altitud de aquí, en Strandja había algo que curaba, dijo Ivo. Su hija se recuperó y siguió su camino, pero Ivo se quedó.

En el jardín de Ivo crecían berenjenas pesadas como granadas. Y fabricaba un ungüento curativo especial que lo arreglaba todo, desde cortes profundos hasta dolores de espalda, desde la psoriasis hasta la alopecia. La receta era un secreto porque esperaba patentarla y hacer un poco de dinero por fin.

—Están muy ricos en los risottos —dijo refiriéndose a los calabacines—. ¿Quién es el chico?

A continuación, hubo un complicado diálogo en alemán, francés, ruso, flamenco e inglés. De todos estos, los dos jardineros no tenían ni un solo idioma en común, pero no les hacía falta. Aquí estaban todas las plantas que compartían, frescas y secas, en muselina y en jarrones, colgadas en manojos y creciendo de manera audible en la negra tierra de la noche.

Enfrente del herborista estaban los belgas irlandeses. Estaban construyendo dos casas para un propietario danés. Venían todos los veranos: el paterfamilias, la esposa, cuatro hijos rubios y distintos amigos tatuados. Bajaban al pueblo por las tardes a comprar cerveza por cajas.

¿Cómo se puede tardar diez años en construir dos casas?, murmuraban los lugareños. Cualquiera pensaría que estaban construyendo Versalles. Aunque su costumbre en La Disco era muy bienvenida.

—Que aproveche —dijo Minka mientras ponía espumosas jarras de cerveza delante de los distintos belgas. El irlandés era un emprendedor. Tenía una fábrica que producía mesas de billar («ahí es donde hago dinero»), una consultoría para extranjeros que compran inmuebles en Bulgaria y Rumanía («pobres desgraciados») y quería comprar una fábrica de la época soviética que estaba en la costa («una pesadilla»). Los hijos eran treintañeros, de mirada absorta, y el tono dorado de su juventud había comenzado a desvanecerse. Su padre, mientras tanto, había olvidado envejecer.

Pero ¿por qué venir desde tan lejos para construir una casa en medio de edificios militares que se caían a trozos y camiones soviéticos oxidados, en lo alto de aquella colina olvidada?

El irlandés belga se encogió de hombros.

—Porque es bonito. Además —dijo en su inglés de irlandés belga—, en cuanto pierdes tus raíces, no importa mucho a dónde vayas, ¿no crees?—. Me miró con un interés repentino. —¿Y tú qué estás haciendo aquí?

Me encogí de hombros. Precisamente, cuando has perdido las raíces cada lugar al que vas importa muchísimo. Pero él había seguido adelante con sus hijos. Dos años después dejaron de venir y dejaron sin terminar las casas de los daneses en lo alto de la colina. Tal vez solo habían bebido una vez del Kreynero.

Una tarde estaba sentada en mi mesa habitual de La Disco con un zumo de cereza importado de Turquía a través de Alemania –a pesar de que en los jardines abandonados que había aquí llovían cerezas– cuando un tropel de ciclistas llegó a la plaza. Eran españoles.

—Españoles no —me corrigió el hombre que estaba sentado en la mesa de al lado—. Vascos.

Tenía la pierna vendada. —Un esguince —dijo en español—, y ahora no puedo montar en bicicleta. Tengo que sentarme con el conductor y mirar a los demás.

No parecía resentido por ello, pero sus ojos de insecto estaban inquietos, buscaban algo sobre lo que posarse. Mientras los otros sacaban las bicicletas de la camioneta blanca siguiendo las instrucciones de su guía, él pidió un zumo de cereza.

—¿Vives en Escocia?—. Se le iluminó la cara. —Escocia tiene que conseguir la independencia. Porque así los vascos podremos hacerlo después.

Era el verano del referéndum por la independencia escocesa.

—Hasta me haría terrorista y me metería en eta si hace falta, porque son héroes. El colonialismo español debe acabar. El colonialismo inglés también. ¡Abajo el imperialismo!

—Que aproveche—. Minka le puso el zumo delante.

Cambié de tema.

—¿Por qué monto en bicicleta? Porque así te mantienes cerca de tu entorno —dijo—. Lo huelo, lo toco. He ido en bicicleta por toda Europa: Francia, España, Italia, Croacia. Pero Bulgaria es la zona más increíble de todas.

—¿De verdad?

—Oh, sí, porque es salvaje. Y lo salvaje se está muriendo. En cuanto desaparezca, ya no volverá.

—He oído que el País Vasco también es bonito —dije intentando no mencionar España.

—No es cuestión de belleza, ¿sabes? Las raíces van más allá. Esté donde esté, nunca olvido que soy vasco.

Se levantó y cojeó hasta la camioneta mientras sus amigos se alejaban en sus bicicletas por la carretera desconchada que conducía a Kreynero, con gritos de alegría. Antes de subirse a la cabina del conductor, me dijo adiós con la mano y gritó en español:

—¡Saludos a los escoceses de parte de los vascos!

Le devolví el saludo de parte del pueblo escocés, tratando de no hacerlo también de parte del inglés o del galés, ¿y debería pensar siquiera en Irlanda del Norte?

Otro desconocido se sentó en la mesa más alejada, llevaba una cámara. Había llegado discretamente, como queriendo ser invisible. No había coche, había conseguido que alguien lo trajera. Tenía cuarenta y tantos y un rostro emotivo que se alegraba y se entristecía con facilidad. Empezamos a charlar.

Se llamaba Nevzat y era turco, de un pueblo de la montaña justo al otro lado de la frontera.

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