Kitabı oku: «Feminismo para América Latina», sayfa 2
De las cinco feministas latinoamericanas que protagonizan esta historia, la chilena Marta Vergara, nacida en 1898, fue la amiga más cercana de Stevens. Ella sería también su mayor oponente en la lucha por un movimiento más amplio que cuestionaba el liderazgo de Stevens. Vergara, una reconocida periodista, consiguió ampliar el alcance de las demandas por la igualdad de derechos para incluir los derechos económicos y sociales de las mujeres. También ayudó a expandir el alcance del movimiento. Como Ofelia, Marta se hizo comunista y se unió al Partido Comunista de Chile a mediados de los años treinta, tejiendo conexiones con otros grupos regionales, nacionales y trasnacionales que promovían el antifascismo, el pacifismo y los derechos de la mujer. También ayudó a crear un nuevo movimiento feminista asociado al Frente Popular, por y para las mujeres hispanohablantes.
La historia feminista siempre ha cuestionado las periodizaciones convencionales; a partir de la exploración del movimiento que estas seis activistas ayudaron a crear, este libro busca ofrecer una nueva periodización.21 El periodo entre la primera y la segunda ola del feminismo [llamado doldrums en inglés, es decir, “estancamiento, inactividad”] se transforma en un periodo de gran vitalidad feminista si dirigimos nuestra mirada geográfica al sur. Al hacerlo, vemos que hitos históricos como la Doctrina Monroe, la intervención militar de Estados Unidos en Nicaragua, Haití y República Dominicana, el Canal de Panamá, la Enmienda Platt, la Guerra Civil española y la Carta Atlántica fueron todos viveros del feminismo.
Estos acontecimientos históricos de alcance global fueron el telón de fondo clave para una serie de conferencias internacionales que se transformaron en una base de operaciones para el feminismo americano y constituyen la médula de este libro. Fue en las conferencias interamericanas donde las seis protagonistas de este libro, junto a otras feministas y hombres de Estado, establecieron y rompieron alianzas, afinaron sus argumentos, hicieron públicas sus demandas, organizaron contraconferencias para protestar contra las oficiales y consiguieron sus victorias más significativas. Estos encuentros son tan importantes para la historia feminista como lo es la convención de 1848 en Seneca Falls, Nueva York, reconocida con frecuencia por haber lanzado las primeras demandas organizadas por los derechos de la mujer, y la Conferencia Mundial por el Año Internacional de la Mujer en la ciudad de México, que movilizó nuevas formas de feminismo mundial. También son precursores fundamentales de la Conferencia Mundial de Derechos Humanos, celebrada en Viena en 1993, así como de la cuarta Conferencia Mundial sobre la Mujer en Pekín, celebrada en 1995; ambas fueron puntos de inflexión para el reconocimiento internacional de los derechos de la mujer como derechos humanos. En estas conferencias panamericanas, las relaciones internacionales no sólo dieron forma al feminismo, sino que el feminismo influyó a su vez sobre la diplomacia y el panamericanismo.22 Desde que las feministas cubanas y estadounidenses se colaron en la conferencia panamericana de La Habana en 1928, los derechos de la mujer se transformaron en un tema central de las conferencias panamericanas. En los años anteriores a esta conferencia, hombres de Estado latinoamericanos ya habían promovido los derechos de la mujer en esos encuentros, equiparando el feminismo con el progreso civilizatorio. Durante el periodo de la Buena Vecindad, la CIM se transformó en una piedra en el zapato para el Departamento de Estado de Estados Unidos. En las conferencias panamericanas, los debates en torno a los tratados internacionales sobre derechos de la mujer provocaban confrontaciones políticas alrededor del imperio estadounidense, la soberanía nacional, el progreso latinoamericano y, en los años treinta, el fascismo y el antifascismo. Durante la segunda Guerra Mundial, cuando los esfuerzos de Estados Unidos por reforzar sus relaciones con América Latina estaban en auge, el Departamento de Estado invirtió más energía y recursos en el feminismo panamericano que nunca. Pero también intentó neutralizar el movimiento. La indomable determinación del feminismo continental encabezado por América Latina, en oposición a la resistencia del gobierno de Estados Unidos a las demandas internacionales por los derechos de la mujer, tuvo una influencia incuestionable sobre el surgimiento de los derechos humanos durante y después de la segunda Guerra Mundial.
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Las dinámicas y los afectos interpersonales modelaron con fuerza un movimiento que, a su vez, transformó las vidas de las mujeres que lo impulsaron. Este libro explora las interacciones que Luisi, Lutz, González, Domínguez, Stevens y Vergara mantuvieron entre sí y con una gran cantidad de otras feministas y hombres de Estado, para reconstituir cómo se sentía el feminismo mundial. Sostiene que estos sentimientos y estas relaciones fueron importantes para los logros políticos del movimiento.23 Ideas contrapuestas sobre el imperio, la lengua, la raza y la nación alimentaron el movimiento, mientras que las discusiones y la ira provocadas por esas diferencias fueron con frecuencia muy productivas. Las disputas de las feministas con líderes de Estados Unidos, que para ellas encarnaban el imperialismo estadounidense, contribuyeron a crear alianzas entre mujeres latinoamericanas por lo demás muy diversas, que a su vez establecieron relaciones muy emotivas entre sí. El feminismo imperial también prevaleció entre algunas activistas latinoamericanas; de hecho, encabezó una rama prominente del feminismo panamericano. La creencia de Bertha Lutz en su propia superioridad cultural y racial, así como su insistencia en que el feminismo panamericano debía ser liderado por las élites blancas de Brasil y Estados Unidos, provocaron relaciones tensas con las feministas hispanohablantes; al mismo tiempo, algunas de éstas conservaban sus sentimientos de superioridad mundial y racial.24
Sin embargo, con alguna frecuencia las experiencias rutinarias de las feministas latinoamericanas en relación con el racismo de sus colegas estadounidenses, así como las políticas antirracistas del Frente Popular, ampliaron el movimiento y formularon nociones más indivisibles de derechos humanos basados en el género, la raza y la clase. Sus experiencias y sus políticas de expansión influyeron en las demandas presentadas por las feministas latinoamericanas en la Conferencia Interamericana sobre los Problemas de la Guerra y la Paz, celebrada en el Castillo de Chapultepec de la ciudad de México en 1945, a partir del hecho de que los derechos igualitarios de las mujeres tenían que aliarse con el antirracismo y garantizarse de manera explícita a todas “las mujeres latinoamericanas, negras y de diferentes razas indígenas”.25
Las feministas tenían plena conciencia del contenido afectivo de su movimiento: no es casualidad que una gran cantidad de ellas sostuviera que el amor debía ser la base de su política.26 Como explicaba en los años treinta la feminista panamericanista del Frente Popular argentino Victoria Ocampo, las mujeres necesitaban unirse en una solidaridad no sólo objetiva, sino también subjetiva, refiriéndose a un tipo de solidaridad enfocada tanto en acciones e intereses creados como en ideas y sentimientos.27 Las relaciones de las feministas entre sí se transformaron en un terreno de prueba para un feminismo americano que combinaba la soberanía individual con formas colectivas de justicia, como la solidaridad con personas de todo el mundo a quienes nunca llegarían a conocer. Este sentido de empatía infundió sus reclamos por los derechos humanos. Clara González entendía la democracia social como un emprendimiento colectivo similar a la amistad, en el que las personas tienen obligaciones mutuas, así como derechos individuales. Ella había encontrado inspiración en las palabras de uno de sus profesores de derecho, J. D. Moscote, quien defendió un tipo de política “a tono con las verdaderas necesidades de la vida moderna, que es esencialmente una vida de relaciones, de interdependencia, de solidaridad, de ayuda mutua, de acción social y de amor”.28
Las sólidas redes que las feministas tejieron entre sí ampliaron las posibilidades de sus compromisos internacionales y las llevaron a alcanzar algunos logros materiales locales y fuera de sus países. Este movimiento impulsó leyes nacionales sobre derechos económicos, sociales, civiles y políticos en América. También consiguió frenar las amenazas a los derechos de la mujer en muchos países: las feministas recurrieron a la movilización internacional para bloquear propuestas de ley que consideraban fascistas. Y, quizá lo más importante, politizó a las mujeres, al hacer que muchas adquirieran conciencia de los nexos entre imperio mundial y formas locales de opresión, así como del papel que tenían en su comunidad, hogar y lugar de trabajo, y de su fuerza política a partir de la unión.
Los lazos reales e imaginarios entre ellas constituyeron la fuerza centrípeta del feminismo americano. Ofelia Domínguez Navarro lo sabía. Algunos años después de su conflicto con Doris Stevens, le envió una copia de su correspondencia a una amiga argentina como excusa para formar una confederación hispanohablante de feministas latinoamericanas. Domínguez reconocía que ese poder colectivo aún no se había concretado, pero que unidas podían ser una sola fuerza.29 Animó a compartir su idea con su mentora, Paulina Luisi, quien le envió a Domínguez palabras de empatía y apoyo durante su último encarcelamiento por parte del régimen de Machado. La solidaridad de Paulina le dio a Ofelia la esperanza de que un movimiento de mujeres encabezado por latinoamericanas tendría grandes repercusiones. Como le escribió a Luisi: “¡Si pudiéramos nosotras, las mujeres, sacudir nuestro continente!”30
1. Una nueva fuerza en la historia universal
En mayo de 1921, Bertha Lutz, de 26 años, le escribió a Paulina Luisi, de 45, sobre un asunto que le preocupaba cada vez más: el “problema feminista”. El término feminisme había sido introducido en Francia y llegó a América a finales del siglo XIX, pero recién entonces empezaba a formar parte del vocabulario de líderes políticos, socialistas y mujeres de clase media, y de reformistas sociales como la brasileña Lutz y la uruguaya Luisi. Bertha buscaba introducirse en algunos grupos internacionales con los que Paulina tenía conexiones, al ser la feminista latinoamericana más famosa. En la carta, Lutz se disculpaba por su atrevimiento al escribirle sin tener el honor de conocerla personalmente y agregaba que era bien sabido que en Uruguay se le reconocía como una precursora.1
Desde Montevideo, Luisi se emocionó con la carta de Lutz. Ella creía que estaban dadas las condiciones para un nuevo movimiento de y para las mujeres de América, libre de la dominación de las europeas, capaz de promover el voto femenino, el bienestar y la paz en el hemisferio occidental. “Acepto pues con alegría esta correspondencia y colaboración internacional que promete mucho y es muy buena para nosotras”, le respondió Luisi.2 Ambas ayudarían a lanzar lo que Lutz consideró más tarde como “una nueva fuerza en la historia universal”: el feminismo panamericano.
Ambas mujeres creían que la primera Guerra Mundial había hecho añicos la creencia en la superioridad cultural europea. Se había abierto un espacio para que las nuevas naciones democráticas de América, con una historia compartida de colonialismo europeo, se transformaran en faros del progreso, la reforma social, el multilateralismo internacional y la paz. El nuevo panamericanismo defendía el progreso cultural y la soberanía política, con los derechos de la mujer como un aspecto central de ambos.
Sin embargo, Luisi y Lutz descubrirían que las suyas eran nociones diferentes y opuestas del feminismo panamericano. Paulina privilegiaba un movimiento organizado por mujeres hispanohablantes de la raza y celebraba una identidad panhispánica por sobre el imperio estadounidense y angloamericano. Su panamericanismo no siempre buscaba desmantelar la hegemonía de Estados Unidos, sino más bien que las naciones mejor constituidas de América Latina, como el propio Uruguay, fueran parte de esa hegemonía. Por otro lado, Bertha creía que los líderes legítimos del feminismo panamericano eran Brasil (representado por ella misma) y Estados Unidos (por la veterana sufragista Carrie Chapman Catt). Tanto una como otra asumían que sus países representaban el liderazgo continental. Finalmente, sus diferencias las llevarían a una ruptura.
El conflicto entre Luisi y Lutz representó una fisura ideológica más amplia entre quienes creían que el panamericanismo debía celebrar la cultura política de Estados Unidos como modelo para el continente y quienes creían que esta premisa debía rechazarse de manera explícita. Los desacuerdos a partir de las diferentes visiones de las participantes sobre el idioma, la raza y el imperio demostraron ser fundamentales para los orígenes del feminismo panamericano y darían forma al movimiento durante las décadas siguientes.
PAULINA LUISI Y LOS ORÍGENES DEL FEMINISMO PANAMERICANO
En 1916, cinco años antes de su encendida correspondencia con Lutz, Paulina Luisi pronunció el discurso inaugural del Primer Congreso Americano del Niño en Buenos Aires. En él, afirmaba que los derechos de la mujer debían ser un objetivo panamericano. El término panamericano, más que referirse a la hegemonía económica o la intervención militar estadounidenses, estaba transformándose en un movimiento social encabezado por América Latina. Sus objetivos interrelacionados incluían la democracia, la paz internacional, la mejora social y, en particular, el crecimiento de los Estados de bienestar y la protección de las mujeres y la infancia. Mientras que en Europa la guerra dificultaba los avances en materia de bienestar social, Luisi proclamó que América, cuyas revoluciones democráticas habían roto las cadenas con la “vieja Europa”, se estaba uniendo para llevar a cabo “una obra de vida y de progreso que no florece sino a la sombra del árbol de la paz!”.3 Ahí presentó proyectos de resolución sobre educación sexual y salud pública, aunque su discurso ponía énfasis en una nueva exigencia: el voto de las mujeres, que en su país se hallaba en proceso de debate, pues ya se estaba considerando el sufragio universal. El derecho de las mujeres a votar perfeccionaría los objetivos fundamentales del panamericanismo: la soberanía política y el progreso cultural del hemisferio occidental.4
Hasta entonces, los derechos de la mujer no se habían articulado como demanda panamericana. Aunque en 1916 eran una meta marginal en la mayoría de los países de América Latina, durante los años siguientes se transformaron en una cuestión central para la misión panamericana.
El congreso de 1916 marcó un punto de inflexión también para Luisi. Poco después de su regreso a Montevideo, creó la primera organización nacional de sufragistas de Uruguay, el Consejo Nacional de Mujeres Uruguayas (Conamu), una filial del Consejo Internacional de Mujeres creado en 1888 (ICW, por las siglas de International Council of Women), que ya tenía sedes en Argentina y Chile. Luisi conectó al Conamu de manera formal con un nuevo grupo panamericano de mujeres creado para mejorar el bienestar de mujeres, niñas y niños del hemisferio: Women’s Auxiliary [Conferencia Auxiliar de Señoras], con base en Estados Unidos y auspiciado por el segundo Congreso Panamericano. En 1917, en las páginas de Acción Femenina, el boletín del Conamu, Luisi usó la palabra feminismo por primera vez en un documento impreso y describió lo que ella entendía por ese término:
Quiere el feminismo demostrar que la mujer es algo más que materia creada para servir al hombre y obedecerle como el esclavo a su amo; que es algo más que máquina para fabricar hijos y cuidar la casa; que la mujer tiene sentimientos elevados y clara inteligencia; que si es su misión la perpetuación de la especie, debe cumplirla, más que con sus entrañas y sus pechos, con la inteligencia y el corazón preparados para ser madre y educadora; que debe ser la cooperadora y no la súbdita del hombre, su consejera y su asociada, no su esclava.5
Esta colaboración, explicó Luisi, requería “plenos derechos” en relación con el trabajo, la propiedad, el salario y el cuidado de la infancia. La mujer necesitaba ser “dueña también, a la par del hombre, de la dirección y el destino de esa misma humanidad”. Más allá de estos derechos individuales, Luisi también tenía en mente los derechos sociales que entrañaban “la responsabilidad” implícita, herramientas para la transformación social más radical que podía provocar el feminismo.6 En el transcurso de los años siguientes, ella colaboró con amigas de Chile y Argentina para incluir los derechos de la mujer en el corazón de un nuevo movimiento de feminismo panamericano.
Identificarse con el término panamericano era algo nuevo para Luisi. La América hispana y Europa eran para ella puntos de referencia más fuertes que Estados Unidos. Se identificaba con el panhispanismo, un movimiento popularizado por los modernistas de América Latina de principios del siglo XX, que transmitía un sentido regional compartido de idioma y raza, y una historia de independencia de España y de hegemonía de Estados Unidos. Este país había surgido como un enemigo de la América hispana en épocas tan tempranas como el siglo XIX, con la anexión de Texas en 1845, la guerra con México (1846-1848) y los intereses estadounidenses en el Canal de Panamá. Pero la guerra de 1898 entre España y Estados Unidos impulsó sin duda un panhispanismo antagonista que subrayaba la existencia de dos Américas: por un lado, Hispanoamérica o América Latina; por otro, la América anglosajona. La primera se caracterizaba por el humanismo, el idealismo y el colectivismo; la segunda, por el materialismo, el utilitarismo y el imperialismo. Luisi y una gran parte de las élites latinoamericanas estaban influidas por el intelectual uruguayo José Enrique Rodó, quien en su famoso libro Ariel, publicado en 1900, alertaba contra la expansión imperialista estadounidense, que empezaba a conocerse como “el peligro yanqui”.7 Durante las décadas siguientes, el término raza pasó a designar a las comunidades hispanohablantes de ambos lados del Atlántico. Luisi se identificó con los ideales que su amiga, la feminista mexicana Hermila Galindo, describió en 1919 como profeminista y prorraza.8
Luisi, nacida en Argentina, era hija de inmigrantes europeos: su madre era descendiente polaca y su padre era ciudadano italiano. A poco de nacer, su familia se mudó a Paysandú, Uruguay. Cuando Luisi cumplió 12 años, se trasladaron a la capital, Montevideo. Contrariamente a las costumbres de la época, sus padres eran progresistas, anticlericales y apoyaban a sus ocho hijas, que sobresalían en terrenos tradicionalmente asignados a los hombres. Paulina, la mayor de las hermanas, estudió medicina; su hermana Clotilde fue la primera mujer abogada de Uruguay; su hermana Luisa fue una poeta famosa.9 Después de obtener un título de profesora en 1890, en 1899 Paulina se convirtió en la primera mujer en Uruguay en conseguir un título universitario y, en 1908, fue la primera médica del país; llegaría a ser directora de la clínica ginecológica de la Facultad de Medicina de la Universidad de la República. Durante ese periodo entabló amistad y relaciones profesionales con el reducido círculo de la primera generación de maestras y profesionales médicas hispanohablantes de Uruguay, Chile y Argentina.10
FIGURA 1. Paulina Luisi, “la 1a médica uruguaya, 1a doctorada”, fecha desconocida. Cortesía de la Biblioteca Nacional de Uruguay, Montevideo, Uruguay, Colección Paulina Luisi, iconografía.
Desde mediados hasta finales del siglo XIX, cuando Luisi era joven, la industrialización, la urbanización y la inmigración transformaron las instituciones políticas y las condiciones de la vida cotidiana en muchos países de América Latina, sobre todo en el Cono Sur, lo que promovió el surgimiento de constituciones democráticas, una clase media y un giro hacia la secularización. Fue en este contexto de grandes cambios que surgió un grupo ilustrado de mujeres, primero como maestras y luego, cada vez más, como médicas, abogadas y educadoras, que encabezaron los primeros intentos por crear organizaciones feministas liberales en Sudamérica, como el primer Congreso Internacional de las Mujeres en Buenos Aires, en 1910, uno de los primeros encuentros feministas internacionales en el continente.11
Éste fue un suceso crítico para Luisi. Este encuentro regional, que abordó reformas en cuanto al trabajo de las mujeres, la salud pública, la educación sexual, el cuidado de la infancia y el feminismo, buscaba una intervención estatal para el apoyo a las madres y la infancia, a fin de corregir los males generados por el capitalismo industrial, como el trabajo infantil y la explotación de las mujeres en sus lugares de trabajo. Las participantes también presentaron proyectos de resolución sobre el acceso igualitario de las mujeres a la educación y la esfera profesional, derechos igualitarios de custodia y propiedad, y derechos políticos igualitarios, invocando un movimiento feminista latinoamericano.12 Fue allí donde Luisi conoció y fortaleció sus relaciones con una gran cantidad de influyentes reformistas, con quienes llegaría a entablar una amistad de por vida: la educadora chilena Amanda Labarca, la educadora argentina Sara Justo, la reformista Elvira Rawson de Dellepiane y las médicas Petrona Eyle y Alicia Moreau, quien se transformó en la mejor amiga de Luisi durante aquellos años.13
Estas mujeres alentaron a Luisi a organizarse por los derechos de la mujer en Uruguay, reconocido como uno de los países más progresistas del hemisferio. Durante y después de las presidencias de José Batlle y Ordóñez (1903-1907 y 1911-1915), Uruguay impulsó la legislación social más progresista de América: jornada laboral de ocho horas, ministerios de Industria y Trabajo, y un sistema de seguridad social que fue el primero no sólo en América Latina, sino en todo el hemisferio occidental.14 En parte debido a estos avances y a una clase media cada vez más amplia, allí las organizaciones feministas florecieron bajo el liderazgo de Luisi. En 1918, un artículo en la popular revista argentina Caras y Caretas sostenía: “En la América de Sud, al Uruguay le corresponde el haber presentado una más definida corriente feminista.”15
La reputación progresista y feminista de Uruguay potenció el giro que finalmente daría Luisi hacia el panamericanismo. A principios del siglo XX, en los círculos intelectuales en que ella se movía, abogados, médicos y expertos latinoamericanos comenzaron a reformular el significado de panamericanismo como una unión hemisférica por la democracia, el internacionalismo liberal, el saber científico y las reformas sociales. Luisi asistió al Congreso Científico Latinoamericano de 1905, en el que el jurista internacional chileno Alejandro Álvarez promovió una síntesis legislativa interamericana, proponiendo que el próximo congreso científico fuera un evento panamericano que incluyera a Estados Unidos.16
Álvarez era, sin duda, el portavoz más influyente del nuevo panamericanismo entre las élites hispanoamericanas. Al hacer énfasis en el papel de los hechos y la justicia sociales en las relaciones internacionales, lanzó una nueva definición del término: un nuevo sistema de derecho internacional general marcado por el multilateralismo y la paz, en lugar de por la hegemonía estadounidense.17 Álvarez aplicó al hemisferio occidental preceptos del pensamiento internacionalista liberal europeo, incluyendo el arbitraje y la solución pacífica de controversias. Sin embargo, sostenía que América Latina tenía una historia propia y de gran riqueza en cuanto al multilateralismo, la cual debía servir de modelo para otras naciones. Se apoyaba en gran medida en el pensamiento de Simón Bolívar, Antonio José de Sucre, José Martí y otros héroes libertadores del siglo XIX que habían declarado la unidad de las repúblicas hispanohablantes. También incorporó el panhispanismo de Rodó, que consideraba a las culturas latinas como superiores a la anglosajona y sostenía que los países hispanohablantes debían ser los que encabezaran la civilización. Álvarez pensaba que, mientras que la confederación panamericana soñada por Bolívar había sido una fantasía utópica, no era así en el caso de una confederación panamericana. América Latina y Estados Unidos, decía, compartían una historia, la de haber expulsado al gobierno colonial europeo y de haber abrazado formas de gobierno democráticas y republicanas. Por lo tanto, este panamericanismo debía mirar a Estados Unidos como socio igualitario.18
Cabe destacar que la nueva definición de panamericanismo que daba Álvarez, a pesar de poner énfasis en la igualdad, reservaba un papel especial para los países considerados como potencias hegemónicas en el hemisferio: las naciones sudamericanas de Argentina, Brasil y Chile, llamados países del Pacto ABC por su poder político y económico, así como Uruguay, clasificado junto a las otras tres naciones por su estatus cultural y político, aunque no económico.19 Álvarez no buscaba una revisión de la Doctrina Monroe, sino internacionalizarla y extender su aplicación a estos países latinoamericanos mejor constituidos, considerados como los más avanzados.20 En ese momento, los países del Pacto ABC estaban adquiriendo una relación multilateral con Estados Unidos y desempeñarían un papel esencial en la mediación del conflicto entre México y Estados Unidos en 1916.21
La visión que tenía Álvarez del panamericanismo logró un gran apoyo pues defendía una “civilización americana” no definida por el liderazgo estadounidense ni limitada a un árido conjunto de consideraciones técnicas o legalistas. Basándose en conceptos básicos del pensamiento internacionalista progresista, entre ellos la creencia en el poder regenerador de la educación de las mentes y el intercambio de ideas, reivindicó un nuevo panamericanismo que uniera a los pueblos de América de manera más significativa para asegurar la paz, el bienestar social y las reformas sociales. Esa interpretación interpersonal y colaborativa adquirió una enorme importancia. En el continente, los progresos en el transporte y las comunicaciones aceleraron la circulación de publicaciones y de personas, promoviendo el intercambio de ideas, el contacto personal directo y la influencia en la opinión pública. En 1910, la Oficina Comercial de las Repúblicas Americanas pasó a ser la Unión Panamericana y su revista, Boletín de la Unión Panamericana, se transformó en el difusor de información de una abrumadora cantidad de nuevos congresos panamericanos, entre ellos los de la infancia, y los congresos científicos encabezados por América Latina.22 Las ediciones bilingües del boletín y de otras publicaciones, como la revista Inter-América, fundada en 1917, se distribuían en las principales ciudades del hemisferio occidental.
Este nuevo panamericanismo alcanzó un auge sin precedentes durante la primera Guerra Mundial, cuando el gobierno de Estados Unidos, de forma rápida y oportunista, incorporó algunos sentidos del panamericanismo provenientes de Latinoamérica en su defensa de la unión del continente. La campaña panamericanista por parte de Estados Unidos guardaba una estrecha relación con el espectacular aumento de su comercio con América Latina, que se incrementó más de 100% después de 1914, con la finalización del Canal de Panamá.23 En el segundo Congreso Científico Panamericano, con sede en Washington, el presidente Woodrow Wilson anunció un nuevo tratado panamericano y propuso una unión continental para garantizar la integridad territorial y la absoluta independencia política, así como tratar todas las controversias dentro del hemisferio occidental por medio de la investigación y el arbitraje. A pesar de que el tratado no fue aprobado, confirió una estructura política muy similar a la Doctrina Monroe multilateral propuesta por Álvarez.24
Paulina Luisi asumía la profunda contradicción en el hecho de que el mismo presidente que pregonaba la igualdad panamericana era quien había dirigido la intervención estadounidense en México en 1914. Incluso después de haber propuesto un tratado panamericano, Wilson supervisó intervenciones militares en Haití y República Dominicana, en un desprecio manifiesto por las normas del derecho internacional.
Pero Luisi estaba de acuerdo con esa nueva interpretación de panamericanismo que promovía el liderazgo continental de los países latinoamericanos bien constituidos, sobre todo del suyo. Uruguay había promulgado el Decreto de Solidaridad Americana después de que Estados Unidos entrara en la primera Guerra Mundial, con mensajes oficiales similares de apoyo panamericano de una gran parte del resto de los países de América Latina.25 En 1919, Baltasar Brum, un ferviente panamericanista que había sido ministro de Relaciones Exteriores, ganó las elecciones presidenciales de Uruguay.26 Brum era el mentor político de Luisi, quien se inclinaba a favor de su definición de panamericanismo, fuertemente influida por Álvarez: “No es [...] una creación norteamericana, ni un pensamiento exclusivo de Monroe”, sino una síntesis de los ideales latinoamericanos y estadounidenses. El panamericanismo de Brum, al explicar que América, a diferencia de Europa, estaría libre del imperialismo y de “los perniciosos prejuicios de razas”, invertía de manera explícita el estatus cultural y racista de los latinoamericanos, que eran vistos como racialmente inferiores por mucha gente en la América anglosajona y en Europa Occidental.27