Kitabı oku: «Días de magia, noches de guerra», sayfa 5

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Capítulo 9
De nuevo, el Hombre Entrecruzado

—¿Cómo nos has encontrado? —preguntó Candy.

Otto Houlihan dibujó esa sonrisa adusta tan propia de él.

—He seguido el rastro de los smatterlings apestosos —dijo—. No era difícil imaginar adónde habríais ido. No sois tan inteligentes, creáis lo que creáis. ¿Pero cómo podía saber que estabais escapando con un pequeño barco pesquero?

—Te lo dijo Kud —dijo Malingo.

—Muy bien, geshrat —contestó Otto. No miró a Malingo. Concentró su fría mirada en Candy—. Oh, pero te has vuelto mucho más famosa desde la última vez que nos vimos. —Dirigió su mirada al escenario—. Por lo que parece ahora tu vida es el tema de las comedias malas. Imagínatelo.

—¿Por qué no desistes de tu caza? —contestó Candy—. Nunca dejaremos que nos cojas. Lo sabes.

—Si pudiera hacerlo a mi manera —contestó Houlihan, levantando las manos mientras se le acercaba—, te enterraría aquí mismo. Pero Carroña te quiere con vida. Y con vida debo llevarte hasta él.

Si alguno de los espectadores lo oyó, decidió ignorarlo. Ahora todo el mundo había abandonado la carpa. El Hombre Entrecruzado no se molestó en mirar a su alrededor por el auditorio vacío. Tenía toda su atención puesta en Candy.

—Corre… —le susurró Malingo.

Candy sacudió la cabeza y se mantuvo en su sitio. No iba a permitir que Houlihan pensara que tenía miedo. Se negaba a darle esa satisfacción.

—Por favor, mi señora —dijo Malingo—. No dejes que…

—¡Ah! —dijo una voz madura que provenía del escenario.

—¡Fans!

Con un pequeño gruñido de frustración, Houlihan dejó caer las manos, aún a una zancada o dos de Candy. El hombre que acababa de actuar en el papel de Jaspar Codswoddle había aparecido de detrás de los bastidores. No era ni tan gordo ni tan alto como el personaje al que había interpretado. La ilusión la habían creado una barriga falsa, un culo de pega y extensiones en la pierna, de las cuales todavía llevaba algunas. De hecho, era un hombre diminuto y, bajo su maquillaje —la mayoría del cual ya se había retirado—, era de un color verde chillón. La ropa que se había puesto después de la obra era mucho más teatral que nada de lo que hubiera llevado en ella.

Detrás de él iba su séquito de dos personas: una mujer muy musculosa con un vestido florido y lo que parecía un simio de metro y medio vestido con un abrigo y zapatillas de estar por casa.

—¿Quién quiere un autógrafo, pues? —dijo el pequeño actor de color verde—. Soy Legítimo Eddie, por si no me habéis reconocido. Lo sé, lo sé, ¡ha sido una transformación sorprendente! Oh, y esta joven muchacha detrás de mi es Betty Thunder. —La mujer hizo una reverencia poco elegante—. ¿Quizá querríais un autógrafo de Betty? ¿O de mi dramaturgo, Clyde? —El simio también se inclinó hasta el suelo. Candy buscó a Houlihan a su alrededor. Se había alejado uno o dos pasos. Era obvio que no le gustaba la idea de hacer nada violento delante de esos tres testigos.

Especialmente cuando uno de ellos —Betty Thunder— parecía que pudiera partirle la nariz de un puñetazo.

—Me encantaría tener un autógrafo —dijo Candy—. Habéis estado fabulosos.

—¿De verdad lo crees? —contestó Legítimo Eddie—. ¿Fabulosos?

—De verdad.

—Eres demasiado buena —protestó con una leve sonrisa de satisfacción—. Uno hace lo que puede. —Sacó rápidamente un bolígrafo de detrás de las lorzas de la grasa de su estómago—. ¿Tenéis algo para que os firme? —dijo.

Candy se levantó la manga de la chaqueta.

—¡Aquí! —dijo, ofreciéndole el antebrazo desnudo.

—¿Estás segura?

—¡Ni siquiera me lo voy a quitar! —dijo Candy. Llamó la atención de Malingo mientras hablaba y, con un par de miradas fugaces a derecha e izquierda, le dio instrucciones para que buscara una vía de escape.

—¿Qué pongo? —Quiso saber Eddie.

—Déjame ver… —dijo Candy—. ¿Qué tal: «A la Qwandy Tootinfruit auténtica».

—¿Eso es lo que quieres? Bueno, está bien. A la Qwandy… —Apenas había escrito dos palabras cuando comprendió el significado de lo que le habían pedido que escribiera. Alzó la cabeza muy lentamente para mirar a Candy—. No puede ser —suspiró con suavidad.

Candy sonrió.

—Lo es —dijo.

Por el rabillo del ojo pudo ver que Houlihan se acercaba de nuevo. Parecía haberse dado cuenta de que algo iba mal.

A la velocidad de la luz, Candy agarró el bolígrafo de la mano del actor y se colocó detrás de él, con el codo contra su espalda, y le empujó hacia el Hombre Entrecruzado. El relleno le hacía inestable. Avanzó a trompicones y cayó sobre Houlihan, quien también había perdido su estabilidad. Ambos cayeron al suelo, Legítimo Eddie encima.

Houlihan gruñó y gritó:

—¡Sal de encima, imbécil! ¡Deja que me levante! —Pero para cuando se hubo desembarazado de Eddie, Malingo ya había conducido a Candy hasta una salida en la pared de la carpa.

—¡No podrás huir de mí, Quackenbush! —chilló Houlihan mientras Candy se escabullía.

—¿En qué dirección? —preguntó Malingo cuando hubieron salido.

—¿Dónde hay más gente?

Señaló hacia su izquierda.

—Entonces vamos —dijo ella.

Mientras se abrían paso entre la multitud, Candy oyó la voz de Houlihan detrás de ella y miró por encima de su hombro; le vio saliendo de la carpa con una mirada de furia demente en su rostro.

—¡Eres mía, muchacha! —gritó—. Esta vez te he atrapado.

Aunque solo unas seis zancadas separaban al cazador de la presa, era suficiente para darles ventaja a Candy y a Malingo.

Se zambulleron entre la muchedumbre y el desfile de gente y animales los ocultó rápidamente.

—¡Deberíamos separarnos! —le dijo Candy a Malingo mientras se refugiaban tras una fila de cabinas.

—¿Por qué? —preguntó Malingo—. ¡Nunca nos encontrará entre este caos!

—No estés tan seguro —dijo Candy—. Tiene formas de…

Mientras hablaba, la voz de Houlihan se alzó sobre el clamor de los celebrantes.

—¡Te encontraré, Quackenbush!

—Tenemos que confundirlo, Malingo —insistió Candy—. Tú ve por allí. Yo iré por aquí.

—¿Dónde nos encontraremos?

—En el espectáculo de bichos raros. Me reuniré allí contigo en media hora. Mantente entre el gentío, Malingo. Será más seguro.

—Nunca estaremos seguros mientras ese hombre nos pise los talones —dijo Malingo.

—No nos pisará los talones siempre, te lo prometo.

—Espero que tengas razón. Vadu ha, mi señora.

—Vadu ha —dijo Candy, devolviéndole los deseos en abaratiano antiguo.

Con estas palabras se separaron. Para Candy los siguientes pocos minutos fueron borrosos. Se abrió paso a empujones entre la multitud, intentando todo el tiempo quitarse el sonido de la voz de Houlihan de la cabeza, pero le oía a cada paso que daba, repitiendo siempre la misma espantosa palabra.

—¡Mía! ¡Mía! ¡Mía!

Cientos, quizá miles de caras se movían ante ella a medida que avanzaba, como caras de un sueño extraño. Caras enmascaradas con ropas o papel maché o madera pintada; a veces sonrientes, otras estupefactas; a veces llenas de una ansiedad extraña. Podía reconocer algunas caras entre las máscaras. El Niño de Commexo aparecía en cien versiones diferentes; también Rojo Pixler y hasta Kaspar Wolfswinkel. Había otros a quienes no les podía poner nombre y que, sin embargo, llamaron su atención.

Un joven pasó bailando por su lado con una máscara negra de donde colgaban rastas de color rojo vivo. La cara de otro hombre surgía de entre follaje verde luminoso, donde florecían margaritas; otro estaba tatuado de pies a cabeza con su anatomía en color dorado, pero llevaba un ingenioso agujero pintado en el pecho, que parecía mostrarle su corazón mecánico.

Y de vez en cuando, entre esas criaturas extrañas y llamativas, se encontraba un detractor: una serpiente en ese Edén, predicando el Apocalipsis que estaba cercano. Uno de ellos, vestido en una tela raída que dejaba sus piernas como palillos al descubierto, hasta tenía una aureola falsa pegada a la cabeza y señalaba a la gente mientras pasaban, diciendo que todos pagarían por sus crímenes en el Fin de los Tiempos.

Pero sus palabras amargas no podían destruir la magia del lugar, ni siquiera ahora. Mirara donde mirara solo hallaba belleza.

Una manada de monos azules en miniatura del tamaño de colibríes revoloteó por su cara y subió hacia el cielo, trepando por cuerdas invisibles que desaparecían en una nube de humo violeta. Una docena de globos pasaron flotando por su lado, perseguidos por una aljaba llena de agujas, que alcanzaron a su presa y se clavaron en ella, liberando un cantarín coro de voces. Un pez de proporciones gigantescas con ojos saltones que parecían dos lunas gemelas pasó volando, dejando tras de sí un aroma a humo viejo.

Entre esta confusión de maravillas, Candy había perdido hacía mucho cualquier sentido de dirección, naturalmente. Así que se llevó una gran sorpresa cuando dobló la esquina y se encontró en el mismo remanso al que habían bajado con el zethek enjaulado. Justo delante de ella se encontraba el espectáculo de bichos raros, con sus carteles de colores llamativos representando el reparto de monstruos que se podían ver dentro.

Volvió la vista hacia el callejón, justo a tiempo para ver a Houlihan aparecer. Deseaba haber evitado su mirada; volvió encogida a las penumbras y, por un momento, pensó que tendría suerte.

Pero entonces, justo cuando estaba a punto de desaparecer entre la multitud otra vez, al parecer debió de olerla, y con una certeza escalofriante giró la cabeza en dirección a ella y echó un vistazo por el callejón en penumbras.

A Candy no le quedaba más oscuridad en la que agazaparse. Solo podía contener la respiración y esperar.

Entrecerrando los ojos como si intentara agujerear las sombras, el Hombre Entrecruzado empezó a abrirse paso entre la gente hacia el callejón. Una diminuta sonrisa había aparecido en su rostro. Sabía dónde se encontraba ella.

Candy no tenía elección. No había duda de que la había visto. Debía retirarse.

Y solo había un lugar al que ir: el espectáculo de bichos raros.

Surgió de entre las sombras y se echó a correr. No se molestó en mirar por encima de su hombro. Podía oír lo cerca que estaba Houlihan en ese momento: el sonido de sus pies chocando y levantándose del suelo cubierto de basura, el bruto carraspeo de su aliento.

Separó las cortinas de lona y se escabulló hasta el área de bastidores del espectáculo de bichos raros. El olor que la recibió fue casi penetrante: el hedor de la mezcla de heno podrido y un perfume empalagosamente dulce que quizá había sido esparcido por doquier para tapar los otros olores. Había tres jaulas grandes cerca, la más grande contenía algo que parecía una babosa del tamaño de un poni. Soltó un gimoteo lastimero cuando vio a Candy y empujó sus ojos en cuernos carnosos entre los barrotes de su jaula. Escudriñaron a Candy durante un largo rato. Entonces la cosa habló, con una voz suave y educada.

—Por favor, sácame de aquí —dijo.

En cuanto la criatura hubo pronunciado estas palabras, se escucharon ecos desde las otras dos jaulas —una de las cuales contenía lo que parecía una mujer puercoespín de ciento ochenta quilos; la otra, una de las criaturas que Candy había visto anunciadas en las pancartas de la entrada del espectáculo: un chico híbrido, de piel escamosa y cola puntiaguda.

El mismo llanto, o una variación aproximada de este, se les escapó a ambos.

—¡Sácanos de aquí!

Ahora se alzaba en varias direcciones también. Algunas de las voces eran chillidos agudos, algunos, suaves murmullos, algunos simplemente garabatos de sonidos.

Justo cuando pensaba que la cacofonía no podía ser más ruidosa, oyó a Houlihan en el callejón, silbando para ella como un hombre que hubiera perdido su chucho entre la gente.

Maldiciéndole en voz baja, se alejó. En cualquier momento, supuso, el Hombre Entrecruzado aparecería delante de sus ojos. Cuanto antes saliera de allí mejor…

Mientras tanto, sonó un redoble de tambores del propio espectáculo, seguido de la declaración de una mujer, que se las arreglaba para ser basta y pomposa al mismo tiempo.

—Bienvenidos, damas y caballeros, al Emporio de los Malformados de Scattamun. Son invitados en la mayor colección de bichos raros, engendros, invertidos, errores de la creación, mutantes, monstruos, cuatro ojos y demonios de Abarat; ¡además, por supuesto, de el sin par Ojo en la Caja!

¡Prepárense para quedar consternados por los horrores que la Creación ha hecho en nombre de la Vida; y los Horrores que la Evolución en toda su Crueldad ha llevado a cabo! ¡Los hicieron para nuestro entretenimiento! ¡No duden en burlarse de ellos! ¡Escúpanlos! ¡Empújenlos un poco si se atreven! ¡Y den gracias de no encontrarse en su situación!

—Por favor —sollozó la babosa gigante—. Déjame salir.

Después de oír el horrendo discurso de la señora Scattamun, a Candy no le quedó ninguna duda sobre lo que debía hacer. Tiró del cerrojo de la jaula de la criatura para abrirla. La babosa apoyó su peso contra la puerta, que se abrió con un chirrido por falta de aceite. Mientras la babosa se escapaba, Candy pasó a liberar a la mujer puercoespín, seguida del chico híbrido. Ninguno de ellos se entretuvo. En cuanto la joven quitaba el cerrojo, ellos salían chillando y gritando con alegría por haber sido liberados.

Los bichos raros que había cerca oyeron el escándalo de alegría, por supuesto, y empezaron a alzarse en un coro propio. Poco después la plataforma de madera sobre la que se asentaba el espectáculo de bichos raros temblaba con exigencias de libertad.

Candy debería de haber ido a encontrarlos y liberarlos, pero en ese momento las cortinas se abrieron, y Otto Houlihan apareció entre ellas, regodeándose.

—¡Aquí estás! —dijo, avanzando hacia Candy—. Sabía que no podrías huir de mí para siempre.

Antes de que pudiera agarrarla, la mujer puercoespín se interpuso, tropezando entre ellos en su ambición de ser libre. Al hacer eso, obstaculizó el camino del Hombre Entrecruzado durante unos pocos segundos vitales y evitó que pudiera atrapar a Candy. Ella apartó una segunda lona podrida y llegó a una zona mucho más iluminada. Allí había veinte jaulas y cuadros dispuestos para el deleite visual de los clientes de pago, de los cuales había varias docenas.

Todo el mundo parecía haber pasado un buen rato viendo las pobres presas de los Scattamun sacudiendo las jaulas. Cuanto más alto lloraban y se quejaban los engendros, más reían ellos.

A Candy le revolvía el estómago todo ese espectáculo y sintió un espasmo de culpabilidad cuando vio a Methis, quien había sido rápidamente ascendido a la categoría de «El bicho raro más aterrador en cautividad». No parecía especialmente aterrador. Estaba sentado al fondo de su jaula con la cabeza entre las manos, con la mirada baja. Un niño con algodón de azúcar alrededor de su boca estaba pateando los barrotes de la jaula de Methis, intentando obtener alguna respuesta de él. Como no lo conseguía, optó por escupir al zethek.

—¿Esa ha pagado, señora Scattamun? —dijo un hombre alto y escuálido, señalando a Candy.

La señora Scattamun se arrastró, y su vestido gris levantó una pequeña nube de polvo. Tenía las pestañas peinadas en punta y unos labios angelicales. Su nariz y sus mejillas mostraban el inconfundible rubor de un bebedor empedernido.

—No, a esa no le he vendido ninguna entrada, señor Scattamun.

—¿No lo has hecho, señora Scattamun?

—No lo he hecho.

Ambos llevaban sombrero, que eran variaciones morbosas de los sombreros acuario que aparentemente eran el último grito en Babilonium.

En vez de contener peces vivos, sin embargo, los sombreros se los Scattamun estaban llenos de criaturas muertas y atrofiadas.

—¿Ha venido a ver a los bichos raros? —dijo la señora Scattamun.

—Sí… —contestó Candy.

—Pero no ha pagado para verlos.

—He llegado aquí por error —dijo Candy.

La señora Scattamun tendió la palma de su mano vacía.

—Error o no error, todo el mundo paga. Serán seis zemes. —Se inclinó hacia delante y la cosa atrofiada de su cabeza se meció en el formaldehido.

Antes de que Candy pudiera contestar, se produjo una fresca erupción de sonido desde la parte posterior de la sala, y Houlihan empezó a gritar otra vez.

—¡Salid de en medio! —chilló—. ¡Todos vosotros! Salid de en medio antes de que os rebane el cuello.

Al oír este estruendo, el público empezó a retirarse de forma desordenada, lo cual no gustó a la señora Scattamun.

—Señor Scattamun —dijo—. Haz el favor de averiguar qué está pasando allí atrás. ¡Y detenlo! ¿Y bien? ¡No te quedes mirándome! —Le dio a su marido un empujón nada afectuoso—. ¡Ve!

El señor Scattamun cruzó la cortina de mala gana. Dos segundos después salió disparado por la cortina a gran velocidad. Iba seguido del hombre que lo había empujado: Otto Houlihan.

La señora Scattamun soltó un chillido estridente.

—¡Levántate y saca a ese monstruo amarillo de aquí! —demandó—. ¿Me has oído, señor Scattamun?

De forma obediente, el señor Scattamun se levantó, pero Houlihan le pateó el pecho y volvió a caer, golpeándose contra varias jaulas pequeñas por el camino.

—¿Dónde está la chica? —exigió Houlihan.

Candy se había refugiado tras una jaula que contenía una bestia tres veces más grande que ella y que parecía tener las extremidades de goma. Berreaba como un bebé. Candy le dijo que callara, pero respondió llorando con más fuerza.

El estruendo llamó la atención de la señora Scattamun sobre Candy.

—¡La chica está allí! —le dijo a Houlihan—. ¡Puedo verla desde aquí! ¡Está escondida tras ese encadenado!

—La veo —dijo Otto.

—¡No le haga daño a mis pequeños! —dijo la señora Scattamun—. Son nuestro sustento, ellos.

Houlihan sacó un cuchillo de hoja larga de su cinturón y avanzó hacia la jaula que contenía la criatura llorona. Candy se agachó tanto como pudo y se arrastró por debajo de las jaulas, manteniendo la cabeza baja para ser un blanco lo más pequeño posible.

De repente se oyó un gruñido entre las tinieblas, y miró hacia arriba y se encontró cara a cara con una criatura que conocía.

—¡Methis!

El zethek tenía una expresión terriblemente lamentable, y Candy no pudo evitar sentir otro espasmo de culpabilidad. La criatura sin duda sentía claustrofobia, encerrada en una pequeña jaula.

Después de todo, tenía alas.

Espera: ¡alas! ¡Methis tenía alas!

—Escúchame —le dijo al zethek.

Antes de que pudiera llegar más lejos, alguien la agarró por el cuello y la levantó a rastras.

—¡Deja los engendros solos, niña! —gruñó la señora Scattamun. Apestaba a licor añejo y perfume barato—. ¡Oye, tú! —le gritó al Hombre Entrecruzado—. ¡Tengo a tu chica! ¿Quieres venir y llevártela?

Capítulo 10
¡Los engendros de han escapado!

Candy tenía que pensar con rapidez. Houlihan no estaba a más a diez zancadas de distancia. Esta vez no permitiría que se le escapara de entre sus letales dedos. Le echó un vistazo a Methis, quien tenía la mirada posada en ella con una expresión desolada. El zethek seguía siendo peligroso. Seguía hambriento. ¿Era posible convertirle en un aliado?

Después de todo, ambos querían lo mismo en ese momento, ¿no es cierto?

Salir de ese lugar. Él fuera del alcance de los Scattamun, ella fuera del alcance de Houlihan. ¿Podrían conseguir juntos lo que no podían hacer separados?

Valía la pena intentarlo.

Después de liberarse de la señora Scattamun, consiguió llegar a un lado de la jaula y abrió de un tirón el pesado cerrojo de hierro.

Methis no parecía entender lo que había hecho, porque no se movió, pero la horrenda señora Scattamun lo entendió perfectamente.

—¡Maldita niña! —Se enfureció y volvió a agarrar a Candy y la sacudió violentamente. Al hacerlo, la golpeó contra la jaula y la puerta, que ya no llevaba el pestillo, se abrió.

Methis miró indolentemente por encima del hombro.

—¡Muévete! —le dijo Candy.

La señora Scattamun seguía sacudiéndola y llamando a su marido mientras lo hacía.

—¡Señor Scattamun! ¡Coge tu látigo! ¡Rápido, señor Scattamun! ¡El engendro nuevo está escapando!

—¡Sujete a la chica! —gritó Houlihan a la señora Scattamun—. ¡Sujétela!

Pero Candy ya había tenido suficientes sacudidas, gracias.

Le dio a la mujer Scattamun un buen codazo en las costillas. Esta expulsó un aliento amargo y soltó a Candy. Después se tambaleó hacia atrás.

El Hombre Entrecruzado se encontraba justo en medio de su paso. La mujer cayó sobre él —para su irritación— obstaculizando el camino hacia su víctima.

Candy llegó a los barrotes con rapidez y le dio un empujón a Methis, diciéndole que se pusiera manos a la obra. Esta vez sí que pareció entenderla.

Abrió la puerta de la jaula de un empujón y se escurrió fuera de esta rápidamente.

Antes de que estuviera fuera de su alcance, Candy se lanzó hacia él, agarró una de sus extremidades delanteras y se sujetó a él.

Mientras lo hacía, echó la vista atrás y vio a un Houlihan irritado tirando el sombrero de la señora Scattamun mientras luchaba por ponerse en pie. El sombrero se rompió en cuanto golpeó el suelo. El hedor de formaldehido invadió el aire. La señora Scattamun soltó un gemido.

—¡Mi chitterbee! —chilló—. ¡Neville, este hombre ha destrozado mi chitterbee!

Su marido no estaba de humor para consolarla. Había recogido su látigo para domar bestias y lo había levantado, preparado para golpear a Candy. Methis desplegó sus alas con un sonido cortante. Después corrió por el pasillo que se extendía entre las cajas, batiendo las alas, con Candy aún colgada de él.

—¡Vuela! —le gritó al zethek—. ¡O te volverá a meter en la caja! ¡Vamos, Methis! ¡Vuela!

Entonces se agarró con fuerza a la espalda de Methis como si le fuera la vida en ello.

Candy oyó el chasquido del látigo de Scattamun. Tenía buena puntería. Sintió una punzada de dolor alrededor de su muñeca, miró hacia abajo y vio que el látigo estaba enroscado en torno a ella y su mano tres o cuatro veces.

Dolía horrores, pero lo peor era que la hizo enfurecer. ¿Cómo se había atrevido ese hombre a alzar un látigo contra ella? Volvió a mirar por encima de su hombro.

—¡Tú… tú… engendro! —le gritó. Agarró el látigo con la mano, y por pura suerte, al mismo tiempo las alas batientes de Methis les alzaron a ambos en el aire. El látigo se soltó del agarre de Scattamun de un tirón.

—¡Oh, estúpido, eres un estúpido! —gritó la señora Scattamun, y agarró el mango del látigo que colgaba, mientras Candy se desembarazaba del otro extremo. Mientras Candy y Methis se alzaban en el aire, la señora Scattamun se tambaleó detrás de ellos entre las jaulas, reticente a soltar el látigo. Después de algunos pasos uno de los monstruos le izo la zancadilla con su pie de forma despreocupada y la hizo caer. Cayó con fuerza, y Candy dejó caer el látigo sobre la figura despatarrada. Seguía chillándole a su marido, con insultos que con cada sílaba se volvían más elaborados.

Puesto que el imperio de malformaciones de Scattamun no tenía techo, Candy y Methis pudieron alzarse libremente en un espiral que cada vez se hacía más ancho hasta que estuvieron quizá a quince metros sobre la isla. La escena de abajo se volvía más caótica por momentos. Los tres fugitivos de la zona de las bambalinas ya se habían adentrado en el espectáculo de bichos raros y pasaban por las otras jaulas para abrirlas con sus uñas y dedos, e incluso con sus ágiles colas.

A Candy le produjo una gran satisfacción ver cómo el pandemonio se intensificaba a medida que los miembros del bestiario de los Scattamun abrían sus jaulas y escapaban y golpeaban repetidamente a sus antiguos captores por las prisas de ser libres. Desde su elevada posición, Candy podía ver cómo las noticias de la fuga se extendían entre la multitud que paseaba por la rambla. Los padres inquietos tomaban a los niños en sus brazos mientras los gritos aumentaban:

—¡Los engendros se han escapado! ¡Los engendros se han escapado!

A medida que seguían ascendiendo, Candy oyó un ruido extraño proveniente de Methis y pensó por un momento que estaba enfermo. Pero el sonido que hacía, por extraño que pareciera, era simplemente risa.

Malingo, mientras tanto, se había refugiado detrás del puesto de Cerveza y Patata Dulce de Larval Peque, donde se había mantenido escondido de las miradas durante un rato, hasta que estuvo seguro de que no había peligro de ser capturado por el Hombre Entrecruzado. Había convencido a uno de los cocineros para que le llevara una jarra de cerveza roja y un trozo de tarta del peregrino, y estaba sentado entre los cubos de basura, bajando la tarta felizmente con la cerveza, cuando oyó a alguien allí cerca hablando con excitación sobre una chica que acababa de ver, volando por el cielo en las garras de un monstruo.

«Esa es mi Candy», pensó y, terminándose lo que le quedaba de la tarta del peregrino, oteó las nubes radiantes. No le llevó más de uno o dos minutos localizar a su señora. Estaba colgada de la espalda del zethek mientras volaban en dirección norte. Estaba muy feliz, naturalmente, de ver que no había caído víctima de Houlihan —cuyo paradero hacía un buen rato que había abandonado descubrir—, pero ver a su amiga haciéndose más y más pequeña mientras Methis la llevaba hacia el crepúsculo le hizo sentir miedo. No había estado solo en el mundo desde que había escapado de casa de Wolfswinkel. Siempre había tenido a Candy a su lado. Ahora debería ir a buscarla solo. No eran unas perspectivas felices.

Vio a la chica y a su montura alada minar incesantemente a causa de la suave penumbra del anochecer. Y después desapareció, y solo quedaron unas pocas estrellas, reluciendo de manera irregular en el cielo bajo que cubría Scoriae.

—Cuídate, mi señora —le dijo en voz baja—. No te preocupes. Estés donde estés… te encontraré.

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461 s. 3 illüstrasyon
ISBN:
9788417525897
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