Kitabı oku: «Petróleo de sangre», sayfa 8

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Dividir y gobernar por medio del clientelismo no es ninguna anomalía histórica. Douglas North, John Wallis y Barry Weingast llegan al extremo de considerar las jerarquías clientelistas como el sistema «natural» en la historia de la gobernanza, y demuestran que muchos Estados aún conservan esa estructura. El antiguo Estado soviético era una jerarquía clientelista sufragada por el petróleo; cuando decimos que los apparátchiki dan coba a la nomenklatura, estamos hablando en ruso soviético. La energía empresarial de esas sociedades va encaminada a agradar a los funcionarios que uno tiene por encima, en lugar de a satisfacer las necesidades de los compatriotas. Básicamente, aunque exista una «clase media» en términos salariales, esa clase no desempeña su función habitual dentro de las sociedades libres, que debería ser el fundamento de un poder económico independiente que contrarrestase el poder del Estado. La clase media, por el contrario, suele estar constituida por clientes bien remunerados, cuyos ingresos dependen de su grado de lealtad al Régimen.

En esos países la clase superior es rica, y algunas riquezas caen con cuentagotas por los cauces de la dependencia personal. Lo que más sorprende de ese clientelismo es cuán desnivelado puede llegar a ser. Como hemos visto, las rentas extractivas constituyen en ocasiones el 50%, el 80%, hasta el 93% de los ingresos del Gobierno. El Régimen obtiene el dinero directamente del extranjero, por lo que no necesita los impuestos de los ciudadanos. En los casos extremos, el pueblo depende del autócrata para todo y el autócrata no depende del pueblo para nada. Las manos necesitadas se alzan al cielo; el poder arbitrario mira hacia abajo. Todas las relaciones políticas son verticales y el autócrata se encuentra en la cima de la escarpada jerarquía. El jerarca alimentado por recursos puede ser en verdad absoluto.

«Todo hombre allí es estafador […] del ‘no’, por vil metal,

hacen un ‘sí’»

Los jóvenes con talento suelen emigrar, si pueden, de los países clientelistas. Quienes se quedan se enfrentan a una carrera profesional condicionada por el Estado. Uno de los mejores premios que puede conceder un burócrata en un Estado clientelista es un puesto de trabajo en la propia burocracia. Según se cuenta, en Azerbaiyán para un puesto de funcionario había que pagar 50 000 dólares, esto es, había que hacer una inversión. En un país de porteros, los ambiciosos aspiran a guardar puertas más grandes. En Occidente, los ricos quieren intervenir en el Gobierno. En los países clientelistas, la gente quiere formar parte del Gobierno para enriquecerse.

En esos países, incluso quienes tienen éxito empresarial dependen del Gobierno para alcanzarlo. No se trata simplemente de los típicos contratistas que reciben un trato de favor por parte de un ministro, ya que esa dependencia se da también en las más altas esferas. Suharto, en Indonesia, era famoso por su «capitalismo de compadreo», pues repartía el control de las industrias entre sus parientes y sus generales. (Uno de sus hijos gestionó pésimamente la compañía nacional de petróleo durante años; otro hijo suyo ejerció una influencia nefasta en el comercio de especias indonesio). En Arabia Saudí, el hecho de llamar la atención del rey sirvió para catapultar varias de las fortunas privadas más colosales del planeta: la de Osama bin Laden y la de Adnán Khashoggi (quien llegó a ser «el hombre más rico del mundo»), por mencionar sólo dos.

El Gobierno trata al pueblo con condescendencia. Los burócratas permiten el acceso selectivo de los ciudadanos a servicios tales como la vivienda, la atención sanitaria o la protección policial. O venden favores: por un precio convenido, aparece un carné de conducir o desaparece una condena de cárcel. Los ciudadanos se hacen dependientes de ciertos agentes del Estado para abrirse camino en la vida cotidiana.

Dicen que los recursos naturales generan corrupción. Y es cierto que, según el Índice de Percepción de la Corrupción elaborado por Transparencia Internacional, la mayoría de los países considerados corruptos dependen de esos recursos. Pero, como dice un economista zimbabuense: «Nos imaginamos la corrupción como si fuese una garrapata en un perro. En África hay sitios donde las garrapatas son más grandes que los perros». La economía política de los países clientelistas estira hasta el límite el significado de la palabra «corrupción»; la que vemos en esos países es de tal magnitud que deberíamos preguntarnos qué significa realmente esa palabra.

Un experto define la corrupción como el «uso ilegal del cargo público […] en provecho propio». Pero eso no basta, pues la mayor parte de las cosas que suceden en los países clientelistas no constituyen un quebrantamiento de la ley. Suharto concedió a dos de sus hijos y a un primo el monopolio en la importación de plásticos, lo cual no era ilegal. Cuando le preguntaron cómo era posible que el hijo del presidente de un pequeño país africano hubiera comprado una mansión de 101 habitaciones en el centro de París, decorada con cinco obras de Rodin y un reloj de 3,7 millones de dólares (aparte de tener once coches de lujo en el garaje), el abogado de la criatura contestó que «su representado ganaba dinero con arreglo a las leyes de Guinea Ecuatorial», lo cual probablemente sea cierto. Si para cometer un delito de corrupción hubiese que infringir la ley, entonces, para aquellos cuya palabra es la ley, la corrupción sería sólo un pequeño descuido.

En los países desorganizados por los recursos, la corrupción no siempre es ilegal; según la definición de «corrupción» que da el Banco Mundial, no tiene por qué serlo, pues según esa institución se trata sólo de un «abuso de las funciones públicas en beneficio propio». Aunque esté un poco mejor, esa definición sigue reconociendo la existencia de una distinción entre lo público y lo privado que la política personalista de esos países quizá no alcanza a comprender. La Corporación Nacional del Cobre de Chile (Codelco) lleva explotando desde hace bastante tiempo algunas de las minas de cobre más grandes del mundo. Pinochet aprobó una ley secreta que adjudicaba al Ejército el 10% de los beneficios de las exportaciones de Codelco en un (fructífero) intento de que los generales le siguieran siendo fieles. ¿Eso era política o corrupción? ¿Ambas, quizá?

Parte de lo que ocurre en los Estados clientelistas, sobre todo en los niveles inferiores, va técnicamente contra la ley: es ilegal aceptar un soborno por conceder una licencia de matrimonio o anular una multa de tráfico por exceso de velocidad. Pero el Gobierno no va a meterse a sí mismo en la cárcel; como dicen en el este de África, los peces gordos no quieren freírse a sí mismos. Cuando un funcionario es denunciado por corrupción en un sistema clientelista, ello significa por lo general que ese funcionario ha caído en desgracia. O a lo mejor es que sus superiores están llevando a cabo una de esas remodelaciones periódicas que ponen a prueba la lealtad de los clientes demostrando que todos ellos son prescindibles. En este caso, la aplicación de las leyes anticorrupción no es una forma de contrarrestar la dependencia clientelista, sino, más bien, una de sus herramientas. A veces al patrón le conviene escenificar el espectacular sacrificio de un funcionario poderoso pero impopular para que la gente corriente se quede, como dijo Maquiavelo, «satisfecha y estupefacta al mismo tiempo».

Hillary Clinton, en una visita a Angola, dijo que la corrupción era un problema en todas partes. Estaba siendo diplomática. Por supuesto que también existe una corrupción considerable en países ricos como Estados Unidos, tanto de manera esporádica (por ejemplo, Jack Abramoff) como sistemática (por medio de los grupos de presión). Pero esa es la diferencia entre empaparse a causa de la lluvia y dejarse llevar por la corriente. Lo que se denomina ‘corrupción’ en los Estados clientelistas es una forma primitiva de gobierno. Para quien exija un funcionariado imparcial y un Estado de derecho, la gobernanza de un Estado clientelista es sin duda corrupción. Los funcionarios dirigen el dinero y los beneficios del Estado hacia abajo, según les convenga, para que el apoyo político vuelva a subir. Y los que están al mando maximizan su poder ocultando quién está haciendo qué para quién. En 2011, el Fondo Monetario Internacional descubrió que tres cuartas partes de los 23 000 millones de dólares que había ingresado la Sociedad Nacional de Combustibles de Angola se habían gastado de manera extrapresupuestaria, sin que quedase registro público alguno de a dónde fue a parar el dinero. Las rentas procedentes de los recursos naturales se convierten en algo parecido al anillo de Giges de Platón, que hacía invisible a quien lo poseía, permitiéndole llevar a efecto cualquier plan.

El clientelismo no es corrupción, ni esporádica ni sistemática: es el sistema mismo. Esto merece nuestra atención: el clientelismo, que se parece a la corrupción, es una forma de gobierno. Y el clientelismo, cuando jerarquiza a la población de un Estado moderno, suele ser una pésima forma de gobernar. Puesto que se trata de un método consistente en dividir para gobernar, el clientelismo agudiza las diferencias raciales, religiosas, étnicas y tribales, favoreciendo así la fragmentación. El Estado disminuye las relaciones horizontales entre los ciudadanos y acentúa los antagonismos: norte contra sur, cristianos contra musulmanes, suníes contra chiíes, tribus contra tribus. Además, el dinero que cae en manos de las jerarquías clientelistas no tiende a producir bienes públicos. Se sabe que la mitad, dos terceras partes, incluso el 99% de algunos presupuestos públicos para sanidad o educación «se pierden por el camino» antes de llegar a sus destinatarios.

Las burocracias clientelistas no suelen preocuparse demasiado por la prestación de servicios públicos. Lo que realmente les interesa son las relaciones de subordinación personal. Un estudio del Banco Mundial concluye que incluso en los regímenes ligeramente menos corruptos hay mucha menos mortalidad infantil y que la gente está más satisfecha con la sanidad y las infraestructuras. La corrupción también reduce la capacidad de la economía para mantener los niveles de vida a lo largo del tiempo. Y el clientelismo demasiado dependiente de los recursos naturales multiplica esos peligros. Cuanto más fluya de arriba hacia abajo el dinero de un autócrata, menos poder tendrá el pueblo para oponerse al clientelismo desde abajo. Los Estados clientelistas que se nutren de los recursos naturales suelen tener regímenes ricos y ciudadanos débiles.

Comerse el dinero

Antes vimos que Carlos ii de Inglaterra, en la década de 1670, gastó parte del dinero proveniente del extranjero en el mantenimiento de sus palacios, sus animales y sus queridas. En la década de 1970, el sha de Persia podía permitirse ser más espléndido:

Un avión de Lufthansa espera en el aeropuerto internacional de Mehrabad, en Teherán. Parece un anuncio, pero en este caso no hace falta publicidad alguna porque todos los asientos están reservados. Ese avión despega de Teherán todas las mañanas y aterriza en Múnich a mediodía. Desde el aeropuerto muniqués, unas limusinas llevan a los pasajeros a un restaurante de lujo. Después de comer, regresan a Teherán en el mismo avión y cenan en casa. No es un entretenimiento demasiado caro, pues la excursión cuesta sólo dos mil dólares por cabeza. Para las personas del entorno del Sh, esa cantidad no es nada. De hecho, son los plebeyos de palacio los únicos que van a comer a Múnich. Aquellos que ocupan cargos más altos no siempre tienen ganas de hacer viajes tan largos. A ellos les lleva la comida un equipo de cocineros y camareros del Maxim’s de París, en un vuelo privado de Air France. Ni siquiera esos caprichos les parecen nada extraordinario. Son una insignificancia en comparación con la descomunal fortuna que están amasando Mohammed Reza y sus adláteres.

Los informes sobre corrupción personal en torno a los recursos naturales son tan comunes como el óxido en un desguace. En la India, durante una redada, la policía encontró en las oficinas de un capo de la minería vinculado al Gobierno un millón de dólares en efectivo y treinta kilos de oro. En Baréin, un comité parlamentario informó de que algunos miembros de la casa real y algunos vips se apropiaron indebidamente de unos terrenos cuyo valor doblaba el PIB del reino y cuya superficie abarcaba casi el 10% del país. Gracias a WikiLeaks, ahora sabemos que la fiscalía del Tribunal Penal Internacional sospechaba que el presidente de Sudán, Omar Hasán al Bashir, había desfalcado nueve mil millones de dólares de los ingresos petroleros del país. El general nigeriano Sani Abacha fue acusado de sustraer más de 2 200 millones de dólares de las arcas del Estado durante su presidencia; los ejecutivos de Shell afirman que un sucesor de Abacha robó unos 40 000 millones de dólares (el equivalente al patrimonio neto de Larry Ellison, cofundador de Oracle) del tesoro público y se los llevó en vehículos blindados —repletos de dinero— a una bóveda subterránea situada en su propia residencia. Nicholas Kristof comparó la inmensa riqueza del presidente de Angola y su hija con la escalofriante pobreza de la campiña angoleña. («Un líder tiene muchas formas de matar a su pueblo», escribió Kristof, «la negligencia y la corrupción extremas se asemejan a las atrocidades en masa»). Cuando los líderes de los Estados con abundantes recursos naturales roban dinero del tesoro público para gastárselo en mansiones, yates, champán y prostitutas, nos parece que está mal, y parte de este libro se ocupará de contar esas historias y corroborar esa intuición. Pero, cuando miramos debajo de la superficie de esos sensacionalistas relatos de corrupción, nos damos cuenta de que hay algo más. De nuevo, el trasfondo es político: esos cleptócratas de recursos no llegan a utilizar gran parte de lo que roban personalmente. Mobutu Sese Seko robó cinco mil millones de dólares al pueblo zaireño, pero necesitó gran parte de ese dinero para seguir en el poder:

El latrocinio perpetrado por Mobutu […] no se debió a la codicia, sino a la debilidad política: necesitaba el dinero para seguir siendo el gobernante de uno de los países más grandes e inestables de África […] Había que pagar los sobornos a los empresarios, políticos y periodistas occidentales, los salarios de la [fuerza de seguridad presidencial], las donaciones a las guerrillas extranjeras, los regalos para los generales, los gobernadores y los políticos de la oposición […] Era un negocio muy pero que muy caro.

Dejemos a un lado el uso que de los fondos públicos hacen los funcionarios para sus gastos particulares. Llamemos a eso «corrupción privada», lo que John Locke denominaba «uso del poder por parte de un gobernador “en provecho propio”». Establezcamos una distinción entre eso y los fondos públicos —mucho mayores— que los funcionarios destinan al clientelismo. Esa «corrupción clientelista» es una apropiación de fondos públicos, pero también es una donación a cambio de lealtad, o sea, una forma de gobernación. La corrupción clientelista es una forma de gobernar ni por el pueblo ni para el pueblo. No se puede remediar sustituyendo a los funcionarios «malos» por funcionarios «buenos», pero sí llevando a cabo una transición a gran escala hasta alcanzar una forma de gobierno responsable.

La combinación de violencia y clientelismo

El autócrata enriquecido por la venta de recursos naturales se vale de diversas estrategias para sobrevivir. Una estrategia pura, como hemos visto, es la violencia: amenazar al pueblo físicamente y cumplir las amenazas cada cierto tiempo. En este caso, el Régimen sobrevuela el país en un globo de dinero, mientras sus guardias apuntan con sus potentes rifles a las masas de desheredados hambrientos. La segunda estrategia pura es el clientelismo: las tuberías de los beneficios estatales penetran en la población y la van jerarquizando a lo largo de sus ramificaciones; los tubos son cada vez más articulados y los beneficios cada vez más escasos, a medida que descienden hacia el suelo. Tanto la violencia como el clientelismo son estrategias de «fuerza bruta», y muchos autócratas son realmente brutos.

Las estrategias puras no suelen usarse en la realidad, pues casi todos los dictadores prefieren una estratégica combinación de violencia y clientelismo. Los tiranos que saben preparar la mezcla justa se mantienen en el poder durante mucho tiempo: Gadafi, en Libia, y Bongo, en Gabón, gobernaron durante cuarenta y dos años, Mobutu, en Zaire, durante treinta y uno. Obiang, en Guinea Ecuatorial, y dos Santos, en Angola, asumieron el poder en 1979, y Mugabe, en Zimbabue, en 1980. Quienes estén familiarizados con los asuntos africanos seguro que conocen la represión, la corrupción y los conflictos asociados a esos nombres.

Cuántas amenazas utilizará un Régimen y cuán condescendiente será con sus súbditos son cuestiones que dependen de muchos factores (incluidos el sentido común y el entendimiento, claro está). La Historia será importante. Veamos un contraste básico: en los países resultantes de la desaparición de la Unión Soviética, los ciudadanos esperaban mucho del Estado, lo que fomentaba el clientelismo. En el África subsahariana, los ciudadanos ya no esperan nada del Gobierno, lo que fomenta la coacción. El sha de Irán gobernó de manera relativamente coercitiva, basándose en una pequeña coalición que giraba en torno a los militares y los grandes terratenientes. El repentino derrocamiento del sha, en 1979, asustó de veras a los reyes saudíes, quienes redoblaron sus esfuerzos para jerarquizar a la población mediante relaciones de dependencia clientelista.

La violencia y el clientelismo son estrategias necesarias para todos los autócratas rentadictos. El dinero entra por arriba, y el gobernante gasta en palos y zanahorias cuanto haga falta con tal de permanecer en el cargo. Si sobra dinero, a lo mejor se lo gasta en aviones y áticos de lujo. Y, si después de eso todavía queda dinero, a lo mejor lo invierte en bienes públicos.

Bienes y males públicos

La cantidad de dinero que invierten en bienes públicos los autócratas rentadictos depende del que les haya sobrado. En este punto nuestra historia se divide en dos: la de los dictadores que ganan mucho y la de los que ganan poco. Antes vimos que los tiranos ricos de Oriente Medio y el norte de África (excepto Gadafi) sobrevivieron a la Revolución Verde y a la Primavera Árabe, en tanto que los tiranos menos ricos sucumbieron a las manifestaciones. De manera similar, en el caso de los bienes públicos también nos encontramos con dos historias. La primera es la de los autoritaristas ricos que se han hecho con el control de inmensas sumas de dinero que les permiten coartar y menospreciar a sus súbditos, darse lujos que ni Creso imaginaría y aún así ahorrar lo suficiente para dedicarlo a los bienes públicos.

Si no existiera el diminuto Estado de Qatar, tendríamos que inventarlo. Imagínate a 250 000 personas (aproximadamente la población de La Coruña, Vitoria o Granada). Ahora superponlas al 13% de las reservas mundiales de gas natural. Lo que estás imaginando es el país más rico del mundo. El PIB per cápita es casi el doble que el de Estados Unidos. Pero esa cantidad «per cápita» es engañosa, pues su denominador incluye a los trabajadores extranjeros, los cuales constituyen el 86% de la población del país. Si nos centramos sólo en los ingresos por hidrocarburos, y sólo en los ciudadanos qataríes, observamos que el país recibe la gigantesca suma anual de 183 000 $ por qatarí, sólo en concepto de beneficios procedentes de su riqueza natural. (A modo de comparación, la renta nacional de EE UU es de 58 000 $ por habitante y el gasto total del Gobierno es de 22 000 $ por habitante al año).

¿Tiene una familia o una persona el derecho a percibir todo ese dinero? Porque en realidad los ingresos de Qatar no se dividen per cápita o per cives, sino que van parar todos ad tyránnum. El emir de Qatar, que es el patriarca de la familia al-Tani, controla los miles de millones de dólares por ingresos de hidrocarburos que afluyen al Estado qatarí todos los años. El emir decide cuánto gastará el Estado en coerción y cuánto en clientelismo. También decide con cuánto se queda él: la Constitución qatarí dispone que «los emolumentos financieros del emir, así como los fondos destinados a regalos y subvenciones, serán establecidos, cada año, por una resolución del propio emir». No hay manera de saber de cuántos miles de millones se ha apropiado el príncipe, guardados en cuentas bancarias ocultas en el extranjero o invertidos en oscuros negocios por medio de sociedades ficticias. El emir y los suyos, sin embargo, son una de las familias más ricas del mundo. Aún así, después de todo eso, el emir es tan increíblemente rico que puede permitirse sufragar bienes públicos.

Qatar es una demostración de que, si bien los países trastornados por las riquezas naturales tienen regímenes ricos y pueblos débiles, no todos ellos tienen regímenes ricos y pueblos pobres. Los salarios de las jerarquías clientelistas qataríes son buenos (y la mayoría del trabajo lo hacen los extranjeros, de todos modos). El sistema de bienestar de por vida está bien financiado. El Régimen invierte mucho dinero en infraestructuras y la educación es gratuita. Los ciudadanos no reciben ni de lejos lo que les correspondería del reparto equitativo de los ingresos petroleros, pero el crudo genera tantísimos beneficios que incluso un reparto desigual supone mucho dinero para ellos.

Volveremos a Qatar más adelante, porque esta minúscula autocracia representa una esperanza para la transformación de Oriente Medio. De momento, la cuestión clave es que Qatar es una irregularidad estadística (en el mundo hay más albinos que qataríes). Sus pequeños vecinos —los EAU y Kuwait— tienen una renta per cápita considerablemente menor (98 000 $ y 73 000 $ respectivamente). Arabia Saudí recibe del petróleo «sólo» 11 000 $ por ciudadano. La mayoría de los autócratas rentadictos controlan mucho menos dinero per cápita que esos pocos «elegidos».

Como cabía imaginar, las dictaduras con pocos ingresos proporcionan a sus súbditos muchos menos bienes públicos, sobre todo fuera de la capital del país, que es donde suelen vivir los miembros del Régimen y sus partidarios. De hecho, el contraste entre la capital y el resto del país suele ser muy marcado. En el sur de Nigeria, que es pobre aunque produzca petróleo, los líderes civiles cuentan la historia de una marcha sobre Lagos para protestar contra los abusos cometidos por el ejército. Muchos manifestantes estaban asombrados, pues nunca habían estado en un lugar así: la capital parecía una ciudad del «primer mundo». Pero en Gabón, gobernado desde hace tiempo por la familia Bongo, incluso la capital sólo es maravillosa de vez en cuando:

Los futuristas palacios gubernamentales del bulevar Omar Bongo, con sus salientes en forma de platillos voladores y naves espaciales, sus interiores de mármol y sus enormes ventanales, fascinarían a cualquier transeúnte… si hubiera alguno. Es casi como si estuvieras en una próspera ciudad de Texas.

Pero estás en Gabón, y, tras los palacios del difunto gobernante, que bordean el vacío bulevar, hay chabolas y barracas que se extienden hasta el horizonte, caminos de tierra y vendedores ambulantes que a duras penas se ganan la vida vendiendo cigarrillos y frutas y verduras importadas. La mayoría vive con menos de dos dólares al día en este pequeño país de África central, en el que abundan tanto el petróleo como los desamparados. La evidencia del abismo que separa a los ricos (el numeroso clan del señor Bongo) de los desposeídos está siempre a la vuelta de la esquina…

«¿Estuviste detrás de los edificios? ¿Qué viste?, preguntaba Marc Ona, un ecologista levantisco, encarcelado durante el mandato del difunto presidente. «Hay pobreza por todas partes», decía el señor Ona. «Hay corrupción por todas partes».

Estamos descendiendo por la escala de las rentas per cápita más bajas, donde se encuentran los países más afectados por los ingresos extractivos. Lo que se quiere evitar es vivir fuera de la capital en un país gobernado por un Régimen muy adicto pero sin demasiados ingresos. En estos casos el Estado escatima a la policía un salario digno, pues confía en cambio en el viejo sistema que usaban los ejércitos ocupantes, permitiendo a su propias tropas que se ganen el sueldo aprovechándose del pueblo. Dado que la extracción de recursos naturales está acotada, los yacimientos proporcionan pocos puestos de trabajo. Por culpa de la «enfermedad holandesa», hay poco trabajo en la industria y la agricultura. El Régimen carece de numerario para el clientelismo —a lo mejor sólo el gobernador provincial se hace rico—, de modo que los puestos de funcionario también son difíciles de conseguir. Y el Gobierno tampoco está por la labor de invertir en bienes públicos. «“¡No nos estamos beneficiando de ese petróleo”, gritaba Ali Mohammed, conductor de un moto-taxi en Nigeria. “No hay alumbrado ni carreteras ni hospitales… En este país estamos sufriendo”».

En la parte más sombría del espectro, los gobernantes muy adictos pero con pocos ingresos llegan a prohibir los bienes públicos, pues los consideran una amenaza. En Zaire, el presidente Mobutu dictó la mezquina orden de «no construir carreteras» para impedir que los rebeldes se organizasen contra él. Aquello resultó desastroso para la economía zaireña, pero Mobutu siguió recibiendo el dinero procedente de los recursos naturales, y la gente pobre y enferma no suele tener la fuerza necesaria para sublevarse. De manera similar, el rey Hasán de Marruecos dijo en una ocasión: «No hay peligro más grave para el Estado que el de los denominados intelectuales. Sería mejor que fuerais analfabetos».

La legitimación del autoritarismo

En nuestro periplo dantesco por las aflicciones de los países «enfermos», nos encontramos justo en el límite entre el autoritarismo y los conflictos bélicos. En el capítulo siguiente veremos que los recursos naturales provocan golpes de Estado y guerras civiles. Antes de dejar a un lado a los autócratas, sin embargo, echaremos un vistazo a su principal instrumento de gobierno, que es la ideología. Todos los dictadores rentadictos deben legitimar su autoridad.

La mejor manera de unir a los súbditos de un Régimen, o al menos de desviar su atención, consiste en ondear la bandera del nacionalismo, esto es, en invocar la gloriosa historia nacional y el sentimiento de «unidad» para jugar con esa xenofobia que tanto estimula la paranoia y el militarismo. La guerra es un método excelente para recuperar el apoyo popular (es el que utilizó Putin aprovechando la situación de Ucrania, en 2014, y de Siria, en 2015). La táctica es básicamente divisiva y aún lo es más cuando se crean estereotipos raciales o religiosos del enemigo dentro o fuera de las fronteras. Si el Régimen organiza la historia de la nación en torno a un relato victimista, entonces la divisibilidad se intensifica.

Los líderes que esgrimen ideologías revolucionarias —como el ayatolá Jomeini, Sadam Husein o Muamar el Gadafi— resultan especialmente peligrosos para su pueblo y para sus vecinos. Como muestra el politólogo Jeff Colgan en su libro Petro-Aggression, los Estados petroleros revolucionarios tienen tres veces más probabilidades de ocasionar conflictos militares internacionales que un Estado normal. Husein, por ejemplo, atacó a Irán y a Kuwait, y Gadafi tuvo enfrentamientos armados con varios países próximos a Libia.

Las elecciones pueden parecer un sorprendente mecanismo de legitimación, pero muchas autocracias las amañan sistemáticamente. En lugares donde los ciudadanos tienen dificultades para compartir la información, una victoria electoral hace creer a muchas personas que sus compatriotas apoyan en efecto al Régimen. Incluso unas elecciones injustas y amañadas permiten a los autócratas presentarse como la opción que ha elegido el pueblo. Como veremos en el capítulo 10, la soberanía nacional se considera en casi todas partes como una de las principales fuentes de auténtica legitimidad política, y unas elecciones amañadas posibilitan que un emperador se disfrace de modernidad.

Otras estrategias de legitimación resultan más creíbles. Recordemos al fundador de Turkmenistán —el «padre de todos los turcomanos»— y su famosa estatua dorada que giraba siempre mirando al sol. Este intento de crear un culto a la personalidad habría hecho sonreír incluso a un faraón del antiguo Egipto. En las monarquías del Golfo, los semblantes reales están en todas partes. En los edificios gubernamentales, en los bancos, en las vallas publicitarias y hasta en las empresas privadas hay imágenes idealizadas de los miembros del Régimen, retratados como si fueran hombres sabios y bondadosos. Entre tantas imágenes hay unas pocas de miembros de la casa real con aspecto severo y despiadado, en ocasiones vestidos de uniforme y con gafas de sol. «Lo que se pretende así, al parecer, es demostrar al pueblo que hay que amar y temer a los gobernantes, y, sobre todo, evitar enojarlos».

Otro tipo de legitimación ideológica es la utilizada en Guinea Ecuatorial por Teodoro Obiang, con quien nos encontraremos de nuevo el capítulo 5. Un representante de Obiang dijo en una radio estatal: «Él puede matar sin que nadie se lo recrimine y sin ir al infierno, pues es Dios, con el que está en permanente contacto, quien le otorga esa facultad». A los forasteros les parecerá que el presidente ecuatoguineano no da la talla para representar el papel de lugarteniente de Dios, pero una de las tácticas que utiliza para camuflar sus crímenes es el recurso a la «inspiración divina».

A veces no se opta entre una u otra ideología legitimadora, pues esta es inherente al Régimen. El mejor ejemplo de tal ideología innata lo encontramos en el Estado petrolero más importante de todos: Arabia Saudí. El Estado saudí se fundó a partir de una alianza entre un líder político (ibn Saúd) y un líder fundamentalista (al-Wahhab). Desde aquella fundación, el Régimen se ha teñido de religiosidad para legitimarse. El rey saudita es la cabeza de la comunidad nacional suní, y gran parte de su esplendor se lo debe al hecho de ser «defensor de la fe»: el guardián de los Lugares Santos más importantes del Islam.

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