Kitabı oku: «San José, la personificación del Padre», sayfa 2

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3. San José nos ayuda a entender más a Dios

En otras palabras, queremos hablar de Dios a propósito de san José, pero del Dios de la experiencia cristiana, que es siempre Tri­nidad, comunión, relación y eterna inclusión de las personas entre sí3.

De esta perspectiva parte nuestra pretendida teología radical. Es radical porque pretende ir a las raíces y porque quiere ir hasta la pro­ fundidad última de las cuestiones.

Veamos esto en el caso que nos interesa: san José está relacionado con dos Personas divinas. En primer lugar, con el Espíritu Santo, que vino sobre su esposa, María, y la cubrió con su sombra (Lc 1, 35: armó, plantó su tienda) de tal forma que quedó encinta de Jesús. En segundo lugar, con el Hijo, que también plantó su tienda (cfr Jn 1, 14) y se encarnó en Jesús, hijo de ella. Él, como dirán los teólogos del siglo XVI, entró, por medio de María y de Jesús, en una relación hi­postática. Explico el término: relación hipostdtica es aquella por la que san José se relaciona de forma única y singular con las dos personas divinas (hipóstasis, de donde viene hipostático, significa "persona", en griego y en la teología oficial). Por tanto, José comienza a pertene­cer al mismo orden que es propio de las divinas Personas. Sin José no hay encarnación concreta tal como los evangelios la atestiguan.

En esta relación quedó excluido el Padre. El Padre, dicen los teó­logos, fue quien envió al Hijo en la fuerza del Espíritu Santo. Pero él, según entiende comúnmente la teología, permaneció en su misterio insondable, dentro de la Trinidad inmanente.

¿Será esto lo único que podemos decir del Padre? ¿Dios-Trinidad no se revela tal como es, es decir, como Trinidad? ¿No habría un lu­gar para la autocomunicación y revelación del Padre? ¿Quién mejor que José, padre de Jesús, el Hijo encarnado por la acción del Espíritu Santo, para ser la personificación del Padre celestial? Sí, ésta es la tesis que vamos a defender en nuestro texto. De manera semejante al Hijo y al Espíritu Santo, también el Padre puso su tienda entre nosotros, en la persona de san José.

¿No decimos que el designio de Dios es de suma sabiduría, supre­ma armonía e inenarrable coherencia? Este designio, por ser divino, tiene esas características supremas. La misma teología busca siempre en su elaboración un espíritu coherente y sinfónico; articula todas las verdades entre sí y arroja luz sobre las conexiones existentes entre la verdad de Dios, la verdad de la revelación, la verdad de la creación y la verdad de la historia.

En esta coherencia y sinfonía nos atrevemos a afirmar que la Tri­nidad toda se autocomunicó, se reveló y entró definitivamente en nuestra historia. La familia divina, en un momento preciso de la evo­lución, asumió la familia humana: el Padre se personalizó en José, el Hijo en Jesús y el Espíritu Santo en María. Como si el universo ente­ro preparase las condiciones para ese evento de infinita bienaventu­ranza.

Alcanzamos de este modo la máxima coherencia y la suprema sin­fonía: la humanidad, la historia y el cosmos son insertados en el Rei­no de la Trinidad. Nos faltaba una pieza en esta arquitectura de inenarrable plenitud: la personalización del Padre en la figura de José de Nazaret.

Más adelante, en su debido lugar, señalaremos las mediaciones antropológicas y teológicas que permiten la proyección de esta hipótesis teológica, que llamamos técnicamente teolegúmenon ("teoría teológica"). No se trata de doctrina oficial, ni se encuentra en los ca­tecismos y en los documentos oficiales del magisterio. Pero es una hi­pótesis teológica bien fundada, fruto del trabajo creativo de la teología que consiste -como dijimos-, en la diligencia de penetrar más y más en los profunda Dei, profundidades del misterio de Dios-Trinidad.

4. De la oscuridad a la luz plena

Nuestra osadía teológica quiere evitar la impresión de arrogancia. Representa, en verdad, la culminación de ideas que son comunes en los estudios sobre san José. Nuestro trabajó consistió en explicitar y pensar hasta el fin lo que se quedaba a medio camino y estaba dicho implícitamente. Nuestro esfuerzo entronca con toda una línea ascen­dente de reflexión que se ha ido formulando a lo largo del tiempo. De la oscuridad ha llegado lentamente a la luz plena.

Si bien observamos, hay una evolución creciente y persistente con respecto al rescate de san José4. Pasamos primero por una fase de in­consciencia, en los primeros siglos del cristianismo, cuando san José sólo se mencionaba a propósito de los comentarios sobre los evange­lios de la infancia de Jesús. Pero sobre él no se pronunció ninguna ho­milía, como se hizo sobre María y sobre el mismo niño Jesús.

Después, solamente a partir del siglo XIII, san José adquirió signi­ficado con los maestros medievales, que ya percibieron su lugar en el misterio de la salvación, especialmente de la encarnación. Del in­consciente, pues, se pasó al subconsciente.

La consciencia, empero, surgió apenas en el siglo XVI, con Isidoro de Isolanis (1528), que publicó la Suma de los dones de san José, un primer tratado sistemático sobre san José. Este texto será referencia para todos los tratadistas posteriores.

Pero la consciencia clara sólo se alcanzó gracias al conocido teólo­go jesuita Francisco Suárez (1617), maestro en la Universidad de Salamanca. En su comentario sobre "Los misterios de la vida de Cris­to" dio un salto cualitativo. Por primera vez situó el ministerio de san José en el orden hipostático, orden propio de las personas divinas. Esto significa que José no es sólo un hombre justo y lleno de virtudes, digno de ser el padre de Jesús, sino que, además, su presencia y minis­ terio guardan una relación tan profunda con el misterio de la encar­nación que, de alguna manera, también participa en él. Acuñó la expresión que ya no saldrá del vocabulario teológico: "José pertenece al orden de la unión hipostática" (pertinet ad unionem hypostaticam). Esto ocurrió en el siglo XVII.

Fueron necesarios dos siglos más para dar otro paso. Fue, en efec­to, hacia finales del siglo XIX, cuando teólogos como G. M. Piccirelli y L. Bellover, y en el siglo XXA. Michel, B. Llamera y especialmente el teólogo canadiense-brasileño Paul-Eugene Charbonneau, funda­mentaron y divulgaron esa visión. Seguramente la obra más convin­cente es la de Charbonneau, en cuya tesis de doctorado en Montreal afirma con todo el rigor del discurso teológico que san José pertenece al orden hipostático (1961)5, pertenece, por tanto, al orden divino.

Así entendido, en san José ya no se ve sólo su lado humano, como esposo y padre, sino también su lado divino, su relación con la segun­da persona de la Santísima Trinidad que se encarnó en Jesús. Este Je­sús es hijo de su esposa María y fruto del Espíritu Santo, pero asumido por José como su hijo, con todas las vinculaciones que la pa­ternidad implica.

Esta idea de la relación hipostática de san José con el Hijo de Dios se ha vuelto tan común entre los teólogos que el magisterio de la Igle­sia, en la Exhortación Apostólica sobre san José, Redemptoris Custos (1989), de Juan Pablo 11, llega a decir claramente que, en el misterio de la encarnación, Dios no sólo asumió la realidad de Jesús, sino tam­bién "fue 'asumida' la paternidad humana de José" (n 21).

Se llegó a un nivel más alto de consciencia con André Doze, en su libro Joseph, ombre du Pere ("José, sombra del Padre")6. Se afirma en este libro una relación singular de José, padre de Jesús, con el Padre celestial. Se elige la expresión sombra asociada a otras -tienda, nubey taberndculo-, como analizaremos más adelante, que en el Primer Testamento quiere expresar la presencia densa y poderosa de Dios en medio del pueblo de Israel o en el Templo de Jerusalén. Sombra nun­ca se entendió como mera metáora, sino como figura para dar un contenido real y ontológico a la presencia de Dios. Se dice que el Pa­dre celestial tiene en san José esta presencia, fuerte y real.

El último paso lo dio un brasileño, fray Adauto Schumaker, que trabajó durante más de cincuenta años en la región amazónica del Estado do Maranhao. El día de san José, el 19 de marzo de 1987, tuvo la intuición que consignó por escrito y divulgó por donde pudo: que san José es "la personificación del Padre", así como Jesús es la personificación del Hijo, y María del Espíritu Santo7. Con eso se lle­gaba a una cumbre insuperable.

Nosotros retomaremos esas afirmaciones y trataremos de cons­truir un soporte teológico riguroso, que nos permita decir: san José, en efecto, se nos presenta como la personificación del Padre.

No sólo su ministerio (lo que él hizo) pertenece al orden hipostáti­co, como quería Suárez, ni san José es sólo la "sombra" del Padre, como sostiene Doze. San José es el mismo Padre presente, personali­zado e historizado en su persona, como intuyó fray Adauto Schuma­ker y nosotros reafirmamos.

El círculo se cierra: toda la Trinidad asumió nuestra condición humana y mora entre nosotros. La Trinidad celeste del Padre, Hijo y Espíritu Santo se hizo Trinidad terrestre en Jesús, María y José. Más adelante entenderemos a la Santísima Trinidad como Familia divina que, como tal, se personifica en la familia humana, en la familia de Jesús, María y José.

Para beneficio de nuestra tesis procuraremos recoger lo mejor del pasado y, al mismo tiempo, incorporar las aportaciones de otros sa­beres que nos vienen de la antropología filosófica, de la tradición psi­coanalítica y de la moderna cosmología. De este modo resituaremos a san José en el conjunto de las verdades de la fe cristiana, ofreceremos buenas razones para una piedad más sostenible y tendremos más mo­tivos para alabar y bendecir a Dios que se dignó entregársenos to­talmente en las figuras que forman la Trinidad terrestre, reflejo histórico de la Trinidad celeste.

La teología que nació de la alabanza (doxología) vuelve de nuevo a la misma alabanza, ahora, sin embargo, enriquecida con más razones para cantar y bendecir.

1 Los libros de estos autores se citarán oportunamente a lo largo de este estudio.

2 Véase R. Gauthier, Bibliographie sur SaintJoseph et la Sainte Famille, Montréal, Oratoire Saim-Joseph, 1999, con 1365 páginas; véanse también los sitios en in­ ternet con la bibliografía josefina: www.jozefologia.pl/bibliografia.htm; www.redemptoriscustos.org/bibliof_es.html.

3 Para un estudio más preciso sobre este tema, véase Leonardo Boff, A Trindade e a Sociedade, 5ª. ed., Vozes, Petrópolis, 2003, o su versión simplificada: A SS. Trindade é a melhor comunidade, 7ª ed., Vozes, Petrópolis, 1993.

4 Véase en el capítulo VI un resumen histórico más detallado de esta cuestión.

5 Véase P.-E. Charbonneau, Saint-joseph appartient-il al' ordre de l' union hypos­ tatique? Montréal, Centre de Recherche Oratoire de Saint-Joseph et Faculté de Théologie, 1961.

6 A. Doze,Joseph, ombre du Pere, Éditons du Lion de Juda, 1989; véase también Dobraczynski, L'ombra del Padre. II romanzo de Giuseppe, Brescia, 1982.

7 Véase el manuscrito más importante, "Josefologia: o Pai 'personificado"', del 19 de marzo de 1987, analizado en el capítulo VII.

II
ACLARAR MALENTENDIDOS Y ESTEREOTIPOS

La figura de san José está llena de ambigüedades. Por un lado, es el buen esposo de María, el padre de Jesús, el trabajador. Los fieles le rinden especial cariño en su corazón. Millones y millones de personas de la cultura occidental -mundial- llevan el nombre de José. Cen­tenares de movimientos religiosos, tanto de personas consagradas a Dios, como de laicos en medio del mundo, tienen a san José como patrón. Ciudades, plazas, calles, puentes, hospitales, escuelas y, sobre todo, iglesias, llevan el nombre de san José. Lo llevamos en el paisaje de nuestra cultura, familiar y pública.

Por otro lado, san José es el prototipo de la persona que sólo ayu­da, silenciosa y anónima, cuya vida poco conocemos. Nadie sabe quién fue exactamente su padre, su madre, ni qué edad tenía cuando se desposó con María, ni cómo y cuándo murió. Es una sombra, aun­que bienhechora.

Al lado de las cosas altamente positivas ligadas a su persona, hay también versiones, clichés y malentendidos que, desde los primeros tiempos, especialmente a causa de los apócrifos, atravesaron los siglos y llegaron hasta nosotros.

Aunque esas versiones sean cuestionables, servirán de sustrato para el imaginario que se expresó en la pintura, en las artes plásticas y en la literatura. No se apartan de nuestros ojos las escenas idílicas del nacimiento y del pesebre, donde el Niño, recostado entre el buey y el asno, tiene a su lado a María y a José, inclinados y reverentes ante el misterio de la ternura divina. Del mismo modo, el buen ancianito que carga al niño Jesús en sus brazos y lo estrecha con cariño y asom­bro, pues sabe que carga un misterio.

Pero como queremos hacer una obra de reflexión crítica, actuali­zada y de teología creativa, sentimos la necesidad de limpiar previa­mente el terreno. Es necesario, por tanto, deshacer prejuicios y superar clichés incrustados en el imaginario cristiano. Es semejante al proceso de limpiar los ojos. No destruimos las lentes, sino las lavamos para poder ver mejor a través de ellas. Así, vamos a aprovechar al má­ximo la tradición de los apócrifos, por los fragmentos de verdad que contienen, pero también debemos reconocer sus límites y los desvíos que pueden ocasionar.

Muchos puntos aquí señalados serán aclarados a lo largo esta obra. Ahora sólo enumeramos los principales; así preparamos el campo para una reflexión más fluida después.

l. José, ¿un hombre sin mujer?

En primer lugar, no son pocos los que muestran extrañeza ante la situación singular de san José. Dicen: José es un hombre sin mujer, María una mujer sin hombre y Jesús un niño sin padre.

A éstos hemos de recordar que los textos del Nuevo Testamento afirman claramente que José tiene su mujer (cf Mt 1, 20.24), fue pri­mero novio (cf Mt 1, 18; Lc 1, 27) y después esposo (cf Mt 1, 16.19).

Era el hombre de María (cf Mt 1, 16. 18. 20. 24; Lc 1, 27; 2, 5), su único esposo.

María tuvo su hombre, José, su novio y marido (cf Mt 1, 16.19). Vi­vieron juntos (cf Mt 1, 24) y moraron en Nazaret (cf Mt 2, 23). Por eso, no obstante la concepción virginal y la virginidad preservada de María (Mt 1, 18-25; Lc 1, 26-38), los evangelios no dudan en llamar a José es­ poso de María ya María esposa de José (cf Mt 1, 16. 18-20; Lc 1, 27).

El hijo de María se convierte también en hijo de José, en razón del vínculo matrimonial que los une. Por eso los evangelios lo reconocen como el hijo de José (cfLc 3, 23; 4, 22b; Jn 1, 45; 6, 42) o el hijo del carpintero (cf Mt 13, 55), de quien aprendió la profesión, pues tam­bién lo llaman carpintero.

Constituyen una sola familia, que está presente y unida con oca­sión del nacimiento de Jesús; que experimenta el temor de la mortal persecución de Herodes, que quería sacrificar a los niños de la región de Belén, donde nació Jesús; que pasaron juntos por las amarguras de una huida apresurada a Egipto; que volvieron después de allí y fue­ron, literalmente, a esconderse a Nazaret, porque Arquelao, hijo de Herodes, reinaba en Judea y, tan sanguinario como su padre, podría querer todavía matar al niño Jesús.

En esa pequeña villa, como todos los padres piadosos, cumplen también con los ritos de la purificación, de la circuncisión y de la presentación en el Templo, inician al hijo en las fiestas sagradas y se afligen, juntos, cuando el Niño, de 12 años, no se incorpora a la ca­ravana para regresar a Nazaret y se entretiene en el Templo.

El hecho de la gravidez, misteriosa por ser obra del Espíritu Santo y no de José, no impide que haya una familia. Hay una visión pobre y re­duccionista que, cuando piensa en familia, piensa sólo en la cama de la pareja, como si la sexualidad fuese todo en la vida de una familia. Desde el punto de vista más global, pensando en todos los elementos que hacen una vida de pareja, especialmente el mutuo compromiso y la responsabi­lidad compartida, María y José forman una auténtica familia. Los bienes son comunes, común el estilo de vida, comunes las preocupaciones, co­mún la responsabilidad de educar al hijo1. José, por tanto, no es padre por casualidad; tampoco María es madre por accidente.

2. ¿Una familia de desiguales?

En segundo lugar, señalan algunos, esta es una familia extraña, pues las relaciones entre los miembros son absolutamente desiguales. María es sierva del Señor (cf Lc 1, 38), José proveedor y padre putati­vo (cf Lc 3, 23) y Jesús, la encarnación del Verbo, que es Dios (cf Jn 1, 14). María habla y medita, guardando las cosas en el corazón; Jesús habla y hace milagros; José calla y sólo sueña. ¿Cómo articular esas diferencias dentro de una misma familia? ¿No harían de la familia una realidad meramente virtual?

A eso respondemos que los relatos evangélicos no dan base para tal excentricidad. Los evangelios nos muestran una familia normal, uni­da; hablan de los padres que van al Templo y, como padres, se preo­cupan por la desaparición del hijo y, finalmente, dicen que el Niño les era sumiso (cf Lc 3, 51).

La tesis que sustentamos en nuestro libro evita cualquier desequi­librio, pues Dios, tal como es, Padre, Hijo y Espíritu Santo, por tanto como Familia divina, deja de ser Trinidad y Familia inmanente, en­cerrada en su inefable misterio, y se hace trinidad y familia histórica, por cuanto se acerca a la existencia humana y se personaliza, asu­miendo el Padre a José; el Hijo, a Jesús; y el Espíritu Santo, a María. De ese modo, reina un perfecto equilibrio. Cada uno es diferente, pero todos entretejen una relación íntima y singular, de orden hipos­tático -como discutiremos más adelante-, con las respectivas per­sonas divinas. Cada persona de la familia humana personaliza una Persona de la Familia divina.

3. José, ¿anciano y viudo?

Otros imaginan a María como una especie de hermana en un con­vento de monjas de clausura. José sería más su guardián y protector que esposo, un patriarca anciano, canoso y con barbas blancas, que lleva al niño Jesús en un brazo, y un ramo de lirios, que simboliza su castidad, en el otro.

Estas imágenes no tienen base en los evangelios. Proceden de la imaginación, a veces fantástica, de los evangelios apócrifos, que re­presentan la teología popular de los estratos cristianos no letrados de los primeros siglos. Veremos todo esto con detalle en uno de los capí­tulos de este libro.

María aparece en los evangelios como una mujer piadosa, que dice al ángel "sí, hágase" (Lc 1, 38) y se siente sierva ante el ofrecimiento de Dios. Pero al mismo tiempo es la mujer fuerte, cuyo atrevido discurso del canto del Magníficat podría parecer más bien una proclamación re­volucionaria para un comicio político popular. Tiene la valentía de hablar del Dios que "despojó a los poderosos de sus tronos y exaltó a los humildes, llenó de bienes a los hambrientos y despidió a los ricos con las manos vacías" (Lc 1, 52.53). En fin, una mujer que enfrentó el riesgo de la muerte de su bebé a manos del cruel Herodes y por eso tuvo que huir al exilio, con todos los peligros que tal fuga implicaba.

José corre el riesgo de la maledicencia al tomar consigo a María, su novia, ya grávida por el Espíritu Santo. Tiene el valor de actuar con­tra el sentir común de la gente y llevarla a su casa (cf Mt 1, 24). Asu­me las funciones propias del padre que asiste en el nacimiento, que toma la iniciativa de huir a Egipto y elige el momento de volver, que junto con su esposa hace lo que todo padre educador hacía con res­pecto a los deberes religiosos, que se preocupa por la pérdida del hijo. Todas estas cosas tienen que ver más con un padre comprometido se­riamente en su misión familiar que con un simple protector y celoso proveedor.

Con respecto a las barbas, a las canas blancas y a la edad, los evan­gelios, no dan ninguna pista que pueda sugerir la edad de José. Fue­ron los evangelios apócrifos, surgidos trescientos o cuatrocientos años después, los que inventaron la edad de José. Hemos de tener en cuenta el contexto en que fueron escritos: las preocupaciones apolo­géticas por justificar la existencia de hermanos y hermanas de Jesús de que hablan los evangelios --que serían entonces fruto de un primer matrimonio- y la necesidad de defender la virginidad de María, atestiguada también por los evangelistas.

En función de esta perspectiva, los apócrifos presentan un José viudo y anciano, pero tan anciano que, por impotencia, no pondría en riesgo, aunque quisiese, la virginidad de María. El libro apócrifo La historia de José el carpintero habla, como veremos más adelante, de un primer matrimonio de José a los cuarenta años. Vivió con su pri­mera mujer cerca de 49 años y tuvo con ella hijos e hijas (las "herma­nas" y los "hermanos" de Jesús). Solamente a la edad de 93 años se habría casado con María y habría vivido con ella 18 años. Habría muerto, pues, a los 111 años de edad, sumados todos los años. Tales afirmaciones sólo tienen fundamento en la imaginación piadosa.

Lo que sabemos bien es que, de acuerdo con la tradición judaica, un hombre se solía casar de verdad, es decir, comenzaba a cohabitar con la mujer a partir de los 18 años. Según esa tradición, José tendría esa edad, un poco más o un poco menos, cuando resolvió vivir con María.

Nada se dice sobre si era viudo o viejo. Esa presunción es posterior; proviene de los apócrifos, por las razones aducidas anteriormen­te. Consiguientemente, debemos imaginar a José como padre joven, entre los 18 y 20 años2. Como veremos después, la expresión herma­nosy hermanas no se ha de entender necesariamente como la entende­mos hoy, como hermanos y hermanas por la sangre. En la manera judaica de entender la familia ampliada, los primos y parientes cerca­nos eran llamados y tenidos como hermanos y hermanas.

Lucas y Mateo, los evangelistas que nos narran algo de la infancia de Jesús, nada nos dicen acerca de la muerte de José. Lo cierto es que en ningún momento de la vida pública de Jesús, comenzada cuando él tenía alrededor de treinta años de edad, de acuerdo con la informa­ción de san Lucas (cf 3, 23), apareció José en público al lado de Jesús. La última vez fue cuando Jesús, a la edad de 12 años (acercándose ya a la edad adulta que era a los 13), fue con sus padres al Templo de Jeru­salén, ocasión en que se quedó allí mientras la caravana de Nazaret emprendía el regreso. José y María lo encuentran y manifiestan su pe­sadumbre. Después de eso, la figura de José desaparece totalmente. Se presume que habría muerto por esa época o un poco posterior­ mente. La expectativa de vida de un ciudadano romano o judío en aquella época era de 22 años aproximadamente. José debe haber pa­sado esa barrera común.

También es seguro que José no estuvo al pie de la cruz, como estu­vieron María, otras mujeres y Juan. El hecho de que, en la cruz, Jesús haya pedido al apóstol Juan tomar a María bajo su cuidado (Jn 19, 27) nos revela que José ya no vivía.

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