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Relaciones entre la República de Weimar y la Rusia Soviética

Durante el período de la República de Weimar, las relaciones entre Alemania y la República Socialista Federativa Soviética de Rusia eran cordiales y de colaboración, especialmente a partir de la firma del Tratado de Amistad y Cooperación, en la localidad italiana de Rapallo, en 1922. Este pacto, entre otros temas, establecía términos de asistencia en la transferencia tecnológica y la cooperación económica, además de renunciar ambos países a cualquier reparación de guerra.

Sin embargo, lo más importante de este tratado fue el establecimiento de las relaciones bilaterales, ya que ambos países estaban aislados diplomáticamente, aunque por diferentes motivos. Alemania acababa de ser sometido a durísimas condiciones tras la firma del Tratado de Versalles, lo cual terminaría por conducir a Europa a otra guerra, como profetizó el mariscal francés Ferdinand Jean Marie Foch, con las siguientes palabras: “Este no es un tratado de paz, sino un armisticio de veinte años”, mostrando así su disconformidad con los términos de lo firmado en la Conferencia de Paz de París de 1919.

Por lo tanto, el Tratado de Rapallo fue fundamental para sacar del aislamiento diplomático tanto a Alemania como a la Rusia Soviética, a las cuales Francia y el Reino Unido deseaban mantener segregadas de las relaciones internacionales, debido a las condiciones impuestas tras la finalización de la Primera Guerra Mundial, en el caso alemán; y con Rusia, como consecuencia de la política injerencista en sus asuntos internos, que pretendían llevar a cabo Londres y París, desde el triunfo de la Revolución de Octubre de 1917.

El más claro ejemplo de esto fue la intervención militar directa de catorce países durante la guerra civil rusa, los cuales enviaron tropas para combatir a favor del bando contrarrevolucionario. Entre los países injerencistas se encontraban, precisamente, el Reino Unido y Francia, además de Japón, Estados Unidos, Italia y Polonia, entre otros.

De este modo, cuando el 16 de abril de 1922 rubricaron el Tratado de Rapallo los encargados de relaciones exteriores, Georgy Chicherin, en representación de la Rusia Soviética y Walther Rathenau, por la parte alemana, esto significó un gran logro para ambos países, y al mismo tiempo fue un fracaso diplomático para el Reino Unido y Francia.

Pero la llegada de Hitler y los nazis al poder en Alemania iba a cambiar muchas cosas; y las relaciones entre Moscú y Berlín sería una de ellas.

Pacto de no agresión germano-polaco

A partir de 1933, las relaciones bilaterales germano-soviéticas se tensaron de manera notoria, debido al furibundo anticomunismo del nuevo régimen alemán y a la política de remilitarización que estaba llevando a cabo, generando esto un cambio de orientación por parte del gobierno soviético, acordando la firma de tratados de no agresión con la mayoría de sus vecinos e incorporándose en septiembre de 1934 a la Sociedad de las Naciones. Para la incorporación oficial de la Unión Soviética a este organismo que pretendía garantizar la paz mundial, Moscú contó con la colaboración del ministro de Exteriores francés, Louis Barthou, quien, al igual que el líder soviético Iósif Stalin, percibía a la nueva Alemania nazi como un peligro tanto para Francia como para la URSS, y por esto mismo, una amenaza para la estabilidad europea.

Pero mientras que muchos podían ver la amenaza para la paz que representaba la retórica agresiva del canciller alemán, otros pensaban que era buena idea generar caminos de entendimiento con el régimen nazi. Así fue como se produjo la primera entrevista oficial entre Adolf Hitler y el embajador polaco en Berlín, el 2 de mayo de 1933. Inmediatamente después de esta reunión ambos países difundieron una declaración conjunta en la cual manifestaban renunciar al uso de la fuerza para la resolución de conflictos. Esto sin dudas marcaba para las demás naciones europeas una incógnita acerca de los motivos de Polonia para tal decisión y generó la desconfianza de Francia para con Varsovia, con la cual tenía, desde 1921, una alianza militar de asistencia mutua, en caso de un ataque no provocado por parte de Alemania.

Durante el verano de 1933, la relación bilateral germano-polaca siguió mejorando ostensiblemente con la firma de varios acuerdos entre la Ciudad Libre de Danzig y las autoridades de Varsovia, e incluso lograron superar el conflicto arancelario entre ambos países, el cual había durado ocho años.

Desde el primer encuentro entre Hitler y el embajador polaco Józef Lipski, ambos mantuvieron conversaciones secretas para la realización de un futuro acuerdo entre los dos países. La participación personal de Hitler en las negociaciones se debió a que, por parte del gobierno del mariscal Pilsudski, el ministro de Relaciones Exteriores era un hombre de su mayor confianza, el coronel Józef Beck, mientras que por el lado alemán, el ministro era Konstantin von Neurath, un diplomático de carrera que no estaba de acuerdo con abandonar la política exterior de la época de la República de Weimar, la cual implicaba una mayor cercanía con el Kremlin; diferente a la posición de Hitler, favorable a estrechar lazos con Varsovia; y por esta diferencia de opiniones, el líder nazi tomó las negociaciones en sus propias manos.

El 26 de enero de 1934, a menos de un año de haber llegado a la Cancillería, Adolf Hitler le mostraba al mundo el Pacto de no agresión germano-polaco.

Este acuerdo representó una victoria diplomática para Berlín, al descomprimir la tensa situación internacional que derivó de la salida de Alemania de la Conferencia de Desarme y de la Sociedad de las Naciones. Esto también le iba a permitir a Hitler asegurar su frontera oriental y hacerse fuerte para, en el futuro, ir concretando sus ambiciones expansionistas, las cuales por aquel entonces ya no eran desconocidas para nadie en Europa.

Pero esta no sería la única ocasión en que Polonia se iba a asociar a los intereses de Berlín, ya que, entre otras cosas, a la Segunda República Polaca y a la Alemania nazi las unía el profundo odio que ambas sentían por Rusia, un gran desprecio hacia aquellos pueblos a los que consideraban inferiores y un desmedido afán por la expansión de sus fronteras, factores estos que iban a ayudar a mantener la cooperación entre ambos países.

La política de Varsovia sería mantenerse cercana a Berlín, y en caso de que Alemania pusiera en marcha los planes de Adolf Hitler, de conquista territorial en el este europeo, los cuales ya había adelantado en su libro Mein Kampf, Polonia la acompañaría con la intención de tomar su parte del botín, como ya lo había intentado en ocasiones anteriores, tales como la invasión de los ejércitos de Napoleón a Rusia, en 1812.

En febrero de 1934, tan solo un mes después de la firma del Pacto germano-polaco, Louis Barthou asumió al frente del Ministerio de Asuntos Exteriores de Francia, con la clara misión de poner freno a la incipiente amenaza del nuevo régimen nazi. Con este objetivo abogó por el acercamiento entre Francia, el Reino Unido, Italia y la Unión Soviética, para de este modo conseguir el aislamiento de Alemania. Entre este ministro francés y su par soviético Maxim Litvínov la URSS inició las negociaciones para la elaboración del Pacto franco-soviético suscripto al año siguiente. Pero sería el destino o una conspiración los que harían que Barthou fuese asesinado ese mismo año en Marsella.

En aquel entonces, la organización terrorista croata de ultraderecha, Ustacha, la cual tenía vínculos y recibía colaboración y financiamiento de los nazis, estaba preparando un atentado contra la vida del rey de Yugoslavia.

El 9 de octubre de 1934, arribó a Marsella el rey Alejandro I en visita oficial a la República Francesa. En su carácter de ministro de Relaciones Exteriores, Barthou le dio la bienvenida, y juntos se dirigieron al vehículo descubierto, el cual los llevaría a donde iban a iniciar la agenda de actividades protocolares, las cuales nunca se concretaron debido a los disparos realizados por el terrorista de origen búlgaro y miembro de la Ustacha, Vlado Chernozemski, quien logró asesinar en el acto al monarca yugoslavo e hirió al ministro Barthou, quien más tarde murió desangrado.

Curiosamente la seguridad francesa desplegada para la visita de Alejandro I demostró ser muy ineficiente, facilitando de este modo el accionar de los terroristas cuya organización ya había amenazado con anterioridad la vida del rey.

El atentado fue un éxito doble, logrando concretar el magnicidio, y al mismo tiempo eliminando al ministro francés, quien estaba trabajando para detener los planes de Hitler. Resulta difícil no pensar que todo esto estaba relacionado y planificado de este modo por la Ustacha, grupo que unos años después iba a ser el más despiadado colaborador de los nazis, cubriendo de sangre los Balcanes.

Capítulo III
1935

La URSS prevé la amenaza nazi a la paz mundial

A pesar del lamentable asesinato del ministro francés Louis Barthou, el 2 de mayo de 1935 se firmó el pacto franco-soviético que establecía la defensa mutua en caso de una agresión no provocada; aunque este tratado carecía del carácter que originalmente tendría, ya que el sucesor de Barthou, el nuevo ministro Pierre Laval (quien tenía una marcada simpatía pronazi) se ocupó de asegurarse que la efectividad del acuerdo y de la asistencia militar estuviera sujeta a una serie de formalidades, tales como la denuncia de la agresión no provocada, ante la Liga de las Naciones y posteriormente avalada por los firmantes del pacto de Locarno, todo lo cual lo convertía en algo que iba a ser, en la práctica, poco más que una herramienta de disuasión diplomática ante una futura agresión nazi. Unos días más tarde, el 16 de mayo se suscribió un tratado entre Checoslovaquia y la Unión Soviética en el mismo sentido, al ser Francia la principal aliada militar del joven país centroeuropeo.

Tres meses más tarde, el liderazgo soviético, siguiendo adelante con esta política de alianzas defensivas y entendiendo el peligro que se avecinaba, durante el VII Congreso del Komintern, afirmó que el fascismo constituía una grave amenaza para la URSS y para la paz mundial, y fue este un profético anticipo de lo que iba a suceder; asimismo este congreso autorizaba y alentaba la búsqueda de alianzas antifascistas a nivel mundial, y un posterior ejemplo de esto fue el Frente Popular en España, durante la guerra civil.

Así es como, mientras las autoridades soviéticas veían cernirse sobre el mundo las oscuras sombras de la guerra y la muerte de la mano del fascismo y procuraban hacer algo para evitarlo, al mismo tiempo que se firman los pactos franco-soviético y checoslovaco-soviético de asistencia mutua contra una posible agresión alemana, el Reino Unido firmaba el acuerdo naval germano-británico, con el que se autorizaba el desarrollo de la marina de guerra alemana, aunque limitándola a un máximo del treinta y cinco por ciento, respecto al tonelaje de la flota británica.

Hitler percibió a este acuerdo como el principio de una posible alianza anglo-germana, lo cual ya había esbozado en Mein Kampf, al considerar que había sido un error el desafío al dominio marítimo y colonial británico por parte del Imperio alemán antes de 1914, y considerando al Reino Unido como una nación aria con la que Alemania se podría complementar, renunciando al dominio en el mar a favor de los británicos, y esperando contar a su vez con el apoyo de estos en sus planes de dominación continental y expansión hacia el este de Europa. Hitler también sabía que muchos líderes del Reino Unido compartían sus mismos sentimientos antisoviéticos.

La firma del acuerdo entre Londres y Berlín generó nuevos resquemores entre la posición de Francia, que quería mantener las cláusulas de desarme del Tratado de Versalles, que consideraba vitales para su seguridad, y la posición del Reino Unido, orientado a un acercamiento con Alemania.

En esta etapa eran frecuentes las contradicciones en la política exterior de las potencias europeas, las cuales ante la reintroducción del servicio militar obligatorio por parte de Alemania, hecho este que violaba lo establecido en la parte V del Tratado de Versalles, decidieron reunirse, en el balneario italiano de Stresa, en abril de 1935, los representantes de Francia, Italia y del Reino Unido para enviarle a Berlín una contundente protesta ante esta situación. Conformaron el llamado Frente de Stresa, como un intento de evitar la remilitarización alemana, incumpliendo las cláusulas del tratado de 1919 a ese respecto, y del mismo modo frenar un futuro intento expansionista de Hitler, al reafirmar la independencia de la Primera República de Austria y la prohibición de cualquier intento de unificación de esta con Alemania. Sin embargo, dos meses más tarde el Reino Unido, sin consultar a sus socios italianos y franceses, suscribió el 18 de junio el antes mencionado acuerdo naval con Berlín, un pacto que también violaba los términos de Versalles sobre desarme. Esto generó decepción en París y Roma; y provocó que el Frente de Stresa no fuera más que un efímero intento por frenar la ya amenazante política nazi. Para Hitler, este fue otro logro diplomático a su favor y además consiguió debilitar las relaciones anglo-francesas.

Durante estos años, no eran pocos los líderes y políticos europeos que consideraban a Adolf Hitler como un interlocutor válido o, incluso, un valioso aliado potencial contra el comunismo soviético, ya que aparentemente el líder nazi con su furioso discurso de odio antisemita y de desprecio a todo lo “no ario” les parecía menos peligroso que un país que solo deseaba reconstruirse, luego de años de una cruenta guerra civil, y que lejos de tener vocación expansionista, era a él al que le habían arrebatado numerosos territorios entre 1917 y 1921.

Leyes de Núremberg y eugenesia

Prácticamente desde su ascenso al poder, los nazis no disimularon sus intenciones de perseguir a la oposición política o de segregar y discriminar a los judíos alemanes, como también a otras minorías étnicas como los gitanos, e incluso instaurar políticas pseudocientíficas como la eugenesia, tendientes a la esterilización forzada y llegando a la eliminación física de personas con diversas discapacidades físicas o mentales, padecimientos psiquiátricos o simplemente aquellos que eran considerados indeseables o genéticamente inferiores; todo eso frente a los ojos de Europa, que parecía consentir estos hechos con su silencio. Quizás debamos recordar que varios países como Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Suecia, Noruega, Finlandia, Estonia y Suiza, entre otros, también tuvieron políticas eugenésicas, sin llegar al extremo del nazismo, claro está, pero sí realizando esterilizaciones forzadas en el pasado. Desgraciadamente estas creencias pseudocientíficas eran más frecuentes y aceptadas de lo que podríamos imaginar. Sin embargo la Unión Soviética nunca estuvo en la lista de países que consideraban que había seres humanos genéticamente superiores o inferiores.

Es así como se va viendo claramente la manera en que las potencias occidentales dejaban que el régimen nazi fuera creciendo y fortaleciéndose a sabiendas de parte de sus perversos planes. Esto iba a ser aún más evidente con la promulgación en Núremberg, el 15 de septiembre de 1935, de dos leyes como la de “Ciudadanía del Reich” y la de “Protección de la Sangre y el Honor Alemanes”, mediante las cuales, entre otras cosas, se restringían numerosos derechos a los judíos alemanes, tales como la ciudadanía, el ejercicio de las profesiones liberales, el comercio, los matrimonios mixtos, e incluso se condenaban las relaciones sexuales entre los considerados arios y los judíos.

Capítulo IV
1936

Militarización de Renania

En la mañana del 7 de marzo de 1936, Hitler ordenó el ingreso a la región desmilitarizada de Renania de diecinueve batallones de infantería de la Wehrmacht, acompañados por algunos aviones, desafiando de esta forma los tratados de Versalles y Locarno; pero lo que sería más importante, probando hasta qué punto podía llegar antes de que hubiera una reacción por parte de las potencias aliadas.

Luego de la firma del Tratado de Versalles en 1919, a Alemania se le prohibió (según lo expresado en los artículos 42, 43 y 44) construir fortificaciones en la margen izquierda del río Rin o en la derecha, hasta una distancia de cincuenta kilómetros de dicha orilla y determinaba que cualquier violación a estos términos se consideraría un acto hostil dirigido a perturbar la paz mundial.

Tiempo después, en 1925, Alemania, Francia, el Reino Unido, Bélgica, Checoslovaquia, Polonia e Italia firmaron los tratados de Locarno. La importancia de los nuevos acuerdos radicaba en la aceptación voluntaria por parte de Berlín de la desmilitarización de Renania de forma permanente, a diferencia de la imposición que representaba Versalles para los alemanes. La seguridad mutua de la frontera franco-germana iba a estar garantizada por Roma y Londres, de manera que si Alemania atacaba a Francia, Italia y el Reino Unido entrarían al conflicto en auxilio de París, y lo contrario si el agredido era el Estado alemán.

Debido a disputas acerca de la suspensión del pago de las reparaciones de guerra por parte de Alemania a menos que las fuerzas de ocupación francesas y británicas abandonasen Renania en 1930 (cinco años antes de lo estipulado en Versalles), y tomando en cuenta el compromiso asumido por Berlín en Locarno, es que finalmente se acordó, como muestra de cooperación con el gobierno de la República de Weimar, que las tropas británicas abandonarían la región en 1929 y los últimos soldados franceses harían lo propio en junio del año siguiente, quedando así la región de Renania totalmente desmilitarizada.

Una vez establecido el régimen nazi en el poder, era solo cuestión de tiempo para que Hitler hiciera el primer movimiento que realmente pondría a prueba si Europa tenía la capacidad y la voluntad para detenerlo. Así fue como Alemania llevó su ejército a las márgenes del Rin, ante el estupor de Francia que amenazó con reaccionar ante este acto de hostilidad, pero careciendo esta advertencia de la convicción que habría sido necesaria.

Antes de ver cómo se desarrolló el juego diplomático, hay que entender cuál era la importancia estratégica que esto tenía para Hitler. Francia había firmado una serie de acuerdos y alianzas con diversos países de Europa Central, como Checoslovaquia, Rumania y Yugoslavia, los cuales formaban la Pequeña Entente; además de un pacto de asistencia mutua con Polonia, por lo tanto cualquier ataque por parte de Alemania contra alguno de estos países la dejaría totalmente vulnerable a una respuesta armada, por parte de Francia, a través de su frontera occidental, en la región de Renania; pero con las espaldas cubiertas militarmente en esa zona tendría las manos libres para hacer lo que desease en sus fronteras orientales.

Por lo tanto, Berlín debía hacer este movimiento sí o sí, ya que de esto dependían sus futuros planes y, al mismo tiempo, la falta de una respuesta firme por parte de las potencias europeas o de la Sociedad de las Naciones, también le anticiparía con qué margen de acción iba a contar en el futuro.

La realidad es que desde el punto de vista militar, Alemania era aún muy débil en comparación con Francia y la relación de fuerzas en la frontera entre ambos países, al momento de la llegada de las tropas de la Wehrmacht a Renania, era extremadamente favorable a Francia, la cual sin embargo, nunca esgrimió seriamente la opción militar; que de haber sucedido así, las fuerzas alemanas estaban preparadas para una rápida retirada, al no tener posibilidades objetivas de enfrentar una ofensiva francesa en tales circunstancias. En el campo diplomático la disputa fue más intensa, aunque breve e infructuosa.

Berlín pretendió justificarse argumentando que ejecutaba esta acción debido a que se sentía amenazado por la ratificación, por parte de la Asamblea Nacional de Francia, del Pacto franco-soviético del año anterior y que por este motivo denunciaba el Tratado de Locarno y por lo tanto desistía de la desmilitarización de Renania.

Entretanto, dentro del gobierno de Francia, el único integrante del gabinete que exigía una reacción militar a cualquier precio era el político conservador Georges Mandel; mientras que por el contrario, los militares representados por el comandante en jefe del Ejército, Maurice Gamelin, sobreestimaban las capacidades ofensivas de Berlín y desaconsejaban la opción armada. Por lo tanto, París solo se limitó a reclamar ante la Sociedad de las Naciones.

Al mismo tiempo, el ministro de Relaciones Exteriores francés, Pierre-Étienne Flandin, se dirigió a Londres para consultas urgentes con el primer ministro británico Stanley Baldwin. En definitiva, la posición de Francia y del Reino Unido se decidió a favor de actuar ante la transgresión alemana, solo si también actuaban los demás garantes de los acuerdos de Locarno. Esto en la práctica iba a ser imposible, ya que se sabía que Italia no tenía intención alguna de intervenir, como consecuencia de las amenazas de sanciones recibidas, tras la invasión de Abisinia por parte del ejército italiano. Así pues, la actitud anglo-francesa y aceptar mansamente esta acción, que consistía en un abierto desafío militar por parte del régimen nazi, eran lo mismo.

Los británicos a través de su ministro de Relaciones Exteriores, Anthony Eden, se ocuparon de desalentar cualquier acción militar francesa, del mismo modo que se mostraban reacios a la aplicación de sanciones económicas o de otro tipo contra Berlín. Sin duda parecían creer que se podía razonar y negociar con Hitler, o quizás creían que podía ser funcional a sus intereses geopolíticos.

La posición polaca fue coherente con la cercana relación que tenían con el régimen nazi, prácticamente desde la llegada de Hitler al poder. El ministro de exteriores de Polonia, el coronel Józef Beck, le garantizaba al embajador francés León Noël, que su gobierno respetaría la Alianza militar franco-polaca de 1921 y al mismo tiempo, en conversaciones con el conde Hans-Adolf von Moltke, embajador alemán en Varsovia, le aseguró a este que Polonia no se involucraría en el conflicto de Renania, dado que solo se vería obligada por el pacto que tenía con Francia, en caso de que esta fuera invadida, cosa que no iba a ocurrir, además del hecho de que el mismo Beck consideraba a su país un amigo del Reich desde la firma del pacto de no agresión de 1934. Como si esta posición ambigua ante la primera escalada militar nazi no fuese suficiente, el régimen polaco se abstuvo de votar en contra de la remilitarización de Renania, ante el consejo de la Sociedad de las Naciones y se manifestó enfáticamente en contra de la aplicación de cualquier tipo de sanción comercial a Berlín.

El gobierno de los Estados Unidos de América hizo honor a su posición aislacionista y dejó hacer, sin tener la más mínima reacción ante la política nazi de violación a los términos de los tratados de Versalles y Locarno.

Por su parte, los países de la Pequeña Entente que tenían pactos de asistencia mutua con París estuvieron divididos al manifestarse Checoslovaquia totalmente dispuesta a ir a la guerra junto a Francia si esta entraba en Renania, a diferencia de Yugoslavia y Rumania que expresaron que solo se unirían a una acción armada en caso de un ataque de Alemania contra territorio francés.

Nuevamente, la única nación que se pronunciaría airadamente contra el accionar del régimen nazi, al cual denunció ante la Sociedad de las Naciones como un peligro para la paz mundial, fue la Unión Soviética. Casi todos los países que componían esta organización desoyeron los argumentos del ministro de Exteriores Maksim Litvínov, e incluso se negaron a la aplicación de sanciones comerciales, con el argumento de no dañar la economía alemana. Las únicas excepciones a esta posición fueron Francia, Checoslovaquia, Rumania, Bélgica, y la propia Unión Soviética. El servicio exterior británico expresó estar dispuesto a acompañar la aplicación de sanciones contra Berlín, aunque sin demostrar un gran entusiasmo.

A esta altura ya se podía avizorar la política de apaciguamiento hacia Alemania, por parte de los británicos y de los franceses, con la extrema pasividad con que enfrentaron esta crisis, cuando se trataba de frenar, mientras aun fuera posible, lo que ya se podía prever como la amenaza nazi, que tiempo después sería una terrible realidad.

Entendiendo la gravedad de la situación, Moscú no descartaba una acción militar contra Hitler mientras aún fuera posible, pero contaba con la limitación de no tener fronteras comunes con el estado nazi y la única alternativa era lograr pasar por un tercer país, y en este caso se encontraba con el escollo que representaba la posición de Rumania y especialmente de Polonia, que le negaban cualquier posibilidad de tránsito de tropas a través de sus territorios. Nuevamente Varsovia se convertía en un guardián de los intereses de Adolf Hitler.

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