Kitabı oku: «Paraguas rotos», sayfa 2
Una algarabía me sacó de mis pensamientos, que divagaban sin control ni freno. Un alboroto que solo los niños son capaces de producir. ¿Niños? Por instinto y curiosidad malsana, guie mis pasos en dirección al runrún que rebotaba entre las tumbas de manera extraña, impropia. Pensé en la posibilidad de que hubiera algún tipo de excursión en el cementerio.
—Niños, hoy iremos a visitar el cementerio —dijo la maestra de la guardería, que recibió como respuesta una ola de vítores alegres.
Desde luego, este contacto íntimo con las necrópolis no era común en nuestro país, pero me constaba que en otros países más al norte, los cementerios no solo eran un lugar donde enterrar a los vivos que habían dejado de serlo, sino que además eran lugares de agradables paseos, a donde se podía ir con el perro y que, en ocasiones, eran nombrados, incluso, patrimonio de la humanidad.
Los grititos y las risas estaban cada vez más cerca, al otro lado de la esquina. Curioso y precavido, eché un vistazo. Ciertamente, delante de un bloque de nichos se extendía una porción de terreno donde convivían cipreses y tumbas antiguas. Un puñado de críos jugaba al pillapilla, a la rayuela o con las palmas de las manos, mientras entonaban canciones tradicionales que mi memoria había olvidado. Un grupito de ellos jugaba al escondite. Así, mientras un chiquillo de apenas cuatro años, elegantemente vestido como si fuera a hacer su primera comunión, contaba de forma errática contra el mármol de los nichos, sus amigos, de edades parecidas, se ocultaban tras lápidas, cruces y ángeles de piedra en actitud piadosa.
Salí de mi esquina y me expuse a la vista de los chicos. No se inmutaron. Siguieron a lo suyo. No podía dar crédito a lo que veían mis ojos. Miré los mármoles y comprobé que me encontraba ante un bloque completo de tumbas dedicadas exclusivamente a albergar niños. Los nichos vacíos dejaban ver unas oquedades más pequeñas. Se me encogió el corazón. A diferencia del resto de las lápidas que había visto, aquí todas rezaban de la misma forma: «Voló al cielo».
Aturdido, avancé en paralelo al bloque de sepulcros, dejando que los críos, en sus juegos, pasaran a través de mí.
«Voló al cielo».
«Voló al cielo».
«Voló al cielo».
Una lápida compartía dos difuntos, uno de seis meses y otro de dos años. Se me encogió el corazón, un poco más aún.
«En vida fuiste una bella realidad y ahora serás el más bello de nuestros recuerdos». «Voló al cielo». «Voló al cielo». «Voló al cielo».
Los objetos personales eran peluches, pequeños muñecos de colores quemados por el sol y chupetes. Se me encogió el corazón, un poco más, y más aún.
«Voló al cielo». «Voló al cielo». «Voló al cielo».
Flores blancas aquí y allá, como los crisantemos que llevaba para mi padre. Algunas tumbas lucían lustrosas, limpias y adornadas. Otras, sin embargo, aparecían descuidadas y olvidadas. «Voló al cielo». En aquel mural donde lucía sincera la injusticia, y la crueldad de la vida se llevaba sin piedad a los seres más inocentes; en aquel dique de huecos rellenos de pureza y candidez; en aquel bloque de tumbas destinadas a los niños, había un nicho que era diferente a todos, por su tristeza y su desdicha. Ni lápida ni cemento que sellara el hueco. Únicamente una montaña de escombros caídos tras la que había un ataúd blanco, de pequeño tamaño, raída la pintura, desamparado. Desolado. A la vista de todos. Sin peluche, sin chupete, sin flores blancas.
Se me rompió el corazón. Las lágrimas brotaron de mis ojos enrabietadas ante aquella ofensa, ante un olvido imperdonable. Un silencio sepulcral envolvió de pronto la escena y supe, de inmediato, que los niños que jugaban ya no estaban allí. El llanto rabioso dio paso a un llanto triste y, posteriormente, a un gimoteo de consuelo para aquella criatura abandonada y olvidada en su nicho derruido.
Tomé uno de los crisantemos blancos que llevaba en el ramo y lo deposité sobre la montaña de escombros.
—Vuela al cielo.
El viento frío azotaba mi piel, secando las lágrimas. Poco a poco, la calma pareció volver a mi espíritu, que se sentía derrotado y abatido ante tantas emociones intensas.
Noté que algo tiraba de la pernera del pantalón. Al mirar, un chiquillo de ojos enormes y manos regordetas señalaba insistentemente un bloque de nichos situado más abajo. De inmediato, reconocí el lugar. Allí estaba enterrado mi padre. Sin duda, aquel era el lugar. Cuando fui a darle las gracias al chiquillo, este ya no estaba. Me arrebujé dentro del abrigo y seguí la dirección dada, como una polilla que se dirigiera hacia la luz de una vela, donde, sin saberlo, moriría como Ícaro cuando intentó alcanzar el sol.
No había tenido la oportunidad de despedirme de él. Todo había sucedido de forma repentina; de una manera tan inesperada que había dejado una herida en mi alma que todavía supuraba resentimiento, rabia y soledad. El viento soplaba helado y el día se oscurecía por momentos, lo que creaba una sensación opresiva a mi alrededor. Los pasos resonaban huecos contra el suelo de cemento, un sonido que rebotaba en las lápidas para después ser arrastrado por el ventarrón y diluirse camino al firmamento, como el espíritu de los creyentes.
A medida que me acercaba, el estómago se encogía y la boca se me secaba. ¿Nervios? ¿Ansiedad? ¿Qué buscaba, en realidad? ¿Qué haría si el viejo se me aparecía? ¿Qué le diría? ¿Lo siento? ¿Siento no haber venido antes a visitarte? ¿Por qué te fuiste? ¿Por qué no me abrazaste más a menudo? ¿Por qué no recuerdo un «te quiero» tuyo? La garganta se me anudó y el llanto amenazó con regresar de nuevo.
Y de repente, allí estaba yo, delante de la tumba de mi padre, con un ramo de crisantemos blancos en una mano y el corazón roto en la otra. Por un instante me sentí ridículo. No supe qué hacer. Hacía mucho que había olvidado cualquier plegaria y se me antojaba ridículo hablarle al vacío. Si al menos estuviera allí, conmigo, como lo estuvieron los críos o el hombre de patillas anchas. Los segundos caían uno tras otro, haciéndome viejo, tiñéndome el pelo de blanco, arrugándome la piel y dejando opacos mis ojos.
—Papá —dije en un murmullo quedo—. Papá, ¿dónde estás?
El mármol negro lucía sucio. Los dos pequeños floreros destinados a mantener vivo el recuerdo aparecían vacíos y descuidados. Fui absolutamente consciente de que era demasiado tarde. Demasiado tarde para un abrazo. Demasiado tarde para una mirada de amor. Demasiado tarde para un «te quiero». Demasiado tarde para nada.
Caí de rodillas, derrotado, sobre el cemento, tan frío como el hielo, y empecé a llorar sin consuelo.
—Papá —dije gritando—. Papá, ¿dónde estás?
Notaba cómo mil pares de ojos me miraban, salidos de los nichos, de debajo de la tierra, desde arriba, en las alturas, más allá de las nubes.
Me incorporé, decidido a cerrar la herida de una vez para siempre. Toqué la lápida. Helada y húmeda, y recordé los versos del poeta.
Los muertos, los pobres muertos, sufren grandes dolores,
y cuando octubre, podador de viejos árboles, lanza
su viento melancólico en torno a sus mármoles,
seguro que debe considerar muy ingratos a los vivos […]
Tiré del mármol hacia mí, resquebrajando la lápida como Jesucristo había resquebrajado al morir el velo del templo de Jerusalén. Trozos de piedra negra y cemento se desprendieron, abriendo el nicho tal y como hiciera el ángel del Señor con el sepulcro del Mesías. El fuerte olor que salió de la oquedad no me impidió seguir con la tarea. Contemplé el ataúd de mi padre, madera rústica quebrada por el paso inexorable de la eternidad. Me encaramé al hueco escalando a duras penas sobre las lápidas que quedaban debajo. Empujando el féretro a un lado, busqué y encontré la manera de meterme allí dentro.
El sonido del viento se escuchaba ahora lejano y, sin esperarlo, me sentí en casa. El olor de los crisantemos perfumaba la estancia. Abajo, los niños reconstruían la lápida como si fuera un rompecabezas sencillo mientras el señor que vestía de forma elegante un traje bastante pasado de moda, con corbata ancha del tamaño de sus patillas y figura rocosa y espigada recolocaba la losa en su lugar.
Fuera empezaba a llover.
Y yo sentía ya a las cuadrillas de la muerte relamiéndose por el inminente festín.1
Juegos en silencio
A aquella hora de la noche el guardián terminaba la ronda, asegurándose de que ninguna pareja de enamorados o ningún deportista de mediana edad, de esos que corren con camisetas promocionales de algodón, se quedaban a propósito o por despiste en el interior del parque.
El lugar gozaba de bastante fama entre los habitantes de la ciudad, que acudían a diario a pasear, a hacer algo de ejercicio o, sencillamente, a disfrutar del tiempo libre. Contaba con amplias extensiones de césped, un rocódromo, un circuito para hacer deporte e incluso un pequeño lago con una cascada de agua donde vivían media docena de patos y cisnes que parecían no aburrirse nunca de su anodina vida. Las familias acudían a merendar, y los bancos de madera se ocupaban con gente que miraba pasar a otra gente. Aunque diversos carteles alertaban de la prohibición de alimentar a los animales, estos acudían al encuentro de las personas porque sabían que era la única forma de variar la dieta.
A pesar de toda la oferta de actividades al aire libre, la principal atracción del parque era la zona infantil. Dividida en dos áreas —una para niños menores de cinco años y otra para los mayores—, recibía cada día la visita de muchos chiquillos, que llenaban el lugar de alegría, carreras y experiencias divertidas. Columpios, toboganes y diversos conjuntos modulares de juegos equipados con puentes, pasarelas y escaleras. Balancines y remos para uno o varios críos, casetas de pequeño tamaño y un suelo acolchado capaz de amortiguar las más aparatosas caídas y que, muy a menudo, aparecía pintado con tiza, listo para jugar al tejo. Una valla con tablones de colores delimitaba el perímetro de la zona de juegos, que contaba, además, con varios carteles que advertían a los adultos de las medidas de seguridad y las normas de uso. Nada de pelotas. Nada de carreras. Nada de patines. Nada que no se pudiera incumplir.
A aquella hora de la noche, el viento mecía las ramas de los árboles que, de día, ofrecían sombra a los bancos repartidos por el parque y que, por la noche, entonaban su lamento a las almas tristes. Un cántico dedicado a las ánimas que no encontraron nunca consuelo. Las farolas, repartidas aquí y allá como si de un acto de caridad se tratara, emitían una luz tenue y tímida, más propia de los jardines de un sanatorio. El guardián del parque acababa cada noche el turno cerrando la verja principal de entrada al recinto, dos puertas enrejadas cuyos goznes chirriaban tan agudos como el grito de los cerdos en el matadero justo antes de cortarles el cuello de oreja a oreja. Las puertas chocaban una sobre la otra y quedaban definitivamente atrancadas al pasar el cerrojo, tal y como se hace con las puertas del cementerio.
A medianoche, las farolas se apagaban por la acción de un reloj programable y el agua de la cascada dejaba de caer. Solo los árboles continuaban con sus cánticos, aderezados a veces por el susurro de las hojas secas que, caídas al suelo, eran arrastradas por el viento nocturno.
A partir de esa hora venían ellos. O los otros. Aparecían en el parque infantil flotando etéreos entre colores primarios. Espectros. Fantasmas. Apariciones. Espíritus de niños que acudían a vagar entre columpios y toboganes con la mirada perdida. Jugando a su manera. En silencio. Sin risas ni llantos. Sin gritos alborotados. No jugaban a la gallinita ciega ni al escondite. Ni saltaban a la comba. No hacían el juego del pañuelo ni había juegos con las palmas de las manos. Solo ánimas mudas que deambulaban entre el mobiliario urbano, conservando aún sus rasgos mortales. Aquel que había muerto de cáncer y lucía calva y ojeras. Aquel otro que, habiendo caído a la piscina sin que nadie se diera cuenta, murió ahogado y mostraba todavía la piel arrugada y los labios amoratados. Alguno que sufrió la frustración de un padre cobarde y presentaba, fresca, la marca de las manos del fratricida alrededor del cuello y las hemorragias petequiales en los ojos. Niños. Niñas. De cinco años. «Yo tengo casi seis». De siete. De ocho y de nueve. Y de un año, que recién aprendieron a caminar cruzaron inocentemente el asfalto y ahora se movían por el parque infantil sin dolor ni cojeras, exhibiendo su masa encefálica a través del cráneo fracturado. Subían y bajaban. Se cruzaban entre ellos. Los columpios se balanceaban sutilmente y el muelle de los balancines apenas emitía sonido alguno.
La noche avanzaba entre juegos en silencio, bajo la atenta mirada de la luna que, allá arriba en el firmamento, cuidaba de las almas atribuladas. Hasta que los pájaros despertaban y los patos graznaban al alba reclamando su dosis de comida. Entonces, los niños se disolvían en el viento. Poco a poco. De uno en uno. Como pompas de jabón que explotan al azar. Y para cuando el parque abría sus puertas, ni los árboles cantaban ya.
Y así pasaban los días. El sol salía y el parque abría de nuevo sus puertas para recibir a los empleados de mantenimiento. Al cuidador de las aves. A los jardineros que cortaban el césped. Al personal de limpieza de los baños y al que barría las hojas secas. Aquellas que quedaron agotadas en el pavimento tras una larga noche de cantos funerarios.
Pronto llegan los primeros usuarios. Jubilados que hacen sus estiramientos y grupos de practicantes de yoga que extienden sus esterillas sobre la hierba y gestionan sus centros de energía. A media mañana, cuando el sol recorta la sombra de los árboles, llegan los primeros niños, a bordo de sus carros o sobre sus bicicletas de plástico con ruedas anchas. Los más pequeños son siempre los más madrugadores, algo que se ve en la expresión resignada de sus padres. Y el parque infantil se llena otra vez de vida. De gritos y de juegos. Los niños corretean entre las atracciones sin saber que en ellas han estado jugando ellos. O los otros. El enfermo. El ahogado. El ahorcado y el atropellado. El que murió de forma súbita y solo gateaba. Y el otro que se cayó, con tan mala suerte que su cabeza se estrelló en una esquina. El que falleció de meningitis y el que salió volando del coche en una de las vueltas de campana por no llevar el cinturón de seguridad.
Así, el parque se llena a medida que pasan las horas y la actividad infantil va en aumento, como pasa con el agua que se pone al fuego y empieza a calentarse, hasta que aparecen unas pequeñas burbujas que anuncian que pronto comenzará la ebullición. Tal y como ocurre con la hormiga que encuentra una mosca muerta y corre a anunciar al resto que hay trabajo que hacer, y pronto el número de insectos es tal que cargan con los restos del díptero como si de una procesión profana se tratase.
Ahora no es la luna quien custodia a los infantes, sino sus padres y madres y abuelas y tíos y hermanos mayores. Vigilan a los niños sin darse cuenta de que más allá de las vallas de colores, por detrás del respaldo de los bancos de madera, hay una presencia fantasmagórica de hombres y mujeres adultos. Siempre a la sombra de los árboles, discretos, observando con tristeza cómo juegan sus hijos. Aquellos que se quedaron sin progenitor y que crecerán sin el recuerdo real de papá o de mamá. Allí está, bajo la luz dorada del sol, aquel que bebió demasiado antes de coger el coche. Aquella que, deprimida, saltó del noveno piso. Y el que, sin razón aparente, fue reclamado de improviso por las fuerzas cósmicas. Acuden cada día a ver a sus hijos. En sus caras, esa media sonrisa triste de payaso, amarga como un trago de decepciones. Los ven crecer. Se alegran de sus pequeños logros y gozan escuchando sus risas, sabiendo que tarde o temprano cambiarán el parque por otro tipo de entretenimientos, y ya no habrá razón para volver.
Para cuando el guarda comienza a avisar del cierre de las instalaciones, los fantasmas adultos se disuelven en el aire, como el vapor de azufre en los confines del averno. Y la luna vuelve a estar alta y las farolas se apagan. Entonces, los fantasmas infantiles regresan y se alegran de ver que en el suelo alguien hizo dibujos con tiza.
Evangelio según Judas Iscariote
El olor continuaba adherido a su glándula pituitaria como un parásito chupasangre a la piel de un perro callejero. Por más que el ritual incluyera una ducha caliente y una exfoliación de restos orgánicos ajenos, el olor permanecía y le hacía compañía en los más íntimos quehaceres de su rutina.
Cada noche, antes de meterse entre sábanas, después de otra jornada más sin tocar fondo, se sentaba a solas en el borde de la cama, con la luz tenue de la mesilla de noche como única guía de su alma. Un faro sin farero. Un barco sin capitán. Un mar embravecido en una noche sin luna. Y lloraba. En silencio.
Lloraba a solas y en silencio. Derramando lágrimas que no recibirían consuelo. Unas lágrimas que brotaban de un corazón roto sin remedio. Roto hacía demasiado tiempo. Y recordaba lo que una vez tuvo. Y lamentaba lo poco con lo que se conformaba. Mientras las lágrimas caían estériles en una inmensidad de oscuridad y silencio. Un terreno baldío donde los sentimientos alienantes florecían igual que la mala hierba en un campo infantil descuidado. Así hasta que el llanto iba dejando paso a una calma extraña, como la arena de una playa azotada por una pleamar violenta.
Antes de apagar la luz se preguntaba si conseguiría algo arrepintiéndose ante Dios por todo aquello que, un día más, había hecho. Devolver las treinta monedas de plata, llevar un escapulario con la imagen de la Virgen del Rosario o purgar el cuerpo portando un cilicio. Pero hacía tiempo que Dios se había jubilado.
Cada noche, el sueño llegaba a través de un camino largo y ventoso. Y por ese camino transitaba, llevando a la espalda la leña obtenida en los bosques de la autoestima y la dignidad. Y justo antes de dormirse, prendía la madera. Y el fuego lamía su espíritu. Pero el olor a quemado nunca llegaba. Y aquel otro olor permanecía adherido a su ser. Restos orgánicos ajenos. El fuego purificador le mortificaba en sueños. Crepitaba violento azuzado por la conciencia.
Todas las noches transcurrían de igual forma. Hasta que la oscuridad de la madrugada ganaba la batalla y extinguía el fuego redentor, convirtiendo los remordimientos en cenizas y los malos pensamientos en sueño.
Y así, día tras día, en una espiral difuminada hacia el vacío más absoluto de una existencia fallida.
Que Dios me perdone
«En la herradura de los Cárpatos se han juntado todas las supersticiones del mundo, es como si nos halláramos aquí en una especie de torbellino de la imaginación».
Bram Stoker
Encendí el teléfono móvil en cuanto el avión tomó tierra. A pesar de que los aparatos electrónicos debían mantenerse apagados hasta la apertura de las puertas, estaba ansioso por saber qué había pasado con el padre de Iliana. El pobre hombre, un octogenario de esos que tienen lo que comúnmente se llama mala salud de hierro, se había caído en su casa con tan mala suerte que se había golpeado la cabeza, quedando inconsciente. Florin había sido encontrado inerte por una vecina que había avisado a Iliana de forma inmediata desde la única cabina telefónica que había en el pueblo. Situado en las cumbres de la cordillera de los Cárpatos, hasta allí no llegaban las antenas de telefonía, la televisión por cable o las señales de radio. En Braşnov, el tiempo se había detenido algunas décadas atrás.
Aquellas eran las últimas noticias que había recibido de Iliana justo antes de apagar el teléfono y tomar el vuelo que me llevaría a la capital de Rumanía. Una vez allí, tomaríamos un coche en Bucarest e iríamos a Braşnov. Una distancia de unos doscientos kilómetros hacia el norte que tardaríamos en recorrer unas cuatro horas. Pero dadas las circunstancias, la chica había tenido que salir inmediatamente hacia el pueblo y ya no había tiempo para anular el viaje. Esperaba y deseaba que el incidente no hubiera ido a mayores y que todo se hubiera quedado en un susto.
El teléfono tardó más de lo habitual en conectarse a la red local de telefonía. Unos minutos que se me hicieron eternos, como ocurre cuando se tiene una necesidad fisiológica inmediata y no hay lugar donde aliviarse. Habíamos estado planeando el viaje desde hacía algunos meses. Pasaría una semana en Rumanía, junto a Iliana, visitando los lugares más pintorescos de Transilvania. Habíamos planeado recorrer los senderos del parque nacional Piatra Craiului, visitar el lago Esmeralda, el castillo de Bran o el santuario de osos de Zarnesti. Pero ahora, tal y como cambia el viento, se habían torcido nuestros planes y el teléfono seguía sin cobertura. Cuando por fin pude marcar el número, unos pitidos entrecortados y débiles daban una señal que no tuvo respuesta. Haciendo cálculos, era posible que Iliana estuviera ya en Braşnov, lo que significaba que probablemente estaría ocupándose de su padre. El teléfono sonaba y sonaba; me recordaba la cadencia de una máquina de soporte vital. Un pensamiento funesto cruzó mi mente y creí escuchar como el sonido quedaba sostenido en el tiempo, como ocurre cuando el corazón se para. Colgué inmediatamente.
Salí del avión y recogí mi equipaje, me dirigí al mostrador de una empresa de alquiler de coches y cambié dinero en una oficina del aeropuerto. Tardé más de una hora en hacer todo aquello, lo que, sumado a la diferencia horaria, significaba que llegaría a Braşnov de noche, conduciendo en la oscuridad a través de los Cárpatos. En otras condiciones, aquello sería una aventura divertida. Pero yendo solo y con la incertidumbre de lo que podría haberle ocurrido a Florin, la situación me causaba cierto temor. Desconocía el país, la manera que tenían de conducir los rumanos, el estado de las carreteras —especialmente en la montaña—, su iluminación y su cobertura de telecomunicaciones. Confieso que perderme en cualquier cruce de caminos en los bosques de Transilvania, en mitad de la noche y sin señal de geolocalización, no me hacía demasiada gracia. Había leído en las guías de viaje la alerta que se le hacía a los senderistas respecto a la posibilidad de encontrarse en la espesura con osos, lobos y perros salvajes. Más allá de los terrores psicológicos generados por la mitología del lugar, estaba el peligro real que ofrece la naturaleza despiadada.
Intenté contactar de nuevo con Iliana antes de emprender el viaje por carretera. No tuve éxito. Un sentimiento aciago había anidado en mi corazón y por un momento quise dar la vuelta y tomar el primer vuelo de regreso a casa. Experimenté ese tipo de sensación que se tiene al presentir un desastre. Una perturbación del ánimo que avisa a nuestra consciencia de un peligro intangible que se cierne, inevitable, sobre nuestra realidad. Una señal de alerta a la que rara vez se le hace caso. En nombre del raciocinio se ignoran signos místicos que podrían incluso salvarnos la vida. El progreso tecnológico no solo ha desechado la superstición y la superchería, sino que, además, la ha estigmatizado, haciendo sentir ignorantes a aquellos que, por prudencia, hacen caso a esas señales cósmicas que nos indican que el camino de la izquierda es mejor que el de la derecha. No obstante, quizás Iliana me necesitara. Tal vez Florin estuviera bien y todo había quedado en un susto. Era posible que, aunque perdiéramos uno o dos días, pudiéramos disfrutar finalmente del plan vacacional que con tanto esmero habíamos confeccionado. Encendí la radio del coche de alquiler y emprendí el camino hacia el norte. Con un poco de suerte, llegaría a Braşnov antes de la medianoche.
Una autopista de tres carriles me sacó de la capital rápidamente y en apenas una hora, me encontraba a los pies de las montañas. Estas se cernían imponentes contra el cielo. El verde oscuro del bosque contrastaba con el azul violáceo del ocaso. Noté su influjo. Sugestionado tal vez por las leyendas que tenían su origen en aquella región, sentí la vibración de los Cárpatos. Un poder intenso que pareció extender sus garras hacia mi corazón, como unas raíces poderosas que rodearan una piedra hasta terminar haciéndola añicos. Sentí su presencia. Su vitalidad. Las luces del coche se encendieron de forma automática, lo que me recordó que, efectivamente, atravesaría el bosque en plena noche.
Conocía a Iliana desde hacía unos años. Había sido invitada a dar una conferencia en la facultad de medicina de la universidad en la que trabajaba. Hasta entonces, ignoraba la forma holística que tenían los rumanos de acercarse a la ciencia. Para ellos, la investigación parecía ser algo más que el mero hecho de publicar artículos científicos y ganar cuanto más dinero mejor. Su particular localización geográfica situaba a Rumanía entre Oriente y Occidente y parecían haber aprendido a integrar la espiritualidad de unos y el materialismo de los otros. De alguna forma, era como si fueran el punto de encuentro del hemisferio cerebral derecho —el creativo, situado al este— y el izquierdo —el analítico, al oeste—. Anatómicamente hablando, Rumanía parecía ser el cuerpo calloso del planeta, conectando las dos formas antagónicas de vida que había a uno y otro lado del globo terráqueo. Iliana impartió una conferencia tan interesante como entretenida. Posteriormente, tuve la oportunidad de conocerla en persona y pronto encontramos nexos que iniciarían una interesante y prolija colaboración científica entre dos instituciones separadas entre sí por más de cinco mil kilómetros. Con el tiempo, el aprecio mutuo dio pie a una amistad sincera, y, por fin, había encontrado el tiempo suficiente para visitar su país. Preparamos el viaje con todo detalle: una estancia de una semana que ahora quedaba en suspenso a la espera de lo que pudiera haberle ocurrido a su padre.
Las figuras de los abetos, los robles y los álamos se alzaban imponentes sobre mí. La carretera serpenteaba con suaves curvas, subiendo y bajando, introduciéndose a cada kilómetro en el corazón del bosque. Unas nubes oscuras amenazaban lluvia. El sol cedió sin demasiada resistencia su paso a las tinieblas, que reclamaron su dominio sin admitir réplica. Por encima, invisible, la luna quedaba oculta por el celaje. Había entrado en su fase creciente unos días atrás y estaría llena durante mi estancia en los Cárpatos. Una coincidencia que ahora solo contribuía a aumentar el mal presagio que ocupaba mi mente. Decidí sacudirme los malos pensamientos. Cambié de sintonía en la radio buscando alguna canción animada. Ninguna emisora llegaba con claridad y la música aparecía sucia por el sonido de la estática. Apagué el aparato y seguí avanzando mecido por el ronroneo del motor. Las luces proyectadas por los faros del coche creaban sombras extrañas a orillas del camino, y cuando quise darme cuenta, era noche cerrada. Las primeras gotas de lluvia se estrellaron contra el parabrisas. El sensor de agua se activó automáticamente y el limpiaparabrisas se puso en marcha. La goma seca de las escobillas emitió un sonido agudo al frotarse con el cristal que me sobresaltó y me hizo dar un volantazo que a punto estuvo de sacarme de la carretera. Tomé el control del vehículo notando que el corazón latía en mi garganta. A lo lejos, un relámpago iluminó la noche y el cielo se deshizo en lágrimas.
En mi periplo hacia Braşnov atravesé varias aldeas. Pequeñas agrupaciones de casas unifamiliares con tejado y chimenea, hechas de ladrillo y madera, preparadas para soportar el crudo frío de las montañas. Aquí y allá, el paisaje se veía salpicado por hoteles modestos que eran ocupados por senderistas en verano y por esquiadores en invierno. La lluvia arreciaba mientras los limpiaparabrisas del coche intentaban seguirle el ritmo, como si fueran un par de bailarines noveles incapaces de seguir una melodía que aumentaba gradualmente del allegro al prestissimo. Procuraba no perder detalle de la carretera, guiándome por la línea continua del borde lateral derecho del camino. Me sentía cansado. No había visto ningún área de servicio desde que comencé el ascenso y, desde luego, no veía seguro pararme en mitad de la vía, con lo que tuve que hacer acopio de toda mi fuerza de voluntad para seguir adelante. En esas me encontraba, concentrado en la conducción, cuando el sonido del teléfono móvil, agudo y absolutamente antinatural en aquel entorno, sonó a un volumen excesivo. La melodía —mi melodía— fue irreconocible por un instante, y sentí que se me erizaban los pelos de la nuca por la magnitud del susto. El coche zigzagueó cuando aparté la vista para contestar. Era Iliana.
La voz de mi amiga llegaba entrecortada y metalizada a través del manos libres, que solo contribuía a empeorar la calidad de la conversación. Desde la primera frase supe que algo malo había pasado. Tuve que pedirle que me repitiera parte del mensaje, más por el hecho de no dar crédito que por el efecto de la mala cobertura. Florin había fallecido. A partir de entonces, todo iba a cambiar en mi vida.
Llegué a Braşnov casi a medianoche. Una aldea pequeña en mitad del bosque, donde, por lo que sabía, apenas vivía medio centenar de vecinos. No había servicios médicos ni escuela. Ni teatro. Ni estadio de fútbol para el equipo local. Tampoco contaba con un Apple Store ni un Starbucks. Solo árboles. Y montaña. No me costó demasiado dar con la casa del difunto. Era la única que permanecía completamente iluminada a esa hora de la recién estrenada madrugada.
Salí del coche. La lluvia parecía estar dando una tregua más que necesaria. Noté que los zapatos se me hundían en una tierra húmeda y fría. Me acerqué hasta la puerta, que estaba entreabierta, y llamé con timidez. Pronto fui recibido por Iliana, que se abrazó a mí desecha en lágrimas, musitando palabras en una lengua que me era desconocida. Pasados unos minutos pareció tranquilizarse. Se esforzó por sonreírme y darme la bienvenida al país; y lamentó las circunstancias imprevistas del viaje. Iliana no tenía hermanos y su madre había fallecido hacía unos años. Fue en ese momento cuando fui consciente de que tendría que pasar esa, y probablemente las siguientes noches, en compañía de un cadáver.