Kitabı oku: «Paraguas rotos», sayfa 3
No había visto un difunto desde hacía tiempo. Pero desde luego, nunca había visto un muerto como aquel. El cuerpo de Florin estaba tendido en una cama enorme, coronada por un cabecero de madera oscura. La habitación tenía el olor de la vejez y la muerte recién estrenada. Hacía frío. El golpe en la cabeza del finado era claramente visible. El cráneo aparecía hundido en un lateral, por lo que supuse que el anciano habría muerto de hemorragia cerebral por el golpe. Ya daba igual. La imagen me sobrecogió por lo integrada que estaba en lo cotidiano. Nada de funerarias ni ambulancias. Nada de papeleo ni elección de lápidas. Pregunté a Iliana qué podía hacer por ella. Me respondió que estaría por siempre agradecida si le ayudaba a preparar a su padre para el velatorio que tendría lugar los siguientes tres días. En aquel instante no tenía ni idea de lo que supondría para mi cordura el estar involucrado en todo aquello.
Encendimos la chimenea del hogar antes de comenzar las maniobras de tanatopraxia. El fuego calentaría la casa, aunque yo estaba seguro de que ni el más grande de los incendios acabaría con el frío que había en mi interior. Primero, lavamos el cuerpo del muerto. La piel lucía pálida y fría al tacto. Noté esa falta de turgencia natural propia de los órganos vivos. Era como tocar el cuerpo eviscerado y refrigerado de una res. La piel muerta no comunicaba nada y ese silencio táctil era tan extraño como sobrecogedor. Después lo vestimos con la ropa más elegante que encontramos en el armario. Florin era un hombre corpulento y tuvimos que esforzarnos para moverlo a un lado y a otro y dejarlo listo. Afortunadamente, la muerte había sucedido hacía poco y el estado de rigidez cadavérica aún no había hecho acto de presencia. Colocamos el cuerpo sobre la cama —que rehicimos para la ocasión— vestido y calzado; con la mandíbula, los pies y las manos atadas con jirones de sábana. A continuación, recorrimos toda la casa buscando espejos. Todos y cada uno de ellos debían ser cubiertos con telas. Así se evitaba que el alma del difunto quedara atrapada o que alguien viera su imagen reflejada, algo que, según una vieja creencia, indicaría el próximo en morir. Ayudaba a Iliana intentando procesar todas esas costumbres propias del folclore local, que impactaban más profundamente en mí debido a lo extraño de la situación que estaba viviendo. Las puertas y las ventanas debían permanecer abiertas para facilitar el tránsito del alma del muerto. La noche avanzaba y yo experimentaba un cansancio corporal y mental que comenzaba a afectarme. Bien avanzada la madrugada, colocamos un paño negro en la puerta de la casa, algo que indicaba públicamente que allí se estaba de luto. Iliana me anunció que permanecería el resto de la noche al lado de su padre. Mi habitación era justo la contigua. Me metí en la cama sobrecogido por todo lo que había vivido en un solo día. Tuve la sensación de haber iniciado aquella jornada años atrás. El impacto emocional había sido intenso. No iba a ser fácil conciliar el sueño. Fuera no llovía, pero el aullido de los lobos, lastimero y melancólico, me encogió el corazón. Dentro, el espejo en la habitación estaba parcialmente descubierto. La tela que lo cubría se había desprendido por un extremo. No fui capaz de levantarme a colocarlo. Cuando la claridad anunciaba el alba, yo seguía sin pegar ojo.
En algún momento de la noche debí quedarme traspuesto, pues me despertó el ajetreo matutino de la casa. Por un instante, no supe ubicarme. No sabía dónde estaba. Esa extraña sensación que se tiene a veces cuando se viaja mucho y uno despierta un día en una habitación de hotel y al siguiente en otra. Notaba mi mente turbia, como envuelta en una nube densa mezcla de cansancio e inquietud. Al otro lado de la puerta, varias voces —femeninas— se entremezclaban en una danza de palabras que destilaba tristeza y desconsuelo. Pude distinguir la voz de Iliana. Hablaban en rumano, pero las emociones humanas suenan igual en todos los idiomas. Para los sentimientos más profundos, las palabras sobran.
Tardé unos minutos en salir. Me había acostado con la ropa de viaje y no me había aseado desde que saliera de casa el día anterior. La puerta chirrió, alertando de mi presencia. Las voces venían de la habitación en la que yacía Florin. Allí estaba mi amiga acompañada por tres mujeres más. Señoras mayores, entradas en carnes, que vestían de negro de los pies a la cabeza. También Iliana se había cambiado de ropa y llevaba ahora un luto riguroso que le cubría incluso la cabeza. Me presentó a las mujeres. Vecinas del pueblo. Una de ellas había sido quien había avisado a mi amiga del accidente de su padre. Iliana ejercía de intérprete y el inglés nos servía, a medias, para comunicarnos.
Pronto, la casa se fue llenando de vecinos que iban y venían. Hombres y mujeres. Más jóvenes o más viejos. Algunos traían comida. Todos vestían de negro. A pesar de la cantidad de personas que había en el domicilio, las voces no se alzaban por encima del murmullo: «Dumnezeu să-l ierte». El respeto hacia el fallecido parecía mezclarse con una veneración morbosa de la propia muerte, que aceptaban de una forma tan cotidiana como perturbadora.
Al poco rato llegó a la casa un sacerdote. A tenor de las ropas que vestía, debía ser un pastor ortodoxo. Era viejo. De piel arrugada adherida a los pómulos de la cara. Con unos labios finos que dibujaban una expresión cruel. Manos nudosas como raíces de álamo. Caminaba con dificultad, apoyado en una especie de báculo. El frío de la mañana envolvía su figura en un halo gélido y fantasmagórico. Le vi pasar a mi lado sin dirigirme siquiera una mirada. Era un extraño contemplando las costumbres ancestrales de un pueblo celoso de guardar sus más íntimas tradiciones. Me sentía fuera de sitio, como si estuviera en una fiesta a la que no había sido invitado. Un intruso al que nadie había dado vela para el entierro.
Decidí salir de la casa y dar un paseo. Darles la máxima intimidad a Iliana y a Florin. Además, necesitaba sobremanera recuperar puntos de cordura y asimilar todo lo ocurrido. Me había visto envuelto en un ritual funerario para el que no estaba preparado. Fuera, el aire olía a bosque y a tierra húmeda. El otoño se había adelantado un par de semanas y las hojas de los árboles caían al suelo discretamente, dejando al descubierto unas ramas esqueléticas que se extendían lánguidas hacia la lejana primavera. Respiré profundamente y por un instante me sentí renovado por la naturaleza que me rodeaba.
La luz de la mañana tenía un tono mortecino. Entre gris y amarillo. Me recordó el color de la piel de Florin. Los árboles se alzaban, imponentes, apenas a una decena de metros de las casas, como estalagmitas de madera y savia. Comencé a andar sin rumbo, vagando, con la mirada perdida en mis pensamientos, reordenando las emociones de lo acontecido en las últimas horas. Reconozco que me sentía superado por la situación. No entraba en mis planes tener que acicalar cadáveres o enfrentarme a supersticiones ancestrales propias de una tierra extraña y misteriosa. Definitivamente, el viaje iba a tener que sufrir una reorganización profunda. Al menos durante los siguientes tres días —tiempo que duraría el velatorio— debería permanecer en Braşnov acompañando a Iliana durante el doloroso trance. Estaba sola. Y ella haría lo mismo por mí. Supongo.
Divagaba, conversando conmigo mismo, cuando me di cuenta de que a mi alrededor solo había árboles. Los troncos se cerraban unos al lado de los otros, como si fueran una legión de dacios a las órdenes de un emperador cruel. Mantuve la calma. Agucé el oído intentando localizar los sonidos humanos del pueblo para así poder orientarme en el bosque.
Nada.
Una brisa ligera movía las ramas y las hojas, y arriba, entre las copas de los árboles, los cuervos graznaban a la montaña avisando de la presencia de un extraño. No me atreví a dar un paso más. Tuve la sensación de que el bosque se estrechaba en torno a mí y me susurraba palabras que no comprendía. La niebla, escasa hasta hacía un rato, comenzó a arremolinarse a mi alrededor. Densa. Una violencia pasiva que me puso en alerta.
Di dos pasos a la derecha.
Me sobresalté con el chasquido de unas ramas rotas bajo mi propio peso. La alerta dio paso al nerviosismo y por un momento me pregunté qué pasaría si me perdía realmente y no podía salir de allí.
Miré al cielo en busca de referencias en el firmamento. Pero sus habitantes allá arriba hacía tiempo que me habían dado la espalda. No podía contar con ellos para salir de esta. El nerviosismo cedió su lugar al miedo. De repente, sentí la necesidad de gritar. Pero no me atreví a romper el silencio del bosque. Me imaginaba siendo atacado por los árboles en respuesta a la violación de su entorno. Como serpientes que se lanzan sobre un ratón cuando este decide erróneamente emprender la huida. Inmovilizado por ramas y raíces que tirarían de mis extremidades hasta desmembrarme. No. No me atreví a gritar. Daba pasos erráticos y ya no sabía la dirección que había tomado o si estaba dando vueltas en círculo.
Creí escuchar un ruido detrás de mí. Me giré. Blanco. Niebla densa de color blanco. Me cegaba. Pero el ruido persistía. Un gruñido amenazante, de advertencia. Letal. Me encaré con la fuente del sonido y, al instante, un enorme perro surgió de entre la niebla. Arrugaba la nariz, enseñando los dientes y las encías. Daba pasos cortos. Acercándose. Era de un color negro que contrastaba con el fulgor rojo de unos ojos terribles. El pelaje se le erizaba en la zona del lomo más próxima a la cabeza, y las orejas, puntiagudas, apuntaban al cielo como los cuernos de Bafomet. El miedo se transformó en pánico. Sostenía la mirada de la bestia mientras reculaba, balbuciendo palabras tontas e intentando calmar al animal. Parecía una especie de perro. Su color y su tamaño no se correspondían con los de un lobo. Aunque eso daba igual. Me despedazaría de la misma forma y guardaría mis entrañas como reserva para el invierno. En mi retirada, tropezaba contra los árboles, con sus raíces y sus ramas, que tejían una trampa mortífera carente de piedad. El aliento se condensaba en el aire con cada exhalación. Mientras, el perro salivaba profusamente, derramando rabia y furia. Su mirada transmitía un odio ancestral y primitivo. Estaba absolutamente seguro de que me mataría en cuanto tuviera la oportunidad.
Unos gritos llegaron desde alguna parte. Gritos humanos seguidos de una algarabía. Una voz masculina y grave daba órdenes estrictas en rumano. El perro escuchó lo mismo que yo y, sin más, desapareció en la niebla.
Eché a correr en dirección contraria y, para mi sorpresa, llegué a la linde del bosque casi inmediatamente. Identifiqué el origen del alboroto. Todo procedía de la casa de Iliana. La bulla era mayor a medida que me acercaba. Corría con el susto metido en el cuerpo tras el encuentro con el perro salvaje. ¿Había sido real? Aminoré el paso, me palpé las manos y el cuerpo para asegurarme de que todo estuviera en su sitio. Por un instante recordé esas viejas películas en las que uno se convertía en hombre lobo tras un encuentro como aquel. Pero siempre ocurría de noche, a la luz de la luna llena y llevaba asociado un mordisco, un arañazo o algún tipo de herida que desde luego yo no había sufrido. Pero aquellos ojos… Tenían el poder de hipnotizarme, de embrujarme. Un hechizo animal capaz de hacerme cualquier cosa.
Alguien salió de la casa, escoba en mano, espantando a golpes a un gato negro que huía con la cola tiesa en dirección a las nubes. Supuse que debía ser alguna nueva superchería. Pronto supe que se trataba de algo mucho peor. Dentro, los asistentes al velatorio se santiguaban murmurando plegarias, con el gesto compungido y llenos de temor. Llegué hasta donde estaba el cuerpo de Florin. Iliana lloraba desconsoladamente sobre el pecho de su padre. Un llanto que entremezclaba la pena con la rabia. El sacerdote hablaba en voz alta —sin duda, las palabras que oí en el bosque eran de él— salmodiando al difunto y esparciendo agua bendita sobre el cadáver, la cama y el entorno de la habitación. No entendía nada, pero algo malo parecía haber sucedido. Lo cierto es que no sabía si mi mente sería capaz de absorber más oscuridad.
El día pasó. Y el siguiente también. La casa nunca dormía. Las luces permanecían encendidas día y noche, puertas y ventanas abiertas y un vaivén de vecinos que acudían a acompañar a Florin y a su hija. Pronto me enteré de que lo acontecido días atrás era terrible. Según la tradición, ningún animal puede entrar en la habitación donde se vela un cadáver, y mucho menos pasar bajo su cuerpo. Si eso sucedía, el alma del difunto no solo no podría marchar, sino que se convertiría en algo maléfico. Un espíritu maligno que traería mala suerte al lugar y a sus gentes. A esos entes sobrenaturales los llamaban strigoi. Podían tener forma etérea o vagar hasta encontrar un cuerpo que habitar, de persona o de animal. Strigoi. La palabra, pronunciada en boca de aquellas gentes y en aquel lugar, daba auténtico pavor.
Solo había una forma de evitar que el muerto se convirtiera en un strigoi, una tradición que daba sentido al mito más tétrico de la cultura de aquella región.
Al tercer día se llevaría a cabo el enterramiento. Una ceremonia sencilla que consistía en llevar al muerto en procesión hasta el cementerio, desatarle los pies y las manos, y sepultarlo con el mayor de los respetos. La ceremonia se inició a última hora de la tarde. Los astros habían tenido tiempo de madurar y la luna nos observaba desde lo alto, emitiendo una luz fulgurante que creaba sombras entre las lápidas. Un séquito de vecinos acompañaba al difunto. En silencio.
Depositaron el ataúd a los pies de la tumba. El sacerdote pronunció una breve homilía destinada a dar descanso al alma de Florin. Cuando acabó, Iliana se acercó al cuerpo de su padre. Su rostro estaba descompuesto por el dolor y la falta de descanso. Yo no daba crédito a lo que veía. El clérigo sacó una caja y tomó de ella un palo corto y grueso, afilado en un extremo y plano en el otro. Tendió el objeto, así como un martillo de madera, a Iliana. Susurró algo al oído de mi amiga. Sin duda serían palabras de ánimo, a juzgar por lo que tendría que hacer a continuación.
Solo había una forma de asegurarse de que el espíritu de Florin marchara en paz.
Iliana colocó la estaca sobre el pecho de su padre. Sus ojos derramaban lágrimas y su mandíbula se apretaba en un gesto de dolor insoportable. Elevó el martillo y, de un golpe, hundió la madera en la carne. El cuerpo inerte absorbió la energía del impacto sin inmutarse. Iliana se derrumbó sobre el cuerpo profanado, llorando. El sacerdote tomó el relevo y golpeó la estaca hasta el fondo, mientras se protegía con un crucifijo y agua bendita. Sonido mate y amortiguado. Lejano. Originado más allá de la cordura. Por fin, cerraron el ataúd y dieron sepultura al pobre hombre.
Pasé el resto de la semana en la casa con Iliana. Apenas hablábamos, aunque nos hacíamos compañía. El ambiente era triste. Funesto. Los días eran oscuros. Llovía continuamente y el frío crecía con cada jornada. Me marché de Braşnov dejando a mi amiga allí. Prometió compensarme la próxima vez que nos viéramos, pero yo no estaba seguro de que hubiera próxima vez.
Hace justo un mes que viví toda aquella aventura. Una especie de pesadilla que me ha robado el descanso. Duermo inquieto, soñando a menudo con los ojos de aquel perro salvaje del bosque. Escuchando el sonido de la madera clavándose en la carne muerta. Me atormentan los árboles y la niebla, y a menudo me despierto en mitad de la noche bañado en sudor frío y con las uñas clavadas en mis propias manos.
Esa sensación es hoy aún más intensa. Me noto febril. Como cuando los niños sufren hipertermia al dar un estirón. Me pregunto si un strigoi sabe que lo es o si ocurre como con la demencia: que el loco no sabe que lo está. No sé si se trata solo de un delirio o si de verdad he podido ser víctima de la superstición. Si me he contagiado sin saberlo, como si fuera una enfermedad desconocida y mortal.
Me miro al espejo, pero no veo nada excepcional. Ni colmillos extendidos, ni garras en las manos, ni sed de sangre. El espejo me devuelve un reflejo extraño. Unos ojos tristes y una expresión agotada. Me veo envejecer y me pregunto qué interés tendría un ánima maléfica en poseer esta carcasa inservible.
Me meto entre sábanas y apago la luz. Las tinieblas me traen un sonido extraño, cercano, que me sobresalta. En mi propio dormitorio, apenas a medio metro de la cabecera de la cama, algo ha caído al suelo. Un golpe seco propio de un objeto ligero. Enciendo la luz sabiendo que no me va a gustar lo que voy a encontrar. En el suelo hay un trozo de cartón doblado por la mitad.
Parece un recordatorio funerario.
Lo tomo entre los dedos sin salir de la cama.
Leo el nombre. Mi propio nombre.
Apago la luz y busco acomodarme en el catre sabiendo que mi cara se refleja en todos los espejos de la casa. Percibo que debajo de mí yace un perro negro de ojos rojos y que una niebla densa se arremolina envolviendo mi cuerpo en una especie de mortaja volátil. Soy consciente de que mañana todo va a ser diferente. Que Dios me perdone, porque mañana prometo que todo será diferente.
Sofocado
Aquel viaje había surgido como todas las cosas importantes en la vida: por casualidad. No en vano, fue así como los ilustres Newton o Fleming realizaron sus mejores descubrimientos. Había tenido poco tiempo para organizar el periplo. Me gusta explorar las rutas sobre el papel y familiarizarme con la red de trasporte antes de toda partida. Sería un viaje relámpago, pero buscaría la manera de ir a visitar a mi viejo amigo Jacques fuera como fuese. Después, atendería las obligaciones que me habían traído hasta aquí.
La ciudad me había recibido sin ninguna emoción particular y dándome una cachetada helada en la cara. Corría el mes de noviembre y en esa latitud del planeta, la metrópoli se comportaba conmigo tal y como haría una amante despechada que se viera traicionada por la presencia de una segunda amante. Aun así, sus encantos eran evidentes y destacaban incluso bajo el manto oscuro de la noche de mi llegada. Antes de irme a dormir, una vez alojado en el hotel, había repasado mis escasas notas preliminares y puesto en orden la secuencia de trasbordos que realizar en el transporte público subterráneo para llegar, a primera hora de la mañana siguiente, a la cita con Jacques.
Durante mi traslado inicial, adquirí un plano del metro. No uno de esos pequeños, sino un buen plano digno de una oficina de turismo de primera división, con la red de transporte superpuesta al callejero más relevante y donde quedaban resaltados los principales monumentos de la urbe. Las hileras de colores de las diferentes líneas se entremezclaban y entrecruzaban a lo largo y ancho de la ciudad, recorriéndola bajo tierra como si fuera la mansión de una familia de hormigas mutantes. Todas parecían emerger desde un punto central. Un tumor primario que extendía decenas de nuevos vasos sanguíneos para seguir alimentándose y consumir así al huésped. Observaba aquel pedazo de papel intentando llegar de un lado a otro de la ciudad, y me daba cuenta de que, aunque la red subterránea parecía bien dotada, la conectividad entre los distintos itinerarios no parecía lógica. Así, por ejemplo, la línea siete —la que estaba más cerca del hotel en el que me alojaba— se dividía hacia el sur en dos brazos y, posteriormente, uno de ellos volvía a dividirse. Algo parecido ocurría con el color verde botella al norte y el azul celeste, que se desdoblaba en la parte superior del plano para tomar direcciones absolutamente opuestas. Un caso curioso lo constituía la línea diez, que en el oeste se dividía en dos para volver a fusionarse dos paradas más allá y terminar languideciendo en una única vía. Un intento frustrado de independencia. Por último, llamaba la atención la presencia de tres líneas bien gruesas, de colores vivos, que resaltaban por encima del resto y que partían a la ciudad en porciones casi simétricas. Todo esto, añadido al hecho de que las estaciones tenían nombres impronunciables para un extranjero que no dominaba la lengua local, hizo que esa noche me sumergiera en un descanso frágil que entremezclaba la ansiedad del traslado y la emoción del encuentro con Jacques.
Al día siguiente me desperté antes de que sonara el despertador. Encendí el televisor y sintonicé alguna emisora local de noticias. A pesar de que no entendía prácticamente nada de lo que decían los periodistas y tertulianos, poco importaba. De alguna forma, las noticias son básicamente iguales en casi todos los lugares del mundo. El día amanecía frío y amenazaba lluvia, así que metí un par de calcetines limpios en la mochila. No hay nada peor que caminar con los pies húmedos. Un par de guantes de lana, un gorro y el plano de metro completaban mi equipaje. Tomé el abrigo y la bufanda y me dispuse a desayunar. Es curioso cómo cambian algunos hábitos cuando se viaja. De forma general, mi desayuno cotidiano se compone de un zumo de naranja, una taza de café solo y una tostada. Pero cuando estoy de viaje, hago uso del desayuno continental en su máxima expresión. Así, aunque el zumo y el café son denominador común, la expresión matemática la completa un amplio surtido de queso y embutidos, pan con semillas, salchichas, huevos revueltos y una selección cuidada de la bollería industrial disponible. Metí a hurtadillas una pieza de fruta en la mochila y me dispuse a marchar. ¿Se consideraba acaso eso un robo? ¿Me convertía aquello en un delincuente en un país extranjero? ¿Entrarían los gendarmes a detenerme impidiéndome así visitar a Jacques? Me levanté sonriendo a la simpática camarera que en aquel momento se disponía a recoger la mesa y salí disparado hacia la boca de metro más cercana.
Para llegar a la morada de mi amigo tendría que tomar tres líneas de metro: la rosa —cuatro paradas—, la roja —gruesa como las cicatrices de un trasplantado— y la azul marino —cuatro paradas más—. Eso implicaba realizar dos trasbordos. Llegué a la entrada del metro y bajé las escaleras acompañado de cuerpos presurosos que me obligaban a avanzar a una velocidad superior a la que deseaba. Era la hora punta de la mañana y en esos momentos todos aquellos seres anónimos buscaban llegar cuanto antes, y de la forma más aislada posible, a su destino. Una fuerte corriente de aire cálido soplaba en sentido inverso, como expeliendo el alma aún caliente de los ilusos mortales que cada día se dejaban parte de su tiempo finito en aquella vorágine. Saqué un billete de cartón y accedí a la red de transporte subterráneo. La corriente humana me arrastraba y yo había olvidado mi salvavidas varios miles de kilómetros al sur.
La arteria principal se dividía en dos arteriolas que marcaban la dirección del convoy. Derecha o izquierda.
Derecha o izquierda.
Derecha o izquierda.
Metí la mano en el bolsillo de mi chaqueta y recordé que el plano estaba en la mochila. Derecha o izquierda.
Derecha o izquierda.
Derecha o izquierda.
La corriente aceleraba su ritmo. Me sentía como un dado de seis caras.
Par o impar.
Par o impar.
Derecha o izquierda.
Derecha o izquierda.
Hice amago de quitarme la mochila, pero el tráfico se enlenteció de repente y me vi inmovilizado entre abrigos de piel sintética, pelos engominados y alientos matutinos.
Derecha o izquierda.
Derecha o izquierda.
Derecha o izquierda.
La masa de carne arrancó de nuevo, como el vagón de una montaña rusa.
Par o impar. Derecha o izquierda.
Derecha o izquierda.
Un fogonazo de memoria visual apareció justo en el momento preciso: la estación final que marcaba la dirección correcta en la que tenía que ir contenía una fecha.
¡Izquierda! Siempre el sendero de la mano izquierda.
El pasillo se estrechó, lo que hizo que el ritmo se ralentizara de nuevo. Giramos a un lado y a otro para acabar desembocando en una escalera mecánica que parecía descender sin fin hasta el mismísimo averno.
Vista desde arriba, la imagen era bastante sobrecogedora: decenas de cuerpos humanos alineados entre sí, tan pegados unos a otros y a la vez tan distantes entre ellos. Si alguno de aquellos seres se hubiera caído, el resto habría pasado por encima sin darse cuenta siquiera del obstáculo, ensimismados en sus quehaceres vitales y preocupados por ganar el suficiente dinero como para viajar a un lugar más cálido el verano siguiente. Habrían aplastado al desdichado que tropezara y cayera, y al llegar a casa, con los zapatos manchados de sangre y carne ajena, la preocupación sería prepararse una cena sana para estar al día siguiente presto y dispuesto para la vida moderna. Esa en la que se pisa a la gente y no importa.
Una especie de vértigo agitó mis sentidos. Si por algún casual éramos un experimento y aquella escena estaba siendo vista por un investigador gigante a través de un microscopio, yo no sería en absoluto diferente a aquellos que me rodeaban. Y ese pensamiento me puso muy triste.
Desde abajo, una nueva corriente de aire —esta vez helada— traía el sonido del tren que se acercaba. La masa se agitó como un estómago justo antes de vomitar. De haber tenido cinturón de seguridad me lo habría puesto. En cuanto la escalera mecánica llegaba a su fin, el magma humano era regurgitado con potencia, avanzando hacia adelante a través del pasillo subterráneo como una tenia intestinal.
Se escuchó el sonido de los frenos del vagón, lo que indicaba que el tren había llegado y había que cogerlo. El siguiente pasaría cuatro minutos más tarde, pero ese lapso era demasiado largo cuando de ganar dinero se trataba.
Las puertas de los vagones se abrieron y expelieron personas, como si fuera una exhalación profunda, para, acto seguido, inhalar a aquellos que pretendíamos entrar al vagón. Un pulmón de metal herrumbroso y agotado, insuficiente y disneico, que aguantaba la respiración cerrando de nuevo las puertas y conteniendo en su interior al más tóxico posible de los elementos vivos. Dentro, agolpados y a años luz unos de otros, cientos de personas avanzaban por fin hacia la siguiente estación.
El tren me recordaba a un buceador que, habiendo descendido demasiado hacia las profundidades, se sintiera desfallecer en su intento por llegar de nuevo a la superficie para coger aire. Con las pupilas dilatadas, mirando desesperado al sol danzante situado al otro lado del agua y los músculos de las piernas agarrotados de nadar. Exhalar en la próxima estación, inhalar profundamente, y de nuevo al fondo.
Una voz neutra anunció la llegada a la estación de mi primer trasbordo. Sin ofrecer demasiada resistencia, fui arrastrado fuera del vagón; tuve mucha precaución del hueco que había entre el coche y el andén. En lo que el tren se llenaba de nuevo y arrancaba, la mayoría de la corriente humana de la que formaba parte había salido del apeadero. Como si hubieran vaciado la cisterna de un baño público.
Un sentimiento de sofoco se abrió paso hasta mi piel, y comencé a sudar. La gente que se había marchado había sido sustituida inmediatamente por una nueva entrega de seres humanos anónimos de color gris. Busqué entre los letreros aquel que me indicara la dirección correcta para llegar a la siguiente línea. Localicé un lugar donde sentarme para tomar un respiro y sacar el plano de metro de la mochila, pero todos los asientos disponibles estaban ocupados. Decenas de personas se agolpaban tumbadas unas encima de otras, sobre cartones que una vez contuvieron artículos de lujo —televisiones de plasma, muebles desmontables y piezas de decoración—, envueltos en mantas de colores desteñidos y bordes deshilachados. Descansaban juntos, como si fueran una familia de hámsteres. Pelos enmarañados, uñas roídas del color de la pobreza, ojos llenos de desesperanza y una expresión facial propia del hambre y la exclusión social. Un colectivo invisible que amanecía bajo tierra, escondido en el lugar más transitado de la ciudad, como ratas que hacen su nido bajo el sillón de la sala de estar.
Quise salir de aquel lugar y ver el sol y respirar aire fresco. Pero aún me quedaba camino que recorrer antes de regresar a la superficie. El sonido del siguiente tren me puso en alerta. Tenía que irme antes de que llegara la próxima ola de personas, así que abandoné el andén y subí por una escalera mecánica.
Aproveché para echar un ojo al plano y reubicarme, tomar aire e intentar retomar el control. Mientras, la escalera subía y subía, lenta pero sin pausa. No sé cuánto tiempo pasé mirando aquel papel, obnubilado por el complejo entramado de colores que trepanaba el mundo subterráneo tal como hace un parásito cerebral. Lo cierto es que el sonido de la marabunta fue lo que me devolvió a la realidad. Miré hacia abajo y vi que una masa informe de individuos avanzaba en mi dirección; ascendía por la escalera a una velocidad de vértigo y amenazaba con alcanzarme y devorarme como una lengua de lava. Violenta. Inmisericorde. Imparable.
Doblé el plano. O lo intenté al menos. No conseguí doblarlo a la primera de forma correcta. Odio que se quede arrugado y abultado. Así que volví a desdoblarlo. Miré hacia abajo. Estaban cerca. Cada vez más cerca. Se me secó la boca. Volví a intentar doblarlo. Tragué saliva y sentí que me raspaba la garganta. Esta vez sí. El plano quedó doblado como si de un pañuelo de algodón recién planchado se tratara. Casi los tenía encima. Notaba su calor. Sus deseos de engullirme y defecarme por la parte trasera de la masa impersonal de seres humanos.
Y corrí.
Salté los escalones de dos en dos hacia arriba, con unas ganas locas de gritar de terror. Por fin llegué al final de la escalera. Avancé todavía unos pasos para detenerme en mitad de un enorme vestíbulo de techos altos y deslumbrante iluminación adonde llegaban, desde múltiples puntos, personas y más personas. Hormigas atareadas que enloquecían por hacer lo que estaban programadas para hacer.
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