Kitabı oku: «Ya no te llamarán abandonada», sayfa 3
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¿ES ALGO DEL PASADO O RELATIVAMENTE RECIENTE?
No es mi intención hacer un recorrido histórico exhaustivo. Sirviéndome del citado informe de UNICEF, echaremos una mirada a vista de pájaro sobre la historia; basta para constatar que el ASI no es un fenómeno nuevo. A pesar de haber estado siempre presente, solo de forma muy reciente se está despertando a nivel de la opinión pública una conciencia y preocupación respecto a su magnitud e impacto.
Es sabido que tanto en la antigua Grecia como en el mundo romano se consideraba natural tomar a los niños como objetos sexuales. En la antigua Roma, la práctica sexual preferida con los niños era el sexo anal, y circulaba la idea de que el sexo con niños castrados era particularmente excitante. Esta práctica se extendió hasta tiempos del emperador Domiciano, quien prohibió la castración de los niños para ser llevados a los prostíbulos 1.
En el contexto judío, la Ley de Moisés prohibía los sacrificios de niños, en clara contraposición con las religiones paganas circundantes: «No darás ningún hijo tuyo para hacerlo pasar ante Molec; no profanarás así el nombre el Dios» (Lv 18,21). A pesar de esta seria advertencia, los profetas tuvieron que denunciar en varios momentos al pueblo de Israel por practicar este horrendo rito de la cultura cananea 2. Por otro lado, en algunos contextos hebreos se permitía, o al menos se toleraba, la cópula con niños menores de nueve años; solo se castigaba, con pena de lapidación, la sodomía con niños mayores de esa edad.
Una vez más, en este contexto, el cristianismo resulta totalmente revolucionario y rompedor con la mentalidad reinante. En efecto, de todos es conocido cómo Jesús defiende a los niños, se hace asequible a ellos, los bendice y abraza (cf. Mc 9,35-36). El mismísimo Karl Marx, conocido por su anticristianismo, le decía a su hija Eleonor: «Podemos perdonarle mucho al cristianismo, porque nos enseñó a amar a los niños» 3. Como se ve, Jesús actúa, una vez más, a contracorriente de esa mentalidad que despreciaba a la infancia y postulaba que charlar con niños alejaba al hombre de la realidad y era una pérdida absoluta de tiempo. Es más, reprende a quienes los desprecian (Mt 18,10) y propone los más duros castigos para quienes los escandalicen o hagan daño: «Más le valdría que le pusieran en el cuello una piedra de molino y le hundieran en el fondo del mar. Y en verdad os digo que sus ángeles contemplan el rostro de mi Padre día y noche» (Mt 18,6). A la hora de responder a la pregunta de quién es el más importante en la comunidad reunida en torno a Jesús, no duda en poner a un niño en medio (Mt 18,2-5), llegando incluso Jesús a identificarse con ellos: «El que recibe a un niño como este en mi nombre, a mí me recibe» (Mc 9,37).
A pesar de la irrupción del cristianismo y de su férrea defensa de la infancia, en muchos contextos el abuso sexual de menores siguió siendo una práctica frecuente, amparada en una cosmovisión de la vida y del ser humano que lo justificaba. Así, por ejemplo, en la Edad Media se creía que los niños, en su inocencia, ignoraban toda noción de placer y dolor. Esta idea de que son inmunes a la corrupción aún perdura en muchos contextos y es el argumento defensivo utilizado con frecuencia por quienes abusan de ellos para no reconocer que con sus actos les hacen daño.
Quisiera saltar ya al siglo XX y detenerme ahora en las teorías de Freud sobre la sexualidad infantil, por su gran popularización y por la repercusión que han tenido en las creencias de muchas personas. En una primera instancia, Freud postuló que las experiencias sexuales de la niñez sí juegan un papel clave en la neurosis de los adultos. Al analizar a pacientes abusados sexualmente en la infancia por algún familiar, Freud (1906) sugirió que el trauma sexual infantil producía los problemas psicológicos adultos. En su obra La etiología de la histeria (1896), Freud escribió: «Me parece indudable que nuestros hijos se hallan más expuestos a ataques sexuales de lo que la escasa previsión de los padres hace suponer» 4.
Sin embargo, más tarde, Freud cambió de postura y postuló que los relatos de sus pacientes eran fantasías y no experiencias verdaderas. De este modo crea la teoría del complejo de Edipo, postulando que un fuerte impulso por parte del niño para unirse sexualmente con el padre del sexo opuesto lo llevaba a fantasías. Escuchemos de nuevo a Freud: «Cuando una niña acusa en el análisis como seductor a su propio padre, cosa nada rara, no cabe duda alguna sobre el carácter imaginario de su acusación ni tampoco sobre los motivos que la determinan» 5. De esta forma, la histeria, los conflictos internos y otros problemas de salud mental de sus pacientes no se originaban por un trauma sexual de la infancia, sino por la incapacidad de resolver la situación edípica, es decir, por la incapacidad de abandonar las fantasías, dar a los padres el lugar que les corresponde y transferir los impulsos sexuales a personas socialmente aceptables.
Dado lo anterior, y cualesquiera que hayan sido sus motivos para abandonar su teoría original, la postura de Freud ha ayudado a racionalizar dos aspectos muy negativos en el estudio y tratamiento de niños y adolescentes víctimas de abuso sexual. Por un lado, una gran cantidad de terapeutas no toman en cuenta o contradicen los informes de sus pacientes sobre victimización sexual en la infancia. Por otra parte, además del trauma que puede producir tal negación, se culpa al niño y no al adulto de cualquier suceso abusivo que haya sufrido. Para Freud, tales experiencias eran el resultado de impulsos edípicos del menor en vez de ser impulsos depredadores del adulto.
Esta interpretación de la leyenda de Edipo ha calado en la imaginación social, pasando a ser un modelo explicativo de ciertos comportamientos de los niños, y puede servir de justificación a la desconfianza y a la pasividad de ciertos magistrados, médicos, psicólogos, policías, etc. Este ha sido uno de los mayores obstáculos en el estudio y visibilización del problema del ASI y ha contribuido a que el sistema judicial pueda disminuir la validez del testimonio de las víctimas.
Otro de los autores en los que se hace imprescindible detenerse y que ha jugado un importante papel en la negación y minimización de las devastadoras consecuencias que tiene el ASI es Alfred Kinsey. En 1948 publicó el conocido informe que se lleva su apellido, en el que, a pesar del gran número de mujeres que informaron, con dolor y miedo, haber sido víctimas de abusos, tanto él como sus colaboradores plantearon que era difícil de entender por qué un niño podría verse afectado por ser tocado en sus partes genitales o por estar expuesto a contactos sexuales más específicos, y que muy probablemente lo que generaba la perturbación en los niños era la reacción externa (padres, policía) y no el abuso mismo. Según Kinsey, el abuso sexual infantil entra dentro de los «desahogos sexuales aceptables y normales» a los que las personas tienen derecho. En su controvertido informe 6, afirma sin pudor que, «hablando en términos biológicos, no existe ninguna relación sexual que yo considere anormal». Más aún, llega a afirmar que si el adulto siente un verdadero afecto por el niño, este tipo de relaciones podrían ser una experiencia «sana» para el menor. Algunas publicaciones posteriores, basándose en el informe Kinsey, postulan que la infancia es el mejor momento para aprender a tener sexo, y que el incesto padre-hija puede producir mujeres notablemente competentes en el plano erótico.
Para Kinsey y sus colaboradores, el problema está en los condicionamientos culturales y en las normas tradicionales y arbitrarias que la sociedad nos impone, coartando así la libre expresión y satisfacción de la inclinación sexual de cada cual. Es fácil sacar las conclusiones de estas sorprendentes afirmaciones, revestidas además de ropaje científico 7. Y más triste aún comprobar que los postulados del informe Kinsey siguen moldeando las actitudes y creencias respecto a la sexualidad humana, pasando a ser parte de muchos de los actuales programas de «educación sexual» de muchas escuelas.
Siguiendo nuestro recorrido histórico llegamos a la denominada Revolución sexual, iniciada en los años sesenta en los países europeos; esta tampoco logró sensibilizar a la sociedad sobre el drama del abuso sexual infantil, y de la negación del problema se pasó a la relativización y minimización del mismo. Hay que agradecer en este sentido al movimiento feminista y a los colectivos de mujeres víctimas de abusos y violación, porque con su lucha lograron visibilizar el problema del abuso sexual infantil y sus nefastas consecuencias. Solo a partir de los setenta se evoluciona hacia una toma de conciencia social y científica sobre la necesidad de abordar seriamente la intervención preventiva y reparadora de los abusos. Para entender y dar crédito a los terribles efectos de tales violaciones fue necesario que se introdujera en la comunidad científica y académica un nuevo diagnóstico y concepto, el de síndrome de estrés postraumático, trastorno que entró en el mundo de la psiquiatría y de la salud mental de la mano de los excombatientes de la guerra de Vietnam.
La declaración de los derechos del niño aprobada por la ONU en 1959 y la posterior Convención sobre los Derechos de los Niños, adoptada también por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1989, vienen a señalar, sin duda, un antes y un después en la protección de la infancia. Solo a partir de aquí se ha reconocido a los niños, niñas y adolescentes como sujetos de derechos. El artículo 34 señala explícitamente que «es derecho del niño ser protegido de la explotación y abuso sexuales, incluyendo la prostitución y su utilización en prácticas pornográficas» 8. Por su parte, la OMS reconoció en 2014 que el abuso sexual infantil genera efectos sociales y laborales negativos que pueden retrasar el desarrollo económico y social de los países debido a los altos costes acarreados por las necesidades de atención en salud física y mental, por la pérdida de productividad, la pérdida de días laborables, la incidencia en el rendimiento escolar y académico, etc. Sin embargo, no todo el mundo parece estar en sintonía con estas afirmaciones. Es escalofriante pensar que en Europa existen partidos políticos propedofilia que buscan su legalización y sostienen abiertamente que «en un Estado de derecho, el ser pedófilo, proclamarse como tal o incluso sostener su legitimidad no puede ser considerado un crimen; la pedofilia, como cualquier otra preferencia sexual, se transforma en crimen en el momento en que daña a otras personas» 9. Además, es sobrecogedor y demencial saber que en Internet existen cerca de 100.000 páginas ilegales que ofrecen pornografía infantil, y está calculado que diariamente se producen 116.000 búsquedas de este tipo de aberrante material. Por otro lado, la edad promedio de la primera exposición a la pornografía se encuentra entre los 11 años y los 14. A nivel mundial se calcula que, cada segundo, 28.528 usuarios de Internet están viendo pornografía 10.
En cuanto a la Iglesia católica, como dice irónicamente Juan Ignacio Cortés, la Iglesia y la pederastia son dos viejas conocidas 11. Este autor demuestra cómo a lo largo de los siglos hubo voces de insignes Santos Padres, teólogos y autoridades que clamaron contra el abuso sexual por parte de miembros de la Iglesia, imponiendo graves penas a los abusadores, entre las que se incluían la denuncia y entrega a la justicia civil. Ya el canon 71 del Concilio de Elvira (302-306) llega a decir que «aquellos que abusan sexualmente de niños no podrán comulgar, ni siquiera a punto de morir» 12. Sin embargo, ha sido durante el siglo XX cuando se ha introducido un grado de secretismo en la forma de tratar los abusos casi desconocido hasta entonces. No es que el abuso sea patrimonio exclusivo de la Iglesia católica, ni mucho menos, pero tal vez ninguna institución ha usado su maquinaria de forma tan potente para encubrirlos. La irlandesa Marie Collins, exmiembro de la Comisión Pontificia para la Protección de Menores, que fue víctima de abusos cuando tenía 13 años por parte de un sacerdote, afirma respecto a esta cultura del encubrimiento «que, intentando salvar el escándalo, ha causado el mayor escándalo de todos y ha perpetuado el daño del abuso y la destrucción de la fe de muchas víctimas» 13.
Recuerdo el evangelio de aquel domingo en Chile, unos días antes de que los obispos chilenos fueran a Roma a encontrarse con el papa Francisco. Sentí que no podía ser más providente: «A todo sarmiento que da fruto, mi Padre lo poda, para que dé más fruto» (Jn 15,1-3). La poda es dolorosa, pero absolutamente imprescindible; sin ella, la viña termina tarde o temprano estéril. Hay que ver como algo absolutamente positivo el hecho de que las víctimas puedan estar rompiendo su silencio y enfrentarse a una realidad que muchas veces ha sido negada, acallada, minimizada por las estructuras de poder de la Iglesia. Aunque por momentos nos pueda abrumar y desconsolar tantas noticias de víctimas de abusos por aquí y por allá, es imprescindible que salga la pus, que salga la verdad y que las víctimas puedan ser escuchadas, creídas y honradas en su dolor. Solo así comienza un verdadero camino de reparación, tanto de su sufrimiento como del escándalo que supone para la fe de tantos. La misma Marie Collins es testigo de esto:
El inicio de mi recuperación fue el día en que, ante el tribunal, mi agresor asumió la responsabilidad por sus acciones y admitió su culpabilidad. Este reconocimiento tuvo un efecto profundo en mí. Con el tiempo me permitió ser capaz de perdonarle y no sentirlo ya como una presencia en mi vida […] Ya era capaz de dejar atrás los años perdidos. No he vuelto a ser hospitalizada con ningún problema de salud mental desde entonces 14.
Hasta aquí este breve recorrido histórico. Como puede verse, arrastramos una trágica «historia que avergüenza» 15. A lo largo de los siglos, los niños han sido olvidados, desacreditados, violentados. Hoy, al mirar hacia atrás, no podemos menos que sentir horror ante las prácticas y los tormentos a los que eran sometidos muchos niños. Es indudable que se están dando pasos de gigante en la protección de la infancia y en la toma de conciencia de la tragedia que supone el ASI, tanto en la Iglesia como en la sociedad civil, pero el desafío sigue siendo inconmensurable y no podemos dormirnos en los laureles.
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¿CUÁLES SON LAS CARACTERÍSTICAS COMUNES DEL ASI?
La falta de una mínima comprensión de las características que tiene el ASI lleva generalmente a una falta de empatía brutal con el sufrimiento de las víctimas y a intervenciones que lo único que hacen es ahondar el dolor. En este sentido, la ignorancia no solo es atrevida, sino además muy hiriente. Muchas veces, por ejemplo, fui testigo de cómo se dudaba de la veracidad de los testimonios de algunas víctimas. Los cuestionamientos son siempre los mismos: «¿Y por qué no hablaron antes?; ¿por qué ahora, después de tanto tiempo?»; «¿Y cómo no se defendieron, si ya eran mayorcitos?». El caso de James Hamilton, una de las víctimas del sacerdote chileno Fernando Karadima, en el que los abusos continuaron durante muchos años, estando incluso casado y ya con hijos, suscitaba aún más incredulidad. La gente decía: «Vale, entiendo que, siendo un menor, haya podido haber sido abusado. Pero ¿por qué no cortó siendo ya adulto? ¿No será que en el fondo era gay y se casó para ocultar su homosexualidad?». Otros, en tono más irónico, afirman: «Para mí que era bisexual y le gustaba…».
La primera pregunta que le hicieron a James Hamilton en la entrevista del programa de Tolerancia cero fue precisamente esa: «¿Qué hace que una cosa como esta pueda suceder?». Sin duda es la pregunta que muchos se hacen: «Si te estaba haciendo tanto daño, ¿cómo permites que te case, bautice a tus hijos y encima sea el padrino de uno de ellos?». Recojo aquí parte del testimonio de James Hamilton 1:
Es la pregunta que yo mismo me he hecho durante años… No tanto qué le pasa a él, sino qué le pasa a uno para haber vivido esta experiencia que te hace perder el centro […] que provoca dentro de uno un quiebre interno total hasta que finalmente te transformas en un perverso… ¿Por qué uno engaña y persiste tanto tiempo? Soy el primero que me lo planteo 2.
En su testimonio, el doctor Hamilton cuenta cómo los abusos no solo se daban en la habitación del cura, sino esporádicamente en su propia casa, con la excusa de revisiones médicas. Su despertar comenzó cuando, en una ocasión, al salir de la misa, uno de sus hijos pequeños se perdió. Él salió como un loco en su búsqueda, y el primer lugar al que fue a mirar fue la habitación del párroco. El niño estaba allí, pero, gracias a Dios, estaba solo. Esta reacción fue sentida por su mujer, Verónica Miranda, como muy extraña, y se convirtió en la ocasión para que él pudiera romper al fin su silencio con ella. Verónica fue clave en todo el proceso, especialmente a la hora de iniciar y dar continuidad a las denuncias. En otro lugar de la misma entrevista comenta Hamilton:
Otra de las dudas que la gente expresa es: «Esto es un tema de homosexuales…». La gente no tiene ni idea, la gente comenta con mucha liviandad. Nunca he sido homosexual, pero me lo he llegado a cuestionar, y ha sido terrible.
En el párrafo que viene a continuación deja entrever algunas respuestas que profundizaremos más tarde:
Tantas veces intenté alejarme, y, cuando él veía eso, mandaba a conversar conmigo a sus sacerdotes más cercanos (Barros, Arteaga), que me decían que estaba haciendo sufrir al Padre con mi actitud y lejanía. Así, al final no aguantaba más la presión y terminaba yendo de nuevo a la habitación… Él era como un papá hacia el que sentía amor y odio… Tenía miedo de perder el favor de Dios… Hay un momento en el que estás tan desorientado y tienes tanto odio hacia ti mismo que todo te da igual… Te sientes basura, que te use.
Muchas otras víctimas suelen preguntarse por qué, a pesar de todo el terror que les provocaba el abusador, no terminaban de cortar el vínculo con él y volvían una y otra vez a la escena del crimen, en la que el abusador seguía haciendo de las suyas. Mi objetivo en este capítulo es adentrarnos en la dinámica del abuso. En casi todos los casos veremos además que hay un mismo patrón de conducta, con elementos que constituyen un denominador común. Ojalá nos sirva para empatizar con su dolor y su lucha y no ser de esa gente que comenta con liviandad. Sin más preámbulos, vamos a ello.
Las principales características, comunes a toda relación abusiva son cinco: la primera, lo que podríamos llamar el proceso de vampirización; la segunda, el secreto; la tercera, las amenazas y represalias ocultas; la cuarta, la confusión, y la quinta, la responsabilidad única y exclusiva del abusador.
Estoy seguro de que después de este capítulo ya tendremos elementos suficientes para entender por qué las víctimas suelen tardar tanto en romper su silencio y por qué la relación abusiva en algunos casos se extiende durante tantos años.
1. ¿Cómo es posible que el abuso se extienda en algunos casos durante años? El proceso de «vampirización» y «síndrome del hechizo»
La expresión «proceso de vampirización» es de Barudy, y me parece genial para ilustrar el proceso de seducción por medio del cual la víctima termina cayendo rendida en las redes del abusador. Barudy afirma que este proceso es «comparable al proceso de lavado de cerebro, utilizado en países totalitarios para lograr una sumisión incondicional de sujetos rebeldes sin utilizar violencia física» 3.
La otra expresión que seguro ayudará mucho para comprender cómo el abusador logra el control absoluto sobre su víctima es la del «síndrome del hechizo». El hechizo es definido como la influencia que una persona puede ejercer sobre otra sin que esta última se dé cuenta de ello 4.
No hace mucho, en España fue noticia el caso de una joven de 18 años que se escapó de su casa para vivir con un supuesto gurú en la selva del Perú. Sus familiares la encontraron, junto a su bebé, en condiciones lamentables. La chica estaba como ida, en un estado como de trance que la mantenía en cautividad, habiendo perdido todo sentido crítico, mostrándose indiferente a las muestras de cariño y de cuidado por parte de su familia. Con ella había otras chicas. Se trataba sin duda de un grupo sectario. El líder fue detenido por las autoridades de Perú. Esta dinámica de anular casi por completo la voluntad de las personas para así dejarlas a merced del arbitrio del líder es típica de las sectas, y también de las relaciones abusivas, especialmente cuando las víctimas son adolescentes o adultos vulnerables.
El abusador gana poco a poco el afecto y la confianza de la víctima –también de su familia– y se va apoderando, en una dinámica creciente, de su conciencia y voluntad. A estos primeros momentos se les llamado «fase de seducción», en la que el abusador manipula la relación de dependencia y la confianza de la víctima. Comienza un acercamiento sistemático, en ocasiones con regalos o expresiones de cariño. El abusador tratará de convertirse en una figura paterna más. Se vale de juegos, obsequios para engatusar a los niños y captar su atención, buscando la ocasión para quedarse a solas con el menor. El niño lo detecta como algo natural, sin llegar a ver el grave peligro que le amenaza.
Para hechizar a su víctima, el abusador se sirve de la mirada, el tacto y la palabra. Para Perrone y Nannini, citados por las autoras del informe UNICEF, la mirada del abusador sexual, al carecer de palabras explícitas que la acompañan, favorece la confusión respecto a lo que verdaderamente significa: «Es frecuente escuchar a los niños víctimas de abuso sexual describir el impacto y el poder de la mirada de los ofensores sexuales. Algunos incluso la describen como la capacidad para hipnotizarlos». En cuanto al tacto, los contactos físicos generan confusión cuando están asociados al juego o al cariño como modo de acceder al cuerpo del niño. La palabra, finalmente, «será el vehículo por medio del cual el ofensor generará no solo amenazas, sino distorsiones cognitivas en el niño a través de la tergiversación del sentido de sus acciones» 5.
Cuando se llega a concretar el primer abuso, no es porque al abusador le haya sobrevenido una calentura imprevista y repentina; él, como un cazador, que poco a poco va acorralando a su presa, lo tiene todo pensado y premeditado.
Estamos ya a un paso de la interacción sexual abusiva. Aquí, el abusador, de forma gradual y progresiva, comienza a realizar persistentemente con la víctima actos que le satisfacen sexualmente. Generalmente, en un principio, estos actos van desde la exposición de los genitales por parte del abusador, o mirar los de la víctima, hasta tocar y hacerlos tocar, incluyendo la masturbación. También todo lo referente a exponer al niño o la niña a situaciones sexuales que no corresponden a su edad, como la exposición de material pornográfico, comentarios y relatos eróticos, etc. En una fase más avanzada y crónica, el abuso deriva en sexo oral, en penetración (con objetos, anal o vaginal) y otras aberraciones inimaginables.
En el caso, por ejemplo, de las víctimas de Karadima, este proceso es también muy evidente. Tanto Hamilton como Cruz reconocen que en su infancia y adolescencia padecieron una carencia significativa de la figura paterna. El abusador suele centrarse en niños que no reciben la suficiente atención en casa, que sufren carencias emocionales o hijos de padres solteros que no les pueden dedicar el suficiente tiempo. Karadima aprovechó muy bien esa carencia para ofrecerse como el papá que no habían tenido; ellos afirman que se autoadoptaron como sus hijos, fascinados ante el hecho de que semejante personaje, tan importante y con tanta fama de santidad, se fijara en ellos, que eran unos pobres «cabros» –chavales–, y los invitara a ser parte de su círculo más íntimo. Y es que, en contra de lo que la gente suele pensar, el abusador puede llegar a ser un tipo encantador. Con su carisma, su simpatía, su grandilocuencia, y desde su rol de sacerdote con fama de santidad, que decía haber sido discípulo del P. Hurtado, es capaz de «encantar», hechizar, embrujar a sus víctimas, haciéndolas incondicionalmente dóciles a sus caprichos y perversiones. El mismo James Hamilton, en la entrevista ya señalada, comenta con mucha lucidez:
Tardas en reconocer que por lo menos [el abuso] es algo inadecuado. Y tienes que volver a reubicarlo en la casilla de lo que está bien o mal… Acá, lo impresionante es que te borran el sistema valórico. Estoy seguro de que [quienes rodean a Karadima y lo defienden] son buenas personas, pero con un servilismo brutal… el abuso psicológico es brutal.
Desde aquí me atrevo a afirmar que muchos que defendieron a capa y espada al P. Fernando Karadima, que se la jugaron por su inocencia y pusieron la mano en el fuego por él, en el fondo lo hacían desde su condición de ser también víctimas. Así, Mons. Juan Barros – cuyo nombramiento como obispo de Osorno traería tanta polémica–, Mons. Andrés Arteaga, el P. Esteban Morales y muchos otros, aunque no hayan sufrido abusos sexuales –al menos que se sepa– por parte de Karadima, en mi opinión sufrieron un verdadero lavado de cerebro en el que perdieron todo –o casi todo– juicio crítico hacia «el santo». Sus actitudes y acciones eran incuestionables. Es más que probable que ellos también hayan sido víctimas abusadas en su conciencia y manipuladas. Por lo mismo, aunque vean, no ven. O, si ven, se minimiza, se quita importancia o se justifica. El fenómeno de vampirización, en el fondo, tiene semejanzas con lo que sucede en el enamoramiento patológico. Se idealiza y se encumbra tanto a la persona amada y admirada que no se ven los defectos o, si se perciben, no se les da importancia. Si más tarde se produce una apertura de ojos, esta suele ser dolorosa, y la persona suele recriminarse haber sido tan tonta de haber confiado tan ciegamente y haberse dejado manipular. No solo tiene que afrontar el posible perdón hacia su abusador, sino sobre todo hacia sí misma por no haberme dado cuenta antes. Ahora bien, si con el tiempo y ante tantas evidencias no reaccionas, terminas pasando de víctima a cómplice, que es lo que, en mi opinión, y seguramente sin quererlo, les ha pasado a algunos de los más cercanos colaboradores de Karadima.
2. ¿Cómo es que las víctimas no hablaron antes? La imposición del secreto
El abusador sabe que lo que está haciendo no es adecuado, y es un delito. Por eso buscará el secretismo e impondrá la ley del silencio: «Este es nuestro secreto, solo entre tú y yo… nadie más lo sabrá…». Además, el niño tiene la convicción impuesta de que sus vivencias son incomunicables. El abusador manipula el poder y carga a la víctima con la responsabilidad del secreto, lanzando mensajes a su víctima, como: «Nadie te creerá; iré a la cárcel, y tú, al reformatorio; tu mamá se morirá de pena», etc. El niño o adolescente termina aceptando el silencio como una manera de sobrevivir; suelen entrar en la dinámica del chantaje, con lo que obtienen favores, regalos y privilegios por parte del abusador. Esto «aumenta el círculo infernal que permite la desculpabilización del abusador y, al contrario, aumenta la culpabilidad y vergüenza de la víctima» 6. Ahora podemos ya entender por qué en muchos casos pasan años antes de que la persona abusada pueda romper su silencio. El caso paradigmático de James Hamilton, que estamos siguiendo, es muy iluminador en este sentido. Escuchémosle de nuevo:
No tenía duda de que la culpa era mía, porque una persona con tanta fama de santidad, con tantas vocaciones, sacerdotes, obispos, ¡qué sé yo!, no puede hacer mal. Lo que pasa es que él tiene una debilidad provocada por mí… Hay algo diabólico en uno que genera en él una debilidad que no puede tolerar. Por tanto, yo soy el culpable; ahí entras en la magia de todo este tema: yo soy malo y él, que es el representante de Dios, quien me puede absolver de mi maldad. De esta forma logra tener absoluto control sobre uno. Me di cuenta a los 39 o 40 años, después de tres años de terapia… Tardas en darte cuenta de que no eres culpable, sino víctima.
Recuerdo también el caso de Estrella, la mujer con la que comenzábamos el libro. Fue abusada por dos de sus primos. El primer abuso sucedió cuando apenas tenía cinco años. Su manera de explicar el abuso era: «Llegué a la conclusión de que algo había en mí que hacía que los hombres de mi familia no pudieran contenerse. Me decía a mí misma: “Debe de ser que yo soy quien les provoco”».
El silencio del niño no solo protege al abusador, sino a sí mismo y a su familia. El informe que ya hemos citado de UNICEF Uruguay afirma que, en el caso del ASI intrafamiliar, lo primero que se puede decir es que siempre desata un conflicto de lealtades:
Si quien abusa es un padre, están en juego las relaciones afectivas de los otros hijos y la madre. Si quien abusa es un abuelo o un tío, está en juego el universo emocional del progenitor relacionado con quien abusó. No hay forma de que el descubrimiento del abuso sexual intrafamiliar no desate una fuerte e inevitable turbulencia emocional. Por otro lado, el abuso intrafamiliar produce un mayor nivel de rechazo social, pero también de negación. Si socialmente ya cuesta entender que pueda haber una persona que se sienta atraída sexualmente por los niños, y que no tiene necesariamente que ser un enfermo ni estar «loco», cuando se trata de un abuso sexual intrafamiliar, mucho más 7.