Kitabı oku: «Un pueblo olvidado, pero feliz», sayfa 2
—Hola amigo, Alejandro —estaba tan absorto en lo que miraba que no se dio cuenta cómo llegó a su lado, Jorge, el poeta.
—¡Amigo, no lo había visto! ¿De dónde apareció?
—De por ahí, ¿llegué a buena hora?
—Sí, claro, pase adelante —le mostró el pasillo que conducía al salón y entraron ambos.
Adentro, el salón estaba preparado para la ocasión, la mesa cuan larga era estaba cubierta con entremeses, dulces, una ponchera de vidrio llena de licor, vasos para el efecto; en una esquina, el tocadiscos que llegaba a brillar con todo el lustre que le sacó Margarita, la empleada y, más al fondo, se podía apreciar un piano de cola negro como el azabache.
—¡Hay un piano, qué interesante! —dice Jorge al mirar a su entorno.
—Sí, mi hermana y las primas son virtuosísimas en el piano —se sonríe Alejandro—. Ya las conocerás.
—Yo también algo me defiendo en ese arte —responde Jorge.
En eso, la señora Marta ingresa al recibidor por una puerta de la cocina y se dirige a los jóvenes.
—¡Bienvenido, joven, a esta casa!
—Madre, él es Jorge Velásquez, Jorge ella es mi madre Marta.
—Un gusto conocerla, señora, muy hermosa su casa.
—Gracias, siéntase como en la suya, ya llegarán los demás invitados para que los conozca.
—Gracias, es usted muy amable.
—¡Madre, están golpeando la puerta!
—¡Margarita, vaya a abrir! —la madre llama hacia la cocina para que la empleada salga, quien abre y entra con una pareja más o menos de la misma edad de los dueños de casa, unos 60 años; el hombre de sombrero y traje negro, la mujer de vestido y bléiser gris, ambos se dirigen a saludar a la señora Marta de inmediato.
—Buenas noches, señora Marta, un gusto saludarla y poder ver a su hijo de regreso.
—Gracias y aquí está mi hijo Alejandro ya de regreso —los saluda tomando del brazo al joven.
—Alejandro, ellos son don José Arismendi y su esposa Angelina, no sé si los recuerdas.
—No madre, un gusto conocerlos señor y señora Arismendi.
—¡Qué grande que estás! Veo que ya no te acuerdas de nosotros —dice el señor recién llegado.
—¡Claro, si eras aún un niño cuando te fuiste —dice la señora Arismendi.
—Tenía doce años, pero de todas formas no recuerdo mucho de lo que dejé en el pueblo.
—¿Y te has encontrado con algún amigo de ese tiempo? —pregunta el caballero.
—Aún no, viejos amigos no, pero sí nuevos amigos. Les presento a Jorge Velásquez, a quien conocí cuando llegué al pueblo —y les señala al poeta que hasta ese momento solo miraba la escena.
—Un gusto conocerlo amigo, José Arismendi para servirle y ella mi esposa Angelina.
—El gusto es mío —responde Jorge y la conversación se desvía a otros asuntos mientras que, en ese momento, sale de su escritorio don Juan, el dueño de casa.
—Buenas noches, amigos, qué bueno que ya están aquí —dice a manera de saludo.
—No podíamos perdernos una de tus veladas, Juan —responde don José Arismendi.
—Pasemos al salón, estaremos más cómodos —los invita el anfitrión.
En ese momento, se oyen ruidos en la puerta. Es el resto de los invitados que llegan. Margarita seguía en la tarea de abrir la puerta. Primero, entran dos damas y, posteriormente, dos hombres. Alejandro, al fijarse en ellos, se concentra en el señor gordo y siente una sensación de que al parecer ya lo había visto en algún lugar.
—Buenas noches, señores —saludan a don Juan, a su esposa y al matrimonio que ya se encontraba ahí. Los recién llegados son como una pareja cómica, uno muy delgado y el otro un gordo que ya no cabía en su traje.
—Alejandro, ven un momento —llama don Juan a su hijo que se encontraba con Jorge en un esquina del salón.
—Él, es mi amigo banquero, Fernando Camiletti y su esposa Xiomara.
—Mucho gusto señor y señora Camiletti —los saluda cortésmente Alejandro.
—Y acá, el señor Favio Urra y esposa Viviana, una familia de comerciantes.
—Un gusto en conocerlos, señor y señora Urra —los saluda y se retira amablemente.
Al llegar junto a Jorge, vuelve la mirada a los recién llegados y entonces se da cuenta dónde había visto al gordo, el botón que quería explotar, recordó dónde, ¡en el tren! Era el pasajero de terno café, gordito y de mejillas rojizas que fumaba un puro. —¡Mire, donde lo vuelvo a encontrar! —pensó Alejandro y le contó la anécdota a su amigo, de dónde había visto al señor gordo con su puro y que el botón de su bestón quería explotar al ya vencer la resistencia del hilo que lo unía.
—De verdar, así es, tienes razón —le comentaba Jorge cuando las niñas bajaban por la escala desde el segundo piso hacia el salón.
—Tenchita, primas, les presento a Jorge Velásquez, un novel poeta.
—¡Qué emocionante! —dijeron casi al unísono las tres niñas y, desde ese momento, se podría decir que la fiesta comenzó.
Los cinco jóvenes se fueron al lugar donde estaba el tocadiscos a poner otros que habían bajado las niñas y sacaron el que había puesto Alejandro y Jorge que ya lo habían tocado mucho en estos minutos que llevaban en el salón. Con las presentaciones de los recién llegados no tuvieron tiempo de sacar el disco y ya se estaba rayando, pusieron un disco nuevo de Louis Armstrong, que era más bien lento así que los más adultos se dispusieron a bailar.
—Juan, ¿no has pensado ingresar a la política? —pregunta Jose Arismendi en un descanso de la música y ya cuando se había decidido a descansar un momento.
—No creo, no creo que sea lucrativo —responde Juan.
—Yo estoy postulando a un cupo en la cámara de diputados, deberías seguir mi ejemplo.
—O sea, necesitas votos, de eso me hablas.
—Sí, claro, primero dándome a conocer, que me conozca la gente, pero no quiero ser el único del pueblo, por eso te decía si a ti te parece.
—De verdad, no se me había ocurrido, José, no se me había ocurrido —termina don Juan, mirando un punto en el horizonte como amasando la idea.
—Yo creo que para la política debe haber vocación —dice Alejandro que se había acercado a su padre y alcanzó a oír la conversación.
—Yo creo que un poco de vocación y otro poco de ambición —responde don José.
—Sí, cuarenta de vocación y sesenta del resto —responde don Juan entrando en el juego y captando la génesis de las ideas de su amigo José.
—Yo creo que el político que no tiene vocación termina por hacer las cosas mal y, finalmente, acaba por retirarse —reflexiona Alejandro.
—O, simplemente, que no sea reelegido más —dice don Juan.
—Pero antes de que eso ocurra, hay tiempo de sacar provecho del cargo —dice don José con una sonrisa burlesca y casi maquiavélica.
—Bueno, pero no sería el primero que piensa así, por lo que ya se ve en estos tiempos —acota Alejandro.
—Alejandro, en la capital, ¿qué alcanzaste a ver sobre estos casos? —pregunta don José.
—De lo único que escuchaba era sobre la palabra corrupción.
—¡Ah! Pero, ¿de qué bando? —pregunta don José, presumiendo que los liberales deberían ser los más corruptos, no su partido y así, echarle la culpa a los demás y que los conservadores fueran los más intachables.
—De todos, don José, cual más cual menos…
—¿Ves, José? Por eso, prefiero mantenerme lejos de la política —comenta don Juan.
—Sí, es verdad que es un mundo difícil, amigo Juan, pero si decido seguir, ¿cuento con tu apoyo?
—Por supuesto, no lo dudes, si necesitas mi ayuda no te preocupes, tienes mi voto.
No se dieron cuenta en qué momento Alejandro los dejó solos y se dirigió donde se encontraban los jóvenes en el otro extremo del salón.
—Alejandro, ¿sabes que iremos con Jorge al estero este domingo? —dice Hortensia sonriendo junto a sus primas.
—¿Iremos? Suena a grupo, a revolución —dice Alejandro que seguía aún con el pensamiento en los temas de política, con sus palabras y dichos.
—Sí, iremos dije, iremos contigo, las primas y con Jorge para que se inspire para sus poemas con el paisaje del campo.
—Dudo que con tanta broma y chistes Jorge se pueda inspirar —dice Alejandro.
—Quién sabe, si con tanta belleza me pueda inspirar —responde Jorge sonriendo.
—¿Cómo? —dicen las niñas y se miran entre sí.
—Porque no sé, ni conozco el paisaje con el que me voy a encontrar en ese lugar.
—¡Ah! —responden de nuevo las niñas y los dos jóvenes más adultos se sonríen entre ellos al captar la doble intensión de la frase de Jorge, que se refería a la belleza de ellas y no del paisaje.
—¡Entonces hay que guardar algunos pasteles y bebidas para llevar! —dice Hortensia.
Haciendo una observación a los concurrentes a las tertulias de don Juan, se podría decir que sin más todos tenían una imagen con que aportar a esta historia: don José Arismendi era el hombre que tenía entre ceja y ceja ingresar a la política, y su vida y conversaciones llevaban siempre a ese punto más temprano que tarde. También se encontraba don Fernando Camiletti, director del banco del pueblo, de quien se rumoreaba que había llegado hasta ahí, solo a costa de negocios turbios e intrigas, y aun se decía que por fuera de su trabajo, practicaba la usura, o sea, prestando dinero y recibiendo de vuelta la cantidad prestada más el cincuenta por ciento.
El otro personaje conocido por Alejandro en su fiesta de bienvenida, era don Favio Urra, rico comerciante ya no del pueblo, sino de la zona, de quien se conocía para orgullo propio, que había comenzado su carrera de comerciante en una pequeña feria de un pueblito de más al norte y, ahora, tenía negocios en tres ciudades.
Otro personaje que concurría a las tertulias de don Juan, pero esta vez se había excusado de no poder ir debido a su trabajo y que Alejandro no había tenido el gusto de conocer, era don Rene Gamboa, el oficial de policía, que esa noche por problemas en el cuartel no había podido llegar.
Bien, esos cuatro personajes eran infaltables en las tertulias de don Juan, y los cinco, generalmente, pasaban un par de horas arreglando el mundo como se dice popularmente, y aparte de ellos no invitaban a nadie más. Se conocían desde jóvenes por trabajar en el comercio de Valparaíso y, ahora, don José y don Juan estaban retirados.
Los que no venían casi nunca, salvo en contadas ocasiones, eran los padres de Leonor y Matilde, su tío que vendría siendo el hermano de la señora Marta y cuñado de don Juan, quien en su juventud, cuando Juan pretendía a Marta, nunca lo apoyó porque era considerado poca cosa por la familia, es más, no lo aceptaba como cuñado. Desde esos años, «se masticaban, pero no se tragaban» como dice el refrán popular.
Cuando don Juan conoció a la señora Marta, era solo un simple empleado de una gran tienda en Valparaíso, por eso no fue aceptado ese cortejo de parte del joven.
Ese día domingo, las primas y Hortensia se levantaron muy temprano, habían dormido juntas en el mismo dormitorio para hacer más divertida la velada. Rara vez ocupaban la pieza de alojados, siempre se quedaban las tres juntas. La idea era salir con la mañana más fresca, ya que más tarde hacía mucho calor y debían caminar bastante hacia donde pensaban ir. Alejandro, media hora más tarde, salió de su pieza bostezando con su pijama y su bata, sorprendiéndose que ya estuvieran listas esperándolo.
—¡Ay, me duele la cabeza y aún tengo sueño! Díganle a Margarita que me prepare un café mientras salgo del baño.
—Nosotras te lo preparamos en un momento, tú date prisa —dijeron las niñas.
—Alguien que salga a la puerta por si viene Jorge —se alcanza a oír la voz de Alejandro antes de cerrar la puerta del baño.
—Si llega, debería golpear y le abre Margarita o ¿quieres que se enoje nuestra madre?
—Verdad que estamos en provincia, se me olvida —murmuró Alejandro.
Al rato, bajó al salón a tomar desayuno mientras su hermana y primas terminan los últimos detalles del paseo. Llenaron dos canastillos con pasteles, galletas, bebidas y se sentaron a esperar. Como ya estaban listos, decidieron salir y esperar afuera de la casa a Jorge que ya debería llegar.
—Ahí viene nuestro amigo —lo alcanza a ver Alejandro a la distancia.
Efectivamente, el joven había doblado la esquina y se acercaba por la vereda en dirección hacia ellos, también traía un bolso pequeño que con sus correas lo sujetaba en su hombro.
Después de los saludos, se dirigieron caminando al lugar predestinado para el paseo, salieron de la calle principal del pueblo y doblaron por un camino de tierra en dirección hacia donde estaba ubicado un cerro, el camino era largo. Ya a mitad del trayecto, se notaba el cansancio y la falta de ejercicio de los dos hombres. En cambio, las niñas, al parecer acostumbradas a ese camino, no parecían sentir la media hora caminando.
—¿Qué sucede, hermano? Te noto cansado —se sonreía Hortensia con cierta burla.
—Y usted, Jorge, ¿también ha perdido el color? —preguntaba Leonor al poeta.
—¿La verdad? En la capital, solo andaba movilizado, casi no caminaba —responde Alejandro con un resuello de voz.
—Yo caminaba cuando subía al cerro Santa Lucía, pero no era tanto —dice Jorge por otro lado.
—¡Ah! y ¿qué iba a hacer a ese cerro? —pregunta Leonor aún con mucha vitalidad.
—Bueno, subía por sus escalas hasta llegar a lo más alto y, desde allí, miraba el entorno, en ese momento me inspiraba y podía escribir mis poemas —responde Jorge.
—¿Y era muy solo ese cerro? —preguntaron las primas.
—No, por ningún motivo, es un cerro adornado de escalas y jardines, generalmente está muy visitado por familias o parejas de enamorados.
—¡Ah, qué interesante! —dice Hortensia— ¿Y usted iba solo?
—Sí, a veces iba solo, otras, con más amigos.
—Tratemos de no hablar mucho, si no, no vamos a llegar nunca al estero —dice Alejandro.
—¡Si no hablamos con los pies, hermanito! —y con esta frase rompen a carcajadas.
—Cierto, pero hablar gasta energías que te van a faltar y te cansarás más.
—Sí, prima, así parece que es porque yo te digo que ya estoy cansada y he hablado mucho —dice Leonor tomándose con sus manos su pecho y jadeando.
—¡Qué extremista eres prima! —responde Hortensia— Entonces, descansaremos aquí un momento— y corre a sentarse bajo un árbol que está a un lado del camino.
—Está bien, este será nuestro primer descanso —responde Alejandro.
—Si seguimos así, será el primero de varios —comenta Jorge y todos ríen.
Después de otra media hora caminando, llegan a los pies del cerro, donde se encuentra un torrentoso estero, cuyas aguas chocan con grandes piedras que se asoman arriba del agua y en medio del estero, produciendo pequeñas olas que salpican a uno que otro pájaro que osa pararse en ellas, también estas piedras sirven para atravesar el estero de lado a lado pisando sobre ellas.
También había mucha vegetación, como grandes matas de moras, de las que se podían sacar sus frutos, pero con peligro de clavarse con las espinas de estos arbustos, además se encontraban eucaliptus, cuyas semillas o cocos como les llamaban, servían para aliviarse del resfrío o gripe al hervirlo en alguna olla o tazón, y aspirar el vapor que sale de esa infusión.
Todo el paisaje era muy relajante, llamaba a la paz y tranquilidad, por lo menos eso fue lo que pensó Jorge. De hecho, los varones del grupo intentaron pasar por encima de las piedras que sobresalían del agua del estero para llegar al otro lado, pero el equilibrio no era su fuerte y cayeron varias veces al agua, lo que producía la risa de todo el grupo. Los varones habían llevado para la ocasión pantalones cortos, pero de cortos no tenían mucho ya que les llegaban hasta las rodillas y para arriba una camiseta blanca muy común en aquella época.
—Ya, pues, niñas, ¿qué les pasa a ustedes que no se atreven? —decía del otro lado Jorge.
—¡Si ya vamos a intentarlo, no se apuren! —respondían del otro lado.
Como ya dijimos, el agua del estero era caudaloso y, al chocar con las piedras, daba una sensación de que no sería fácil pasar, por eso las niñas se demoraban en aceptar el reto, esperando que los jóvenes se cansaran al otro lado y decidieran volver a donde estaban ellas. Así paso una hora, entonces decidieron comer algo de lo que llevaban y ahí recién los varones decidieron volver a atravesar el estero de regreso.
—No se atrevieron a pasar, ¡qué vergüenza!
—No, porque si nos caemos al agua, ¿cómo nos vamos a ir de regreso?
—Además, la tía nos reprendería, así que no, ¡de lejitos no más!
—¡Y cómo nosotros!
—¡Ah, ustedes! Pero nosotras, no gracias, ¿van a comer o no? —dice Hortensia para desviar el tema.
—Sí, claro, pero primero, ¿algún agüita hay por ahí? Tenemos sed, el licor de anoche está haciendo efecto y este sol de ahora me está matando.
—Y, usted Jorge, ¿se sirvió licor anoche también? —pregunta Leonor.
—Sí, lo justo, mi padre decía que cuando se empieza a sentir mareado, ahí hay que parar.
—¡Ah, qué bien por usted! Mi tío parece que no le dijo nada a Alejandro —rieron todos.
Después de comer lo que llevaban, se acostaron en el pasto a secarse los jóvenes, y las niñas intentaron meterse al estero, pero solo por la orilla, para ello se arremangaron sus pantalones que llevaban por motivo del paseo y, de esa forma, refrescaron sus pies hasta sus rodillas. Jorge, al parecer, aprovechó esa instancia para refrescar su mente y corrió hacia su mochila para sacar su libreta y lápiz, tendiéndose de nuevo en el pasto, con su mochila de almohada y de techo un árbol.
Las semanas siguientes pasaron sin contratiempos en el pequeño poblado. Alejandro, por más que recorrió el pueblo y lugares aledaños, no encontró a ningún amigo de su infancia, en algún momento pensó en darse por vencido y dejar de buscar a sus amigos, quizás ya no volverían más.
Cierto día, Alejandro se encontraba en la ciudad vecina de más al norte, llamada Quillota, y al regresar debe tomar el tren que viene de Santiago a Valparaíso porque los coches se demoran mucho y ya no le agradan. Al llegar a su pueblo, o sea, a San Pedro, ve bajar del tren a una muchacha que le pareció conocida, —¡Qué bueno, por fin encuentro a alguien! —piensa Alejandro.
—Hola, ¿te acuerdas de mí? —le dice sonriendo— Porque yo me acuerdo de ti, parece que cuando niños jugábamos en esta plaza —comenta Alejandro a su lado mientras caminan por la plaza que separa la estación de la calle principal.
—No señor, no lo recuerdo y cuando niña no vivía aquí —contesta la dama.
—¿Está segura? Si yo estoy muy seguro que su rostro me es familiar —responde Alejandro, perplejo.
—Debe estar confundiéndome, señor —responde y, al parecer, un poco nerviosa se aleja.
—Disculpe la molestia, señorita, tenga usted buenas tardes.
—Disculpe usted ahora —dice la muchacha volviéndose hacia donde había quedado parado Alejandro— Usted, ¿siempre se acerca de esta forma a entablar conversaciones con las damas?
—De ninguna manera, es la verdad, yo creí conocerla del pasado, de cuando yo vivía acá hace muchos años.
—¡Ah, bueno! Sepa que llevo aproximadamente un mes en este pueblo, nunca había estado aquí —confiesa la muchacha.
—Yo también hace un mes que volví a mi pueblo desde Santiago.
—¿Y creía que era una de sus amiguitas de su infancia? —dice la muchacha con una sonrisa burlona.
—La verdad que sí, estuve diez años fuera y este mes lo he dedicado casi por completo a tratar de encontrar a mis amigos de la infancia, pero parece que ya es inútil, todos se fueron y no volvieron.
—Ah, eso es —responde la muchacha mirándolo serenamente, como si recién comienza a creerle.
—Y usted joven, ¿qué hace en este pueblo, tiene algún oficio? —pregunta la muchacha.
—Soy egresado de leyes en la Universidad de Chile, pero aún no ejerzo —responde Alejandro.
—¡Ah, qué bien, es bueno tener de amigo a un abogado! —dijo la muchacha.
—Y en este mes, me he preocupado de buscar a alguna amistad de antaño, pero no he tenido suerte —responde Alejandro con un suspiro.
—Pero, ¿ya empezará a ejercer tu profesión? —dice la muchacha más interesada en ese tema al parecer.
—Sí, ya mi padre quiere instalarme con un amigo de él.
—Y mientras tanto, usted asalta a las niñas a la bajada del tren —bromeó la muchacha.
—Discúlpeme, señorita, me pareció familiar su rostro.
—Debo tener un rostro muy común —dice la muchacha.
—No es eso, si aún pienso que la he visto antes, créamelo —dice sincero Alejandro.
—Y la niña que le recuerdo, ¿tenía nombre? —pregunta la muchacha.
—La verdad no me acuerdo de sus nombres, solo me acordaría de sus rostros si los viera de nuevo.
—Ahora debo seguir mi camino ¿señor...? —hace ademan de despedirse la muchacha.
—Mi nombre es Alejandro y vivo en esa casa que está al frente —y la señala con su dedo.
—¡Ah, qué bien! Yo soy Virginia, don Alejandro que vive en la casa que está al frente.
—¡Bueno, mi nombre es Alejandro Estrada Mardones y disculpe mi presentación anterior! —se sonroja un instante el joven.
—No se preocupe, mi nombre es Virginia Rojas y estoy alojando en la residencial del fondo de la calle. Bueno, adiós, quizás nos volveremos a ver —responde la muchacha y se aleja lentamente por la plaza.
—¡Sí, es más que seguro que nos volveremos a ver! —alcanza a decir Alejandro antes que ella se alejara por ese sendero dentro de la plaza en dirección a la calle principal y de ahí, seguramente, caminaría hasta el final de esa calle, donde estaba la residencial.
Alejandro se sienta en una banca de esa plaza y decide descansar un par de minutos para tomar aire fresco antes de ingresar a su casa, porque a estas alturas del año aún se sentía calor dentro de las casonas y no quería estar como su mamá y su hermana con un abanico echándose aire, era muy incómodo, después de un cuarto de hora se decide y entra.
En el pueblo había una oficina de abogados, Alejandro ya la conocía porque en un par de ocasiones pasó por su frontis, ahí trabajaban tres abogados, uno era jefe y los otros dos llevaban los casos, que no eran muchos. También se encontraba el banco en esa misma calle, con dos cajeros que se aburrían por la poca concurrencia de público.
Alejandro se paseaba por el pueblo de manos en los bolsillos, con un aire tranquilo, observando el cotidiano quehacer de los transeúntes y tiendas del comercio, pero ya pasado un par de meses, se empezó a aburrir de ese sosiego y se presentó a su mente la idea de establecerse. Desde ese momento, se planteó la idea de conseguir un trabajo en ese que era su pueblo natal.
Al regresar a su casa, ya estaban poniendo la mesa. Esperó un momento hasta que se sentaron en el comedor a almorzar, quería proponer su decisión delante de todos para no tener que repetir a cada uno, como sucedía con otros temas expuestos anteriormente.
—Padre, me he dado cuenta que llevo mucho tiempo ya de descanso y me gustaría trabajar en algún lugar de este pueblo, ¿qué me aconseja usted?
—¿Trabajar? ¡Qué emocionante! —dice Hortensia.
—¿Trabajar, tan luego? —comenta su madre.
—Hablaré con José Arismendi, él es amigo de don Pedro Silva Bernal, jefe de la oficina de abogados del pueblo, yo creo que sería un buen lugar para comenzar —respondió don Juan, después de pensar un par de minutos la respuesta.
—Está bien, gracias padre, ¿cuándo sería?
—Este sábado, cuando venga José a la tertulia —respondió don Juan.
—Podría invitarlo don José y traerlo ese día, así aprovecharía de conocerlo ¿no le parece, padre?
—No creo que sea apropiado, sería como presionarlo, mejor que se lo pida José como un favor de amigo, recuerda que ellos son muy amigos —terminó don Juan.
—¡Ya no te veremos más de día por la casa, hermano! —comenta Hortensia.
—Sí, pero es justo y necesario que trabaje y me haga un futuro —sentencio Alejandro solemnemente.
—¡Sí, qué emocionante! —repite Hortensia con su frase favorita.
Esa tarde, Alejandro después de almuerzo, decidió salir y sus pasos lo guiaron a la fuente de soda que se encontraba a la entrada del pueblo por la calle principal, para el lado sur.
Para que el lector se ubique bien en esta historia, la calle principal era una gran avenida que recorría de sur a norte el pueblo, del lado sur comenzaba con la fuente de soda y el café de los caballeros, a medio camino se encontraba la plaza y al frente de esta, por el lado poniente, se ubicaba la estación de ferrocarriles y al otro lado de la plaza, lado oriente atravesando la calle principal, se encontraba la casa de don Juan, siguiendo por la calle principal hacia el norte, se podía encontrar el banco del pueblo, la oficina de los abogados, el correo, un par de tiendas, la residencial de huéspedes y más al norte, casi al final, vivía ahora el poeta Jorge con su tía, sumándole a estos, pequeños emporios de barrio en pasajes aledaños a la calle principal, que es donde más se mueven los personajes.
El joven Alejandro se encontraba en la cafetería, a un lado de la ventana observando lo que ocurría en la calle principal, cuando ve pasar a una señora con dos niños corriendo delante de ella, era la misma que venía en el tren y los niños eran los que no la dejaban tranquila. Ahora, Alejandro se acuerda de ella. —¡Cómo olvidar a esos niños! —piensa y sonríe al comprobar que estaba encontrando a la mayoría de los pasajeros del tren que lo trajo de regreso al pueblo.
De nuevo se lleva una sorpresa al mirar por la ventana del café hacia afuera. Esta vez a la que distingue es a la muchacha que conoció días atrás al bajar del tren y que la había confundido con una amiga de la niñez. Alejandro se acerca al vidrio e intenta golpear con los nudillos para que la muchacha se fije en su presencia, de alguna manera llamar su atención, pero la única atención que atrajo fue la del barman del café que lo miró con un gesto de pregunta por si necesitaba algo.
Esas ventanas del café de los caballeros estaban selladas no se abrían, así que por más que Alejandro acercó su cara al vidrio no pudo ver más hacia dónde se dirigía la muchacha, solo la vio alejarse para el sur de la calle principal, o sea, hacia la entrada del pueblo. —Es interesante venir de vez en cuando a este café, de esta ventana podría ver a algún amigo de la infancia —pensó Alejandro, aún sin darse por vencido de reencontrarse con los amigos que dejó de niño, cuando se fue a la capital.
Al abandonar el café de los caballeros, Alejandro mira en dirección donde había caminado su amiga, como queriendo verla de nuevo en su imaginación caminando, y ahora, ver dónde debería haber entrado. De todas formas vuelve a la realidad y se acuerda que ella pasó por ahí como una hora atrás, o sea, como a las tres de la tarde.
El sábado siguiente, en una de las tertulias que se efectuaban cotidianamente en el salón de la casa de don Juan, se encontraban los amigos de siempre, en un momento dado don Juan se alejó a una esquina de la casa acompañado de don José Arismendi conversando de temas triviales. En ese momento, se acuerda del favor que pretendía solicitar a don José.
—José, necesito de tu ayuda por una prioridad que tengo.
—¿De qué se trata Juan? Tú sabes que si puedo, para mí es un gusto cooperarte.
—Se trata de mi hijo, que ya se aburrió de descansar y quiere trabajar.
—¿Y qué estudió tu hijo en la capital, Juan? —pregunta don José.
—Leyes, en la Universidad de Chile —responde don Juan.
—Ya me parece conocer al hombre indicado para introducirlo al mundo laboral.
—¿De verdad conoces a alguien? —dice don Juan, haciéndose el que no sabe que don José es amigo del jefe de la oficina de abogados del pueblo.
—Sí, tengo un picapleitos conocido, hablaré por tu hijo y este lunes, te prometo que va a estar en la oficina.
—¿Tan rápido? —dice don Juan.
—¡Pero si estás hablando con José Arismendi, pues hombre!
—Qué bien, bueno cuando sea, lo importante es que lo acepten —responde don Juan, buscando con la mirada a Alejandro que conversa animadamente con Jorge al otro extremo del salón.
—Yo te prometo que mi amigo lo va a aceptar, en esa oficina faltan manos te, digo.
—Ojalá, porque mi hijo ya se está aburriendo y, además, no quiero que se acostumbre a flojo.
—Tu hijo se ve que va a ser un emprendedor en la vida, como nosotros, Juan, ¡acuérdate… acuérdate de lo que te digo!
—Sí, obviamente lleva la sangre Estrada Mardones.
—Hijo de tigre tiene que salir rayado, como dice el refrán —termina diciendo don José.
En el otro extremo del salón, se encontraba Alejandro a un lado de Jorge en animada charla, no obstante, miraba de reojo a su padre cuando conversaba con don José, él ya se imaginaba el tenor de la conversación de ellos, por eso cuando su padre lo miró del otro extremo y le cerró el ojo comprendió de inmediato que ya estaba listo el favor y que solo habría que esperar.
—Jorge, no te habías portado por aquí, mis primas preguntaron por ti el otro día —decía Alejandro en ese momento.
—Tú sabes que cuando me llega la inspiración, debo aprovechar el tiempo —responde Jorge—. De todas formas, es una pena que tus primas no hayan venido hoy.
—No, se excusaron porque tenían otro compromiso en Valparaíso esta tarde.
—Deben tener muchas amistades, se ve que son muy alegres y comunicativas.
—Sí, la verdad que así es —responde Alejandro.
—Jorge, ¿de verdad que sabes tocar el piano —pregunta Hortensia acercándose.
—Sí, de verdad sé unas piezas —responde el joven.
—Vamos al piano y toca algo, ¿cierto Alejandro que es la oportunidad de escucharlo?
Hortensia lo toma de un brazo y lo lleva a donde estaba instalado el piano. Jorge se prepara y después de tomar asiento, empieza con un tema musical, mientras Hortensia se queda de pie a su lado, apoyada en el piano sonriendo, poniendo atención y observando a los demás concurrentes para comprobar si era de su aceptación también la música que estaba interpretando el joven.
Resultó de maravillas la presentación de Jorge en esa velada tocando el piano. Después, al finalizar su pequeño concierto y recibir aplausos de parte de los concurrentes, se excusó para no tocar más por un cierto cansancio, pero ahí en ese momento, para no ser menos y para aprovechar la oportunidad de ser oída por primera vez por el joven Jorge, Hortensia se instaló en el piano a tocar sus ya consabidas canciones preferidas, las que, al oírlas su madre, la señora Marta, no daba más de orgullo y su sonrisa no la podía borrar de su rostro.