Kitabı oku: «Un pueblo olvidado, pero feliz», sayfa 3

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Con la música, se olvidaron de seguir conversando don Juan y don José, sintieron deseos de bailar, así que se dirigieron donde sus respectivas esposas y las sacaron a iniciar unos pasos de baile. También don Fernando con su esposa Xiomara hacía un momento largo ya, habían empezado con esa danza armoniosa, lo mismo don Favio Urra y esposa los que no habían perdido el tiempo, desde que empezó a tocar el joven Jorge no habían parado.

Faltaba un cuarto para la medianoche cuando se retiró la totalidad de los invitados, de dos en dos se fueron retirando, hasta el último que fue Jorge, este se fue caminando por la calle principal hasta su casa, de todas maneras no era lejos, solo unas tres cuadras de distancia. Hortensia salió a despedirlo a la puerta de entrada y se quedó observando hasta que su figura se fue empequeñeciendo a medida que se alejaba de su vista. Alejandro salió a acompañarla en esa misión y miraba de soslayo a su hermana con una mirada de pregunta.

—Tenchita, te estas preocupando demasiado de Jorge, o ¿es idea mía?

—No es nada que creas, no está mal tomar aire fresco después de todo el humo de cigarro adentro, ¿no te parece?

—¡Oh sí, Tenchita, oh sí! —responde Alejandro sonriendo.

Al lunes siguiente, la vida en el pueblo nuevamente retomó su rutina, Alejandro salió a caminar por la calle principal, como él decía a donde le llevaran sus pies, sentía curiosidad por la oficina de abogados del pueblo, se preguntaba qué casos seguirían ahí, porque el pueblo se veía tranquilo, no se imaginaba a un estafador o algún criminal que tuvieran que defender esos funcionarios.

Pasó por fuera de esta oficina y quiso mirar hacia adentro, pero mejor pensó que no, ya que si conseguía trabajo ahí lo reconocerían que hace pocos días antes andaba observando el lugar y podrían pensar que su llegada ya estaba planeada con antelación. De todas formas era verdad, pero para qué dejarse descubrir.

En una esquina de la calle principal, se encontraba un quiosco, una pequeña tiendita la que aparte de vender dulces y golosinas, también ofrecía el periódico de la capital y otro de Valparaíso, ahí frecuentaba don Juan comprar el diario muy temprano y se reunía con sus amigos en el café de los caballeros, o si la mañana amanecía con un sol agradable, lo que practicaban era leerlo sentados en los bancos de la plaza, para aprovechar los tibios rayos del sol de esa hora.

En ese quiosco, Alejandro se detuvo un momento y solicitó el periódico de Valparaíso, que era muy extenso con lo que tendría el día completo para leerlo todo. Entonces, con el diario bajo el brazo, se dirigió a la plaza a leer y observar la estación de ferrocarriles que se encontraba al frente.

En ese momento, alcanza a distinguir a la distancia a la joven que había abordado la semana pasada, cuando bajaba del tren, la que dijo llamarse Virginia. Ella caminaba rápido por la calle principal y Alejandro se levanta de un salto de su asiento al fijarse en el bolso que llevaba. Claro, era ella la muchacha que venía en el mismo carro del tren, cuando llegó de regreso de la capital, hace un par de meses.

—¡Es la muchacha del bolso, sí! —piensa en voz alta Alejandro, pero como no hay más personas a su alrededor, nadie puede escucharlo.

Alejandro decide seguirla a una distancia razonable, sin que se dé cuenta, ella camina la última cuadra que la separaba del banco del pueblo e ingresa decidida cerrando la puerta tras de sí. —Ahora sé por qué su rostro me parecía familiar, ¡sí era la chica que no quería soltar el bolso en el tren! —pensó Alejandro mientras se detenía afuera del banco, sin saber qué hacer. —Y, ¿por qué no la relacioné de inmediato? Tal vez porque sigo pensando en encontrar a alguien de mi niñez y, al tratar de reconocerla, la relacioné con una amiga de la infancia, sí puede ser —seguía cavilando afuera del banco parado bajo la sombra de un árbol, hojeando de vez en cuando el periódico.

Pasó un cuarto de hora y la muchacha salió del banco y de inmediato se fijó en Alejandro que estaba bajo el árbol, el joven se sintió sorprendido al enfrentarse sus miradas y no supo por qué sintió algo de vergüenza, como cuando a un niño lo sorprenden en la cocina con un pastelillo en la mano.

—Buenos días, señorita —logró balbucear Alejandro saludando con el diario doblado en su mano.

—¡Buenos días joven que vive en la casa café que está al frente! —se sonríe la muchacha recordando la presentación que tuvieron aquel atardecer en la pequeña plaza del pueblo.

—¡Vaya, veo que tiene buena memoria, señorita! —responde sonriendo Alejandro.

—Sí, tengo buena memoria para las conversaciones, ¿usted es Alejandro?

—Así es y usted ¿es Virginia? Yo no tengo muy buena memoria, por eso creía que usted era una de mis amiguitas de mi niñez, pero no era de ese tiempo que la recordaba —responde Alejandro.

—¡Cómo, entonces! ¿De qué tiempo me recordaba, de alguna vida pasada? —bromeó la muchacha y Alejandro se dio cuenta que su amiga tenía una personalidad muy especial.

—La verdad es que me pareció verla en el tren que me trajo de regreso desde la capital, ¿se acuerda que le conté que yo regresaba después de diez años?

—Sí me acuerdo, fue en lo que más insistió —responde la muchacha.

—Bueno, ahí venía usted con el bolso muy querido al parecer, que no dejó que el inspector del tren lo tomara y lo subiera al guarda equipaje. En ese momento, la vi.

—Es muy observador usted, Alejandro —dijo la muchacha mirando a su alrededor, e hizo ademán de seguir su camino.

—Virginia, si tiene un tiempo, la invito a servirse una bebida, ¿qué me contesta?

—Que lo siento mucho, esta mañana la dedicaré a hacer trámites y después de almuerzo, debo trabajar.

—¿Podría ser otro día? —no pierde su oportunidad Alejandro.

—Sí, podría ser, pero tendría que ser en la mañana, ya que trabajo todas las tardes.

—¿Este miércoles podría ser, como a esta hora? —consulta Alejandro.

—Sí, claro, en la plaza donde me habló la primera vez, ¿se recordará del lugar? —le responde Virginia, ya alejándose por la calle principal.

—¡Sí, lo recordaré, Virginia, ahí estaré! —responde Alejandro levantando su mano—. Claro que recordaré el lugar —pensó Alejandro caminado en sentido contrario a donde se había marchado su nueva amiga.

El joven iba ensimismado en sus pensamientos y mirando el suelo al caminar cuando levanta la vista y viene de frente su amigo Jorge por la misma vereda.

—Buenos días, amigo Alejandro, tan temprano por la calle.

—Sí, de verdad, quiero acostumbrarme porque luego comenzaré a trabajar y debo estar en pie de temprano. Y usted, ¿para dónde se dirige?

—Generalmente, paseo a esta hora y al atardecer, es bueno para inspirarse —responde Jorge.

—¡Ah, claro! Y, ¿cómo va con sus poemas? —pregunta Alejandro.

—Muy bien, ahora voy a la estación de ferrocarril.

—¡Qué bien! Pero no quisiera importunarlo con su oficio esta mañana, amigo. Adelante, siga su camino, otro día si quiere hablamos.

—No, si la imaginación puede esperar y de verdad quisiera hablar con usted unas palabras —responde Jorge.

—Bueno, pero se nota serio, como de mucha injundia al parecer.

—Bueno, si puede ser, caminemos a la plaza que esta agradable la mañana —responde el poeta, con un gesto de preocupación en el semblante.

Los dos jóvenes caminan por la calle principal del pueblo en dirección a la plaza que a esta hora ya se encuentra muy concurrida de jubilados, niños y damas. Ambos, como si se hubieran puesto de acuerdo, visten casi iguales: pantalón de tela gris, zapatos negros y un jersey con dibujos especies de rombos de cuello redondo, salvo Jorge que llevaba un jóckey también gris, que dejaba ver un mechón de pelo en su frente, y, obviamente, un cuadernillo en su mano.

—He notado que no ha asistido a las tertulias en la casa de mis padres —dice Alejandro una vez en la plaza del pueblo.

—Sí, es verdad y no es por falta de ganas, debo confesar amigo Alejandro.

—¿Qué sucede, algún problema en su casa, algo que no le permite asistir?

—De verdad, siento que mi forma de ser no encaja en las tertulias, ¿se ha fijado que casi no hablo con sus invitados? —responde Jorge mirando al vacío.

—Bueno, no me había fijado, pero no es muy agradable hablar con esos caballeros, yo también les hago el quite, solo hablan de política.

—Sí, a mí no me interesan los temas tan materialistas, mi interés es más bien altruista.

—¿Y en qué choca usted? Total, me tiene a mí y a Hortensia, también cuando vienen las primas se arma un buen ambiente —lo anima Alejandro sonriente.

—Sí, eso es cuando vienen las primas, pero mientras tanto solo esta Hortensia y las últimas veces no me ha puesto atención, me da la impresión que me ignora.

—¡Ah, eso es! No me había dado cuenta de eso amigo Jorge, ¿y por qué cree que está sucediendo este malentendido? —lo mira sorprendido Alejandro.

—No lo sé, amigo. De un comienzo era todo bien, pero de un de repente hubo un cambio, yo me he dado cuenta de eso.

—¿Un cambio dice usted, Jorge, pero eso es solo una impresión suya o lo ignora de frentón? De todas formas, yo los vi conversando el último sábado que asistió.

—De verdad, es una impresión que me hace sentir y yo me siento incomodo, por eso me he alejado de las reuniones, en todo caso muy a mi pesar.

—¡Qué extraño, Jorge! ¿Por qué no viene este sábado? ¡Y yo me fijaré bien que hay de lo que me cuenta, a lo mejor son solo impresiones suyas!

—De todas formas, trate de que vengan sus primas para que seamos más los jóvenes —ahí cambia el semblante de Jorge y ambos ríen.

Después, los temas de conversación cambian a otros y así se pasa la mañana cuando es hora de almuerzo y ambos amigos se separan dirigiéndose a sus respectivas casas.

—Si no llego a la hora del almuerzo, mi tía se incomoda por tener que recalentar la comida, así que me voy rapidito —comenta Jorge despidiéndose.

En el caso de Alejandro, mejor no respondió a ese comentario, él no tenía ese problema, en su casa había doncellas y cocinera, así que siguió su camino despreocupadamente hacia el café de los caballeros a ver si se encontraba con alguien, aún en su yo interior con la esperanza de reencontrarse con alguien de su niñez.

Solo pide un jugo y regresa a casa, recordando que su padre estaba en el hogar y a él sí le gustaba que ese horario se cumpliera, y para evitar un reto gratuito apura su paso llegando cuando se estaban sentando a la mesa, pero su padre aún no salía de su escritorio.

—¿Dónde andabas, Alejandro, si se puede saber? —pregunta Hortensia.

—Fui al banco y, después, me encontré con Jorge y en la plaza estuvimos conversando.

—¡Ah, qué entretenido! Espero que vengan las primas para ir a la plaza con ellas.

—Si quieres, te puedo acompañar cuando quieras ir a dar un paseo para que no te sientas sola —contesta Alejandro.

—Sí, uno de estos días te pido que me acompañes a dar un paseo a la plaza, ¿y cómo se encontraba Jorge? —pregunta Hortensia.

—Muy atareado. Le dije si podía venir este sábado a la casa, me respondió que sí.

—¡Ah, qué bien! Voy a llamar a Leonor y Matilde para que vengan también —responde Hortensia con una sonrisa un poco fingida.

Alejandro despierta y, de un salto, está de pie dirigiéndose al baño en forma rápida, tropezándose con lo que había a su paso.

—¡Demonios! Me quedé dormido y hoy es miércoles —masculla las frases mientras busca sus ropas en el armario. Por su mente pasaba el acuerdo de encontrarse con Virginia en la plaza del pueblo, que de pronto era en la mañana, pero no recordaba con exactitud la hora del encuentro.

—Ese día, nos encontramos como a las 10 fuera del banco y a esa misma hora parece que acordamos vernos en la plaza —seguía mascullando mientras se pasaba un peine por el cabello frente al espejo.

En un dos por tres estaba abajo en el comedor, y observa el reloj de la pared, son las 10 menos cuarto, en la cocina encuentra la botella de leche y la vierte en un vaso el que se toma de un largo trago. Por suerte no hay nadie en la cocina y su madre tampoco que le obliguen a tomar desayuno y se dirige a la puerta de salida.

Ya estando en la calle principal, aminora el paso y cambia su actitud a sereno tranquilo, y a medida que camina observa a su alrededor con una mirada periférica, tratando de encontrar en algún lugar a su amiga.

De lejos la divisa, ella también camina en sentido contrario a él y obviamente se encontrarán, pero gira y se adentra en la plaza donde busca un banco para sentarse. Alejandro apura el paso para que no diga que tuvo que esperarlo demasiado.

—Buenos días, Virginia, ¿hace mucho que llegó? —saluda el joven sin saber más que decir, quedándose de pie frente a ella.

—Hola, Alejandro, acabo de llegar. De hecho, recién me senté y no lo vi acercarse —responde la muchacha.

—Llegué con el viento, cual ave —responde Alejandro.

—¡Ah! Llegó con la brisa, qué romántico, ahora ¿es poeta también? —sonríe Virginia.

—No, pero la primavera suele hacer metamorfosis en las personas.

—Cuénteme, ¿ya encontró trabajo acá en el pueblo? —pregunta la muchacha.

—Sí, esta próxima semana debuto en la oficina de los abogados.

—¡Ah! Entonces ya no lo veré a esta hora por aquí, qué pena.

—Sí y no, yo creo que de todas maneras tendré que salir de la oficina a algún trámite.

—Yo, algunos días, lo había visto por estos lados, Alejandro, en la calle, la plaza, etc.

—¿De verdad, y cómo yo no me fije en usted?

—Pues yo me detenía detrás de cualquier tronco de árbol, soy muy delgada —sonríe la chica apuntándole a varios árboles de la plaza.

—¡Qué graciosa es usted, una diablilla! —sonríe Alejandro.

—Alejandro, usted se sonríe demasiado, ¿no se enoja nunca, algo que le haga enojar?

—Pues nada, no me enojo casi nunca —responde Alejandro— ¡Salvo cuando se esconden de mí! ¡Jajaja!

—Es muy lindo este pueblo, me encanta, me quedaría a vivir aquí —dice la muchacha.

—A mí también, es mi tierra, total ya conocí la capital y con más razón no cambio mi pueblo.

—Y en la capital, ¿dejó alguna persona, algún cariño especial? —pregunta la muchacha.

—No, nada serio. Si se refiere a una mujer especial, no, nada serio.

—¡Pero no se ponga tan serio! —bromeó la muchacha y ambos rieron.

—De verdad, lo que echaba de menos está aquí ahora, mi pueblo, mi gente, ¿y usted, Virginia, de dónde viene, dejó algo que merezca recordar?

—¿De algún novio? No, pero tengo mi historia, quizás un día se la cuente.

—Por lo menos ya sé que no existe ningún novio —responde Alejandro y le guiña un ojo.

—De verdad, es lo que en menos pienso ahora, lo que sí necesito es una mano amiga.

—¡Ah, bueno! Entonces, puedes contar conmigo para lo que sea —responde solemne Alejandro y se pone una mano en su pecho.

—Ya, pero sin sonreír, que creo que es una broma —responde Virginia.

—No, te lo digo en serio, puedes contar conmigo —repitió Alejandro, pero la verdad que en su interior estaba muy nervioso, aquella muchacha tenía algo muy especial que le hacía sentir cosas en su cerebro y por qué no decirlo, en su estómago, porque hablar de corazón es muy pronto.

Bueno, en el transcurso de esa hora, Virginia narró parte de su vida. Eran dos hermanos que estaban con su madre en Santiago, pero durante el último tiempo, ella estaba viviendo en el sur con su abuela, pero había fallecido por lo que tuvo que dejar esa ciudad sureña y regresar a Santiago, sin embargo, por no llevarse bien con su hermano, tuvo que apartarse de la poca familia que le quedaba y emprender un largo viaje sin retorno, y en ese tren que la vio Alejandro, ella llegó a este pequeño pueblo olvidado, llamado San Pedro, en el cual le encantaría quedarse y echar raíces.

—Es un poco triste tu vida, Virginia, lo de tu familia —dice Alejandro cuando termina de escuchar la historia de la muchacha.

—Y la tuya, ¿qué tienes que contar? —pregunta la muchacha.

—Pues nada especial ni triste, gracias a Dios, salvo que a los doce años me separaron del hogar paterno para vivir en un internado en Santiago, ahí estuve hasta que pase a la universidad. Tuve amigos en la capital pero todo sin importancia, nada que recuerde con deseos de llorar —sonríe Alejandro.

—¿Ya no deseas tanto reencontrarte con algún amigo de tu niñez?

—La verdad es que ya perdí la esperanza. Si algún día me encuentro con alguno de ellos, bienvenido sea, pero por ahora ya no buscaré más.

—Ha sido muy entretenido conversar contigo, Alejandro.

—Lo mismo digo y espero volver a verte otro día. ¡Ah! El sábado en mi casa tenemos tertulia donde asisten los amigos de la familia, te gustaría venir, ¡yo te invito!

—No sé, mira de mi trabajo salgo tarde, no sé si alcance a llegar y si lo hago, sería muy tarde, no sé si estaría bien llegar a esa hora.

—No, porque si quieres te vamos a encontrar al camino.

—¿Vamos? ¿A quiénes te refieres? —pregunta Virginia.

—Pues a mi hermana y a un amigo, con ellos te puedo ir a encontrar y así no te vienes tan sola, ¿qué te parece?

—Sí, está bien, ¿y cómo es tu hermana, te cuida mucho de las casamenteras?

—¿Hortensia? Ella es la más liberal que he conocido, se van a llevar bien, creo yo.

—Y tus padres, ¿cómo son?

—Mi madre es muy conversadora y mi padre es muy observador y habla menos que mi madre, pero no te preocupes que cuando los conozcas, se disiparán todas tus inquietudes.

—Bueno, nos vemos entonces el sábado, trataré de salir antes de mi turno.

—Listo, me avisas durante la semana cómo te va con el permiso, Virginia.

—De acuerdo, ahora me iré a almorzar y a prepararme para el turno de la tarde —la muchacha se levanta de la banca de la plaza y lo mismo hace Alejandro, quien decide ir a acompañarla una parte del camino. El trayecto se hizo muy corto y, en un santiamén, estaban afuera de la residencial donde alojaba Virginia, ahora sí se despidieron y Alejandro se regresó por sus pasos en dirección a su casa.

El sábado llegó pronto y la tertulia concertada también, los invitados de siempre comentaban los hechos de la semana en la región y el país. Don José Arismendi no paraba de hablar del congreso y las próximas elecciones.

—¡En Valparaíso, había una concentración de adherentes de Carlos Ibáñez del Campo! Yo de lejitos no más observaba, pero me vine en cuanto pude.

—¿En todo el centro de la ciudad? —preguntaba don Juan.

—En la plaza de Valparaíso, la más grande, ahí se armó un escenario y llegaron unas quinientas personas o un poco más —agregó don José.

—Y tu partido, ¿qué dice, José? Porque entiendo ya estás al lado Radical.

—¡Sí, yo me incliné al partido Radical y espero que con Pedro Alfonso ganemos!

¿Cuándo tienen reunión, ustedes? —consulta don Fernando integrándose a la conversación, pero sí la estaba oyendo.

—¡El 30 de julio, vendrá Pedro Alfonso directo desde Santiago a efectuar un discurso, que a muchos le falta escuchar! —dijo con euforia don José.

—Pues yo no sé si inclinarme al partido Radical o al Liberal —dice don Juan.

—Te aconsejo al Radical, Juan, porque Pedro Alfonso tiene ideas claras, ya sabe lo que le hace falta al país.

—Sí, a este país le hace falta un desarrollo en todo aspecto —agrega don Fernando.

—Sí, de esto estamos claros, ¡falta un hombre visionario, que mire al futuro! —dice don Juan, levantando su mano como terminando un discurso.

—¡Únete al partido Radical, Juan, para que levantemos al país! —le dice don José bajando la voz a manera de susurro y acercándose casi hasta tocarlo, como si fuera un secreto que no quisiera que se supiera todavía.

—Sí, me parece que sí —dice don Juan, bebiendo su copa de vino y mirando a su alrededor por el rabillo de sus ojos.

En ese momento, se acerca don Favio Urra para unirse a la conversación, que le pareció interesante, tanto misterio sobre todo el último gesto de don José.

—¿Puedo saber de qué se trata? Parece que estaba encendido el tema.

—¡Del partido Radical que es el que hará resurgir al país, Favio, de eso hablamos! ¿Tú estás de acuerdo, cuál es tu corriente? —pregunta con interés don José Arismedi.

—Yo estoy de acuerdo con el presidente actual, ¿cómo sé si el siguiente será peor?

—¡Vota por el partido radical, ese no se dobla a ningún lado! —afirma don José.

—De todas formas, cuando llegue el momento, veré qué decido, por mientras esperaré los acontecimientos —dice don Favio.

—Este país debe desarrollarse, dejar de ser una comparsa como los demás de la región, y tener más poder del estado, sin el poder extranjero —sigue don José Arismendi, mientras don Juan asiente y don Favio se encoge de hombros y mira a don Fernando.

Dos horas antes, habían llegado las primas Leonor y Matilde, directo desde Valparaíso y se encontraban en estos momentos con Hortensia en el salón. Alejandro salió a la puerta principal a dar un vistazo a la plaza que estaba al frente cuando ve llegar a Jorge y ambos ingresan al salón donde están reunidos los demás invitados.

Las niñas hace un momento estaban en el piano repasando música sin atreverse a tocar una en serio, pero ven llegar a los jóvenes y se deciden de inmediato por una melodía. Hortensia empezó a tocar y saludó con una pequeña inclinación de cabeza a Jorge que sí fue saludado más efusivamente por las primas, pero en la medida que lo permitían las reglas de la época, sobre todo que siempre estaban bajo la atenta mirada de las señoras, por si incurrían en alguna acción «no digna de una señorita», como decían ellas. En un dos por tres, llegó Alejandro con dos vasos de ponche y le pasa uno a Jorge para que este se empezara a soltar ya que se imaginaba que debía de estar algo reprimido, por la confesión dicha por su amigo la última vez que se vieron en la plaza del pueblo.

Efectivamente, Jorge se encontraba como ido aun conversando con Matilde que era la más tranquila de las primas, al rato cuando Matilde lo tomó del brazo y se dirigieron a apoyarse en el piano a un lado de Hortensia, a esperar que terminara su pieza de música. Cuando finalizó, Hortensia fingió o hizo creer que tenía problemas con sus manos y se levantó un poco incómoda.

—¿Qué sucede, prima? —pregunta preocupada Matilde.

—No es nada, prima, solo falta de práctica, y usted, Jorge, ¿no nos va a deleitar con el piano? —se dirigió al poeta, quien no esperaba la pregunta, sorprendiéndose.

—En realidad, no venía preparado para ello, Hortensia —responde.

—¿Y para qué venía preparado, para hablar de sus poemas de amor? —responde la muchacha mirando a su prima, la cual se sonríe de la gracia de su prima.

—No necesariamente deben ser de amor los poemas, ¿sabía usted?

—¡Oh, disculpe mi ignorancia! Creía que todos los poetas eran unos enamoradizos.

—No, se equivoca usted. De todo lo que resalta a la vista se puede hacer un poema, desde la flor más bella hasta al animal más triste —respondió Jorge con un aire melancólico sobre todo con la última frase.

—Tiene razón, Jorge, pero no todos pueden ver belleza en un burro, por ejemplo —respondió la joven y Matilde con esto no puede evitar reír.

—No todos, por eso existen los poetas, que son los que descubren la sensibilidad de las cosas —dice Jorge sin perder la compostura, pero en su interior estaba impaciente.

—Nuevamente tiene razón, Jorge, ¡me alegro por eso! —dice Hortensia retirándose del piano y dejando a Jorge en la más absoluta incertidumbre.

Al parecer, a Hortensia ya no le gustaba que Jorge siempre tuviera la razón aun sin esforzarse, le parecía chocante que ese joven flaco desgarbado, sin ninguna educación conocida, que a simple vista parecía muy humilde, siempre terminara por tener razón en todo lo que se conversara y con ese aire de quien no quiere ofender a nadie. —¿Quién se cree que es el señor perfecto? —pensaba Hortensia mientras buscaba un canapé en las bandejas sobre la mesa.

La hora siguiente, Jorge la pasó junto a Alejandro y Leonor departiendo, no sin mirar de vez en cuando a Hortensia que se movía como pez en el agua en el salón, la muchacha a ratos respondía algunas preguntas de su madre que se encontraba con las demás señoras y, continuaba con Matilde hablando de modas, a propósito que llevaba una revista en sus manos.

—Van a ser las once de la noche, ya está por salir Virginia de la fuente de soda —le comentó Alejandro a Jorge al oído porque de todas formas la música estaba fuerte en esos momentos.

—¿Y qué se supone que va a hacer amigo, Alejandro?

—Me comprometí a ir a buscarla —dice Alejandro ya poniéndose un poco nervioso y buscando con la mirada a Hortensia.

—Tenchita, debo ir a buscar a mi amiga Virginia, a la fuente de soda, ¿me puedes acompañar?

—¿Solo los dos y a la vuelta me vendré tocando el violín? —responde Hortensia.

—Le diré a Jorge que nos acompañe así seremos más de regreso y no habrá violín.

—Bueno, está bien, vamos antes que nos echen de menos aquí —dice Hortensia, dirigiéndose a la puerta donde ya los esperaba Jorge con su jockey sobre sus ojos.

Los tres jóvenes caminan por la calle principal del pueblo de San Pedro en dirección a la fuente de soda, ubicada en el extremo sur de esta calle, hay poca gente a esa hora por la plaza y calles aledañas, solo grupos de jóvenes reunidos fumando y comentando la música del momento ya que algunos murmullos de sus conversaciones se alcanzaban a escuchar, al pasar cerca de ellos Alejandro, Jorge y Hortensia.

Desde la vereda, afuera de la fuente de soda, pueden ver como Virginia se prepara para retirarse, despidiéndose de sus compañeras y, posteriormente, sale y se encuentra con Alejandro que se adelanta a saludarla.

—Virginia, ¿cómo estás! Ella es mi hermana Hortensia y él, mi amigo Jorge.

—Hola un gusto conocerla, espero que le guste la velada de mi casa —dice Hortensia.

—Lo mismo digo, un gusto conocerla Virginia —comenta también Jorge, ubicándose a un costado de Hortensia y caminando los cuatro de regreso a la casa.

La noche estaba estrellada y la luna alcanzaba a alumbrar algunos callejones que no tenían faroles, la luz era tenue pero lograba cumplir su objetivo, de borrar y alejar las penumbras de esos estrechos callejones. Los jóvenes caminaban por la calle principal, la que sí estaba alumbrada por ampolletas incandescentes como correspondía a la época, las que se usaban desde unos veinte años atrás en las ciudades provincianas.

—¡Este gobierno es muy intransigente, no transa con nadie! —comentaba don José Arismendi, en un rincón del salón.

—Gabito, para mí hace lo que tiene que hacer —responde don Favio Urra rojo como un tomate, generalmente ese era su aspecto.

—Paciencia, solo le queda medio año —acotaba don Juan apurando una copa de vino.

Las señoras estaban sentadas en amplios sillones de espaldas a la puerta, así que no se habían dado cuenta de la ausencia de los demás jóvenes.

—Niña, ¿dónde está Hortensia, en su alcoba? —pregunta la señora Marta a Matilde.

—La vi hace un momento, debe estar en la cocina —responde la muchacha.

—¡Ahí está Hortensia y está con otra niña! —dice Angelina, una de las señoras.

Efectivamente, los jóvenes acababan de ingresar y se habían ubicado de inmediato, como si siempre hubieran estado ahí, en algún lugar del salón.

—Mira, dónde están esas señoras, está mi madre —comentó Alejandro a Virginia.

—Y varios señores que parecen importantes —dijo Virginia observando el lugar.

—Esperaremos que pase por aquí mi madre y te presento.

En eso estaban, cuando llegaron las primas a unirse a la conversación de los jóvenes, siendo presentadas y continuando con la charla en forma animada.

—¿Hace mucho que vive por aquí, Virginia? No la había visto en la plaza —pregunta Matilde, una de las primas.

—Sí, porque acá se podría decir que se conocen todos, y cuando alguien no es de aquí, nos damos cuenta lo más pronto posible —acota Leonor su hermana.

—De verdad, no llevo más de cuatro meses en San Pedro, yo vengo de la capital.

—¡Ah! ¿Y está con su familia, tiene más hermanos? —pregunta Hortensia.

—No, estoy sola, en la residencial del final de la calle —dice Virginia esperando la respuesta de las niñas.

—¡Oh! ¿De verdad, vives sola? —esa era la respuesta que esperaba Virginia.

—Sí, ahora sí, además tengo un hermano con mi madre en Santiago, yo vivía con mi abuela en el sur del país, pero desgraciadamente ella falleció.

—¡Qué triste! ¿Y por qué no se fue con su hermano y su mamá a Santiago?

—Niñas, parecen reporteras del diario El Mercurio —dice Alejandro quizás pensando que Virginia no quería responder tantas preguntas, pero lo hacía por educación.

—¡Jajaja! Verdad, así somos las provincianas cuando llega alguien de la capital —dijeron riendo las primas a manera de disculpa y se miraron entre todas.

—¡Por un momento creí que estaba en un confesionario! —dice Jorge.

—Si no es para tanto —agrega Hortensia, tratando de bajar la intensidad de los comentarios.

—De verdad, no congeniamos nunca con mi madre y mi hermano, por eso no vivíamos juntos, y preferí no regresar con ellos.

—Acá es un buen pueblo donde vivir —dice Alejandro.

—Sí, lo mismo digo. Además, hay muy buenas personas acá en San Pedro —dice Jorge.

Las primas miraron a Hortensia al escuchar ese comentario del poeta, pero muy rápidamente porque pasó inadvertido por los varones del grupo, salvo Virginia que sí se dio cuenta, debido al sexto sentido que une a todas las integrantes del sexo femenino.

—Me ha contado su hermano que toca el piano una maravilla, Hortensia —dice Virginia.

—Sí, mi hermanito siempre habla de más, nunca una maravilla, veré si interpreto algo.

—Jorge también toca piano de vez en cuando —comenta Matilde una de las primas.

—¡Ah, eso no lo sabía! —responde Virginia.

—Sí, pero muy de vez en cuando —ríe Jorge—. Lo mío es más la poesía.

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