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Los veterinarios en el Nuevo Mundo
Fueron pocos los médicos y menos los veterinarios que participaron durante la colonización. La importancia estratégica de los caballos para la guerra y el transporte hacía que su alimentación, salud y, sobre todo, herrado fueran prioritarios. Las noticias sobre las actividades de los veterinarios de la época o albéitares españoles son tardías, pero se menciona en las diversas crónicas, su papel en la implantación exitosa de los ganados europeos, así como su intervención en la inspección de alimentos y el establecimiento de mataderos en las grandes ciudades. A continuación se presentan algunos de los registros históricos citados por Cordero del Campillo (2001) en sus Crónicas de Indias:
Los primeros veterinarios llegaron a La Española (Haití y Santo Domingo) y de allí pasaron a La Nueva España (México), a donde llegaron dos herreros que Cortés reclutó en Cuba. El primer albéitar llegado al Nuevo Mundo fue Cristóbal Caro, quien formó parte de la expedición de Juan Aguado (1495); en su contrato figura: el cuidado del ganado durante la travesía y el desembarco, el tratamiento de los enfermos, la reproducción y demás actividades veterinarias, con un salario de 1000 maravedíes mensuales, más los utensilios propios del oficio y las medicinas requeridas.
Otro albéitar llegado a La Española en 1515 fue Juan Ruiz, quien acompañó a Francisco Vásquez de Coronado en su expedición en busca de las míticas siete ciudades de Cíbola que, según la leyenda, estaban a tan solo cuarenta días de viaje al norte de La Nueva España.
A Cuba llegó Baltasar Hernández, requerido por Hernando de Soto, gobernador de la isla, para que estableciera la causa de la muerte de un equino. Arribó también Cristóbal Ruiz, quien llegó a la isla en 1518, viajó a México al año siguiente, donde figuró establecido en 1525. A esta ciudad llegó también Francisco Donaire, eficaz colaborador de Hernán Cortés en la época de la Conquista.
Con Gonzalo Jiménez de Quesada arribó el cirujano Antonio Díaz, quien prestaba sus servicios tanto a los españoles como a sus cabalgaduras, debiendo atender a las personas y a los equinos (Gracia, 2002; Reyes et ál., 2004). Sánchez Ropero, que curaba animales y personas, terminó como encomendero en la sabana de Bogotá, donde crio con éxito ganado caballar, vacuno, lanar y porcino, después de haber participado en la expedición del capitán Díaz Cardozo.
En 1537 figura en Perú el albéitar Fernán Gutiérrez, quien practicaba con éxito la cirugía en animales y en humanos. Según Garcilaso de la Vega: “el soldado Francisco Peña, recibió una herida craneal durante la guerra contra Gonzalo Pizarro, rebelado contra el virrey [...] El albéitar que hacía de cirujano le arrancó el casco (cuero cabelludo) y curó sin calentura ni otro accidente, en la batalla de Guarina en 1547".
En 1542, a Asunción, en el grupo comandado por Álvar Núñez Cabeza de Vaca, llegó Juan Pérez, quien traía una fragua portátil. En 1609, en Buenos Aires, Juan Cordero Margallo fue denunciado por actuar como médico; no obstante, se le autorizó para tratar lamparones (escrófulas) y llagas viejas en los humanos. En 1786 se presentó ante las autoridades Gabriel izquierdo, con título expedido por el Real Protoalbeiterato de la capital española.
Un aporte importante a la veterinaria hispana lo constituye la obra del mexicano Juan Suárez de Peralta (pariente político de Hernán Cortés), quien escribió Tratado de caballería, de la gineta y de la brida sevillana (1580) y un libro, Albaytería (1570), cuyo original se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid.
La educación veterinaria en América
En 1821 se aprobó el Reglamento General de instrucción Pública, en cuyo Artículo 60 se relacionan las cuatro escuelas de veterinaria en España y se amplía la relación de las proyectadas para los territorios de ultramar, confirmando las de México y Lima y añadiendo otras en Santa Fe de Bogotá, Caracas, Buenos Aires y Manila. Los diputados de entonces pensaban en la importancia de la fundación de escuelas de veterinaria en ultramar, pero ignoraban la tensa situación política que se vivía en los territorios ocupados (Cordero del Campillo, 2003).
La primera escuela de medicina veterinaria que se fundó en el continente americano la creó el gobierno de México, en agosto de 1853, agregada a la de Agricultura en el Colegio Nacional de San Gregorio, con el nombre de Colegio Nacional de Agricultura. Más adelante, se reorganizó la escuela y se transformó en Escuela Nacional de Agricultura y Veterinaria. En 1916 la escuela se dividió y dio lugar a la Escuela Nacional de Agricultura (actual Universidad Autónoma de Chapingo) y a la Escuela Nacional de Medicina Veterinaria, manteniéndose la dependencia de ambas en la Secretaría de Agricultura. Para 1939 la escuela cambió de denominación por Escuela Nacional de Medicina Veterinaria y Zootecnia, hasta que finalmente, en 1969, le fue otorgada la categoría de Facultad (Reyes et ál., 2004).
La segunda escuela de veterinaria que se instituyó en América fue la de Guelph, Ontario Veterinary College, Canadá, en 1862; posteriormente, en 1868, en la Universidad de Cornell se ofreció el primer curso de medicina veterinaria (Reyes et ál., 2004). En 1879, en Ames (Iowa, Estados Unidos), se fundó el Iowa State's Veterinary College, designada como la primera Facultad Veterinaria estatal de Estados Unidos y el primer colegio veterinario del oeste. Posteriormente, en 1903, fue la primera escuela que implantó un programa con cuatro años de estudios (Iowa State University). Lo anterior se estableció mediante un acto legislativo de 1858, el cual creó el State Agricultural College and Farm, especificando que los estudios de veterinaria se deberían incluir en los programas académicos (Reyes et ál., 2004).
Los aportes de quienes se vincularon a las nuevas instituciones fueron importantes para la Salud Pública (SP). A mediados del siglo XIX, William Osler (profesor de medicina de la Universidad de McGill) era también profesor de veterinaria; su inclinación por esta era tal que llegó a ser vicepresidente de la Asociación de Veterinarios de Montreal. Uno de sus colaboradores en la escuela de veterinaria fue Griffith Evans, quien como se señaló anteriormente, descubrió en India el agente etiológico de la tripanosomiasis (T. evansi). Otro discípulo de Osler fue W. Williams, catedrático de obstetricia veterinaria en Cornell. La obra de Osler en veterinaria incluye la descripción clínica de la bronquitis verminosa de los caninos y su agente causal, el Filaroides osleri; también estudió la hidatidosis, la cisticercosis y los parásitos sanguíneos de la rana. Los estudios fundamentales de Daniel Sallmon y Theobald Smith sobre la salmonelosis porcina se tradujeron en la preparación de vacunas con gérmenes inactivados, abriendo el camino para la prevención por vacunación de los humanos contra el cólera, la peste y la fiebre tifoidea (Schwabe, 1968).
En el conocimiento de los virus transmitidos por vectores, D.H. Udall estudió las encefalitis equinas; Montgomery, la enfermedad de Nairobi; Doubney y Hudson comprobaron que el virus responsable de dicha enfermedad se transmitía vía transovárica en su vector (las garrapatas); los mismos investigadores aislaron, en 1931, el virus de la enfermedad del valle del Rift; el mismo año, K.F. Meyer y su equipo de investigación demostraron la etiología viral de la encefalitis equina y señalaron la posibilidad de que los humanos pudieran ser afectados por esa enfermedad; al año siguiente, en 1932, R. Kelser demostró la transmisión por mosquitos del virus de la encefalitis equina (Schwabe, 1968).
La enseñanza de la medicina veterinaria en Suramérica se inició en 1883, en Argentina, con la Facultad de Ciencias Veterinarias de La Plata, en el Instituto Agronómico Veterinario de Santa Catalina que en 1889 fue elevado a la categoría de Facultad de Agronomía y Veterinaria de la Provincia de Buenos Aires (Reyes et ál., 2004).
En Chile y con la llegada en 1874 de Julio Besnard de la escuela de Lyon (Francia), se organizó en la Quinta Normal un hospital de veterinaria, una estación de monta de equinos y el jardín zoológico, iniciándose la actividad profesional en el país. Sin embargo, durante aquel periodo no se formaron veterinarios chilenos, sino que se contrataban profesionales extranjeros (Fernández, 1994; Reyes et ál., 2004). En 1888 nació la Facultad de Ciencias Pecuarias y Medicina Veterinaria de la Universidad de Chile.
En 1902 se inauguró en Lima la Escuela Nacional de Agricultura y Veterinaria, pero solo hasta 1940 se consideraron los estudios veterinarios como una especialidad separada, apoyada por la misión norteamericana y dirigida por veterinarios militares, quienes crearon la sección de veterinaria del ejército, constituyéndose en el primer centro de formación veterinaria. Posteriormente, en mayo de 1946, se creó la primera Facultad de Medicina Veterinaria que el 18 de julio del mismo año se incorporó a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Decana de América (la más antigua del continente) (Reyes et ál., 2004).
En Uruguay, en 1903, en una etapa de acelerado desarrollo de todas las actividades del país, se hizo necesario contar con una formación curricular veterinaria propia. Los gobernantes de la época atendieron el reclamo y surgió así la que actualmente es la Escuela de Veterinaria de Montevideo (Magallanes, 1986; Reyes et ál., 2004).
La enseñanza de la veterinaria en Cuba se inició en abril de 1907, con la fundación de la Escuela de Medicina Veterinaria adscrita a la Facultad de Medicina Veterinaria y Farmacia de la Universidad de La Habana. En 1937 la Escuela de Veterinaria alcanzó la categoría de Facultad (Tamayo, 1999; Reyes et ál., 2004).
En Brasil la educación veterinaria comenzó en 1913, en Río de Janeiro y la Escuela de Sao Paulo se fundó en 1919; para 1992 había en Brasil 34 escuelas de veterinaria y el país contaba con 30.000 profesionales (Dunlop, 1996; Reyes et ál., 2004); en la actualidad, son más de 170 escuelas (Sapuvet III, 2009).
En Venezuela los estudios de veterinaria tuvieron un origen inusual, pues desde 1934 se crearon los estudios, como una dependencia del Ministerio de Agricultura y Cría (MAC) que otorgaba el título de Experto en Ganadería y luego, el de Práctico en Veterinaria y Zootecnia. Una alta proporción de egresados salió a cursar veterinaria en el exterior, especialmente en Argentina y Uruguay. La escuela de veterinaria nació oficialmente en 1936; en 1940 se graduaron los primeros egresados de la escuela veterinaria del MAC y en 1948 se adscribió a la Universidad Central de Venezuela (Reyes et ál., 2004). Es importante destacar a Vladimir Kubes como iniciador y maestro de la veterinaria en Venezuela, al igual que José Gil Fortoul y Alberto Adriani quienes definieron el estudio de la medicina veterinaria en ese país (Camacho, 2007).
La Salud Pública y la escuela veterinaria en Colombia
En el siglo XVIII Bogotá era un virreinato pobre comparado con los de Perú y México. Había dos médicos y un grupo de curanderos para atender una población de 25.000 habitantes. No había acueducto ni alcantarillado y eran comunes las enfermedades infecciosas por falta de higiene; la expectativa de vida estaba entre veinte y treinta años. En aquella época, las personas fallecían por enfermedades como el tifo, la viruela y la tuberculosis (Díaz y Mantilla, 2002).
Fueron múltiples los esfuerzos por iniciar los procesos de investigación y de la conformación de la academia en lo que hoy es Colombia; las ciencias naturales y sus aplicaciones para la salud, la agricultura, la ganadería y la minería constituyeron la base de los inicios, ante el enorme potencial del trópico desde la perspectiva de los intereses de la Corona, la exportación y el consumo local. En este contexto, la Expedición Botánica, las tertulias, la naciente academia y la situación política del Viejo y el Nuevo Mundo interactuaban para producir los movimientos y desarrollos que caracterizaron los últimos doscientos años.
No obstante los conflictos civiles de la época, en 1877 se creó de la primera entidad gremial del sector rural, la Sociedad de Agricultores de Colombia, bajo la dirección del general Rafael Uribe Uribe y Salvador Camacho Roldán, quienes figuran en la historia como impulsores de la economía y educación agraria (Gracia, 2002; Reyes et ál., 2004). En 1884 fue creado el instituto Nacional de Agricultura en Bogotá, estableciéndose la enseñanza teórica y práctica agrícola y veterinaria, pero ante la ausencia de expertos en la materia y la imposibilidad de formar profesionales competentes, Juan de Dios Carrasquilla, Salvador Camacho Roldán y Jorge Michelsen Uribe solicitaron a las autoridades gubernamentales la contratación de personal idóneo y necesario (Reyes et ál., 2004).
A mediados del siglo xix se incrementó el interés por las ciencias naturales y aparecieron instituciones científicas: en 1867 la Universidad Nacional de los Estados Unidos de Colombia, con sus escuelas superiores de Ciencias Naturales, ingeniería, Jurisprudencia y Medicina; en 1873 la Sociedad de Medicina y Ciencias Naturales de Bogotá, y en 1887 la Academia de Medicina de Medellín. También se imprimieron varias publicaciones: la Revista Científica e Industrial (1871-1872), los Anales de la Universidad Nacional (1868-1880), los Anales de Instrucción Pública (1880-1892), El Agricultor (1873-1901), obra que perduró a pesar de los conflictos y limitaciones propios de la época, sin duda porque la importancia del sector agropecuario asi lo ameritaba, y la Revista Médica (1873-1924). Los interesados en la ciencia tenían entonces un espacio en el joven país (Obregón, 1989).
En este contexto de ciencia y tecnología era evidente la necesidad de profesionales que se ocuparan de la producción y la inocuidad de los alimentos y la sanidad animal. El gobierno nacional comisionó a su embajador en Francia, José Gerónimo Triana, para conseguir un profesional veterinario investigador que se comprometiera a dictar cursos de medicina veterinaria, estudiar las enfermedades de los animales en Colombia, establecer un hospital para animales, regentar las cátedras de elementos de patología e higiene de alimentos, en el instituto Nacional de Agricultura, y aclarar situaciones complejas referentes a la SP.
Para tal fin, Triana contactó a Claudio Vericel Aimar, brillante egresado de los últimos años de la Escuela de Lyon, quien había recibido la influencia de la escuela pasteuriana (Velásquez, 1938; Luque, 1985; Román, 1997; Gracia, 2002). Atraído por los retos de ser el pionero de la enseñanza de la veterinaria, resolver el enigma de unas extrañas malformaciones en el intestino de los bovinos que se sacrificaban para el consumo en Bogotá e identificar el posible efecto que pudieran tener en los habitantes de esta, Vericel aceptó venir al país, donde la ciencia veterinaria era una ficción y la investigación microbiológica algo más que una quimera (Román, 1997).
Con la llegada del profesor Vericel el 12 de junio de 1884 se dio inicio formal al estudio de la SPV en Colombia; el gobierno nacional ratificó las cláusulas de su contrato y estableció el plan de estudios que se debería seguir en el curso de Veterinaria en el Instituto (Gracia, 2002). Finalizado el mismo año el Instituto dejó de funcionar, obligando la adscripción de la Escuela, a la Facultad de Medicina y Ciencias Naturales de la Universidad Nacional de los Estados Unidos de Colombia, creándose así la Escuela Nacional de Veterinaria como un organismo anexo de aquella Facultad. Allí continuaron su formación profesional varios estudiantes que posteriormente se distinguieron y llegaron a ser hombres notables en todo el país, como Ifigenio Flórez, Ismael Gómez Herrán, Delfín Licht, Federico Lleras Acosta, Jorge Lleras Parra, Mercilio Andrade S., Moisés Echeverría, Epifanio Forero, Amadeo Rodríguez, Jeremías Riveros, Ignacio Flores y Juan de la Cruz Herrera (Velásquez, 1938; Reyes et ál., 2004).
Este proyecto educativo se suspendió en 1889, al estallar la guerra de los Mil Días, que obligó el cierre de la Escuela y motivó otros hechos difíciles como el abandono del campo, la bancarrota en las finanzas y la casi desaparición de la producción agrícola (Luque, 1985; Gracia, 2002).
El profesor Claudio Vericel trajo al país el primer microscopio, la dedicación y la actitud del científico, los primeros reactivos de laboratorio y los medios de cultivo bacteriológico, dando inicio a una nueva era en las ciencias médicas y la salud comunitaria, mediante el aislamiento y la identificación de los agentes patógenos, algunos comunes a los humanos, otros a los animales y varios compartidos; la producción de las primeras vacunas para humanos y animales, que con ayuda de sus alumnos sentaron las bases de la microbiología médica, la veterinaria y la SP Su gestión para la importación de bovinos de Francia, Holanda y las Antillas Británicas constituyó un aporte al mejoramiento genético de la ganadería lechera del país (Reyes et ál., 2004).
Dentro de sus investigaciones, se destaca la identificación del agente causante de las extrañas lesiones intestinales de los animales que se consumían en la ciudad: el Oesophagos- tomun colombianum, primer hallazgo, que permitió descartar de plano la sospecha de la temida tuberculosis. Los resultados se presentaron durante el primer congreso médico de Bogotá en 1893 (Román, 1997).
En términos generales, se señala de manera importante la obra de Vericel como uno de los aportes más sobresalientes a la economía nacional, a la SP colombiana y a la educación universitaria, mediante la fundación de la primera escuela y la formación de profesionales éticos y competentes que recibieron el título de Profesor en Veterinaria.
Por sus contribuciones, el doctor Vericel recibió importantes distinciones: Francia le otorgó la Cruz de La Legión de Honor, la Medalla al Mérito Agrícola y la Cruz de las Palmas Académicas. La nación colombiana lo distinguió con su máxima condecoración: La Gran Cruz de Boyacá, en el grado de Caballero y Bogotá le otorgó la Medalla del Cuarto Centenario. Las Academias de Medicina y Medicina Veterinaria lo distinguieron como Miembro Honorario (Román, 1997). El 15 de agosto de 1938 murió en Bogotá, la ciudad que lo vio llegar en 1884 con su pequeña hija, su perro, Paysan, y la semilla de la ciencia veterinaria colombiana.
Los primeros graduados y sus aportes a la Salud Pública
Los discípulos de Vericel se congregaban en el laboratorio donde actuaban como auténticos pioneros, diseñando instrumentos para obtener y procesar muestras de tejidos y de parásitos e inoculando bacterias y virus. Alumbrados por lámparas de aceite generaron conocimiento científico con vocación y consagración constante (Román, 1997; Espinosa y Salazar, 1998). La mayoría se distinguió por sus aportes: ifigenio Flores escribió un manual de veterinaria; ismael Gómez Herrán se interesó por la SP, en especial por la higiene de alimentos (Román, 1987). Durante la exposición del Centenario presentó el libro Consideraciones sobre política sanitaria (Castro, 2008).
Bajo la dirección de Vericel, Federico Lleras Acosta descubrió una actividad apasionante: la bacteriología. Como trabajo de grado presentó una tesis sobre la inspección sanitaria de las carnes. Según Obregón (2004), por esa época, los médicos tradicionales formados en la clínica, confiaban poco en el laboratorio. Lleras contribuyó en forma significativa a establecer la medicina moderna al fundar, en 1906, un laboratorio que se convirtió en eficaz auxiliar para los médicos que habían estudiado en Europa y estaban familiarizados con las nuevas tecnologías.
Hasta 1923 aplicó sus conocimientos científicos a la solución de los problemas prácticos, por ejemplo, el carbón sintomático de los bovinos, trabajo con el que ingresó como miembro de número de la Academia Nacional de Medicina. También se ocupó del estudio bacteriológico de las aguas de Bogotá; investigó sobre los hematozoarios de la especie bovina y la presencia del bacilo de Koch en la orina; combatió una plaga de langostas que afectaba los principales centros agrícolas del país y publicó artículos sobre el diagnóstico bacteriológico de la peste, los nuevos métodos contra la fiebre puerperal, el tratamiento del tabes (mielopatía sifilítica) por el suero salvarsanizado, la epidemia de enterocolitis, que se presentó entre los niños en Bogotá, y el tratamiento de la sífilis del sistema nervioso central. En la mayoría de los casos preparó vacunas para combatir estas enfermedades y, durante todo este tiempo, enseñó bacteriología en la Facultad de Medicina, que lo nombró Profesor Honorario (Obregón, 2004).
Pero quizá sus trabajos más célebres, aunque no los más certeros, fueron sus intentos de cultivo del bacilo de la lepra. Lleras se interesó por la lepra en 1916, cuando su colega Miguel Jiménez López le prestó una monografía de la Universidad de Nueva Orleans en que se describían los ensayos realizados para cultivar el bacilo leproso. Desde entonces, se le convirtió en una obsesión la idea de cultivar el Mycobacteriam leprae. inspirado en los trabajos de Lowenstein con el bacilo de Koch, Lleras cultivó sangre de enfermos de lepra en el medio de Petragrani. intentó obtener una reacción de laboratorio para su diagnóstico, análoga a la reacción de Wassermann y de Kahn para la sífilis, que se llamó reacción Lleras. inoculó estos cultivos en animales de laboratorio y trató de obtener anticuerpos para elaborar sueros y vacunas.
Murió en Marsella el 18 de marzo de 1937, camino hacia Egipto a la Conferencia internacional de la Lepra; iba a cumplir sesenta años. El 27 de ese mes, en la sesión final de la Conferencia, se aprobó una resolución expresando sentimientos de pesar por la pérdida de dos de los delegados oficiales: Federico Lleras Acosta y Niels Heitmann de Noruega. También hubo conclusiones acerca del cultivo del Mycobacteriam Leprae; se había realizado copiosa investigación sobre el cultivo artificial, pero los resultados no habían podido ser repetidos por otros investigadores, a pesar de las tentativas. La comisión concluía que estos problemas no habían sido resueltos, aplaudía la labor de quienes habían trabajado en este campo y recomendaban continuar los trabajos. Sin embargo, las diferencias de los gérmenes y la carencia de pruebas de la especificidad de tales microorganismos, mostraban que entonces, como ahora, no se había logrado cultivar in vitro el agente de esta enfermedad.
La labor de Lleras desempeñó un papel importante. Los discursos pronunciados en sus funerales lo comparaban con Pasteur: científico y patriota, santo y sabio, soldado de la ciencia, apasionado por la verdad, fueron algunas de las cualidades que se le atribuyeron. Lleras pretendía, quizá como la mayoría de los científicos de su tiempo, imitar a Pasteur. Su enfermedad, que le obligaba a usar un cuello ortopédico, lo asemejaba al investigador francés que padecía de hemiplejia. También su espíritu polémico, la obsesión por servir a su patria, su catolicismo y la convicción de poseer la verdad le hacían semejante al famoso químico. Como él, también Lleras fue Caballero de la Legión de Honor. El 14 de julio de 1923, con motivo de la inauguración de un monumento a Pasteur en Bogotá, Lleras había afirmado: “Pasteur amó siempre la verdad, y por defender sus convicciones hubiera ido hasta el sacrificio". Esto fue justamente lo que hizo Lleras: prefirió morir antes que verse derrotado (Obregón, 2004).
Por su parte, Jorge Lleras Parra aportó al conocimiento, la prevención y el control de la viruela humana (Salamanca, 2004). La vacuna descubierta por Jenner llegó a nuestro país en 1805 cuando, por orden de Carlos iV, fue traída por veintidós huérfanos que se pasaron el virus de brazo a brazo durante la travesía del Atlántico. No obstante las conmociones políticas de la Reconquista y la independencia, la vacuna traída por la Expedición se conservó casi hasta mediados del siglo (Sotomayor, 1997).
El parque de vacunación
En las primeras décadas de la era republicana, Bogotá era un caldo de cultivo para la enfermedad debido a las desastrosas condiciones de aseo. Tras la pérdida del virus en 1843, fue preciso importar vacuna con agravantes como demoras, sobrecostos y deficiente abastecimiento. Los científicos hacían esfuerzos por producir la vacuna en Colombia, pero la falta de laboratorios y de personal especializado lo habían impedido. El 1° de diciembre de 1887, se creó la Junta Central de Higiene, una de cuyas dependencias sería el llamado Parque de vacunación. El joven veterinario Jorge Lleras Parra fue designado director. De la mano de Vericel, el alumno conoció a fondo el descubrimiento de Jenner y comenzó a soñar con producir la vacuna en el país.
Acababa de posesionarse como director del parque cuando una epidemia comenzó a hacer estragos en los barrios pobres de Bogotá. La bandera amarilla que anunciaba la presencia de la peste ondeaba en las carretas de bueyes usadas para transportar hacia la fosa común, los cadáveres blanqueados con cal. Al recorrer los sectores afectados, Jorge Lleras Parra, conmovido, se propuso hacer todos los esfuerzos para producir la vacuna. Sabía que la idea era viable y decidió acudir al profesor Vericel, quien le facilitó una habitación de la Escuela de Veterinaria que serviría de laboratorio y dos pesebreras para las terneras en las que se sembraría la vacuna.
Al terminar de organizar el lugar, el viejo maestro tomó una tabla y con su propia letra escribió (sin mayores explicaciones): “Parque de vacunación" (Román, 1997). El mismo Lleras relata sus inicios:
Allí, sin elementos de ninguna clase, inventando y construyendo instrumentos y aparatos y utilizando herramientas viejas y cuantos objetos nos podían prestar algún servicio, principió el Parque a funcionar y el día 10 del mismo mes (diciembre de 1897), se hizo la primera remesa de vacuna de óptima calidad al Ministerio de Gobierno (Salamanca, 2004).
En diez días se logró lo que en Colombia había sido imposible: la producción de la vacuna contra la viruela. Durante la guerra de los Mil Días, Jorge Lleras permaneció en su cargo dispuesto a librar otras batallas; el trabajo tuvo que multiplicarse pues la confrontación trajo una grave epidemia de viruela. Si bien el país antes del levantamiento liberal se hallaba abastecido de vacuna, ahora la situación se complicaba debido a que, según el propio Lleras, “se solicitaba en cantidades fantásticas". Sin recibir sueldo ni dinero para gastos, trabajó a marchas forzadas: la producción no se suspendió “ni aun por el hecho de haber sido ocupada la casa por tropas llegadas del Norte" (Salamanca, 2004). Decía el científico:
Expreso con sencillez mis ideas, sin sentar doctrinas y sin ánimo de criticar teorías ajenas; tales ideas serán seguramente erradas, pero los hechos tangibles, los resultados que están a la vista y que pueden comprobarse en cualquier momento, me alientan a creer que no esté del todo equivocado en mis experiencias y deducciones.
Más adelante da, hermosamente, el secreto de su éxito profesional:
En realidad, la técnica consiste en ponerle cariño al trabajo y en no descuidar una serie de detalles que, a primera vista, parecen pueriles y tontos, pero cuyo conjunto es el que produce el resultado tan halagador a que he llegado de obtener costras frescas, sin gérmenes (Lleras, 1939).
“Jóvenes, rubias y en buen estado de carnes..."; así debían ser las terneras elegidas para producir la vacuna. Pero no solo eso: debía tenerse en cuenta un sinnúmero de detalles para garantizar el éxito del proceso. Hembras finas, entre seis y ocho meses de edad, “ojalá coloradas que son las que mejores cultivos dan" y de pelo suave. A partir de ahí se realizaba una serie de operaciones que culminaban con la obtención de la vacuna, proceso que el científico explicó en el documento mencionado. Estos pasos, que a su vez estaban compuestos de varias rutinas (que no podían obviarse a riesgo de fabricar una vacuna contaminada o sin efectividad), se daban como resultado de investigaciones profundas y requerían no solo suficientes conocimientos científicos, sino la habilidad manual sobresaliente que caracterizó a Jorge Lleras.
Tal como lo señala Salamanca (2004), cada uno de los procedimientos, muchos de ellos inventados por él, tenían su razón de ser, de manera que no aplicar la técnica como se indicaba resultaba peligroso. Pero, entre todas las instrucciones, en la que más se insistía era en la limpieza. Desde los baños a las terneras hasta la esterilización de los tubos para empacar la vacuna, todos los pasos se acompañaban de recetas minuciosas para obtener condiciones máximas de asepsia. Por supuesto, el objetivo era la obtención de un producto libre de gérmenes.
Además, Lleras puso en marcha un sistema de control para determinar la presencia de bacterias en las costras de manera que al final se tuviera absoluta certeza de que en ellas solo se desarrollaba la vacuna y que la vida de los vacunados no peligraría a causa de infecciones. Tan interesante y novedoso resultó este procedimiento, que el mismo científico hubo de reconocerlo: “Este es el resultado que pienso que puede tener algún valor y algún interés para las personas que conocen de estos asuntos".