Kitabı oku: «Ensayos I», sayfa 5

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Incluso en un problema simple se revela su gran pericia en el manejo del inglés. En una sección de “Infancia”, aparece el siguiente retrato de la supuesta tranquilidad: “I rest my elbows on the table, the lamp lights up these newspapers that I’m a fool for rereading, these books of no interest” [“Apoyo los codos en la mesa, la lámpara ilumina los periódicos que soy un tonto en releer, estos libros sin interés”]. Por más sorprendente que parezca, las dos palabras sans intérêt (“sin interés”) se prestan a muchas soluciones, como se puede ver en una muestra rápida de traducciones previas. Sin embargo, las otras opciones son menos rítmicas que la francesa (“uninteresting”, “empty of interest” [“poco interesantes”, “desprovistos de interés”]) o pierden la sutileza del francés: “mediocre”, “boring”, “idiotic” [“mediocres”, “aburridos”, “idiotas”]. La decisión de Ashbery, “books of no interest”, es descriptiva y desdeñosa, como en francés; satisfactoria en el ritmo; y está ubicada, como en el original, al final de la oración.

Se necesita un tipo de sensibilidad lingüística para no alejarse del original y hacerlo con gracia, y otro para aportar cierta creatividad a las elecciones sin ser infiel. El ingenio de Ashbery se destaca en muchos momentos del libro, y un ejemplo particularmente hermoso ocurre en este mismo poema: traduce Qu’on me loue enfin ce tombeau, blanchi à la chaux por “Let someone finally rent me this tomb, whited with quicklime” [“Que me alquilen por fin esta tumba, blanqueada con cal”]. Aquí, el “whited with quicklime” [“blanqueada con cal”] (en lugar de “whitewashed” [“encalados”], la elección de todas las otras traducciones que encontré) explota a la vez las posibilidades de la asonancia e introduce el eco de los“whited sepulchre” [“sepulcros blanqueados”] del rey Jacobo sin traicionar el sentido del original.

Las traducciones de algunos de los poemas de este libro han aparecido antes en revistas literarias, una tras otra en los últimos dos años más o menos; es evidente que se hicieron a lo largo del tiempo, de mucho tiempo, como deben hacerse las traducciones, en particular las de poesía, y en particular las de esta poesía, dada su síntesis extrema, sus cambios de tono y estilo, su poder liberador en la historia del género. Tenemos la suerte de que John Ashbery haya dirigido su atención a un texto que conoce tan bien y lo haya hecho con semejante dedicación y capacidad creativa.

2011

EL JOVEN PYNCHON

Los libros de Thomas Pynchon que me vienen a la mente hoy son los menores, los primeros: La subasta del lote 49 y Un lento aprendizaje, la colección de cuentos que escribió cuando era muy joven, cuatro de ellos cuando todavía estaba en la universidad. Tengo curiosidad por ver cómo escribía, en particular en sus inicios, imbuido de raíz en las influencias y con esa sensación embriagadora de dominar la lengua que experimenta un universitario inteligente. Todos esos cuentos se publicaron en revistas (uno en The Kenyon Review y otro en The Saturday Evening Post), y sin duda era un escritor muy bueno para su edad. Las historias están bien organizadas; los personajes están presentes, aunque no del todo acabados ni muy empáticos; los detalles son creíbles; y el vocabulario rico, variado y bien utilizado. En su mayoría, los personajes son hombres y niños, con apariciones ocasionales de personajes secundarios femeninos como “estudiantes”, madres, “chicas” y “preciosuras de pelo castaño”. Las situaciones de varios de los cuentos se basan en la vida en el ejército y la armada, mientras que el último trata sobre una banda de chicos que hacen bromas en la escuela. El lenguaje tiene cierta crudeza informal: “de cuarta”, etc. También aparecen los tics de un escritor joven, como el uso excesivo de verbos explicativos en los diálogos (cosa que también se traslada a La subasta: “recordó Edipa”, “dijo Di Presso, mirándolo de reojo”, “concedió Di Presso”, “explicó Metzger”), y hay adjetivaciones y descripciones muy logradas (“Hablaba con un acento preciso y seco de Beacon Hill”), nombres extravagantes y diálogos sintéticos (“Se acercó a donde comía Picnic y le dijo: ‘Adivina qué’. ‘Me imaginaba’, dijo Picnic”).

Lo interesante es la compleja posición del autor/narrador respecto del libro, los personajes, la lengua y el lector en esta etapa de la carrera de Pynchon. En ambos libros, opera del modo tradicional: el autor adopta la máscara del narrador (en tercera persona omnisciente) para relatar con un tono y un léxico determinados los sucesos que les ocurren a una serie de personajes. En los cuentos, el autor/narrador permanece, ante todo, en segundo plano: su singularidad estilística pasa más desapercibida y sigue viva la ilusión de que se trata de una realidad familiar aunque alternativa. En cambio, en La subasta del lote 49 aparece más en primer plano, y somos conscientes todo el tiempo del narrador perspicaz y, a través o detrás de él, del autor lúdico, en parte debido a la diestra combinación de palabras muy cultas (“pasillo anular”, “pasillos radiales”, “mohín”) con referencias de la cultura pop (Road Runner), y en especial por los ingeniosos juegos de palabras que inventa al ponerles nombre a los personajes: entendemos que no se espera que le creamos a una mujer llamada Edipa Maas ni a un hombre llamado Stanley Koteks, y dejamos de prestarle atención a la historia para detenernos en el artificio y artífice. Lo que comparten los dos libros es la sensación de que el autor controla muy de cerca a los personajes, la lengua, el libro y probablemente también al lector. A veces, logra el control mediante su dominio de un estilo de prosa o gracias a alguna idea seductora (“Chirriantes, resonantes o como huellas de rayas oscuras hechas por zapatillas y grabadas sobre una delgada capa de humedad, los pasos de la Junta se adentraron en la casa del rey Yrjö, pasaron ante unos espejos trumeau que les devolvían sus imágenes oscuras y desdibujadas, como si se guardaran una parte a modo de costo de entrada”): he aquí el control por persuasión. A veces, por otro lado, el joven autor desborda la elocuencia y termina apelando al exceso de elocuencia, hasta desplegar un poder sobre la mismísima lengua que quizás roza el control por coerción.

Elegí leer las historias antes que la introducción del propio Pynchon (más allá de las primeras oraciones, que explican cuántos años tienen los cuentos: ya más de veinte cuando se recopilaron, y de esa publicación hace otros veinte, por lo que estamos hablando de textos de mucho tiempo atrás). La introducción es bastante extensa y podría condicionar nuestra reacción a los cuentos si la leemos primero, como tal vez sea la intención. De hecho, como hay una introducción tan larga, en este libro el autor se presenta explícitamente en primer plano e implícitamente en segundo plano, tras la máscara del narrador. Frente a la pregunta por el predominio de los personajes masculinos en las historias, donde hay hombres de acciones contundentes y mujeres en su mayoría decorativas o útiles para los hombres (la estudiante que sirve comida, la bailarina de ballet con los dedos de los pies congelados), algo que tiende a excluir o intimidar incluso al público femenino más comprensivo, el propio Pynchon se explica en parte al enumerar algunas de sus influencias de esa época, marcadamente masculinas: Eliot, Hemingway, Kerouac, Saul Bellow, Herbert Gold, Philip Roth, Norman Mailer.

Si buscamos algo más que mera capacidad o incluso pericia en estas historias tempranas, si buscamos la experiencia reciente o la imagen trascendente que promete el futuro del joven escritor, se nos recompensa muy seguido, como con esta imagen de la última historia de la colección: “La integración secreta”: “Cada parcela medía solo quince metros por treinta, ni cerca del tamaño de las propiedades de la Edad de Oro, que eran auténticas y rodeaban el casco antiguo como las criaturas en los sueños rodean tu cama”.

Un espécimen muy interesante de esta primera etapa, “La integración secreta” se publicó por primera vez en The Saturday Evening Post hace más de cuarenta años (un año después de la aparición de V.) y coloca a esa pandilla de bromistas escolares en un escenario rico en posibilidades para la imaginación infantil: la ciudad vieja con urbanizaciones nuevas, la extensa finca con una mansión abandonada, el paisaje natural abierto a la exploración, el centro que incluye un hotel de mala muerte. En una escena descripta con maestría, los chicos bajan en bicicleta por una larga colina a primera hora de la tarde, camino al hotel, “dejando atrás los deberes, dos páginas de ejercicios de aritmética y un capítulo del libro de ciencias”, así como “una película de cuarta, una de esas comedias románticas” que dan en la tele. Como en la ciudad los televisores sintonizan un solo canal, mientras van a la carrera los chicos pueden seguir el progreso de la película de casa en casa, a través de puertas y ventanas “todavía abiertas para recibir el primer frescor de la oscuridad”, a medida que avanza.

En su introducción a Un lento aprendizaje, Pynchon menciona con cierta timidez que este relato le gusta más de lo que le disgusta. De hecho, tanto gusta que hasta nos causa envidia la complicidad entre la banda de chicos y los campos, arroyos, esquinas y callejones donde juegan. La colaboración y distribución de tareas es encantadora: desarrollan un arsenal para sabotear el ferrocarril, reclutan a los estudiantes descontentos del primer curso para destruir la letrina de varones, se infiltran en las reuniones de la Asociación de Padres y Maestros. La complejidad de sus intrigas es impresionante, al igual que algunos de sus logros, y resulta particularmente ocurrente cómo cobra vida el personaje central, Grover, el adolescente prodigio, con su enorme vocabulario, su caudal de información y sus desplantes humorísticos.

Las bromas pesadas que maquinan podrían ser devastadoras para la comunidad; sin embargo, como Pynchon nos deja saber, los chicos nunca darían “un paso claro ni irreversible” porque “todos los que estaban en la junta escolar, el ferrocarril, la Asociación de Padres y Maestros y la fábrica de papel debían ser la madre o el padre de alguien, ya fuera realmente o como miembros de una categoría; y había un momento en que recurrían mecánicamente a ellos, en busca de calidez, protección, remedios contra las pesadillas o por un golpe en la cabeza o por soledad, y cuando ese reflejo ganaba, volvía imposible cualquier ira en su contra que valiera la pena”. Hay una humanidad lírica y serena en este relato, una dulzura casi desprovista de remordimiento, acogedora e inclusiva, muy alejada del pesimismo complejo y denso, de la fanfarronería de las novelas posteriores, en las que tal vez sea más difícil para los personajes volver a casa y encontrar consuelo al final del día.

2005

LA COSA ES LA HISTORIA:
EL MANUAL PARA MUJERES DE LA LIMPIEZA DE LUCIA BERLIN

Los cuentos de Lucia Berlin son eléctricos: crepitan y chisporrotean como dos cables pelados que entran en contacto. Y en respuesta, la mente del lector, cautivada, embelesada, cobra vida y se dispara la sinapsis. Así nos gusta estar cuando leemos, en pleno uso del cerebro, sintiendo latir el corazón.

En parte, la vitalidad de la prosa de Lucia se debe al ritmo: a veces fluido y sereno, equilibrado, de paso lento y relajado, pero otras veces concentrado, telegráfico, rápido. En parte, se debe a los nombres particulares que elige: Piggly Wiggly (un supermercado), Maravilla de Frijoles con Salchichas (una extraña creación culinaria), pantimedias Big Mama (una manera de hablarnos de las dimensiones de la narradora). Se debe al diálogo. ¿Qué son esos improperios? “Por los clavos de Cristo”, “¡Que me parta un rayo!”. A la caracterización: la jefa de operadoras de la centralita dice que sabe cuándo está por terminar la jornada laboral por el comportamiento de Thelma: “Se te desacomoda la peluca y empiezas a decir groserías”.

Y luego está el uso de la lengua, palabra por palabra. Lucia Berlin siempre está escuchando, oyendo. Su sensibilidad a los sonidos de la lengua siempre está presente y, gracias a ella, saboreamos el ritmo de las sílabas, o la perfecta coincidencia entre sonido y significado. Otra operadora, una enojada, se mueve “dando puros porrazos y cachetazos a sus cosas”. En otro cuento, Berlin evoca los graznidos de los “cuervos caóticos, roncos”. En una carta que me escribió desde Colorado en 2000, la lengua es igual de vital: “Ramas cargadas de nieve se quiebran y crujen sobre mi tejado, y el viento sacude las paredes. De todas formas, acogedor, como estar en un barco bien fuerte, una gabarra o un remolcador”. (Atención a esas aliteraciones y a esas rimas).

Sus historias también están llenas de sorpresas: frases inesperadas, revelaciones, peripecias y sentido del humor, como en “Hasta la vista”, donde la narradora, que vive en México y habla ante todo en español, comenta un poco triste: “Por supuesto que aquí también soy yo misma, y tengo una nueva familia, nuevos gatos, nuevas bromas… pero sigo tratando de recordar quién era en inglés”.

En “Panteón de Dolores”, la narradora lidia de niña con una madre difícil, algo que sucederá en varios cuentos más:

Una noche, después de que se marchara Byron, mi madre entró al cuarto donde dormíamos las dos. Siguió bebiendo y llorando y garabateando, literalmente garabateando, en su diario.

–Eh, ¿estás bien? –le pregunté al fin, y me dio una bofetada.

En “Querida Conchi”, la narradora es una estudiante universitaria irónica e inteligente:

Mi compañera de habitación, Ella […]. Ojalá nos lleváramos mejor. Su madre le manda compresas por correo desde Oklahoma todos los meses. Estudia arte dramático. Por favor, ¿cómo va a interpretar a Lady Macbeth si hace aspavientos por un poco de sangre?

Otras veces, la sorpresa adopta la forma del símil, y en sus relatos hay muchos símiles.

En “Manual para mujeres de la limpieza”, escribe: “Una vez me dijo que me amaba porque yo era como San Pablo Avenue”.

Y salta enseguida a otra comparación, aún más sorprendente: “Él era como el vertedero de Berkeley”.

Y es igual de lírica al describir un vertedero (ya sea en Berkeley o en Chile) que al describir una pradera de flores silvestres:

Ojalá hubiera un autobús al vertedero. Íbamos allí cuando añorábamos Nuevo México. Es un lugar inhóspito y ventoso, y las gaviotas planean como los chotacabras del desierto al anochecer. Allá donde mires, se ve el cielo. Los camiones de basura retumban por las carreteras entre vaharadas de polvo. Dinosaurios grises.

Para anclar los cuentos en un mundo real y material siempre se recurre a una imaginería que también es concreta y material: “retumban” los camiones, hay “vaharadas” de polvo. A veces las imágenes son bellas, pero otras veces no son bellas sino intensamente palpables: experimentamos cada uno de los relatos no solo con el intelecto y el corazón, sino también a través de los sentidos. Está la profesora de Historia de “Buenos y malos”, su olor a sudor, a ropa con humedad. O, en otro cuento, “el asfalto se hundía bajo mis pies […] olor a polvo y salvia”. Las grullas alzan vuelo “con el rumor de una baraja de naipes”. Está el “polvo de caliche y adelfas”. Y los “girasoles silvestres y malvas” en otra de las historias; y cientos de álamos plantados años atrás, en épocas mejores, crecen fuertes en un barrio bajo. Lucia se la pasaba observando, aunque fuera no más desde una ventana (cuando ya le resultaba difícil moverse): en esa misma carta que me envió desde Boulder, las urracas “caen en picada como bombas” sobre la pulpa de la manzana, “destellos fugaces de turquesa y negro contra la nieve”.

Puede que una descripción sea romántica al comienzo (“la parroquia de Veracruz, palmeras, farolillos a la luz de la luna”), pero el romanticismo se ve interrumpido, como en la vida real, por el detalle realista flaubertiano, que Lucia contempla con gran agudeza: “perros y gatos entre los zapatos relucientes de la gente que baila”. Resulta mucho más evidente que una escritora acepta el mundo tal y como es cuando junto a lo extraordinario ve lo cotidiano, junto a lo bello, lo vulgar y lo feo.

Lucia (o, más bien, una de sus narradoras) explica que su madre le ha enseñado a observar:

Hemos recordado […] tu forma de mirar, sin que nunca se te escapara nada. Eso nos lo diste. La mirada.

No el don de escuchar, en cambio. Nos concedías cinco minutos, quizá, para explicarte algo, y luego decías: “Basta”.

La madre se quedaba bebiendo en su cuarto. El abuelo se quedaba bebiendo en su cuarto. La niña alcanzaba a oírlos tomar de la botella por separado, desde el porche donde dormía. Los hechos forman parte de una historia, pero quizás también de la realidad: o tal vez la historia sea una exageración de la realidad, presenciada con tanto discernimiento y tan entretenida como ficción que, a pesar del dolor que evoca, también nos causa placer, paradójicamente, por la forma en que está contada. Y, en última instancia, el placer supera el dolor.

Lucia Berlin basó muchos de sus cuentos en los sucesos de su propia vida. Uno de sus hijos dijo, cuando ya había muerto: “Mamá escribía historias verdaderas: no necesariamente autobiográficas, pero casi”.

Aunque hoy en día en los círculos literarios se habla, como si fuera algo nuevo, de lo que en Francia se conoce como “autoficción”, la narración de la propia vida, tomada de la realidad prácticamente sin cambio alguno, seleccionada y narrada con criterio e ingenio, en mi opinión es lo que Lucia Berlin ha hecho, o una versión de eso, desde sus comienzos en la década de 1960. Su hijo también señaló: “Las historias y los recuerdos de nuestra familia se han ido remodelando, decorando y editando poco a poco a tal punto que no siempre estoy seguro de lo que pasó en realidad. Lucia decía que no importaba: la cosa es la historia”.

En busca del equilibrio, o del color, cambiaba lo que fuera necesario al componer sus cuentos: los pormenores de los hechos y de las descripciones, la cronología. Reconocía su tendencia a exagerar. Una de sus narradoras dice: “Exagero mucho, y a menudo mezclo la realidad con la ficción, pero nunca miento”.

Y por supuesto que inventaba. Alastair Johnston, por ejemplo, que publicó uno de sus primeros libros en una editorial independiente, relata la siguiente conversación. Le dijo a Lucia: “Me encanta la descripción de tu tía en el aeropuerto, eso de que te hundiste en su cuerpote como en un sofá”. La respuesta de ella fue: “La verdad es que… no vino nadie. Se me ocurrió esa imagen el otro día y la metí en la historia que estaba escribiendo”. De hecho, algunos de sus cuentos eran pura ficción, como explica en una entrevista. Quien lea sus relatos no puede pensar que por ese motivo la conoce.

Llevó una vida intensa y azarosa, y de sus experiencias extrajo materiales pintorescos, dramáticos y variados que usó en los cuentos. Los lugares donde vivió con su familia durante la infancia y la juventud dependían de su padre: de los empleos que tuvo cuando Lucia era muy pequeña, de la movilización durante la Segunda Guerra Mundial y de su empleo al volver del frente. Por eso, Lucia nació en Alaska y se crio en las comunidades mineras del oeste de Estados Unidos; después se fue a vivir a El Paso con la familia de su madre, mientras su padre estaba en la guerra; y más adelante, cuando emigraron a Chile, Lucia llevó un estilo de vida muy diferente al que acostumbraba, lleno de riqueza y privilegios, retratado en sus cuentos sobre una adolescente en Santiago, sobre la educación católica chilena, sobre las turbulencias políticas, los clubes náuticos, las modistas, los barrios bajos, la revolución. Ya de adulta continuó con la misma vida agitada, llena de desplazamientos geográficos: vivió en México, Arizona, Nuevo México, Nueva York: uno de sus hijos recuerda que de niño se mudaban más o menos cada nueve meses. Años después comenzó a dar clases en Boulder, Colorado, y un tiempo antes de morir se instaló más cerca de sus hijos, en Los Ángeles.

Escribe sobre sus hijos (tuvo cuatro) y los distintos trabajos que tomó para poder mantenerlos, por lo general sin ayuda. O quizás sea más atinado decir que escribe sobre mujeres con cuatro hijos, con ocupaciones similares a las de ella: empleada de limpieza, enfermera en Urgencias, recepcionista de hospital, operadora en la centralita de un hospital, profesora.

Vivió en tantos lugares diferentes y fueron tantas sus experiencias que alcanzarían para colmar varias vidas. La mayoría de nosotros hemos atravesado lo mismo que ella, al menos en parte: los problemas de la infancia, algún romance apasionado; el abuso sexual en la juventud, la lucha contra una adicción, alguna enfermedad grave o discapacidad, un vínculo inesperado con un hermano; o también, quizás, un trabajo aburrido, los compañeros de trabajo complicados, un jefe exigente, e incluso un amigo falso, por no hablar de la fascinación en presencia de la naturaleza: las vacas Hereford hundidas hasta las rodillas en las flores de Castilleja, una pradera de lupinos, una juliana color rosa que crece en el callejón detrás de un hospital. Porque atravesamos lo mismo que ella en parte, o cosas similares, la seguimos sin dudar adonde nos lleve.

En sus relatos, suceden cosas: a alguien le sacan todos los dientes de la boca de un tirón; expulsan a una niña del colegio por pegarle a una monja; un viejo muere en una cabaña en la cima de una montaña, y también mueren sus cabras y su perro acostados en la cama junto a él; despiden por comunista a la profesora de Historia que lleva ropa con olor a humedad. “[N]o hizo falta más. Tres palabras a mi padre. La despidieron ese mismo fin de semana y nunca volvimos a verla”.

¿Será por eso que resulta prácticamente imposible dejar de leer una historia de Lucia Berlin una vez que se empieza? ¿Será porque no dejan de ocurrir cosas? ¿Será también por la voz que narra, tan cautivante, tan amigable? ¿Además del poder de síntesis, el ritmo, las imágenes, la lucidez? Son historias que te hacen olvidar lo que estabas haciendo, dónde estás y hasta quién eres.

“Esperen –así comienza uno de los relatos–. Déjenme explicar…”. Es una voz cercana a la de la propia Lucia, aunque jamás idéntica. Su ingenio y su ironía corren a lo largo de las páginas de sus cuentos y se desbordan en sus cartas: “Está tomando la medicación –me escribió una vez, en 2002, sobre una amiga–, ¡y el cambio es increíble! ¿Qué hacía la gente antes del Prozac? Supongo que azotar caballos”.

Azotar caballos. ¿De dónde sacaba esas cosas? Quizás el pasado seguía tan vivo en su mente como otras culturas, otras lenguas, o la política y las debilidades humanas; sus referencias son tan amplias y diversas, e incluso exóticas, que las operadoras de la centralita se acercan a los clavijeros como lecheras al ordeñar sus vacas; o que una amiga abre la puerta con “su pelo negro […] recogido con rulos metálicos, como un tocado de kabuki”.

Ahora que menciono el pasado: leí este pasaje de “Hasta la vista” varias veces, con deleite, con asombro, antes de darme cuenta de lo que Lucia había hecho.

Una noche hacía un frío espantoso, Ben y Keith estaban durmiendo conmigo, con los monos de la nieve puestos. Los postigos batían con el viento, postigos tan viejos como Herman Melville. Era domingo, así que no había coches. Abajo en las calles pasaba el fabricante de velas, con un carro tirado por un caballo. Clop, clop. La gélida aguanieve siseaba contra las ventanas, y Max llamó. Hola, dijo. Estoy abajo en la esquina, en una cabina de teléfono.

Llegó con rosas, una botella de brandy y cuatro billetes para Acapulco. Desperté a los chicos y nos fuimos.

En ese entonces, la familia estaba instalada en la parte baja de Manhattan y, en esa época, se apagaba la calefacción al final de la jornada laboral si vivías en un desván. Quizás los postigos de verdad fueran tan viejos como Herman Melville, porque en algunas zonas de Manhattan había edificios de 1860 y eran muchos más entonces que ahora, aunque siguen existiendo todavía. También puede que esté exagerando de nuevo: una hermosa exageración, si así fuera, un hermoso ornamento. A continuación se lee: “Era domingo, así que no había coches”. Como sonaba realista, me tragué lo del fabricante de velas y el carro tirado por un caballo. Sí, lo creí y lo acepté, y recién después de releerlo se me ocurrió que Lucia había viajado una vez más a los tiempos de Melville. Y el “clop, clop” también es propio de su estilo: nada de desperdiciar palabras, mejor agregar un detalle sintético. Y de pronto, el sonido del aguanieve me transportó allí, al interior de esas cuatro paredes, y luego la acción se aceleró y ya estábamos camino a Acapulco.

Es una escritura vertiginosa.

Otro cuento empieza con una de sus típicas frases informativas, bien directas, que enseguida me parecen sacadas de la propia vida de Berlin: “Llevo años trabajando en hospitales, y si algo he aprendido es que cuanto más enfermo está un paciente, menos ruido hace. Por eso los ignoro cuando llaman por el interfono”. La lectura me recuerda a los cuentos de William Carlos Williams, cuando escribía como el médico de familia que era: directo, capaz de presentar con franqueza los detalles de cada enfermedad y su tratamiento, objetivo al informar. Más aún que en Williams, Lucia veía en Chéjov (otro médico) un modelo y un maestro. De hecho, en una carta a su amigo Stephen Emerson, también escritor, afirma que lo que le da vida a la obra de ambos es su desapego profesional, combinado con la compasión. Después menciona que los dos recurren a detalles específicos y son sintéticos: “No escriben palabras que no hacen falta”. Desapego, compasión, detalles específicos, síntesis: vamos por buen camino si queremos identificar algunos de los rasgos más importantes de la buena escritura. Pero siempre hay algo más por decir.

¿Cómo lo hace? Lo cierto es que nunca sabemos lo que vendrá. Nada es previsible. E, igualmente, todo nos resulta natural, verosímil, fiel a nuestras expectativas psicológicas y emocionales.

Al final de “Doctor H. A. Moynihan”, la madre de la narradora parece enternecerse un poco con su padre, un viejo alcohólico, cruel y prejuicioso: “Ha hecho un buen trabajo –dijo mi madre–”. Estamos llegando al desenlace y pensamos (después de lo aprendido tras años de leer cuentos) que la madre va a ceder, que las familias con problemas pueden reconciliarse, al menos durante un rato. Pero cuando la hija le pregunta: “Ya no le odias, ¿a que no, mamá?”, la respuesta, de una honestidad brutal y en cierta medida satisfactoria, es: “Ah, sí… No te quepa duda”.

Berlin es implacable, no se ahorra golpes y, sin embargo, la brutalidad de la vida siempre se ve moderada por su compasión ante la fragilidad humana, por la agudeza y la inteligencia de la voz narrativa, y su conciliador sentido del humor.

En un cuento llamado “Silencio”, la narradora afirma: “No me importa contar cosas terribles si consigo hacerlas divertidas”. (Aunque algunas cosas, agrega, no eran nada divertidas).

A veces el humor es un poco grosero, como en “Atracción sexual”, donde la prima linda, Bella Lynn, toma un avión con la esperanza de hacer carrera en Hollywood, y lleva un corpiño inflable, pero el corpiño explota cuando el avión alcanza la altitud de crucero. Por lo general, recurre a un humor más sutil, que surge naturalmente en el decurso narrativo. Por ejemplo, dice sobre la dificultad de comprar bebidas alcohólicas en Boulder: “Las licorerías son pesadillas mastodónticas del tamaño de unos grandes almacenes. Podrías morir de delírium trémens antes de encontrar el pasillo del Jim Beam”. Luego nos informa que “la mejor ciudad es Albuquerque, donde las licorerías disponen de ventanillas para comprar desde el coche, así que ni siquiera te has de quitar el pijama”.

Como en la vida, la comedia puede emerger en medio de la tragedia: la hermana menor, que se está muriendo de cáncer, se queja: “¡Nunca volveré a ver un burro!”, y al final las dos hermanas se echan a reír, pero es difícil olvidar esa exclamación tan emotiva. La muerte de pronto está a la mano: ya no habrá más burros, ni tantas otras cosas.

¿Será que desarrolló su fantástica habilidad para contar historias gracias a los cuentacuentos que conoció de chica? ¿O será que siempre se sintió atraída por los cuentacuentos, así que los buscó y aprendió de ellos? Ambas cosas, sin duda. Lucia tenía un instinto natural para la forma, para darles estructura a los relatos. ¿Natural? Me refiero a que sus relatos poseen una estructura equilibrada y sólida, pero pasan con muchísima naturalidad aparente de un tema a otro o, en algunos casos, del presente al pasado. Incluso dentro de una misma oración, como a continuación:

Seguí trabajando mecánicamente frente a mi escritorio, contestando llamadas, pidiendo oxígeno y técnicos de laboratorio, mientras me dejaba arrastrar por cálidas olas de sauce blanco, enredaderas de caracolillo y charcas de truchas. Las poleas y los volquetes de la mina por la noche, después de las primeras nieves. El cielo estrellado como el encaje de la reina Ana.

Y además, están esos finales. En muchos de sus cuentos, ¡paf!, llega el desenlace sorprendente e inevitable a la vez, resultado orgánico del material narrativo. En “Mamá”, la hermana menor encuentra el modo de solidarizarse, por fin, con su madre difícil, pero las últimas palabras de la hermana mayor, la narradora (que habla sola o con los lectores) nos toman por sorpresa: “Yo… no tengo compasión”.

¿De dónde nacen las historias de Lucia Berlin? Johnston ofrece una posible respuesta: “Partía de algo tan simple como la línea de una mandíbula, o una mimosa amarilla”. Y Lucia ha dicho: “Pero la imagen debe conectarse con una experiencia determinada, intensa”. Además, en una carta a August Kleinzahler, describe cómo avanza en el relato: “Arranco, y después es como cuando te escribo estas líneas, solo que son más legibles”. Pero, al mismo tiempo, parte de su mente seguramente controlara la forma y la secuencia del cuento, y también su desenlace.

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