Kitabı oku: «Tormenta de magia y cenizas», sayfa 3

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—Tú y Liam no sois así —se justificó.

—No del todo —repliqué—. Y, de todas formas, da igual. La chica es idiota, sea de dónde sea.

Sara negó con la cabeza, poniéndose seria.

—No, no creo que sea por ser sureña. Es cosa de su generación —dijo.

Solté una carcajada.

—¿Como que su generación? Tiene casi la edad de mi primo.

—Y tu primo con diecinueve años ve las cosas de forma distinta a nosotras con veintidós. En el norte es igual, Aileen. Siempre hemos pensado que no vivimos la guerra, que éramos demasiado pequeñas, pero… No sé, este verano nos juntamos con mis primos y tuve la misma sensación.

—¿Qué sensación?

—La sensación de que… —Sara buscó las palabras durante un largo momento—. De que nunca les ha preocupado dar su opinión. Que eso pudiera ponerlos en peligro.

Giré la taza de té entre mis manos, pensando en lo que había dicho y en lo que Noah nos había contado sobre Daianda, sobre Sagra, sobre cómo incluso el miedo tenía caducidad. Y, por un momento, sentí envidia de su infancia libre de conversaciones susurradas, del peso de secretos que podían costar vidas, de noches durmiendo en el sótano, con Liam abrazado a mí, llorando porque nuestras madres aún no habían vuelto. Y él ni siquiera sabía lo que hacían fuera de casa a medianoche. No sabía que su tía había salido una de esas noches para no volver.

Cogí aire y le di un largo trago al té.

—Mejor así, ¿no? No hay necesidad de que tengan miedo —dije al fin.

Sara apartó la mirada.

—No me preocupa el miedo, me preocupan las opiniones.

No supe que contestar a eso, pero Sara tampoco me dio opción a hacerlo, porque cambió de tema:

—Hablando de opiniones diferentes. ¿Qué tal con…? —Miró a nuestro alrededor para asegurarse de que nadie podía oírnos, como si esa conversación le preocupara más que la anterior—. Tu nuevo asesor.

Me encogí de hombros.

—Bien.

—Está muy solicitado estos días —me contó.

Dejé mi taza sobre la mesa.

—¿Y eso?

Sara se inclinó hacia mí y la luz del sol se reflejó en su pelo rojizo, dando color a los pequeños cristales.

—El Comité Político ha hablado ya varias veces con él —me dijo en voz baja.

—¿Sobre la guerra?

—¿Sobre qué si no? Para eso lo han perdonado.

Pasé los dedos por uno de los bordados de mi falda, una y otra vez, sintiendo su relieve. Sara no me había dicho nada nuevo, pero no me había parado a pensar demasiado en cómo encajaba Luther Moore en todo lo que estaba pasando. ¿Cuánto sabría de lo que ocurrió? ¿Hasta qué punto había estado implicado? Si no lo habían exiliado a la Isla y había sido uno de los primeros perdones, tampoco pudo hacer nada demasiado terrible, ¿no? Y aun así tenía información importante para el Consejo…

Intentando no darle más vueltas, me despedí de Sara, cogí mi cartera y me fui al despacho de mi tutora, Jane Durant. Llamé a su puerta con algo de nerviosismo, como siempre. Jane no solo era la tutora de mi tesis, sino también uno de los seis miembros del Consejo de Ovette, y, aunque me trataba siempre con cercanía, no podía evitar sentirme algo cohibida ante ella.

La mujer me abrió la puerta un momento después, con su largo pelo rubio canoso suelto y un sencillo vestido anaranjado.

—¡Aileen! —exclamó dándome un abrazo—. ¿Qué tal ha ido el verano?

—Muy bien, gracias.

Pasé al interior del despacho y nos sentamos a su mesa. Le enseñé los avances que había hecho en las últimas semanas y el plan que tenía para el siguiente año académico, con la idea de presentar mi tesis en primavera y conseguir el título de instructora.

—Hoy tengo mi última práctica obligatoria. Aún no he decidido si haré más durante el año o si me centraré en la investigación.

Jane asintió, devolviéndome las hojas.

—¿Has conseguido por fin un experto en técnicas norteñas?

Yo recoloqué mis papeles, alineándolos con la carpeta.

—Sí, mis abuelos han contratado a Luther Moore.

Jane me miró, muy seria, y luego se echó a reír.

—¿Te está dando clases Luther Moore?

—Solo una, de momento.

Jane volvió a reírse, pero con más incredulidad que alegría. Se apartó la melena de los hombros y me miró con seriedad una vez más.

—¿Habéis discutido ya?

Me encogí de hombros.

—Hemos debatido.

—Ten cuidado con él, Aileen. Luther Moore es un hombre complicado.

Me gustaría haber sentido condescendencia en sus palabras, en lugar de la sincera preocupación que había en ellas.

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Cuando salí del castillo, Ethan ya estaba esperándome con los caballos. Llevaba botas y pantalones de montar claros, con un chaleco morado que hacía destacar su piel oscura.

—Gracias —le dije cogiendo las riendas.

Aproveché las escaleras para subir con más facilidad a la silla y nos dirigimos hacia el puente que unía el castillo con el pueblo.

—¿Estás bien? —me preguntó Ethan después de un rato en silencio.

Me giré para mirarlo, sorprendida.

—¿Yo? Debería preguntártelo yo a ti.

Ethan se encogió de hombros.

—Sé que Claudia no tiene mala intención. Es… ignorancia, nada más.

Él siempre tan comprensivo, siempre justificando a los demás.

—No sé si eso es excusa suficiente —contesté.

—Bueno, para eso estás trabajando, ¿no? Para que la gente deje de ignorar lo que pasa más allá de su lado del río.

—¿Y tú? —le dije, cambiando de tema—. ¿En qué has estado trabajando estas semanas?

Ethan me habló de las últimas cajas de música y otros artefactos que le habían encargado en una de las tiendas del pueblo. Tenía un don para todo tipo de aparatos mecánicos, aunque aún no había encontrado una forma lo suficientemente norteña de aplicar un talento tan poco artístico. Sus padres no veían con buenos ojos que dedicara su tiempo a algo tan… manual. Por debajo de su clase social.

Lo dejé en la tienda, en la calle principal de Rowan, y seguí hasta el enorme edificio de la escuela, que estaba en la parte más tranquila del pueblo. Llevé el caballo a los establos y me tomé un momento para pasear por el jardín vacío antes de entrar.

Aunque había ido varias veces como oyente para estudiar el estilo de distintos profesores y ya había ayudado en lecciones sueltas, esa era la primera vez que iba a dar una clase de mi propio currículo.

Recorrí los silenciosos pasillos hasta el aula de Álex, un profesor que había dado clases en el sur antes de trasladarse a la corte, y que enseñaba a un grupo de alumnos de entre nueve y once años. Tal vez para un extranjero habría sido difícil diferenciar a los niños sureños de los norteños, ya que en Rowan los estilos solían ser más neutros, pero cuando entré en el aula supe con un solo vistazo que había más niños del sur.

—Esta es Aileen Dunn. Hoy va a estar un rato con nosotros.

—¡Buenos días!

Los niños me devolvieron el saludo con informalidad, dirigiéndose a sus pupitres, que estaban colocados en un círculo interrumpido solo por la pizarra.

Cuando había llegado a Rowan me había sorprendido ver a los niños sentados siempre en pupitres, en vez de compartir mesas o, simplemente, estar sentados en el suelo para ciertas lecciones. Había creído que ese era un estilo mestizo de enseñanza, que solo con eso podía ver la influencia del norte, pero con el tiempo me había dado cuenta de que, aunque en Rowan todo se entremezclaba, al final siempre acababa destacando el lado que tuviera el poder en ese momento.

—Todo tuyo —me dijo Álex entregándome una tiza antes de coger una silla y dirigirse al fondo de la clase.

Me giré hacia la pizarra y dibujé un triángulo equilátero en la parte superior. Después lo dividí en seis triángulos más pequeños.

—¿Quién manda en Ovette? —le pregunté a la clase.

Los niños se movieron en sus sillas, dudando. Una de las chicas más mayores levantó la mano.

—¿El presidente Lowden?

Apunté el nombre de Lowden en el primer triángulo, arriba del todo.

—¿Y quién ha elegido al presidente Lowden?

Los alumnos parecieron más inseguros esa vez.

—¿De qué es presidente? —los ayudé.

—Del Consejo de Ovette —contestó un niño enseguida—. Lo eligieron los consejeros.

—Eso es. De hecho, para ser presidente, primero tienes que ser consejero. Hay seis: Samuel Lowden, Jane Durant e Isel Evans, del sur; y Élaine Mirrell, Eloise Sargent y Adrián Tasse, del norte. —Apunté sus iniciales, con una «S» para marcar los que eran del sur y una «N» para los del norte—. Los seis votaron para elegir entre ellos al actual presidente.

—¿Son siempre seis?

—Sí.

—¿Son siempre tres del norte y tres del sur? —preguntó otra niña.

Yo sonreí.

—Exacto. Y el voto del presidente vale lo mismo que el del resto de consejeros, por lo que siempre se tienen que poner de acuerdo entre ellos.

—Pero… el presidente tiene más poder, ¿no?

—El presidente tiene más responsabilidad —aclaré—. Debe hacer propuestas y los consejeros suelen escucharlo, porque para eso lo han votado, pero, al final, tienen que votar los seis.

Pasé la mirada por el aula, comprobando que los niños seguían mi explicación.

—¿De dónde son tus padres? —le pregunté a un chico de pelo corto, al estilo norteño.

—De Luan.

—¿Y quién manda en Luan? Además del presidente y el Consejo.

—La gobernadora Poésy —contestó rápidamente.

—Muy bien. Así que tenemos catorce gobernadores en el norte, y doce gobernadores en el sur. ¿Cómo te llamas?

—Jaime.

—Jaime, ¿me ayudas a dibujar más triángulos?

Le di un trozo de tiza al niño, que me ayudó a dibujar un triángulo por cada uno de los gobernadores, poniendo una «S» o una «N» en su interior. Mientras, seguí preguntando:

—¿Quién elige a los gobernadores?

Varios contestaron al mismo tiempo:

—Nuestros padres.

—Los adultos.

—Más o menos. Los eligen cada cuatro años todos los mayores de edad que viven en esa gobernación. Vosotros también podréis votar cuando cumpláis dieciséis años —les expliqué terminando los triángulos. Me giré otra vez hacia ellos—. Y también podréis presentaros a las elecciones, si queréis ser gobernadores o miembros del Consejo. ¿Quién los elige a ellos?

Los niños dudaron de nuevo.

—¿Todos los mayores de edad de Ovette…?

Sonreí una vez más ante su miedo porque se tratara de una pregunta trampa.

—Eso es —contesté dibujando pequeños puntitos debajo de los triángulos hasta llenar la pizarra—. Así que tenemos a Lowden, elegido por los consejeros, que son elegidos por los ciudadanos de Ovette. Y tenemos también a un montón de gobernadores, que son elegidos por los ciudadanos de sus gobernaciones. Pero, si hacen mal su trabajo, saben que después de cuatro años no los volverán a votar. Con lo cual…, ¿quién manda entonces en Ovette?

—Los ciudadanos —respondieron los niños.

Sonreí, asentí y les di la razón.

Ojalá fuera verdad. Ojalá fuera tan sencillo y no importara dónde hubieras nacido, o el dinero que tuvieras, o quién fuera tu familia. Pero ese era un tema para otra lección.


3

Cuando llegué a la Sala de Esgrima para la siguiente sesión, Luther ya estaba allí y había vuelto a cerrar las cortinas, dejando un par de candelabros encendidos en el suelo.

—Buenos días —lo saludé quitándome la chaqueta.

—Hoy intentaremos repetir el mismo ejercicio que el otro día —me dijo, impaciente—, para comprobar si fue solo la suerte del principiante, o si tienes algo de talento real.

—De acuerdo —acepté, intentando no sentirme ofendida.

Me acerqué a él y Luther repitió los mismos pasos que en la primera sesión. Dirigió mi respiración con su voz suave y aterciopelada, aunque, al contrario que unos días antes, no conseguía relajarme. No podía dejar de pensar en la advertencia de Jane Durant y en lo que Sara me había dicho. La Guerra de las Dos Noches, los rumores que había en la frontera, lo que Luther podía saber sobre ello que fuera de ayuda para el Gobierno… ¿Habría tenido algo que ver con el hechizo que creó Mikke?

—Aileen, tienes que concentrarte —me dijo, con dureza.

Abrí los ojos y suspiré con fuerza.

—Lo siento —murmuré.

Luther me miró con el ceño fruncido. Fue a decir algo, pero pareció pensárselo mejor.

—Una vez más.

Roté los hombros, cerrando los ojos, intentando olvidarme de todo. Luther comenzó a susurrar de nuevo y me obligué a concentrarme en su voz, sintiendo la magia fluir por mi cuerpo. Antes de que pudiera abrumarme como en la sesión anterior, Luther me indicó que abriera los ojos, despacio, y obedecí.

—Pon la mano derecha ante ti, boca arriba.

Alcé mi mano, lentamente.

—Ahora intenta dirigir tu magia hacia tu palma, como si pudieras verla.

Hice lo que me indicaba y pude sentir el peso de mi magia sobre mi mano, como si hubiera una bola de metal sobre ella. Bajé el brazo sin darme cuenta y Luther extendió su mano para corregirme.

—No, no la…

No pudo decir nada más porque, en el momento en que me tocó, se oyó un crac y noté una fuerte corriente en la piel. Me aparté de un respingo, llevándome la mano al pecho. Luther también parecía sorprendido, mirando su mano por un lado y por el otro.

—¿Estás bien, Aileen? —me preguntó con el ceño fruncido—. Déjame ver.

Dudé un instante, pero finalmente le ofrecí mi mano. Luther la cogió con cuidado y solo sentí su piel cálida contra la mía. Tenía la sensación de que debía haber alguna marca en mi piel, una rojez, una quemadura, algo, pero no había nada.

—¿Estás bien? —volvió a preguntarme Luther soltando mi mano.

—Sí, creo que sí. ¿Qué ha sido eso?

—A veces la magia reacciona de forma inesperada al entorno, no es nada de lo que preocuparse. Podemos dejarlo aquí por hoy.

Luther abrió de nuevo las cortinas con un gesto mientras yo flexionaba varias veces los dedos.

—¿Seguro que estás bien?

Metí las manos en los bolsillos, alzando la mirada.

—Sí, sí. No ha sido nada.

Luther asintió y me marché, apretando el frío metal de mi reloj contra los dedos, intentando borrar la extraña sensación de la magia. No quería darle importancia, aunque tampoco terminaba de creerme sus palabras. Todo el mundo me había asegurado que las técnicas norteñas no tenían nada que ver con la magia oscura, pero… Tal vez la reacción se debía a que él sí la usaba y mi magia había reaccionado así a la suya. Sabía que muchos norteños utilizaban magia oscura, que allí era algo prácticamente normal, pero solo pensar en ello me hacía sentir sucia. Y si lo ocurrido no fuera extraño, Luther no se habría sorprendido, ¿no?

No ayudó a tranquilizarme que esa misma tarde se presentara en mis habitaciones.

—Hola —lo saludé, extrañada, al abrir la puerta.

—Aileen.

Después de un largo momento, reaccioné y me aparté.

—Pasa.

Luther entró en la sala y cerré tras él.

—¿Quieres un té? —pregunté, al ver que no decía nada.

—Sí, gracias.

Le indiqué que se sentara en el sofá y puse la tetera a calentar en la chimenea. Podría haberlo hecho con magia para acelerar las cosas, pero no quería usarla para algo tan sencillo delante de Luther.

—Quería asegurarme de que estabas bien —dijo él—. Tras lo de esta mañana.

—Sí, ha sido raro, pero no he vuelto a notar nada.

Luther asintió y esperamos en silencio hasta que la tetera empezó a silbar. La puse sobre la mesa, saqué mi caja de tés y se la ofrecí.

—Elige el que quieras.

Yo cogí una de mis mezclas y me serví. Él curioseó la caja e inhaló el perfume del té blanco con una sonrisa.

—Buen té del norte. A veces se me olvida que eres m-mitad de allí.

Lo miré sin poder evitar una sonrisa, algo incrédula por su titubeo.

—Mestiza, quieres decir.

Antes de que pudiera negarlo, seguí hablando, removiendo mi cuchara infusora.

—Puedes decirlo, no me molesta en absoluto la palabra —insistí.

Luther dio un toquecito a la taza con un dedo y su té estuvo listo al instante. Yo seguí removiendo mi cuchara con deliberada lentitud.

—No es una palabra apropiada para una Thibault.

—No soy una Thibault, soy una Dunn —repliqué, cortante—. Como mi padre. Nacida y criada en Olmos.

Luther se llevó su taza a los labios y dio un breve sorbo.

—Y, sin embargo, es el dinero de los Thibault el que te mantiene en la corte —me contestó, clavando sus fríos ojos en los míos.

Le aguanté la mirada, apretando los labios.

—Si tienes algún problema conmigo, puedes dejar esto cuando quieras. No sé qué esperabas, porque mis abuelos saben perfectamente quién soy y en qué creo.

—Si tan claro tienes que eres sureña, ¿por qué quieres aprender nuestras técnicas? ¿Para poder prohibirlas en la corte también? —me espetó.

Respiré hondo varias veces, conteniéndome. Lo fácil habría sido no darle explicaciones, dejarle creer lo que le diera la gana sobre mí, pero estaba harta de que la gente intentara simplificar mis ideas. Que quisieran obligarme a elegir un lado del río.

—Como tú mismo has dicho, soy mestiza. Me crie en Olmos, pero vine a estudiar a la corte para aprender todo lo posible, distintas formas de hacer las cosas, y no solo lo que enseñan allí. Porque creo que el conocimiento no tendría que estar limitado por tu lugar de nacimiento.

Luther me miró en silencio, bebiendo su té. Yo saqué el infusor de mi taza y di un primer sorbo. El té me había quedado insípido y amargo a la vez.

—Estoy a favor de estudiar la magia en todas sus formas —dijo al fin—, pero nuestra manera de usarla no es algo que analizar y catalogar para poder juzgarlo. Es una forma de vida. Es nuestra forma de ser.

—Lo sé.

—No estoy seguro de que sea algo que se pueda enseñar, no a alguien que no se ha criado en el norte.

Respiré hondo de nuevo.

—Pero estoy dispuesto a intentarlo —añadió tras un largo momento—. Si tú estás dispuesta a hacer un esfuerzo. No solo practicando, sino entendiendo lo que supone la magia para nosotros.

—Lo estoy. Y no sé si servirá de algo, pero… mi interés va más allá de lo académico. Siempre he querido conocer mejor el norte por sí mismo, y no solo por su educación.

Luther asintió, aunque no parecía completamente convencido.

—Está bien. Te veré dentro de tres días, entonces.

Dejó su taza de té encima de la mesa y se puso de pie. Lo imité.

—Allí estaré.

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La postura empezaba a resultar incómoda para mí, que estaba tumbada en el sofá, con una mano detrás de la cabeza y una pierna flexionada, así que prefería no pensar en lo incómodo que debía estar Ethan. Él estaba reclinado sobre mí, sosteniéndose sobre las manos, una a cada lado de mi cabeza. Podía sentir el peso de su cuerpo entre mis piernas y la magia con la que se ayudaba, pulsando a mi lado, tan personal como el olor de su colonia.

Me fijé en sus pequeños pendientes de oro y en sus ojos color avellana, que parecían más claros por el contraste con su piel oscura, casi negra en la semioscuridad de la habitación. Pensé en lo parecidos que éramos: ambos siempre conscientes hasta del más mínimo detalle de nuestra apariencia, para dar imágenes totalmente diferentes. Me resultaba curioso cómo, pese a su timidez, nunca se esforzaba en pasar desapercibido.

Ethan me miró a los ojos mientras yo reflexionaba sobre todo eso y, antes de darnos cuenta, estábamos riéndonos como idiotas.

—Va, chicos, cinco minutos más —nos pidió Noah.

Carraspeé y me mordí el labio inferior, intentando concentrarme en la música que sonaba en el gramófono. Ethan cerró los ojos y, cuando los abrió de nuevo, volvía a estar serio.

Noah, sentado en el suelo, esbozaba con rápidos trazos sobre un papel. Se había recogido un par de largos mechones de pelo negro con horquillas para que no le molestaran, y tenía los labios manchados de carboncillo, de tanto llevárselo a los labios mientras pensaba.

El disco que estaba sonando terminó y Sara, que estaba leyendo junto a una ventana, se levantó para cambiarlo.

Aún no habían pasado los supuestos cinco minutos cuando Liam entró en la salita, seguido de Claudia. Ambos nos miraron un momento, pero ninguno dijo nada sobre la extraña situación.

—Ey.

—Buenas tardes —saludó Claudia, algo cortada.

—¿Queréis té? —nos preguntó Liam.

—Por favor —contestamos Ethan y yo a la vez, lo que hizo que volviéramos a reírnos.

Noah resopló, pero siguió dibujando, sin decir nada. Claudia cogió la tetera del armario y se dirigió a la chimenea, lo que hizo que me preguntara cuántas veces habría estado ya en las habitaciones de los chicos.

—¿Estás nerviosa por lo de mañana? —le preguntó Liam mientras sacaba las tazas.

—No mucho —le contestó Claudia.

—¿Qué pasa mañana? —intervine desde el sofá.

—Es mi mayoría de edad.

—¡Enhorabuena! —exclamé con sincera alegría—. ¿Quién va a dirigir la ceremonia? ¿El presidente Lowden?

—Sí.

—Qué suerte. Yo la hice en Olmos y la dirigió mi padre, que ya era gobernador. Que prefiero que fuera él, pero bueno, estando en la corte es genial tener a Lowden.

Los sureños celebrábamos la mayoría de edad al cumplir los dieciséis años, y lo hacíamos con una ceremonia en la que nos comprometíamos ante el resto de la comunidad a hacer un uso responsable de nuestra magia. El presidente Lowden no era solo el líder del Consejo, sino uno de los miembros más destacados de la comunidad sureña, lo que lo convertía en la persona perfecta para dirigir la ceremonia.

—No pareces muy emocionada —comenté tras un momento.

Claudia se encogió de hombros.

—Al final, mis padres no han podido venir. Sé que celebrarlo en la corte y con Lowden es especial, pero… no sé. Es raro no tener a gente conocida cerca. Aparte de Liam, claro.

Por muy insufrible que pudiera llegar a ser, sentí una punzada de empatía por Claudia. Recordaba lo difícil que era llegar a Rowan y conocer a tanta gente nueva, con costumbres tan diferentes a las mías. Y eso que yo al menos ya conocía a Sara. Miré a Ethan, que seguía inmóvil sobre mí, y vi su pequeña afirmación.

—Me gustaría ir —le dije a Claudia—. Si no te importa.

—¿En serio?

—A mí también —añadió Noah, sin alzar la mirada del papel—. Las de Liam y Aileen nos gustaron mucho.

—Bueno… Si queréis… —contestó ella, azorada—. A mí me gustaría que vinierais, claro.

Sara cerró el libro y se puso en pie.

—Pues entonces mejor voy sacando la ropa, que se tiene que airear. Aileen, ¿saco tu traje?

—Sí, gracias, ya sabes cuál es.

Sara apenas había cerrado la puerta cuando Noah dejó la tabla de madera sobre la que sostenía el papel junto a él.

—Ya he terminado.

Ethan se dejó caer inmediatamente a mi lado, casi aplastándome. Me aparté para hacerle sitio y me senté.

—No siento los brazos —protestó Ethan.

Noah se incorporó sobre sus rodillas y se acercó a él.

—Ya será para menos —le respondió frotando uno de sus brazos entre sus manos, intentando hacer algo de magia curativa con poco éxito—. Lo siento, no es lo mío.

—No importa. Me ayuda igual.

Yo me estiré y fui a la mesa, donde me esperaba mi taza de té recién hecho.

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La ropa que debíamos vestir para la celebración de una mayoría de edad era la ropa de gala sureña, que se usaba solo para las más extraordinarias ocasiones. En la corte se celebraban bastantes bailes y recepciones de gala, pero eran vistos como algo ajeno a nosotros y muy pocos sureños asistían a esos eventos, prefiriendo aquellos que eran más informales. E incluso cuando asistían, lo hacían casi siempre con un estilo algo menos formal, reservando la ropa de gala para los eventos sureños. No pretendía ser un desprecio hacia el norte y no se entendía como tal, aunque Sara hubiera preferido que todo el mundo fuera de gala norteña a los bailes que organizaba.

Noah, Ethan y Sara, por supuesto, no llevaban las mismas ropas que nosotros. Ellos vestían sus trajes de gala habituales, pero los habían encargado en colores apagados, y el vestido de Sara no tenía cancán, para ser algo más sencillo. Mi ropa de gala, sin embargo, consistía en pantalones largos ajustados, botas de cuero altas, blusa, corpiño y casaca; todo en verdes y marrones oscuros. Las prendas eran de lana virgen y tenían intrincados bordados, pero los colores eran los mismos para todo el mundo, buscando dar una imagen de unidad entre los asistentes.

El pelo, aunque suelto, me lo había encerado hacia atrás, y el kohl lo había aplicado en abundancia, cubriendo desde mis sienes hasta el puente de mi nariz y dejando los bordes emborronados. Por último, Sara me ayudó a teñirme las manos con ceniza.

—¿Vamos? —me preguntó cuando terminamos.

—Vamos.

Fuimos a recoger a los chicos, cuyas habitaciones estaban más cerca del salón donde se iba a celebrar la ceremonia. Cuando los vimos, Sara y yo no pudimos evitar sonreírnos.

—Tengo los amigos más guapos de todo Ovette —dijo ella cogiéndose del brazo de Ethan, que sonrió, avergonzado.

Con la ropa oscura, en vez de los tonos claros que solía usar para destacar el color de su piel, Ethan no llamaba tanto la atención como de costumbre, y Liam, aunque se había peinado mejor de lo habitual, tenía aún el aspecto desgarbado de la adolescencia. Sin embargo, Noah, tan alto como mi primo, estaba insoportablemente guapo. Se había hecho varias trenzas en el pelo, apartándoselo de la cara, pero sin recogérselo del todo.

—Vosotras estáis espectaculares —nos dijo Noah ofreciéndome su brazo.

Lo acepté y seguimos a Liam, que ya se dirigía al salón, retorciéndose las manos cubiertas de ceniza.

—Es adorable —oí que Sara le murmuraba a Ethan—. No lo había visto nunca así.

Aunque Claudia apenas acababa de llegar a la corte, muchos sureños habían decidido asistir a la ceremonia para celebrar con ella su mayoría de edad. Saludé rápidamente a Ane, la encargada de los invernaderos, que iba acompañada de su mujer Itxa y sus dos hijos pequeños, y fui a colocarme con mis amigos junto al podio.

Apenas nos habíamos situado cuando el presidente Lowden entró en la sala y todos los sureños nos dejamos caer sobre una rodilla, dejando en pie solo a Noah, Ethan y Sara, que inclinaron la cabeza. Arrodillarse no era una señal de respeto reservada al presidente del Consejo, sino a los líderes sureños más destacados. Lowden era la única persona ante la que nos arrodillábamos entonces.

Después de unos momentos, volvimos a ponernos en pie y Lowden se acercó al podio. Intenté no sentirme intimidada, pero entre sus facciones duras, el pelo salpicado de canas y el parche que cubría su ojo izquierdo, cegado durante la guerra, resultaba difícil.

—Hoy —comenzó Lowden, con su voz grave reverberando en las paredes de piedra— una joven sureña se convierte en una persona adulta, con las responsabilidades que eso conlleva. Claudia Maine, acércate.

Claudia entró en la sala. Iba vestida como el resto de sureños, pero su kohl era más discreto que el mío y llevaba una diadema de flores en el pelo. Sus manos, por supuesto, estaban limpias.

Tras acercarse a Lowden, este siguió hablando. Sobre cómo la magia no era un bien inagotable, cómo debía ser usada de forma responsable y nunca para hacer daño, cómo era nuestra responsabilidad devolver a la naturaleza parte de lo que esta nos entregaba, ayudando a que los cultivos crecieran sin problemas y que ninguna cosecha se echara a perder. Lowden cogió un cuenco y metió la mano en él para sacar un puñado de cenizas, símbolo del final de la vida. Claudia le ofreció sus manos limpias.

—Recuerda siempre que la naturaleza nos lo da todo —siguió Lowden manchando las manos de Claudia con cuidado —. Nos da la vida, nos da la magia y, cuando mueras, te dará un lugar en el que descansar. —Lowden cogió una pequeña semilla y la colocó sobre las palmas de nuestra amiga—. Hasta entonces, no temas nunca ensuciarte las manos. Bienvenida.

Claudia se giró hacia los que estábamos observando la ceremonia y nos enseñó sus manos manchadas, como las nuestras. Nosotros aplaudimos con fuerza, emocionados.

Después de hablar un rato con la gente que se había congregado, decidimos irnos a cenar al pueblo, así que nos despedimos de todo el mundo y nos dirigimos a los establos para coger un par de carruajes. Sin embargo, antes de salir del castillo, nos cruzamos con Luther Moore que, tras mirarnos, sorprendido, me saludó con una inclinación de cabeza.

—Ahora os alcanzo —le dije al resto.

Me acerqué algo nerviosa a Luther, que me miró de arriba abajo con las cejas alzadas.

—¿Una ocasión especial? —me preguntó.

Metí las manos en los bolsillos de la casaca y asentí.

—La mayoría de edad de una amiga. De hecho…, vamos a ir ahora a celebrarlo y no sé a qué hora volveremos… ¿Te importa si retrasamos la próxima sesión hasta pasado mañana?

Pude ver en su cara que sí le importaba tener que cambiar sus planes, pero esbozó una sonrisa de todas formas.

—No, claro que no. Allí te veré.

—Gracias. Hasta luego.

Me di prisa para alcanzar a mis amigos, que ya habían preparado los carruajes, y nos dirigimos al Aguadero, nuestro lugar favorito de Rowan. Siempre hacíamos lo mismo: hablar, beber y bailar; pero era nuestro sitio especial.

—Me ha dicho Liam que vais mucho al Aguadero —comentó Claudia.

—Va mucha gente de todos sitios, incluso extranjeros. Tiene un estilo muy particular —le expliqué.

—¿Pero es un local sureño o norteño?

Sara, sentada junto a mí, intentó compartir una mirada conmigo, pero resistí la tentación de girarme hacia ella.

—Ninguno de los dos. O los dos a la vez. Es una mezcla y también… es algo diferente. Tocan música del norte y del sur, aunque también cosas nuevas, o de otros países.

Claudia frunció el ceño y supe que le era difícil comprender lo que le explicaba. Recordaba haber sido una recién llegada a la corte, creyendo que el mundo se dividía en norte, sur y todo lo demás. Para mí había sido un alivio descubrir un sitio en medio, figurada y literalmente, ya que Rowan se había construido en la antigua frontera, cuando norte y sur habían decidido unirse por fin. Pese a las disputas entre ambas comunidades, después de siglos de comercio y diplomacia, todo el mundo nos conocía ya como Ovette, el nombre del río que nos separaba. Y una vez construidos los puentes, había sido más fácil defender nuestras fronteras naturales y construir Rowan junto al agua, con el castillo en la otra orilla.