Kitabı oku: «Mis memorias», sayfa 3

Yazı tipi:

Quedamos, por lo tanto, mi madre y yo otra vez solos, contando yo entonces escasos seis años, y ya alternaba con los chicos de mi calle, tomando parte en las peleas del barrio contra los de otro, en las que intervenían combatientes todos mayores que yo. Iba con ellos a cazar pajaritos en el campo, robar melones, encargándome del papel de «chivato», porque por mi corta edad no era útil para otra cosa, y por la noche, antes de cenar, quitábamos los pies de madera de los puestos del Rastro para utilizarlos como combustible en nuestras cotidianas «fogaratas».

Todas aquellas correrías en las que yo tomaba mínima parte, aprovechando la ausencia de mi madre, que estaba en su trabajo, excitaban mis nervios que, por la noche, me hacían soñar fuerte, momentos que mi madre aprovechaba para entablar conmigo un diálogo, haciéndome preguntas a las que yo, dormido, contestaba inocentemente, y por la mañana, mientras me lavaba y vestía, me contaba mis «hazañas» del día anterior, con todos sus pelos y señales como si las hubiera presenciado gracias a «un pajarito» que se las había contado, dejándome tan impresionado que me hizo pensar si el supuesto «pajarito» pudiera ser algún compañero «chivato» cuando lo era yo mismo, sin darme cuenta de ello.

Unido esto a que mi madre se enteró de que, por aquellas correrías, iba menudeando los «novillos» faltando a la escuela, decidió tomar conmigo una determinación drástica, para ella heroica, aunque para los dos necesaria, para apartarme de raíz de la calle, que comprendía que para mí constituía un verdadero peligro, porque sabido es que muchos muchachos de Madrid se perdían por causa de la calle, en la que abundaban las malas compañías, de lo que yo no podría escapar si seguía por aquel mal camino, matando mi porvenir y haciéndonos desgraciados a los dos, por lo que puso manos a la obra sin perder un momento.

Había en nuestra vecindad un señor muy respetable que se llamaba don José Viñerta, que vivía con su único hijo, compañero mío de la vecindad y de la calle, aunque bastante mayor que yo, al que, como ocurre con la mayor parte de los militares, como lo era don José, aunque retirado, no podía controlar, porque su rigor inalterable en lo referente al cumplimiento del deber y de la ordenanza, sobre todo en el cuartel, se convertía en su caso en verdadera debilidad con los hijos y mucho más en su situación de soledad, puesto que era viudo y no tenía otra compañía que su único hijo, mi amiguito. Supimos que su papá, harto ya de los disgustos cada día mayores que le daba, le había internado en un colegio para sujetarle y mi madre, que lo sabía como todos los vecinos, se apresuró a informarse de él, de las condiciones y requisitos que se requerían para poder ser admitido en el colegio, decidiéndose a internarme también y mucho más estando allí, Pepe, mi amigo, que me echaría una mano en mis momentos de tristeza, que por cierto no habrían de ser pocos.

3 EN EL COLEGIO

Y, efectivamente, después de llenar las diligencias hechas por mi madre cerca del director del «Colegio de la Esperanza»,22 que así se llamaba, sito en la calle de Calatrava número 27, un día del mes de junio de 1876, se presentó conmigo en el establecimiento para internarme, lo que para ella significaba un sacrificio económico y moral, al mismo tiempo que una prueba a su temperamento y a su cariño, y, para mí, la iniciación de una nueva vida llena de privaciones y de contrariedades, de amarguras y desengaños de toda índole, no por infantiles menos sentidas, sino todo lo contrario, cuando me veía privado de los cuidados y mimos de madre, colmados de atenciones, y, repentinamente, trocados en tan diferente vida, sometido a un rígido reglamento de orden interior desconocido para mí e impropio para nuestra edad, que señalaba, hora por hora, nuestras diarias actividades, iniciadas a las cinco de la mañana y terminadas a las ocho de la noche, en que nos acostábamos, también reglamentariamente, quedando los dormitorios de seis camas cada uno, en el más profundo silencio que tan severamente se nos imponía.

La figura que, seguramente, quedó grabada en nuestra memoria fue la de Don José Ríos, hombre de escasísima cultura, de menguada educación, de conciencia bastante desahogada en provecho propio y en su bolsillo familiar a costa de los infantiles estómagos de los internos de los que estaba encargado, sus verdaderas víctimas, a pesar de los soporíferos sermones «teologales» que nos largaba como postre a nuestro desayuno y a nuestra cena, frugalísima como las demás comidas, que denunciaban de su parte un ininterrumpido caso de inhumanidad, porque, el tal individuo, autor de nuestro reglamento, al que estábamos mal de nuestra cuenta sometidos, estaba basado en la legendaria Ordenanza de la Marina de Guerra de mediados del siglo XIX, en la que había servido muchos años siempre embarcado, la más dura del Ejército por la severidad y la crueldad con que se corregía la menor falta y que iba de la mano, porque no conocía otra cosa, de la arbitrariedad con que nos trataba, aplicándola a nosotros sin tener la menor cuenta de nuestra edad, cual si quisiera desquitarse de lo sufrido por él durante su servicio militar.

Como decía, a las cinco de la mañana, lo mismo en invierno que en verano, don José recorría todos los dormitorios pronunciando la frase protocolaria, que repetía con el mismo tono 365 veces al año de «Buenos días, niños», que significaba, para nosotros, un inmediato salto de la cama para primero ir a saludarle en camisón de dormir y por turno, porque el que se quedaba rezagado un segundo, cosa muy rara, se encontraba con la brusca sensación, más intensa si era invierno y a esa hora, de verse destapado repentinamente, en medio de las risas de los compañeros.

Inmediatamente, nos poníamos solo los pantalones y nos calzábamos para proceder a nuestro aseo en la galería encristalada por la cubierta pero, lateralmente, al aire libre, que, en invierno, suponía una constante invitación peligrosa a una pulmonía, en donde, con un jarro de cinc, los primeros que llegaban a llenar de agua las palanganas muchas veces tenían que romper el hielo que cubría las tinajas, llenas de agua, destinada para ese servicio y para los generales de la limpieza de toda la casa que los internos teníamos que realizar, todos los días y por turno, desde subir el agua en una cuba, pendiente de un grueso palo que transportábamos entre dos, desde el primer patio de los dos de la finca hasta el segundo piso, al que daba acceso una empinada escalera, cruel e inhumano trabajo para criaturas de nuestra edad.

En cuanto nos lavábamos y nos peinábamos, porque teníamos todos el pelo cortado a rape, siendo nuestro diligente peluquero el propio don José, cada cual procedía a hacer su cama, midiendo la reglamentaria anchura del embozo que había de coincidir con la de todas las demás, consideradas y supervisadas por don José, como también la revista de los zapatos que, ante él, exhibíamos puestos en fila, cuya escrutadora mirada aplicaba las sanciones, siempre severas, cuando a su juicio no estaban lo suficientemente limpios, sin derecho a la menor reclamación ni disculpa, que consistían, generalmente después de una segunda limpieza por el interesado, en la supresión del desayuno, consistente en una jícara de chocolate, baratito, y tres rebanadas de pan, lo que no era otra cosa que una bien calculada e inhumana economía, un verdadero delito, en provecho suyo, para aquel encargado de nosotros, cuya dureza de carácter, brutalidad de procedimientos y falta de educación se extendía, además, a nuestros familiares que acudían los domingos a una hora exacta y «reglamentaria», las tres de la tarde, señalada por él para vernos en su presencia, lo que nos cohibía para formular ante ellos nuestras penas, ante el justificado horror a posteriores represalias.

A las siete de la mañana, tomábamos el chocolate después de una hora de estudio, con la apostilla de la lectura de un versículo, por riguroso turno, de un capítulo de la Biblia, seguida de un pesadísimo sermón de don José que se sentía gran orador, ante su infantil y sumiso auditorio, que había que demostrarse atento, ante los muchos dislates de aquel pobre hombre que se sentía teólogo y definidor de la fe, porque había sido colportor, es decir, vendedor propagandista ambulante de biblias, evangelios, nuevos testamentos, tratados, etc., editados por la Sociedad Bíblica de Londres, motivando en sus correrías, según nos contaba, muchos y verdaderos conflictos de orden público, provocados por los curas rurales que excitaban el fanatismo de los aldeanos en su contra.

A las ocho en punto salíamos, en fila reglamentaria, de su férula, bajando a la escuela graduada, sistema entonces desconocido en España, para entrar bajo la jurisdicción de nuestros respectivos maestros, ocupando cada uno su puesto, en la clase, según el grado en que estaba inscrito, confundidos con los compañeros externos, a los que mirábamos con admiración y envidia, porque venían de la calle y a ella volvían al acabar las clases. Nuestras aulas estaban, siempre, repletas de alumnos y de alumnas del barrio de la Paloma, por la justificada fama de que gozaba el colegio a pesar de ser protestante, lograda y difundida por aquellos contornos, aunque dominase el apelativo «protestante» que, en aquellos tiempos, olía a azufre infernal.23

A las once terminaban las clases de la mañana y subíamos, en la misma forma en que habíamos bajado, a nuestro piso del internado, comíamos nuestro clásico cocido para reanudar nuestras clases vespertinas de las dos a las cuatro de la tarde, tras las que, después de media hora de recreo, en la misma sala de estudio nos poníamos a estudiar las lecciones del día siguiente, generalmente, haciendo que estudiábamos, aunque sin levantar la vista del libro porque, seguramente, nos encontrábamos con la terrible de don José desde su sitio de observación al que teníamos más miedo que respeto, sobre todo a la «lagartija», como llamábamos a una correa redonda, que llevaba siempre en el bolsillo derecho y que desapareció, por la valentía de un compañero, aunque la sustituyó en seguida con otra de repuesto y que tenía siempre a mano para emplearla, sobre la marcha y sin piedad sobre nuestras espaldas indefensas y víctimas de su vesania, suponiendo cada correazo un verdugón seguro, cuyo dolor duraba algunos días.

La primera lección que yo sufrí de don José, recién internado, fue en una comida de mediodía, en la que observé, según se repartía el cocido, que la verdura era de nabos, cuyo olor me levantaba el estómago e, inocentemente, la inocencia de seis años, rogué al que lo repartía, uno de nosotros mismos, que me suprimieran los nabos porque no me gustaban, y cuando trajo mi plato apareció a mi vista con muy pocos garbanzos, cubiertos abundantemente de nabos, excitando mi semblante de contrariedad la hilaridad de todos los compañeros, mientras don José, entusiasmado con su «éxito», me decía con la mayor satisfacción:

–Cómelos, hijo, que están muy buenos.

Dado mi temperamento, que durante muchos años de mi vida no me ha abandonado, proporcionándome no muy pocos disgustos, aunque contaba pocos años, no dejaba de ser muy «tieso» y preferí no comer el cocido que era casi la única comida nutritiva, relativamente, que consumíamos durante todo aquel día, y al disponerme a comer mi ración de carne y de tocino, don José, que no me quitaba ojo, me advirtió ya en serio que tenía que comer previamente el cocido con los nabos, pero yo sin poder contener la rabieta preferí no comer más que la sopa, voluntariamente, anterior plato al incidente.

Llegó la hora de la cena, frugal como siempre, consistente en un tazón de café con leche, o cosa parecida, con pan migado, y me encontré con el tazón detrás del plato que contenía los nabos y de la carne, fríos desde luego, ante las risas de mis compañeros, pendientes del torneo mudo, entre don José y yo, muy desigual en armas a esgrimir y en edad y resistencia, en el que yo fatalmente habría de resultar vencido. Pero yo seguí, sin embargo, en mis trece, yéndome a la cama, sin cenar, pasándome toda la noche llorando bajo las sábanas, acordándome de mi madre, a la que no me atreví a decir nada referente a mis cuitas durante sus visitas dominicales por la vigilante presencia de don José; y durante el desayuno del siguiente día me encontré enfilados sobre la mesa, ante la expectación y las risas de todos, en primer lugar, los nabos, y detrás, la carne, el tocino, el tazón de la cena y el chocolate del desayuno, que estaba el más distante y al que había que llegar pasando por los otros que había de consumir, previamente, y hube de claudicar y de proceder, llorando, a engullirlos hasta poder llegar al chocolate caliente y algo dulce y consolador, pero a la fuerza de vasos de agua para tragar, cual medicina, los nabos, guardándome en lo sucesivo decir la menor palabra de disgusto, cuando se repartía esa verdura por temor a que don José me cargara el plato de ella, aunque, con el tiempo, me reconcilié con los nabos, como cosa preferida.

Gozaba yo en el Colegio fama de dócil, obediente, cumplidor riguroso del célebre reglamento de don José, mucho más de estimar en mí, acostumbrado, como estaba, a los solícitos cuidados y mimos de mi madre; pero también, la tenía de ser muy propenso a la protesta y hasta a la rebeldía, cuando se me hacía víctima, por quien fuera, de alguna injusticia o atropello, tanto en la clase por cualquier profesor, como en la cotidiana vida en el internado. Y en ese orden se produjeron episodios, algunas veces de verdadera gravedad, ante mi resuelta e indómita entereza en sostener mi razón y mi derecho, sin admitir el menor convencimiento de lo contrario, actitud que se acentuaba en cuanto se intentaba cohibirme por la fuerza, en que ya no respetaba a nadie, jugándome el todo por el todo, a pesar de mi convencimiento de que no habría de salir vencido y maltrecho, por ser una criatura que contestaba ya insensatamente, haciendo frente a mis profesores en plena clase motivando, más de una vez, ser el tema obligado en las hebdomadarias juntas de profesores que se celebraban todos los sábados en la casa del director, sita en la calle de la Almudena, antiguo palacio de la duquesa de Éboli que tanto brilló por su hermosura y su coquetería en la corte de Felipe II, y, entonces, propiedad del duque de Sexto, confidente del rey Alfonso XII en las aventuras nocturnas y correrías amorosas de aquel monarca por los Madriles, tan comentadas en las casas de vecindad y festivas críticas en los palacios aristocráticos.

Como demostración de aquel carácter indomable mío en tales casos, únicamente recuerdo lo que en cierta ocasión me ocurrió en la clase de latín, a cuyo cargo estaba el profesor don José Aguilera y Montoya, un buen orador que sabía hacerse oír en los debates del Ateneo de Madrid, instalado entonces en la calle de la Montera, pero empedernido jugador que se pasaba las noches enteras sobre el tapete verde, tirando de la oreja a Jorge, dilapidando tontamente el patrimonio de su mujer, hija de una acomodada y linajuda familia asturiana, agraciada y respetable señora, digna de mejor suerte; y muchas veces notábamos en clase las consecuencias de su agitada noche anterior, adversa desde luego, el que el sueño y las preocupaciones le dificultaban dar la clase con la serenidad y la paciencia necesarias, todo lo contrario, porque, sin darse cuenta, descargaba su mal humor sobre nosotros, pobres muchachos salidos por unas horas de la férula de su tocayo, el Sr. Ríos, no fijándose en si tenía, o no, razón.

Una vez, tuve yo la desgracia de que me tocara enfrentarme al mal humor suyo, cuando me preguntaba la lección de Latín que sabía perfectamente, con insospechada e inmotivada violencia, fundándose en que no la decía a pie de la letra, cosa a la que fui siempre renuente por sistema, por entenderlo hasta denigrante, por lo mecánico. Sí noté, como todos mis compañeros de clase, que no prestaba atención a lo que yo decía, sin duda, al sueño y a la desastrosa noche pasada, cuando de repente me dijo que no sabía la lección, mandándome sentar, secamente, entablándose entonces una discusión entre los dos, ajetreo que se hizo cada vez más violento, por pretender él imponerme su criterio, complemente contrario al mío al sostener que sabía la lección y que la había dicho bien, criterio que, conmigo, compartían todos mis compañeros, resultando de mi tozuda actitud unos cuantos cachetes y un encierro en la clase hasta las cuatro de la tarde, o mejor, hasta las cuatro y media, lo que para mí suponía, según el reglamento de don José, la privación de la comida y de la cena, como ocurría al que subía de la clase cinco minutos después de los demás.

Al día siguiente, pues el incidente se suscitó un lunes por la mañana, el Sr. Aguilera empezó la clase preguntándome la lección que motivó el injusto castigo.

–No la sé –respondí con la mayor tranquilidad.

–Pues, ¿qué has estado haciendo aquí durante tantas horas en que estuviste encerrado?

–Pues, nada, paseándome por la clase o durmiendo.

–¿Sí? –me contestó indignado–. Hoy el mismo castigo que ayer, hasta que te la sepas.

Y este diálogo, tan corto como para mí transcendental, se repitió, lo mismo que su dura sanción, exactamente toda la semana, durante la que me sostuve con el frugal chocolate, ya descrito, al que no alcanzaban las consecuencias del castigo reglamentario según don José.

El viernes, una maestra de la sección de niñas llamada Trinidad llamó a la puerta de mi encierro por la tarde y me introdujo un paquete con pan y queso por debajo de la puerta, que agradecí emocionado, al mismo tiempo que empujé hacia fuera, no accediendo a sus suplicas para que lo tomase, respondiéndola yo que lo sentía mucho y que no lo tomase a desprecio, pero que estaba dispuesto a dejarme morir de hambre, aun sabiendo perfectamente la lección desde que me la preguntaron por primera vez.

Esta actitud mía, tan decidida como invencible, llego a oídos del director del Colegio, y fue planteada en la junta de profesores del día siguiente en su casa, en la que supe mucho después que la mayoría de los concurrentes consideraba excesivo, y hasta cruel, el castigo al que estaba sometido y que, de seguir, podría acarrear responsabilidades y hasta escándalo en la prensa, con graves consecuencias para el Colegio, acordándose que el director, Sr. Fliedner, me llamase aquella misma tarde a su casa para lograr de mí por las buenas convencerme para deponer mi actitud; y, a las seis de la tarde, hora en que salía de mi diario encierro, me ordenó don José Ríos que me presentase en casa del director acompañado de mis libros de Latín, cosa que obedecí sobre la marcha, sin preocuparme el verme en libertad y en la calle, presentándome en su despacho, quien con todo cariño me preguntó por qué no había querido dar la lección durante todos los días de la semana que estuve encerrado, por orden del profesor.

–Porque la sabía el lunes, la dije bien cuando me la preguntó por primera vez, y, sin embargo, me castigó injustamente diciéndome que no la sabía.

–Y, si la sabías ¿por qué no la diste al día siguiente?

–Porque no la podía saber mejor que el lunes, y, por eso, no volví a abrir el libro en toda la semana –respondí indignado y llorando.

–Vamos, no llores; ¿y te la sabes aún?

–Sí, señor, y puede usted tomármela, a pesar de no haberla repasado desde el primer día.

–Pues, si la sabías, debiste habérsela dado a don José Aguilera, que sabes te quiere tanto y te hubieras ahorrado el castigo de toda la semana. Anda, vuelve al Colegio y lleva este papel a don José Ríos, en el que le pido te den de cenar.

Al lunes siguiente, antes de empezar la primera clase, que era, precisamente, la de Latín, me llamó aparte el profesor Aguilera, preguntándome cariñosamente por qué me portaba así con él, sabiendo lo mucho que me quería, contestándole yo que porque me castigó sin merecerlo, porque me sabía la lección.

–Bueno –me dijo–, no hablemos de eso, ni más sobre este asunto. Dame un abrazo y a ser buen muchacho. En adelante quedamos tan amigos, como siempre. ¿No te parece?

Y así sucedió, volviendo yo a ser la fierecilla amansada, dócil, obediente, como siempre y, también, razonable… cuando no se me atropellaba.

Tuve la suerte en el Colegio de que mis profesores y mis compañeros reconociesen condiciones intelectuales que sustituía y compensaba, con mucho, mi poca diligencia en el estudio, puesto que tenía la costumbre de preparar mis lecciones con la mayor rapidez, menos las matemáticas, cuyo libro no abría durante todo el curso y, sin embargo, con gran admiración del profesor, don Manuel Rodríguez Navas, autor de muchos libros de enseñanza publicados en su mayoría por la célebre editorial Calleja24 y que me tenía como el primero en las clases de Aritmética, Álgebra, Geometría y Trigonometría, dándose el caso, muchas veces, de salir al encerado para hacer la demostración de un teorema, por ejemplo, de Álgebra, fuera o no difícil, cuyo enunciado oía de su boca por primera vez, para que al cabo de unos minutos me daba cuenta de él en rápida concentración y emprender la demostración, llenando de letras y cifras el tablero, acompañando a las deducciones orales que al mismo tiempo iba emitiendo, hasta llegar a la conclusión con una claridad y una exactitud a la que no daba la menor importancia, inocencia infantil, creyendo que había cumplido, satisfaciéndome la aprobación del profesor que en seguida me preguntaba:

–¿Dónde has estudiado esa demostración?

Contestándole, yo, tímidamente:

–En el libro. –Subiéndome el pavo, al hacer esta afirmación.

–Búscamela, a ver si la encuentras.

Y resultaba, en efecto, que la demostración del teorema que contenía el libro era muy otra, tan exacta como la mía, pero planteada en distinta forma, demostrándose que la mía era original e improvisada, lo que daba margen a que mi maestro y tocayo me largase una filípica contra mi falta de aplicación, a pesar de ser, como me llamaba, el gallito de la clase y declarar al final del curso haber sido, yo, sin darme cuenta de ello, quien, realmente, había explicado las clases de Geometría del Espacio y Trigonometría, a lo que obedecía el hecho de sacarme, todos los días, al encerado, para que resolviera, ante la clase, todos los problemas que exigía el programa.

Me acuerdo que cuando apenas tenía diez años, siendo aún alumno de enseñanza primaria, escribí en la sala de estudio, en vez de estudiar mis lecciones, una Aritmética Elemental, como propia de mi edad, sencillísima y muy original en las demostraciones y tan sumamente claras, que un niño, más pequeño que yo, las hubiera comprendido sin el menor esfuerzo.

Pero las crisis provocadas por mi carácter, que, sin ser díscolo a veces lo parecía, puso al director en el caso de llamar a mi madre, para decirla que se hiciera cargo de mí, porque era imposible dominarme, puesto que después de cada una de sus visitas cada domingo parecía que cobraba nuevos bríos, cosa que realmente no era exacta, porque mi mamá cuando me quejaba jamás me dio la razón, sino, todo lo contrario, aunque mucha veces supiera que la tenía.

Al oír al director, mi pobre madre, a la que le planteaba el más serio problema de su vida, suplicó llorando que volvería de su acuerdo estando dispuesta, ella, a toda clase de sacrificios para que continuase en el Colegio y, entonces, don Federico, algo conmovido, accedió, pero a condición de que no volviera a visitarme, ni a verme los domingos durante una larga temporada, como vía de prueba porque tenía la seguridad de que su ausencia modificaría mi carácter, ante mi convencimiento de que me faltaba el apoyo materno.

Y aquí sobrevino el caso más heroico que pudo rendirme mi madre, mucho mayor que en el incendio de la calle de la Ruda, que tanto encomió la prensa madrileña, que era el de aceptar tan dura prueba como la que exigía el director para ella, tan transcendental en mi porvenir, como la de no aparecer por el Colegio, como lo prometió y lo hizo, aunque no podía privarse de verme los miércoles y los sábados por la tarde, cuando en fila íbamos de paseo pasando por la calle de la Paloma o la de Toledo, escoltados por nuestro cancerbero don José Ríos, escondida en un portal, frente a la acera sin que yo lo notase, ni desde luego me apercibiera lo mismo que nuestro don José.

Como la prueba era verdaderamente dura para mi madre y transcendente para mí, convencida de que no tendría fuerzas para someterse a ella por mucho tiempo, tomó la resolución, como ya he dicho heroica en verdad, y acordándose de las reiteradas llamadas de la familia de don Tomás, tanto de su padre, pero especialmente de su hermana doña Daría, casada con el notario de Torrelaguna y que gozaba de una gran posición, decidió ausentarse de Madrid y un día se presentó en la casa del director del colegio a despedirse, diciéndole que como no podía resistir más tiempo no verme, estando en Madrid y privarse, además, de abrazarme, mirando por mi bien y sosteniendo su palabra empeñada, había resuelto ausentarse de Madrid, poniendo tierra por medio.

Y, así lo hizo. Sin despedirse de mí y con el corazón partido marchó a Torrelaguna, presentándose en casa de doña Daría y haciendo su debut constituyéndose como enfermera única de su hijo Juanito, que tendría mi edad, atacado de viruela negra, no entrando nadie en la alcoba del enfermo, entregada en absoluto a sus cuidados, no separándose de su cama mientras duró la enfermedad, a pesar del peligro que corría de contagiarse, conviniendo los médicos que le asistían, lo mismo que toda la familia de don Tomás, cuando la enfermedad hizo crisis, que el enfermo debía la vida a los cuidados y a la maternal solicitud de Agustina, a la que tanto debían, a mi madre, que, providencialmente, se presentó con tanta oportunidad y en situación tan crítica, siendo considerada desde entonces por parte de toda la familia y, especialmente, por Juanito, su enfermito, y sus padres, pues aquel guardó siempre a mi madre y a mí verdadero cariño, llorando conmigo, ya hombres, la misma amargura el fatal día de su muerte.

Como don Tomás continuaba en El Vellón ejerciendo su cargo, solterón y medianamente atendido en casa de un vecino del pueblo labrador, la familia le aconsejó que pusiera casa y que mi madre que fue siempre el paño de lágrimas, en el sentido afectivo de aquella agradecida familia, se hiciera cargo de la casa y le tuviera a su cuidado, como así ocurrió durante muchos años, hasta su fallecimiento, cuando todos los que formaban la familia Vera-Sanz consideraron irreparable la desgracia para todos y especialmente, para el médico, que, muy pronto empezó a sentir los perjuicios en sus intereses, al extremo de decidir, por consejo de la familia, casarse con una prima que en su juventud fue novia suya, persona bien educada pero que cometió el error de aislarse de toda la gente del pueblo, pasándose, además, largas temporadas en su pueblo, Torrelaguna, con su familia, dejando solo a su marido, provocando, todo ello, serios disgustos matrimoniales, extravíos del cónyuge que finalizaron en una avenida y conveniente separación, sobre todo para él, que con el casamiento no había resuelto, nada, sino todo lo contrario. Porque en vida de mi madre, que trataba con todo el mundo, la casa de don Tomás estaba muy concurrida por la atracción de las simpatías a mi madre, donde todo el mundo gozaba de la mejor acogida y donde no se desdeñaba a nadie si se le podía favorecer en algo, mientras que, desde el desdichado casamiento, cambió del todo la decoración, echando todo el pueblo de menos a doña Agustina, tan popular, por ser la madrina de muchos de sus hijos.

Pero, retrotrayendo los hechos a mi historia de colegial, diré que, desde la partida de mi madre cuando se ausentó de Madrid, estuve seis meses sin saber nada de ella, menos lo que me quería decir de paso el director del Colegio, de acuerdo con mis profesores, que se había ausentado, sin decir a dónde, provocándome la noticia tal situación de ánimo que llegó a preocupar a todos, incluso a don José Ríos. Y un buen día don Federico, en una de sus visitas al Colegio, me llamó muy cariñoso y me entregó de un golpe… cinco cartas de mi madre que intencionadamente me había retenido y que gracias, según supe después, a una enérgica carta que le dirigió mi madre en la que le decía que ella, haciendo el mayor sacrificio de su vida, había cumplido exactamente su compromiso, pero que considerase que, en lo convenido, no figuraba el no saber de él nada en absoluto, de su hijo, al que escribía una carta cada mes y le mandaba un sello para la contestación, que no recibía desde que se marchó, haciendo pasar tanto tiempo, lo que suponía un duro e injusto castigo, para mí y también para ella, que no merecíamos, lo que la obligaría a trasladarse a Madrid para verme.

Leí, con la ansiedad que es de suponer, aquellas tan esperadas cartas de mi madre, acariciándolas, besándolas y cubriéndolas de lágrimas de ternura, no dejando de consolarme algunos obsequios que me enviaba de chorizos, farinatos, etc., preparados por ella, como dulces y pastas, también obra suya, como excelentísima cocinera y repostera que era, notándose mi cambio de conducta y mi retorno a la docilidad y aplicación y, lo que era más importante en aquella dura prueba, a acostumbrarme a toda clase de contrariedades que tanto habían de aumentar en adelante.

₺296,72

Türler ve etiketler

Yaş sınırı:
0+
Hacim:
822 s. 37 illüstrasyon
ISBN:
9788491343318
Telif hakkı:
Bookwire
İndirme biçimi:
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre