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4 MI BACHILLERATO
Entre mis compañeros del internado había dos que conservábamos una verdadera y fraternal amistad que ha durado toda nuestra vida, larga para los dos, y para otro que no estaba en el colegio, pero que ambos conocimos en la universidad, y que solo ha podido interrumpir y romper la muerte. Dos ingresaron también en la facultad, mayor que yo uno procedente de Valladolid y huérfano de padre y madre, llamado Federico Larrañaga, y el otro, al que escasamente llevaba yo dos o tres meses, venido con sus padres, don José Marcial y doña María Dorado de Marcial, y sus cuatro hermanitas, que se llamaba Pepe Marcial Dorado, familia que me dedicó hasta la muerte su mayor cariño, realmente familiar, que siempre se sostuvo ininterrumpido y a la misma altura, a través de tantos años.
Por acuerdo del Patronato del Colegio que residía en Berlín y con objeto de dar mayor expansión a la labor docente que se desarrollaba en el colegio, hasta entonces reducida solo a la primaria graduada, se iniciaron los estudios de la segunda, ingresando nuevos profesores y eligiendo para los nuevos estudios a los alumnos más adelantados del grado superior, estudiando, en conjunto, todas las asignaturas que figuraban en el plan de estudios del bachillerato de entonces, para examinarnos por enseñanza libre en el Instituto del Cardenal Cisneros, figurando dos compañeros mayores en la primera tanda, saliendo airoso Federico Larrañaga y fracasado y desistiendo de continuar el otro, Manolo Fernández Morillo, hijo de una pobre viuda que para sostenerse tenía que trabajar todo el día, teniendo puestos los ojos en él, como última esperanza, pero que tuvo que salir del colegio… por esa causa para martirio de su pobre madre y para su propia perdición, como tiempo antes le había sucedido a nuestro compañero y mi vecino, Pepe Viñerta.
Federico, cuando terminó el bachillerato, se matriculó en la Facultad de Filosofía y Letras en la Universidad Central, por cuenta del colegio, instalándose en el domicilio del director, por resultar incompatible la vida reglamentaria del internado bajo la férula de don José Ríos con los nuevos deberes académicos que tenían que sujetarse a la vida universitaria, con no poca emulación por parte de los que seguíamos en el colegio con nuestra reglamentaria y monótona vida de recluidos.
Dos años después se seleccionó una nueva tanda, más numerosa, de aspirantes a bachilleres, con cuatro alumnos, entre los que yo figuraba, que habríamos de luchar primero con la reforma durísima y sin precedente, publicada en la Gaceta, siendo ministro de Fomento el marqués de Pidal,25 perteneciente a la más extrema derecha del Partido Conservador, y entregado en cuerpo y alma a las órdenes religiosas que explotaban con decidido apoyo de él, la enseñanza colegiada, modificación radical en el sistema de pruebas examinadoras, que, descaradamente, tendía a hacer a su parecer la enseñanza libre, haciéndola imposible, por verdadera asfixia esa clase de enseñanza propia de la gente humilde que no contaba con los medios económicos para llevar a sus hijos al instituto o a los colegios particulares incorporados a él.
Consistía la nueva forma de exámenes, solo en esta clase de enseñanza, en hacerlos por escrito, con aislamiento absoluto, por reglamento, siendo rigurosamente vigilados. Los examinandos, mientras hacían los ejercicios que habían de juzgar siete jueces, catedráticos del instituto en su mayoría, figurando además en el tribunal un académico y una persona ajena a la enseñanza, designada por el ministro, quienes, con una rigidez inusitada y sin precedente y con manifiesta arbitrariedad, pues sabían el papel que se les había adjudicado, cumplían y culminaban el objetivo del nuevo sistema, con el apoyo del director del instituto, don Francisco Commelerán, siempre al servicio interesado de los autores de aquel desaguisado que no dejó de ser comentado por la prensa liberal; tanto es así que a los dos años, al caer del poder el Partido Conservador y sustituirle el Liberal, con Sagasta se anuló inmediatamente de un plumazo, borrando aquel escandaloso atentado clerical contra la enseñanza libre, porque era una conquista liberal de la que no podía excluirse de ese derecho a los alumnos de clases humildes, tan ciudadanos como los demás y entre los que había verdaderos valores que se perderían por la falta de medios económicos para asistir a las clases del instituto, y, menos, a los colegios particulares, reservados a los pudientes y cuya mayor parte estaban bajo la jugosa especulación de las órdenes religiosas.
Recuerdo que después de nuestro examen de ingreso, nos examinamos del primer año de Latín unos veinticinco alumnos, siendo catedrático de dicha asignatura el mencionado director del instituto, el señor Commelerán, y un catalán retrógrado, cuya carrera profesional cuando tomó tierra en Madrid, hasta ocupar un sillón en la Real Academia de la Lengua, lo debía, como de todos era reconocido, a medios muy distintos a los justificados, moral y legalmente, de los que hemos pasado los demás mortales.26 Aquel día entró este sujeto, solo, para juzgar nuestros ejercicios de aquella asignatura, tal vez delegado como ponente por sus compañeros del tribunal y, a pesar de ser escritos, al cabo de breves minutos de haber entrado en el salón donde se celebraban los exámenes y donde estaban depositados en sobres cerrados y firmados por cada examinador, se nos llamó de la secretaría a todos nosotros para que entrásemos, uno a uno, en la oficina donde el primer oficial, con los ojos bajos y verdaderamente avergonzado, nos entregaba la papeleta de examen, todas ellas con la nota de «Suspenso», menos una, la correspondiente a uno de nosotros, un circunstancial sobrino de un cura, que rompiendo el aislamiento reglamentario habíamos visto entrar y salir en el salón donde trabajábamos, sin que ningún vocal del tribunal con el que departía muy familiarmente, dejándole, por el contrario, acercarse a su pariente, haciéndole observaciones con el mayor cinismo mientras escribía su ejercicio.
Como es natural, salimos todos decepcionados y escandalizados, ante el manifiesto atropello de que habíamos sido víctimas, recordando que al entrar el director Commeleran en el salón un bedel, al ver la cara que traía, nos vaticinó que nos preparásemos para sufrir un verdadero «escabeche» general en las calificaciones. Y no se equivocó.
Pero aquel indigno catedrático no salió muy airoso de su «hazaña», porque uno de los examinandos, hombre de unos treinta años que había estudiado varios años en un seminario y que dominaba el latín, desesperado por el daño que le causaba el atropello tan burdamente cometido al calificar los veinticinco ejercicios él solo, sin tiempo material siquiera para abrir los sobres que los contenían y cuyo perjuicio personal era irreparable para él, y para su porvenir, porque le impedía examinarse de la carrera corta de notario, que aún existía para hacerse cargo de la notaría en que prestaba sus servicios como primer oficial, esperó al arbitrario profesor, y, al aparecer este en el claustro, para salir a la calle, se acercó a él y sin pedirle explicación alguna le aplicó una serie de bofetadas, como introductorio a la paliza que le hubiera dado y que no logró consumar por las voces de auxilio del agredido y por la inmediata aparición de los bedeles que acudieron a su defensa, más por deber que por voluntad.
Nosotros, los cuatro fracasados del colegio, nos presentamos a nuestro director, ante el que demostramos la injusticia cometida, relatándole con todo detalle lo ocurrido, pues no cabía en cabeza humana que veinticinco escritos se pudieran leer y juzgar por un solo juez y, sobre todo, sin la presencia de los otros seis jueces del tribunal, en escasos cinco minutos, mereciendo todos la calificación de suspenso, menos el del sobrino del cura, la única escandalosa excepción.
Yo afirmé al director que en los exámenes de septiembre repetiría el examen, sin repasar siquiera la asignatura, respondiendo de su aprobación; pero mis tres compañeros a una, decepcionados y acobardados ante el desastroso resultado de nuestro debut, manifestaron que desistían de proseguir los estudios, a pesar de los ánimos que nos daba el director, el sr. Fliedner, poniéndoles a mí como ejemplo para seguir la lucha e insistir en mi decisión, constituyendo aquel momento el punto crucial y decisivo de mi vida y de mi porvenir providencial, porque en la convocatoria de septiembre aprobé con el otro catedrático de Latín del instituto, don Emeterio Suaña y Castellet, que suplía en el tribunal a su compañero, Commelerán, tal vez por lo ocurrido en el mes de mayo que, como digo, transcendió fuera del instituto, conociéndose y comentándose en todas partes; aprobé no solo el primero de Latín, sino también el segundo curso de dicha asignatura y con notas ventajosas.
¿Obedeció aquella sustitución al temor, por parte de Commelerán, a las consecuencias que «sintió» por su arbitraria conducta, o porque las altas esferas, conocedoras del insólito hecho, se lo corrigiesen de una manera «diplomática»? El hecho fue que yo cumplí mi propósito de no abrir, durante todo el verano, el libro de primero de Latín, aprobándolo en septiembre y continuando mis exámenes de las demás asignaturas, estudiadas en el colegio, logrando hacerme bachiller en tres convocatorias, dos años escasos, cuando apenas iba a cumplir mis quince años, es decir, que legalicé mis estudios del bachillerato en ese espacio de tiempo, salvando las dificultades que el nuevo sistema de exámenes oponía a los alumnos libres, exclusivamente, sistema que me cogió de lleno y de punta a cabo, puesto que se suprimió, precisamente, cuando yo ingresaba en la facultad.
Por cierto, que aquel nefasto año 1885 significó trágica época en toda Europa, víctima de la terrible epidemia de cólera morbo asiático, que también se cebó con España, más que en parte alguna, cabiendo a un médico valenciano que ejercía sus servicios en Alcira, de cuyo pueblo era titular, la gloria de haber descubierto el microbio de aquella enfermedad, lo mismo que la vacuna en su contra, el célebre Dr. Ferrer, cuyo nombre cobró fama mundial, resonando en todos los centros médicos y conservado en la historia de la Medicina.27
Entonces se contaban en Madrid, Barcelona y Valencia, principalmente, las defunciones diarias de centenares de personas, por cuya causa las familias de mis compañeros de internado reclamaron a sus hijos, pues, incluso la del director se había ausentado de Madrid, trasladándose al Escorial, donde el colegio en el que quedamos, yo solo de los alumnos, con don José Ríos, pareciendo aquello un cementerio, pues yo no quise interrumpir mi preparación de las asignaturas que me faltaban, para examinarme en septiembre y terminar mi bachillerato, como así ocurrió, felizmente. Aunque nuestro «terrible» cancerbero, don José, cayó atacado de la enfermedad en boga, y, en vano, quisieron ocultármelo, sin que me produjera la menor impresión, ni alterara mis horas de estudio, y eso que don José, enfermo, estaba pared por medio de mi dormitorio, lo mismo, por el otro lado, con la sala de estudio y tuvo la suerte de salvarse, como yo la de lograr hacerme bachiller y ponerme en condiciones de poder ingresar en la universidad, como Federico Larrañaga, haciendo el último ejercicio de reválida el día 25 de noviembre de aquel año, el mismo, también, en que falleció el rey Alfonso XII, porque, a consecuencia de la epidemia, no se celebraron los exámenes extraordinarios de septiembre hasta el mes de noviembre, terminada la cuarentena desde el último caso que hubo en toda la península.
Al salir aquel día del Instituto del Cardenal Cisneros por la puerta que da salida a la calle de los Reyes, triunfante y loco de contento con mi nota en la mano del último ejercicio, creyéndome ya un hombrecito, y hasta un personaje distinto a los demás mortales, una multitud de «golfos» voceadores de periódicos, me refiero a los circunstanciales, atronaban la calle anunciando con todos los detalles el fallecimiento del rey, en el Pardo, hecho que se guardó con el mayor misterio y del que yo tenía conocimiento desde por la mañana, en que me confiase el «secreto» la mujer de un empleado en las Reales Caballerizas, natural de El Vellón, y de repente vi que uno de los voceadores de «los sucesos» se acercaba a mí, un tipo desarrapado, sucio y casi descalzo.
–Hola, Manolo. ¿No te acuerdas de mí?
–Pepe –le dije, sorprendido–. ¿No te he de recordar, después de tantos años, sin saber de ti? ¿Qué es de tu vida? ¿Dónde vives?
–Pues ya ves, ganándomela como puedo. Mi papá murió hace ya mucho tiempo, llevándose la llave de la despensa… y desde entonces yo no sé, siquiera, dónde y cómo vivo.
–Pues yo acabo en este momento de hacerme bachiller –le contesté muy impresionado, enseñándole mi última papeleta de examen, fresca aún la tinta de la calificación y de la firma del secretario del tribunal.
Hubo un momento de cariñoso silencio, tal vez pensando, los dos, lo mismo, cuando el antiguo amigo mío y compañero del colegio, Pepe Viñerta, cortó el diálogo diciendo:
–Adiós, Manolo. Que te vaya bien –me deseó alejándose, presuroso, voceando su mercancía, gritando «los sucesos».
Y aquel fue su último adiós, porque ya no le volví a ver más; pero enseguida pensé que aquel inesperado encuentro dibujaba dos vidas muy distintas: una, la suya, oscura, agobiante y, tal vez, fatal, la de mi amigo de la infancia y compañero del colegio, del que se escapó dos veces para volver a sus correrías del barrio, de las que mi madre logró separarme, cuyo desenlace no podía ser más desastroso, el de un irredento «golfo» madrileño que, agobiado por las privaciones de toda clase, sin el calor ni el consejo de nadie, sin cobijo, ni apoyo de ninguna especie, se iba extinguiendo, poco a poco, para terminar su corta existencia en la cama de un hospital y tras las rejas de una cárcel; y la mía, que aún insegura, señalaba una senda seguramente, en aquel momento, indecisa y empedrada de dificultades y de sacrificios que yo estaba dispuesto a afrontar, aunque nunca pude imaginar las que me esperaban, pero que podrían abrirme paso a un porvenir sostenido y bien ganado, por mi constancia, y, desde luego, menos penoso y triste que el de mi amigo.
Estas reflexiones me las quedé, impresionado, como digo, por el inesperado encuentro en que le vi, confundiéndose entre sus competidores de venta extraordinaria, y yo apretando mi papeleta de examen, releyendo la calificación de mi último examen del bachillerato, mientras veía alejarse al pobre Pepe, desdichado amigo mío, voceando su periódico.
Porque mi bachillerato conseguido suponía un cambio de vida al trasladarme a la casa de don Federico, el director del colegio, y vivir, familiarmente, con los suyos y con Federico Larrañaga, que terminaba el segundo año de la facultad, redimiéndome de la vida del colegio, que había sufrido hasta entonces durante nueve años, relevándome de barrer y fregar suelos, subir el agua, ir a la Estación del Norte con otros compañeros para recibir y traer a cuestas los sacos de pan que hacía, en nuestro horno de El Escorial, el bueno de Gustavo Melzer, un muchachote alemán que era una verdadera enciclopedia, labrador, hortelano, herrero, carpintero, mecánico, albañil, etc., oficios que, diariamente, ejercía según se presentaba el caso, con una habilidad y una perfección y un esmero que a todos los muchachos que íbamos a pasar unos días en aquella finca nos impresionaban, lo mismo que su temperamento de trabajador incansable y que su envidiable carácter, siempre jovial. Era entonces y siempre lo fue, hasta su muerte, nuestro mejor amigo, logrando ser considerado una institución cuando fue trasladado a Madrid, con las mismas funciones, al nuevo Colegio del Porvenir,28 edificado en Cuatro Caminos, transformando todo el terreno baldío que ocupaba en un verdadero vergel, lo mismo que había hecho en la finca de El Escorial.
Gustavo Melzer creó una familia, casándose con la cocinera de la casa del director, la buena Aurea, una muchacha de origen burgalés que a su competencia y atractivos unía un carácter siempre alegre y una honestidad por todos reconocida. Y aquel obrero ejemplar en el colegio murió, ya viejo, dejando huella imperecedera de su labor y de su honradez. Le dedico este recuerdo, inspirado por la justicia y la amistad.
5 EN LA FACULTAD
Como consecuencia del cólera se hubieron de retrasar los exámenes y la apertura del curso académico hasta diciembre y hube de matricularme en el primer año de Filosofía y Letras, con toda libertad para escoger mi carrera.
Mis intenciones fueron las de matricularme en la Facultad de Ciencias Exactas, que eran mi fuerte y respecto a las cuales tenía una extraordinaria disposición, pero mi compañero Federico y el suyo, entonces, y aún fraternal amigo mío y viejo como yo, Pedro Mora, me convencieron para matricularme, con ellos, en Filosofía, por ser más fácil y, sobre todo, más corta, cosa muy de tener en cuenta, por la posible inestabilidad económica del colegio, siempre una incógnita, y me hice estudiante de la mencionada Facultad en la Universidad Central, ganando en categoría escolar y trabando amistades con los nuevos compañeros de estudios, todos de mejor situación económica que yo, pero que trabaron conmigo un compañerismo que jamás quise explotar y que solamente la muerte de la mayor parte de ellos ha ido extinguiendo, sin que el tiempo haya podido hacerle mella.
Cuando, en el curso de la vida y a través de los años, nos hemos tropezado, nos tratamos con la misma camaradería y fraternidad y el mismo cariño que cuando discurríamos por los claustros de nuestra inolvidable universidad, en los que pasamos los días más felices de nuestra juventud, sobre todo yo, que no había salido de las ternuras propias de la infancia, desde la separación de mi madre.
6 MI ESTUDIANTADO
A los pocos días de la terminación de mi bachillerato y ante la premiosa inauguración del curso, el director, señor Fliedner, me reclamó a su casa, instalándome en la habitación que ya ocupaba Federico, cuyo mobiliario era extremadamente sencillo: dos camas, bastante deficientes, una mesita de trabajo, dos mesillas de noche, unas perchas y dos sillas. La habitación era espaciosa, con una gran ventana que daba a un patio interior.
La nueva vida para mí se caracterizaba por el isocronismo y la exactitud de las horas en que nos reuníamos en el comedor. A las siete de la mañana, lo mismo en invierno que en verano, consumíamos nuestro frugal desayuno, consistente en dos tazas de café con leche, que nos servía a todos doña Juana, la esposa del director, y unas rebanadas de pan, a las que, furtivamente, atrevidamente, untábamos ligeramente de la mantequilla o de melaza, cuya compra nos encargaban.
A las doce, la comida, que para los comensales españoles no era de mucho agrado, por ser de la cocina alemana, a la que no estábamos acostumbrados, con platos exóticos, y a las cinco de la tarde se servía el té, solo para la familia de la casa, y a las siete se consumía la cena, casi siempre de fiambres, más una taza de té.
Nuestra vida estudiantil no nos eximía de muchos, nuevos, pesados y, a veces, depresivos trabajos. Éramos otros tantos criados, sobre todo yo, que no contaba con la experiencia de mi compañero Federico, ni con sus argucias para esquivarlos, lo que motivaba que recayeran continuamente sobre mí. Lo mismo íbamos a entregar varias cartas que nos hacían recorrer medio Madrid, a veces ya de noche, por barrios entonces peligrosos, para ahorrar los sellos del franqueo interior, que llevábamos pruebas a la imprenta, muchas veces también después de corregirlas nosotros mismos, o bajábamos, sobre nuestros hombros, a la Estación del Norte pesadas maletas cuando don Federico salía de viaje, cosa que ocurría muy a menudo. ¡Cuántas veces he atravesado, con la maleta al hombro, el Campo del Moro para acortar el camino, expuesto a un atraco, por evitar tropezarme en la calle con algún compañero de la universidad!
Sin embargo, todo ello no me era más enojoso y difícil que otros encargos que considerábamos más ridículos.
Vinieron a vivir con la familia unas sobrinas del director, dos alemanas tan feas y mal fachadas que solo podrían soportarse dentro de casa, donde podían ocultarse de la vista del público. Una de ellas era alta, por lo menos de dos metros, a lo que contribuía un largo y encorvado cuello, sobre el que culminaba una cabeza pequeña, con un semblante que excitaba la risa, y unos ojos pequeños y saltones, tras unas gafas extraordinariamente gruesas; parecía, realmente, una jirafa. La otra no era tan alta, un poco más gruesa, pero de una fealdad en fraternal competencia, hasta en lo grueso de los lentes, que tanto la acentuaba, completando su ridículo aspecto una indumentaria rarísima, tanto de factura como en los colores de las telas, llamando la atención del más despreocupado en aquellas calles madrileñas, en las que, pronto, constituyeron el hazmerreír de cuantos tropezaban con ellas.
Y ese fue mi martirio durante el tiempo que duró mi carrera, porque siempre que salían de casa requerían la compañía de uno de nosotros, o, mejor, la mía, puesto que para esos menesteres nunca aparecía Federico, quien, en cambio, se dio maña para fumar a costa de ellas, muy agradecidas al tropezar con un hombre que las entretenía con sus chistes; eso sí, dentro de casa.
Nadie puede apreciar mi sufrimiento cuando tenía que acompañarlas por la calle, donde todo el mundo nos miraba con verdadero espanto y hacían comentarios graciosísimos que, felizmente, ellas no entendían, procurando yo, sin que ellas se dieran cuenta, acompañarlas pero nunca yendo a su lado, sino delante o detrás.
Recuerdo que, una vez, íbamos por la calle Ancha de San Bernardo, donde está la universidad,29 cuya fachada entera habíamos de recorrer fatalmente. Dándome cuenta de lo que fatalmente también iba a suceder las dejé, con el mayor disimulo, que siguieran adelante, hasta que yo las alcanzara, pretextando que se me había desatado una correa del zapato, pudiendo observar desde respetable distancia su paso por la puerta de la universidad, llena de estudiantes que, ante su presencia, como era natural, armaron un alboroto de padre y muy señor mío. Unos se abrían de capa ante ellas, como si se tratara de dos vacas bravías, simulando, otros, la suerte de banderillas, con una de gritos y risotadas que terminaron cuando hubieron traspuesto la calle de los Reyes, en donde me incorporé a ellas, haciéndome de nuevas ante sus justificadas censuras sobre lo ocurrido. Pero yo evité ante mis compañeros el ridículo de mi acompañamiento forzado, y para mí siempre trágico, por mi calidad de hombre, que me ponía en una situación violenta, pues, al fin y al cabo, iba acompañando a unas señoritas.
Estando, otra vez, de temporada veraniega en El Escorial, un día de San Lorenzo, patrono del pueblo, ambas hermanas decidieron ir a los alrededores del célebre monasterio, ocupados por una gran multitud de romeros casi en su totalidad madrileños. Como siempre, la víctima de su compañía había de ser yo, bajo mandato, naturalmente, misión que cumplí desde el pueblo, durante el kilómetro y medio que le separa hasta el monasterio. Llevaban unos vestidos llamativos, por lo raros y mal confeccionados. Pero aquel día se les ocurrió comprarse unos sombreros de paja ordinaria de alas anchísimas, que solo usan los segadores para defenderse del sol. Los «adornaron» con un amplia banda de tul blanco colgando por detrás en un gran lazo, cuyas puntas caían sobre sus espaldas. Iban, las pobres, matadoras y bien ajenas a lo que les iba a ocurrir. En cuanto nos metimos entre la multitud, ellas delante y yo detrás, a respetable distancia, se armó una verdadera revolución, sobre todo por la inestabilidad de los célebres sombreros, hasta el extremo de costarles verdadero trabajo salir de aquel atolladero y emprender la huida, retornando al pueblo, a paso acelerado, sin que yo pudiera entender sus coléricas censuras, porque las proferían en alemán.
No olvidaré nunca la pesada losa que gravitaba sobre mí, de aquellas desgraciadas que, después de no tener que agradecer nada a la naturaleza, recargaban su fealdad con sus ridículas rarezas, que, además, irradiaban sobre los que, obligatoriamente, habíamos de acompañarlas.