Kitabı oku: «Mis memorias», sayfa 5
7 EN LA UNIVERSIDAD
Realmente, la vida universitaria representa para el estudiante del bachillerato que ha cursado en el instituto, año tras año, esta etapa de la enseñanza, a pesar de su entrenamiento preuniversitario, una verdadera novedad, y mucho más para mí y para los que jamás habíamos respirado el ambiente de libertad personal, respetada por profesores y bedeles, sino, por el contrario, cuando la vida anterior, como la mía, había tenido el carácter de reclusión y aislamientos, vigilados y duros.
Yo era casi un niño, el verdadero benjamín de mi curso, y, hasta de la universidad, destaque conservado en mí tanto en mi profesión de bibliotecario como al ingresar en el escalafón de catedráticos, pues fui el más joven en ambos escalafones. Los primeros días de clase quedaba deslumbrado ante la alegre algarada de mis nuevos compañeros de estudios, procedentes de todas las regiones de España que, con los madrileños, desde los primeros días en los que espontáneamente hacíamos nuestras mutuas presentaciones, formamos una compacta y fraternal piña, tanto de apoyo como de caballeroso y leal compañerismo, de tal suerte que cuando surgía algún incidente lo vetábamos en un ambiente de convicción, reforzado por una actitud resuelta por parte de todos.
Esa confraternidad creó entre nosotros estrechos lazos de integridad cuya fuerza ha resistido los años, las ausencias y los azares de la vida, tratándonos como iguales en el orden social, a pesar de estar representadas entre nosotros todas las categorías, desde la del opulento aristócrata, hasta el modesto estudiante que, con su diario trabajo, sostenía su carrera y su vida, ayudado por sus familiares, o de los pobres como yo, humildemente vestidos y agobiados de privaciones.
Todos, como digo, éramos iguales en nuestro diario trato, aunque, tácitamente, reconocíamos la superioridad de los mejor dotados o de mayor aplicación. Más de una vez algún compañero, título de Castilla, como el conde de Cerrajería, al salir de clase nos invitaba a llevarnos a casa en su magnífico landeau, tirado por dos magníficos caballos y servido por un cochero y un lacayo uniformados con tal diferencia que, al lado de nuestra modesta indumentaria, parecían potentados señores. Sin embargo, nos abrían la puerta del carruaje, chistera en mano, cuando entrábamos o salíamos de él.
De aquella generación académica salieron hombres destacadísimos, literatos, poetas, historiadores, políticos, críticos, filósofos, escritores, periodistas, investigadores, etc., que han honrado y honran a España y que han dejado esplendorosa estela en la historia de su cultura. Francisco Navarro Ledesma, Ramón Menéndez Pidal, Manuel Fernández Navamuel, José Rogerio Sánchez, Rufino Blanco, José Verdes Montenegro, Andrés Ovejero Bustamante, Adolfo Valdés, que atravesando el mar debía de ser creador de la Industria Mexicana, Marcelino Fernández y Fernández, su paisano, y tantos otros que honraron la patria y a su inolvidable universidad.
Nuestra facultad contaba con un claustro de catedráticos envidiable, todos casi en su totalidad de edad más que madura, llegados a la cúspide del profesorado después de pasar muchos años haciendo méritos en otras universidades unos, y otros por méritos propios, como don Marcelino Menéndez y Pelayo, [Manuel] Sánchez de Castro, [Nicolás] Salmerón, [Manuel] Pedrayo, Amador de los Ríos, etc. Figuraban, entre los primeros, el gran humanista y sacerdote que cambió sus hábitos por la toga, don Lázaro Bardón, catedrático de Lengua Griega, que fue rector de la Universidad durante la Primera República, y su compañero don Alfredo Adolfo Camús, a quien sus ya incontables años no habían aminorado, en nada, sus vastos conocimientos en su disciplina de Literatura Griega y Latina, que nos explicaba «cuando le dejábamos», de tal forma que se llenaba la cátedra, muchas veces, de compañeros de otras facultades para gozar en sus explicaciones. Fue compañero de armas y fatigas en su juventud de Espronceda, Quintana, Nicasio Gallego, Jovellanos, Larra y Zorrilla, de quienes nos hablaba con emocionada fruición, intercalando algunas aventuras juveniles corridas con ellos. Completaban el cuadro de tan excelentes maestros Morayta, Fernández y González, Longué, Sánchez Moguel, Valle, Ortí Lara, etc.
Como siempre, la rápida observación y el fino ingenio del alumnado formaban un discreto y atinado criterio del valer de nuestros mentores pero, sin embargo, todos ellos eran objeto del mayor respeto dentro y fuera de la cátedra por parte de todos, sin la menor excepción. Cuando nos cruzábamos con ellos, donde fuera, nos descubríamos respetuosamente, sin jamás atrevernos a dirigirles la palabra, y si se daba ese caso, iniciado por ellos, generalmente nos acercábamos en grupo, a guisa de comisión, permaneciendo descubiertos durante toda la entrevista.
Inicié mi vida universitaria con un incidente ruidoso de carácter colectivo que se produjo en los primeros días del curso, producido por el discurso de apertura leído en el acto de inauguración del curso académico por el catedrático de Historia de España don Miguel Morayta, en el que haciendo un estudio del reinado de los Reyes Católicos se metió con la Inquisición, con el fanatismo religioso y censuró la expulsión de los judíos, considerándola como un error político. Debe hacerse constar que el excelso catedrático era liberal, republicano y masón de alta categoría.
Los elementos reaccionarios empezaron a moverse, como siempre, en la sombra, encontrando a los estudiantes de su cuerda como materia maleable para emprender una campaña de protesta contra el maestro, y un día nos sorprendió la visita de una comisión, formada en la Facultad de Derecho30 […] [Hoja desaparecida en el original].
[…] interesado en ponerse al lado de Matilde, en el primer banco donde ella se sentaba, que dio motivo a alegres comentarios en la Universidad durante unos días. Había publicado un pequeño libro de poesías, muy medianas, dedicadas a un su tío que debía de ser su protector, y un estudiante del Preparatorio de Derecho, listo y nervioso –que más tarde llegó a ser un gran orador de mitin, republicano, de verdadera fama, cuya carrera política cortó la muerte, aún muy joven–, hizo una graciosa y dura crítica de aquel engendro poético de nuestro compañero, que se leyó profusamente en todos los corrillos estudiantiles de la facultad, en los que surgían estruendosas carcajadas.
Súpolo Ovejero, y una mañana, antes de entrar en las clases, recriminó a su espontaneo crítico en forma airada, terminando la discusión cambiándose algunos mamporros, no pasando a mayores gracias a la intervención de los espectadores de la bronca, pero no impidió que surgiera un lance de caballeros, vulgo desafío, nombrando cada uno de los contendientes a sus respectivos padrinos.
Uno de estos era Paco Navarro Ledesma, que luego fuera el gran biógrafo de Cervantes, y que pertenecía a los del crítico de los versos, que se encargó de dirigir las discusiones para el encuentro de los contendientes, que acordaron, por unanimidad, que el duelo se verificase en los terrenos que había ocupado el antiguo Saladero, ocupados hoy por la amplia calle de Sagasta, escogiendo como las armas más adecuadas los puños de los dos rivales.
Y, en efecto, los cuatro padrinos con sus representados se reunieron en la puerta de la Universidad a la temprana hora convenida, marchado con un solemne silencio por la calle Ancha hacia la Puerta de San Bernardo, pero al pasar por la fuente adosada a la fachada de un convento de monjas, llamada de «los once caños», atendiendo al número de estos, que lanzaban continuamente abundante agua en el largo pilón de piedra, los padrinos mandaron hacer alto llamando a sus representados, tomando la palabra Navarro, que, con voz solemne, les dijo: «Señores, los padrinos han acordado, por ambas partes, que los dos caballeros que van a ventilar su querella en el terreno del honor, que antes de seguir adelante hacia el lugar señalado para el duelo, ha de beber, cada uno, en nuestra presencia, un trago de agua de cada caño de esta fuente».
Ovejero y su contrincante no pudieron disimular su sorpresa ante la seriedad de sus padrinos al dar a conocer tan rara condición, pero dándose cuenta de la guasa de que eran objeto quisieron arremeter contra estos, que ya no pudieron contener la risa, terminando así el famoso duelo… antes de principiar.
Sin embargo, Andrés Ovejero, más tarde, en su carrera de arribista «se arrimó» a Navarro Ledesma, cuando el conde de Romanones fue ministro de Instrucción Pública, y encargó a este la confección de las reformas al plan de Segunda Enseñanza, que llevan su nombre, evidentemente, el más sensato y pedagógico de cuantos se hicieron por su profundo conocimiento del problema. De esta manera, Ovejero aprovechó aquella circunstancia para cultivar la amistad con el ministro, logrando que este le ingresara en el escalafón de institutos, sin oposición, pasando por encima de la ley, nombrándole para el Instituto de Segunda Enseñanza de San Juan de Puerto Rico, entonces aún colonia de España, tomando posesión de su cátedra en Madrid, sin jamás ocuparla y aprovechándose de la catástrofe colonial y del derecho preferente que se concedió a los catedráticos de ultramar de ocupar cátedras de la misma categoría en la península, fue nombrado titular del Instituto de Cádiz, en el que tampoco puso los pies, logrando que se creara una cátedra de Historia del Arte en el Doctorado de la Facultad de Filosofía y Letras, para que un tribunal, escogido ad hoc, le diera la mencionada cátedra de nueva creación, en cuya oposición no tuvo contrincante. Más tarde, en su camaleónica carrera política, ingresó en el Partido Socialista, para ser elegido diputado provincial de este por Madrid, que siempre fue el campo de sus especulaciones, quedando en la Corte, sin que el triunfante falangismo le molestara en lo más mínimo.
8 VELEIDADES DE UN CATEDRÁTICO
Entre los del primer curso de la facultad descollaba, por su competencia y por su vocación y entusiasmo, el profesor de Literatura General, Dr. don Antonio Sánchez Moguel,31 solterón empedernido, dotado de muchas rarezas, que vivía con su anciana madre y cuyas rarezas de carácter soportaban unos y otros no, autoritario y atrabiliario, lo que motivó más de una vez censuras en el Ateneo y enemigos personales que transcendieron a la prensa, como ocurrió con su compañero, el catedrático de Oviedo Dr. Leopoldo Alas (Clarín) y con otros, y no pocos disgustos que sufrió, dentro de la Universidad, y violentos muchos de ellos entre compañeros a los que quería imponer su voluntad y más de una agresión por parte de estudiantes atropellados por él tras su inmunidad docente.
Al iniciarse los exámenes de fin de curso, formaba tribunal con don Nicolás Salmerón y don Manuel María del Valle, a quien la cátedra no le interesó nunca, especulando más en la política, y al despedirse, don Antonio, con la mayor tranquilidad, nos dijo que como se iniciaban los exámenes con el de Literatura tuviéramos en cuenta que la nota que sacásemos, en esta su asignatura, sería la misma que, posteriormente, obtendríamos en las otras dos materias.
Y así sucedió, sin saber nosotros de qué mañas se valdría, dada su habilidad y su audacia para imponer su voluntad, cosa que a mí me perjudicó mucho, sirviéndome de lección para el futuro. Yo me había hecho una ilusión, con fundamento para ello, la de sacar sobresalientes en las tres asignaturas, pero como los exámenes empezaban el día primero de junio y la última cátedra y lección explicada se efectuaban el día treinta y uno de mayo, el tiempo me faltó para preparar bien las tres últimas lecciones del programa, que se componía de 67 lecciones, y no pude más que mirar por encima los apuntes, confiándome en lo que recordaba de las explicaciones habidas en clase. Y así marché, alegre y confiado, a los exámenes en que, por lo menos, dos lecciones sacaría, entre las 60 anteriores, pero ¡cuál fue mi espanto al sacar de la bolsa las bolas correspondientes a las lecciones 65, 66 y 67!
No perdí la serenidad que, en casos como aquel, nunca me faltó y a la que debo gran parte de los éxitos de mi carrera. Comprendí que había perdido la partida, derrumbándose mis ilusiones, defendiéndome heroicamente y como pude, con lo que recordaba de las últimas explicaciones, no logrando sacar otra nota que la de aprobado, no muy justa, por la actitud del catedrático, pero que no dejó de satisfacerme, ante el panorama catastrófico anunciado por este. Me examiné, días después, de Historia Universal y de Metafísica, que, para todos los alumnos, era el verdadero «coco»; hice muy buenos ejercicios, esperando las mejores notas… pero, cumpliéndose los pronósticos de don Antonio, secretario del tribunal, no saqué más que dos aprobados, suscritos con su firma, cumpliéndose así sus vaticinios con todos sus alumnos.
De todos modos, saqué a flote todo el curso, quedando libre para las vacaciones veraniegas, que pasaría en la finca que el colegio poseía en El Escorial.32
9 CALVARIO ESCURIALENSE
Pero ¡qué equivocado estaba! Al poner los pies en aquel lugar que mientras estuve en el colegio fue motivo de infantil esparcimiento, inicié tres meses de inhumano calvario, colmados de sufrimientos, materiales y morales, que cambiaron en lo sucesivo mi carácter, de jovial y voluntarioso al cumplimiento de la menor orden, en retraído y desconfiado.
Al salir de Madrid, el director, señor Fliedner, me leyó una carta escrita por un catedrático de la Universidad alemana de Erfurt, en la que le interesaba obtener la copia de un manuscrito griego que existía en la Biblioteca del Monasterio de El Escorial, original de un filósofo de aquel clásico país, llamado Numenius,33 que trata sobre la naturaleza de las cosas.
Como acababa de examinarme del primer curso de Lengua Griega, leía perfectamente la escritura de este idioma, y, desde luego, acepté la invitación del director a copiarlo, sin saber a lo que me comprometía, considerándome como un hombrecito. Y, efectivamente, al día siguiente de llegar a El Escorial me encaminé al monasterio célebre provisto de la signatura del manuscrito remitida por el profesor alemán, entrando en la sala de manuscritos, conocida entre los bibliófilos con el nombre de «Juanelo», de la que estaban encargados los frailes agustinos, que lo están, además, de todo el monasterio.
Pregunté al fraile que estaba al frente de la Sección de Manuscritos si estaba allí el que me interesaba, enseñándole su signatura. Consultados los índices, me contestó afirmativamente, volviéndome a casa después de anunciarle que al día siguiente volvería, para comenzar su copia.
Mi debut no pudo ser más desastroso, por las intemperancias del fraile, muy parecidas a las de Sánchez Moguel, y después ante el manuscrito, que a cualquiera, en mi caso, hubiera acobardado.
Me presenté al fraile de marras provisto de cuartillas y pluma, demandándole el manuscrito para empezar mi trabajo y provocando aquel una escena por demás violenta, y que puso a prueba mi temperamento y mi prudencia, dominándome ante la actitud inconveniente, por demás, y muy frailuna, poco adaptada, como es natural, a las recomendaciones evangélicas de continencia y amor al prójimo.
Al escuchar mi solicitud me miró de arriba abajo, consideró mi modesto atuendo y mi aspecto, casi de chiquillo, pues aún no había cumplido los 16 años, y me contestó, a las primeras de cambio: «Ya te estás “largando” de aquí, si no quieres que te dé un puntapié en el…», refiriéndose, gráficamente, a mi parte prepóstera.
El efecto que me produjo aquella inesperada agresión, de sabido, inmotivada, no es para describirlo. Miré al fraile, un hombrón verdaderamente hercúleo y, a pesar de acordarme de mis arrebatos en el colegio en casos parecidos, consideré que saldría yo perdiendo si le contestaba con la merecida violencia, a la vez que no me perdonaría un desafío procedente de un fraile católico, apostólico, romano, siendo educado por mi parte en un credo protestante, y, además, reflexioné que me encontraba en corral ajeno y que si yo armaba el consiguiente escándalo, además de llevar la peor parte, me inhabilitaba para poder copiar el manuscrito y sufriría la filípica consiguiente por parte del director.
Todas estas razones me convencieron y me contuvieron, pero continué sin retirarme y ante mi actitud firme el fraile me dijo, tuteándome, que era lo que más me irritaba: «Márchate, desde luego, porque yo no te entregaré el manuscrito, que tú no podrás copiar, y, además, ¿quién me responde de cómo lo tratarás, y si me dejas caer un borrón en él?».
Entonces, con gran sorpresa mía, oí una voz que me pareció providencial, que, como respuesta inmediata a la pregunta incorrecta del fraile, procedente de dos señores que estaban trabajando con manuscritos y en los que no reparé al entrar, levantándose, ambos, y enfrentándose con el fraile, le dieron la respuesta con tono entre autoritario y airado:
–¡Yo, yo! ¡Traiga el manuscrito!
Y dirigiéndose a mí me dijeron:
–Venga aquí, joven. –Al mismo tiempo que me brindaban un sitio, entre los dos.
El fraile bajó la cabeza, desprovisto, como por encanto, de su soberbia y de sus tufos, llamó a un lego con un timbre, ayudante suyo, y a los pocos momentos portaba y me entregaba el manuscrito tan discutido. Eran, nada menos, que el doctor […], célebre director de la Biblioteca Imperial de Viena y catedrático de Literatura Española en aquella universidad, y el doctor Rieguel, que lo era de la de San Petersburgo, ambos presionados por sus respectivos gobiernos para recorrer las bibliotecas y archivos europeos, en trabajos de investigación de carácter histórico y literario, bien provistos de recomendaciones de sus embajadas que se tradujeron en órdenes de la Regente34 al prior del monasterio.
Al abrir el manuscrito mi decepción no tuvo límites, porque, efectivamente, yo leía el griego, pero en caracteres impresos y palabras completamente escritas, y el manuscrito me lo mostraba con letra cursiva y escrita por un amanuense y lleno de abreviaturas que ya en los españoles deben conocerse por los copistas, y que yo ignoraba.
Intenté, no obstante, empezar, pero las dificultades con que tropezaba eran para mis fuerzas insuperables; más, mis nuevos e ilustres amigos y protectores contra el fraile se sonreían y me animaban, asegurándome que muy pronto, y con su ayuda para resolverme las dificultades que encontrase, me familiarizaría con el manuscrito y lograría su copia. Y así ocurrió, puesto que a los tres o cuatro días empecé a descifrar el texto y a copiarlo, notando en ambos señores una expresión admirativa, ante la facilidad con que iba dominando mis progresos paleográficos.
Por la tarde, cuando salíamos de nuestro trabajo, nos dábamos un paseo por los alrededores del pueblo, pero, ante mi temor de que en casa me regañasen por mi tardanza, me acompañaron para decir que iban conmigo y pedir permiso para que me permitieran dar con ellos el paseo vespertino, bien ganado y necesario después del pesado trabajo del día.
Desde el colegio hasta el monasterio había más de dos kilómetros, cuesta arriba, que hacía más penosa la ruta por el violento calor del sol que abrasaba. La sala Juanelo se abría desde las nueve hasta las doce, con rigurosa puntualidad, y de dos a cuatro de la tarde, y yo salía de casa a las ocho de la mañana para llegar al monasterio puntualmente, de tal modo que cuando abrían la puerta siempre me encontraba el fraile esperando.
Los primeros días, las dos horas, entre doce y dos, las aprovechaba para ir a comer a casa y volver a mi trabajo, hecho agotador, que me obligó a pedir que me preparasen una merienda que me serviría de comida, para evitarme el molesto viaje en aquellas horas de verdadera asfixia. Y en efecto, la señora del director ordenó, tras mis súplicas, que me preparasen un poco de queso entre dos rebanadas de pan, único alimento, para un muchacho de dieciséis años, que sustituía a la comida de mediodía; y con tan suculenta comida al dar las doce me encaminaba al bosque adjunto al monasterio, llamado La Herrería, y sentándome bajo la confortable sombra de un árbol, consumía en un santiamén mi frugal «comida», y luego me acercaba a la fuente de los Frailes, cuya fresquísima agua me confortaba extraordinariamente, tumbándome después sobre el césped, contando las campanadas del reloj de la antigua torre, cuarto, tras cuarto, hasta las dos menos diez minutos, en que me encaminaba a reanudar la tarea, que una vez terminada entregué a la señora del director, que la remitió a su marido, en Alemania, donde estaba de viaje de propaganda y de recaudación de fondos, no volviendo a saber ni a ocuparme del asunto, aunque, tiempo después, supe que el director percibió por aquel trabajo 1.500 marcos que el catedrático de Erfurt remitió para mí, y de los cuales no vi ni un céntimo, y que un folleto, que sobre el manuscrito y su texto publicó dicho señor, ponía por las nubes al estudiante español Manuel Castillo, por su cuidada copia.
Realmente, aquel fue un desengaño más de los ya muchos sufridos en el colegio, a los que estaba tan acostumbrado que no me produjo el menor efecto, convencido de que la protección que se me dispensaba, dándome la carrera, era, desgraciadamente, una especulación de la que yo era, a la vez, pretexto y víctima. Posteriormente, los hechos que se sucedieron, en crescendo, lo confirmaron. Era la señora, doña Juana Brown de Fliedner,35 esposa del director, escocesa de origen e hija de un famoso botánico por sus obras publicadas y por sus descubrimientos, conocidos mundialmente, producto de sus estudios sobre muchas especies de plantas tropicales, descubiertas, descritas y catalogadas por él durante varios años que pasó en el sur de África, pensionado por el Gobierno inglés, percatándome yo del nombre del que gozaba entre los hombres de ciencia, porque venido a ver a su hija y a sus nietos pasó con estos y con nosotros varias semanas en El Escorial, donde un día fue visitado por el Claustro de Profesores de la Escuela de Ingenieros de Montes, instalada en el vulgarmente llamado Escorial de Arriba, para saludarle e invitarle a honrar con su visita dicho centro, pues estimaban su visita como un hecho relevante en la historia de la escuela. El respeto y la admiración con que le hablaban demostraban plenamente la justa fama de que gozaba aquel hombre de ciencia, un viejecito muy simpático, con el que yo, diariamente, daba algún corto paseo por el bosque de La Herrería.
Doña Juana parecía, por su tipo, más bien española que inglesa. Menudita, morena y dotada de verdadera belleza, era una enamorada de las costumbres españolas. Jamás la vimos tocarse con sombrero, cosa muy rara entre las extranjeras, y siempre usó la clásica mantilla de nuestras mujeres, y, como tenía el pelo negro, pasaba a primera vista como española.
La simpatía que inspiraba y sus actividades en la obra de propaganda que representaba su marido, director del colegio, movían al respeto a cuantos la trataban, del que no participábamos los que convivimos con ella, porque tan buena señora padecía un histerismo del que todos éramos víctimas, empezando por su esposo y por sus hijos. Se pasaba, a veces, hasta un mes sin salir de su cuarto y sin que las criadas la vieran, descargando sus iras cuando salía, principalmente, sobre los españoles que vivíamos en la casa, que habíamos de revestirnos de paciencia, muy puesta a prueba, imitando a sus deudos, sufriendo sus órdenes excéntricas, sus arbitrariedades y sus frases molestas.
Recuerdo que más de una vez, para salir de su cuarto y aparecer en el comedor, exigía a su marido que los españoles que convivíamos con la familia no nos sentáramos a la mesa, ni comiéramos al mismo tiempo que ella, y don Federico, para resolver el conflicto, nos daba una peseta con cincuenta céntimos a cada uno para que comiéramos y cenásemos fuera de casa, con gran alegría por nuestra parte, porque a mediodía comíamos en una de las muchas casas de comidas derramadas en Madrid, en la que dábamos cuenta de un sabroso cocido madrileño, que nos sabía mucho mejor y nos nutría mucho más que las exóticas comidas alemanas que nos servían en casa. El cocido y un magnífico panecillo con parte del cual migábamos la sopa nos costaban cincuenta céntimos, y por la noche nos metíamos en una taberna «decente» donde por otros dos reales consumíamos un gran plato de habichuelas estofadas, con su pan correspondiente, acompañándolas algunos de una copita de vino. De modo que, durante la temporada que duraba aquella situación, comíamos mejor, desde luego, con más alegría y libertad, y ahorrábamos dinero, con el que yo me permitía adquirir algún libro de lance, lamentando todos volver a comer en casa, una vez aplacados los nervios de doña Juana, cuyo encuentro procurábamos esquivar, sin ponernos de acuerdo, para evitar inmotivadas reprimendas de su parte, a las que no contestábamos nunca.
Pero a mí, por desgracia, me tocó el papel de ser su preferida víctima, tal vez por mi menguada edad, y el pararrayos de sus arrebatos de histerismo que suscitaban y ponían a presión mi temperamento, presto a la rebeldía. Claro es que procuraba evitar cruzarme con ella, pero, a veces, se presentaba en mi cuarto para darse el gusto de lanzarme algunos de sus sermones, que yo oía indiferente, sin escucharlos ni responderle lo más mínimo, hasta que se cansaba y se marchaba, tras un formidable pateo sobre el suelo, con una fuerza impropia de una mujer tan femenina y menuda como era, pero sostenida por sus nervios y arrebatos. Y esta situación me duró, como verdadera prueba, todo el tiempo que duró mi carrera.
El verano que pasé en El Escorial, cuando copié el manuscrito, hube de sufrir las consecuencias de su enfermedad, pues a las horas de comer, en las que no tenía más remedio que verla en la mesa, no hubo desayuno o comida en la que no fuera yo el objeto de sus iras injustificadas y sin pretexto alguno, que yo esquivaba, algún tanto, suprimiendo la comida de medio día, cambiándola por una rebanada de pan y un pedazo de queso, que no daba la sensación de un banquete cuando lo consumía, con tanta tranquilidad, al pie de la fuente de los Frailes del Monasterio, durante las dos horas que mediaban entre las sesiones, matutina y vespertina, en la sala de Juanelo. Hasta ya la figura del fraile bibliotecario me parecía, desde luego, más placentera que la airada, siempre, de doña Juana, que aquellos tres inolvidables meses de martirio pusieron a prueba a un pobre muchacho de dieciséis años que se veía obligado a sufrir aquel suplicio con la esperanza de terminar mi carrera.
Como marchaba al monasterio a las ocho de la mañana, después del desayuno y de su correspondiente y matutina reprimenda, y no volvía hasta las cinco de la tarde, al retorno me esperaba un martirio, aún más agudo, que llegó a poner en peligro mi vida y estuvo a punto de agotar mis ya débiles y juveniles fuerzas.
El pozo de la huerta no daba ya abasto al riego necesario, a pesar de estar funcionando la bomba durante todo el día, manejado a brazo por todos los muchachos del colegio que allí estábamos. Ello motivó una reforma en el interior del pozo iniciada por el simpático y laborioso Gustavo, que consistía en profundizar cuatro metros más y luego construir una galería de diez metros de largo y metro y medio de alto, por uno de ancho. Para ello se buscó a un obrero especializado… y nada más para completar la mano de obra, siendo sus ayudantes todos nosotros, que habíamos de encargarnos de la extracción de la tierra y del agua que manaba del manantial, cada día con mayor abundancia, por las nuevas vetas que aparecían en la galería según iba avanzando el pico del pocero, que exigía para proseguir su trabajo verse libre del agua y de los escombros.
Aquel trabajo, impropio de nuestra edad, que doña Juana miraba con la mayor impasibilidad frente a la oposición de Gustavo, que supuso, al proponer la reforma, que los trabajos se llevarían a cabo por obreros y no por nosotros, lo mismo que la del pocero, que, con más piedad, nos incitó indignado más de una vez a que nos negáramos al trabajo, que terminaba a las siete de la tarde, cuando este se marchaba, dejándonos su continuación durante toda la noche en la extracción del agua, para que al día siguiente pudiera reanudar el trabajo de la galería en seco.
Ese trabajo se nos confió a los dos mayores, a un criado de la casa llamado Emilio y a mí, que durante toda la noche habíamos de sacar el agua, durante dos horas, descansando una, en la forma siguiente: como el tubo ya no debía llegar al fondo del pozo, por los cuatro metros ya socavados, se puso a la altura debida una caldera como depósito supletorio en el que se sumiera la alcachofa de succión y, un metro más bajo que este, un tablón sobre el que uno de nosotros dos había de elevar, a brazo, el agua a la caldera, mientras el otro, arriba, daba a la palanca de la bomba, cambiándonos, de cuando en cuando, en tan rudo esfuerzo y cesando cuando se reanudaba por la mañana el trabajo por el pocero y nuestros compañeros, retirándonos los dos obligados noctámbulos, extenuados, para dormir y descansar, escasas dos horas, en que después del desayuno «amenizado» por el indispensable sermón de doña Juanita, emprendía yo mi caminata al monasterio, con mi frugal comida en el bolsillo, envuelta en un papel. Y así pasé aquel agotador martirio, físico y moral, hasta que se acabaron las obras del pozo con una galería revestida de ladrillos y con todo nuestro excesivo esfuerzo que ahorró jornales sin cuento.
Gustavo, que observaba con indignación y piedad, al mismo tiempo, nuestra situación, y, en espacial, la de Emilio y la mía, dejaba la llave puesta del horno del pan que él hacía, un día sí y otro no, para que repusiéramos nuestras fuerzas, durante alguno de los cortos descansos nocturnos, consumiendo el pan que quisiéramos, naturalmente sin percatarse de ello doña Juana.