Kitabı oku: «Mis memorias», sayfa 7
–¿Qué tal de satisfecho quedó usted de su examen?
–Eso lo dejo al aprecio de usted, que lo juzgó –le respondí con la mayor seriedad.
–Pues entiendo que debió usted salir muy satisfecho, porque en lugar de un suspenso que, decididamente, le tenía reservado, aún le di nota.
–Y yo, muy agradecido, don Rodrigo, aunque insisto en negar la ofensiva afirmación de usted de una burla y una falta de respeto que, en mí, es imposible.
–¡Bueno! La cosa ha pasado ya; no me guarde usted rencor y cuénteme en adelante como un buen amigo suyo.
–Muchas gracias –le contesté, despidiéndome de él con un saludo respetuoso, no dejando de estimar el manifiesto arrepentimiento de aquel hombre, cuya conducta obedeció, realmente, a una causa psicológica propia de su defecto físico.
10 MOMENTO DIFÍCIL
Ocurrió un hecho, durante el tercer curso de mi carrera, de carácter distinto al anterior, que pudo haber cambiado el curso de mi vida, puesto que me brindaba un horizonte de fácil e inmediata prosperidad económica, al que me negué, demostrando en mi rotunda negativa una experiencia y una madurez reflexiva impropias de mi edad, hijas de mis adversidades, volviendo la espalda a sus atractivos y guardando fidelidad a mis propósitos de terminar mi carrera, por encima de todo.
Se presentó en Madrid un personaje inglés que, en pocos días, se hizo el hombre más popular en la Corte, dando motivo a gran preocupación por parte de los intelectuales, sobre todo de los psiquiatras, que le dedicaban, diariamente, extensos artículos periodísticos en revistas y rotativos, pretendiendo investigar y explicar las causas de la novedad que traía, aquel individuo, en su maleta. Porque Mr. Cumberland,44 que así se llamaba el recién venido, «adivinaba» realmente el pensamiento y lo demostraba todas las noches con quien «quisiera comprobarlo» por sí mismo, entre el numeroso público que todas las noches llenaba el Teatro de la Comedia, con una ansiosa curiosidad sin precedente nuestro, ya que cuantas personas se prestaban al experimento, con manifiesta desconfianza, o por lo menos con gran prevención, salían asombrados del fenómeno y se convertían en sus verdaderos y espontáneos voceros.
La mayor parte de sus experimentos consistían en que, ausentándose del salón el adivino, custodiado por personas serias elegidas entre el público, se ocultaba un objeto, que este encontraba rápidamente y con los ojos vendados, con un simple contacto en su mano de la del que tomaba parte en el experimento, llamando sobre todo la atención de los espectadores la rapidez y la seguridad con que lo hacía.
Durante varias semanas, el inglés fue el hombre del día y su nombre se repetía todos los días en todas partes, en la prensa y hasta en romances que contaban los ciegos por las calles. La propia reina Regente, la nefasta «Doña Virtudes», como la llamaba el pueblo, con el permiso previo de su confesor organizó en palacio una sesión, invitando a todo el Gobierno y a altos funcionarios, lo mismo que a los más encopetados aristócratas.
Mr. Cumberland hizo sus experimentos y obtuvo un triunfo completo en el que se registraron escenas de verdadera comicidad, como la del marqués de Pidal, ministro de Cánovas, de lo más reaccionario y fanático de su partido, quien, invitado por el inglés al hacer alarde de su incredulidad para que se convenciera, personalmente animado por los presentes, se prestó al fin a ello, dando una sensación de miedo, porque, como el clero y la prensa católica, aunque no negaban la veracidad del hecho, lo atribuían a brujería en combinación con el mismo demonio, tenía la prevención de que Cumberland era una transformación del ángel rebelde. El experimento salió, como era de esperar, a las mil maravillas y el bueno de don Pedro Pidal, asustado y confuso, hubo de confirmarlo, pero con el propósito de ir, seguramente de madrugada, a visitar a su confesor, para que le descargara por si era pecado de la responsabilidad moral de su intervención.
Una mañana, poco más tarde de las siete y media, me presenté en la facultad como todos los días para entrar en clase de Literatura Española, a las ocho en punto, cuando entrábamos todos en pos del catedrático, Sánchez Moguel, que tenía prohibida la entrada después de cerrar la puerta del aula, por lo que, para nosotros, un solo minuto de retraso suponía un falta a clase, cuyas consecuencias eran desde luego graves, razón por la cual todos llegábamos con anticipada puntualidad.
Al llegar me acerqué a un compacto grupo de compañeros que escuchaban a uno de ellos que la noche anterior había estado en el Teatro de la Comedia, en la calle del Príncipe, a ver a Cumberland, relatando, asombrado aún, cuanto había visto, describiendo la forma sencillísima que caracterizaba a sus experimentos que tanto asombro producían, puesto que solo consistía en un simple contacto con la mano del que le servía de medio, relatando de camino algunos de los experimentos que transformaban la expectación que demostraba el público al iniciarse, en un verdadero asombro que reflejaban todos los semblantes al terminar.
Por la tarde, le conté a Federico en casa lo que había oído en la universidad sobre lo que constituía, en Madrid, el suceso del día, y me propuso hacer una prueba, amoldándonos a la descripción que yo le relaté, a lo que me presté gustoso. Me salí de nuestro cuarto y cuando Federico me llamó, después de haber escondido un tintero debajo de su cama, entré con los ojos vendados, puse su mano sobre la mía tan tenuemente que casi no la tocaba, arrancándome repentinamente y dirigiéndome hacia el sitio donde se encontraba el tintero. Aunque Federico me aseguraba, un poco o un mucho asombrado, que el experimento había resultado perfecto, yo no le quería creer y convinimos en repetirlo con otro, para confirmarlo, previo juramento de obrar ambos con la mayor buena fe.
Salí nuevamente del cuarto y cuando Federico me llamó entré, nuevamente, con los ojos vendados en la misma forma que antes, me fui hacia mi mesilla de noche y detrás de ella cogí una plumilla, que era lo que mi compañero de habitación había escondido. Los dos no sabíamos qué decir, y salió corriendo Federico hacia la sala, donde estaba doña Juana, diciendo a voces: «Castillo adivina el pensamiento, como Cumberland».
Yo permanecía en el cuarto, preso de la mayor preocupación, cuando me vinieron a llamar a la sala de parte de doña Juana.
–Manuel –me dijo–, Federico me dice que adivinas el pensamiento.
–No lo sé, señora –balbuceé, pues aún estaba bajo la impresión producida por lo que acababa de ocurrir–, pero parece que sí.
–Pues vamos a hacer un experimento que me convenza. Sal ahí fuera y vete al extremo de la casa, que allí te iremos a buscar.
Efectivamente, me marché a la cocina, que estaba en el extremo de un largo pasillo, adonde fueron a buscarme, entre ellos la hija más pequeña del director, Frida, que apenas tendría cuatro años. Aparecí en la sala con los ojos vendados, puse en imperceptible contacto mi mano con la de doña Juana y, sin titubear, me dirigí rápidamente al piano, detrás de cual me hice con su dedal, que allí había colocado esta.
El alboroto que se armó en la casa no es para describirlo. Aquella tarde se repitieron los experimentos, con todos, incluso con las criadas, siendo uno de ellos tocar en el piano unas teclas correspondientes a unas notas previamente pensadas y convenidas durante mi ausencia del salón, sin conocer yo tal instrumento más que de vista.
Aquella noche, casi no pude dormir y al siguiente día hice el mismo experimento, que leí en el periódico, que la noche anterior había hecho Cumberland en el Palacio Real, que causó el mayor asombro en toda la concurrencia, que consistía en escribir sobre un encerado un número pensado de tres o cuatro cifras, caso que logró mi incógnito competidor, aunque demostrando alguna agitación. Yo no solamente escribí cantidades, sin contar el número de cifras, sino que escribía palabras y frases, tanto en español, como en francés y alemán.
Federico contó el suceso ante mis compañeros de la facultad, con los que me presté a hacer algunos experimentos, sin cansarme, y sin demostrar agitación alguna, pero suplicando a todos que el hecho no transcendiese al conocimiento de los catedráticos, porque, como el de Hebreo, don Mariano Viscasillas, pudieran creer que estaba en combinación con el diablo y me pusieran la aprobación de la asignatura en el alero del tejado. He de manifestar que todos, que yo sepa, cumplieron el compromiso. Sin embargo, como no se puede poner puertas al campo, el hecho trascendió a las demás facultades instaladas en la universidad, pero tuve la suerte de que, aun sabiéndose que había un estudiante que hacía más que Cumberland, como no me conocían personalmente, aunque yo era popular ya, me veía libre de ellos, gracias al secreto que guardaban mis compañeros para evitarme complicaciones.
Mientras tanto, los rotativos proseguían discurriendo sobre los éxitos del adivinador inglés, sobre todo cuando, por una apuesta, hizo uno en extremo espectacular, cual fue encontrar, por todo Madrid, un objeto escondido con todas las formalidades.
Y, en efecto, Mr. Cumberland salió de un café en la Puerta del Sol, punto de partida, a las diez de la mañana, acompañado del que había apostado y de una porción de guardias que le iban abriendo el camino a través de la multitud que cubría la extensa plaza, y, ante la expectación del público, vendados los ojos y casi corriendo, se dirigió a la calle Mayor, parándose unos momentos ante un almacén de paños instalado cerca de Platerías, donde entró pasando después detrás del mostrador y dirigiéndose a la estantería, con el incrédulo que le acompañaba; se-ñaló una de las piezas de paño en ella colocada, entre otras muchas, que pusieron sobre el mostrador, la fue desarrollando, y cuando casi llegaba al final apareció clavado en el paño un alfiler de corbata, que era precisamente el objeto escondido.
Comentando el relato en casa, ninguno dio la menor importancia al hecho, que no tenía nada de particular, en comparación con lo que yo hacía. Federico no dejaba de animarme para que visitásemos la redacción de El Liberal, instalada al lado de nuestra casa, en la calle Almudena, y que me diera a conocer, haciendo ante los redactores algunos experimentos que armarían un alboroto en la capital. Pero yo me negué rotundamente, a pesar de comprender el efecto que haría en toda España el saber que un estudiante español, de poco más de dieciséis años, epataba, con mucho, al inglés, que no hubiera sido para contarlo.
Mi negativa obedecía, simplemente, al inmediato alboroto que se produciría y el número de empresarios que se me ofrecerían para explotar el jugoso y seguro negocio de exhibiciones, que me obligarían a viajar, si lo aceptaba, por toda España y por el extranjero, e incluso por América, con la seguridad de lograr, en poco tiempo, un buen capital.
Todo esto lo pensé sin perder la serenidad, porque vi, muy claramente, que me alejaba de mi firme propósito de terminar mi carrera, considerando, además, lo poco airoso en que quedaba al abandonar mis estudios. Por eso me negué en absoluto a lanzarme a tan atrayente y aventurado lance, de lo cual nunca me arrepentí.
11 MI LICENCIATURA
Me faltaba, aún, salvar el paso más difícil, más comprometido y más transcendental, cual eran los ejercicios de reválida que daban el espaldarazo definitivo a los nuevos licenciados.
Se formaron a esos efectos, por el Decanato, tres tribunales que, por disposición del mismo, habrían de examinar a los graduandos, por riguroso turno, según el orden en que presentaban sus solicitudes, disposición en la que todos confiábamos, por ser garantía de imparcialidad oficial y por aquello de que, como dice el refrán: «A quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga».
Pero, a espaldas del decano, suplantaba el poder divino el oficial de la secretaría del mismo, quien por cinco duros adscribía al interesado al tribunal que por sus componentes más le placía, salvándole del más riguroso y temido, constituido por don Nicolás Salmerón, don Marcelino Menéndez y Pelayo y por el auxiliar don Luis Montalvo, el del truco de los íberos que por una apuesta le «administré» en la clase de Historia Crítica de España.
Ese tribunal, que había suspendido al primer graduando que se presentó a examen, no me correspondía con arreglo a la orden del Decanato, por lo que, para evitar mi protesta, tuvieron el cuidado de ocultarme el tribunal que había de juzgarme, no sabiéndolo hasta el momento de insacular las bolas correspondientes a los temas de ejercicio oral, en que me en […] [Hoja desaparecida en el original].
[…] con la peor intención, la situación me obligaba a ello, y para patentizar la ignorancia de aquel pobre hombre, más peligroso en un examen que cualquier juez, bien preparado comencé diciendo que antes de empezar la representación de la comedia salía a escena uno de los cómicos que, dirigiéndose al público, hacía, para prepararle, un pequeño esbozo de la obra que se iba a representar.
–A este personaje –añadí– se le llamaba «corifeo» –tragándose la píldora el bueno de Montalvo, con signos de aprobación. Pero don Marcelino, como esperaba, me salió al paso.
–¿Cómo ha dicho que se llamaba ese personaje?
–El prólogos –respondí.
–Es que me pareció que había dicho que era el corifeo.
–Perdone si cometí ese lapsus, pero quise decir el prólogos.
Excuso decir que el auxiliar, que acababa de tragarse el paquete, ya no quiso interrogarme más.
Salí de la Sala de Grados, cansado y sudoroso, porque el caso no era para menos y me encontré con varios compañeros, recibiendo de ellos las felicitaciones y los abrazos de todos ellos que detrás de la puerta habían escuchado el examen, pues acostumbrábamos a no entrar ninguno en los exámenes de reválida, esperando todos con la mayor expectación el fallo de aquel tribunal, conceptuado como el del terror, cuando sonó el timbre, entrando Jorge a buscar la papeleta, saliendo seguidamente con ella en la mano, arremolinándose todos a su alrededor, menos yo, para leerla.
¡SOBRESALIENTE!, dijeron a una, dedicándome una ovación en la que se distinguió con excesivas alabanzas […] el oficial de la secretaría que me había escogido como víctima de su «negocio»: «Este sobresaliente debería escribirse en un cartel por su gran importancia y pasearlo tú –me decía– por toda la calle de San Bernardo».
Comprendí, reaccionando a la enorme emoción que me había producido la benévola e inesperada nota con que culminaba mi carrera, que lo que el adulador buscaba era una propina, pero mi contestación envolvió, además de mi natural modestia, algo que traslucía que me había dado cuenta de su maniobra para conmigo, claro es que sin propina, sencillamente porque aunque la hubiera querido dar no hubiera podido quien en los tres años de carrera no dispuso de un céntimo, caso único entre todos mis compañeros, ignorantes, por supuesto, de mi verdadera situación económica y social, la del pobre «Cumberland» que renunció a hacer una buena fortuna.
Con mi nota en el bolsillo retorné a casa, dominado por tantas emociones, comunicando la buena noticia a mis amigos españoles en casa de don Federico, ausente entonces y durante la cena, que recuerdo consistió en un plato de lentejas. Doña Juana me preguntó, seguramente, porque ya sabía algo:
–¿Te examinaste ya de la reválida, Manuel?
–Sí, señora, esta tarde –respondí secamente, como ya era mi costumbre, sin abandonar mi actitud poco comunicativa.
–¿Y qué nota te han dado?
–Sobresaliente, firmado por Salmerón, Menéndez Pelayo…
–Que sea enhorabuena, Manuel –me contestó sin dar mucha importancia al hecho.
–Muchas gracias –le contesté con la misma frialdad.
En cuanto cené, salí acompañado de algunos comensales a la Asociación Evangélica de Jóvenes a dar una conferencia, ya anunciada, sobre un tema literario, recibiendo allí entusiastas y cordiales parabienes de mis consocios y del resto del auditorio al terminar mi trabajo.
Aquel día fue el más impresionante de mi vida, que culminó con el brillante final de mi carrera, por la que a tanto aspiraba y a cuya consecución sometí todos mis sufrimientos y todas mis humillaciones, porque me abría las puertas a una ansiada y bien merecida liberación, aunque la terminase con una tan frugal cena, sin darse a mi victoria en la casa la menor importancia, pero sintiéndome licenciado, y haciendo honor a mi nuevo rango académico dando una conferencia para coronar tan fausto día.
Al día siguiente envié, por correo, tan buena noticia a mi buena madre y a don Tomás, que me contestaron, a vuelta de correo, indicándome este la conveniencia de emprender la carrera de Derecho, eso sí, sin pensar de dónde habían de salir los medios económicos para cursarla (seis años), que él no me ofreció nunca, porque en mi casa ignoraban la forma en que había conseguido culminar la de Letras.
Aquel verano lo pasé también en Madrid, al servicio personal de don Federico, que, como siempre, me utilizaba para todo, desde la corrección de las pruebas de Revista Cristiana y de El Amigo de la Infancia,45 hasta llevarle las maletas, o ir al correo y llevar cartas a domicilio.
Por cierto, que al iniciarse el invierno de aquel año cayó enferma la cocinera, Sabina, una asturiana cerril y muy trabajadora con viruelas negras. Todos los de la casa se pusieron a salvo, marchando a El Escorial, y dejándonos solo a otra criada, a don Federico y a mí.
Una madrugada con un frío glacial, tocó don Federico a la puerta de mi cuarto, ordenándome que me vistiera inmediatamente y saliera en busca de Sabina, que, impulsada por la calentura y aprovechando que la otra criada dormía, se había lanzado a la calle descalza, en camisa y cubierta a medias con una manta de su cama.
Don Federico y yo nos echamos a la calle en su búsqueda, con distintos rumbos; él, por la calle Mayor, y yo por la de Bailén, el Viaducto, cuesta de la Vega y plaza de Oriente. Pero ni él ni yo dimos con ella, yéndose el director a dar cuenta a la policía, lográndose saber que unos guardias habían detenido, aún de noche, a Sabina, creyendo que era una mendiga, llevándola a la Casa de Socorro y, desde allí, trasladándola a una sala de variolosos del Hospital General, adonde fue don Federico para identificarla, pues no sabían quién era, y responder por ella.
La noche de aquel día, la criada y yo bajábamos el jergón de la cama de la enferma a la calle, y sin la menor precaución, para quemar la paja de maíz de que estaba lleno, reproduciéndose el caso del ataque del cólera a don José Ríos en el colegio y no parar mientes en el peligro que yo corría, único que en la casa estaba, no dando la menor importancia a un posible contagio que me pudiera haber costado la vida. Felizmente, en uno y otro caso, salí indemne, providencialmente.
12 SE INICIA MI EMANCIPACIÓN
Ausente hacía más de un año mi compañero Federico Larrañaga, enviado a Alemania a estudiar, o mejor, creo yo, a pasarse una vida también de emancipación de la casa del director pero por procedimientos más prácticos que los míos, en los que era maestro, pero que nunca se acomodaron a su manera de ser, según pude deducir de sus cartas, y que los hechos posteriores me confirmaron, cuando retornó, sin haber terminado la carrera de Teología, teniendo que adscribir toda su vida a los servicios y humillaciones del colegio, que procuraba conjurar y soslayar, primero como encargado del internado y después como profesor de segunda enseñanza. Su ausencia estrechó más mi amistad con Pedro Mora, que acababa, después de brillantes oposiciones, de ingresar en el Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Anticuarios, destinado a la Biblioteca Universitaria de Barcelona, y con su padre, especialmente, con el resto de su familia.
Vino aquel verano a Madrid Pedro Mora a pasar un mes de vacaciones al lado de su familia y excuso decir que siempre estábamos juntos y que casi, a diario, hablábamos de mi situación, ante mi decidido propósito de salir, desde luego, por la puerta grande de la férula del colegio, a luchar con mi destino, negándome desde luego a ir a Alemania, cuando se me propusiera. Y así se lo escribí hacía tiempo a Federico, cuando me escribía que, merced a las noticias que publicaba don Federico en Alemania sobre su labor en España, ya era esperado allí.
Mi falta aún de plan y de orientación motivó que Pedro Mora me sugiriera la idea de prepararme para las oposiciones, como las suyas, en las que los opositores, que debían ser licenciados en facultad, no tenían límite de edad para ser admitidos como ocurría con las de cátedras, aprovechando la ocasión de que estaban muy próximas otras oposiciones para cubrir nuevas plazas vacantes que iban a ser anunciadas. Para ello me ofreció su absoluta ayuda, especialmente dándome las indicaciones que necesitase y fuentes de conocimiento para contestar al cuestionario que sería el mismo.
Vi en aquella fraternal sugerencia mi tabla de salvación y, percatado de las muchas dificultades y del ímprobo trabajo que suponía la preparación, me dispuse a poner con el mayor entusiasmo manos a la obra, iniciando un planteamiento metódico del trabajo que suponía la sólida preparación para esta nueva lucha, acuciado por los ánimos que me infundió Pedro, lo mismo que su familia, sobre todo su padre, conocedores de mi crítica situación, dándome entusiastas alientos que no me abandonaron durante los cinco meses en los que puse a presión toda mi tenacidad, hasta que se anunciaron las oposiciones en la Gaceta, sosteniendo una continua correspondencia con Pedro, que estaba en Barcelona, que me facilitó muchos datos.
El trabajo consistía en tomar datos que conseguía consultando distintas obras, para poder contestar a cada pregunta de los temas, pasando muchas horas en la biblioteca en mis investigaciones y todo con el mayor cuidado de que, en casa, no se dieran cuenta de nada, por la seguridad que tenía de que de enterarse don Federico desharía fácilmente mis planes, con su habilidad y su influencia.
Firmé las oposiciones, a pesar de la oposición de mi madre y de don Tomás, que seguían en la obsesión de este de que emprendiera la carrera de Derecho, pero sin garantizarme los medios económicos para ello, sometiéndose al fin a mis razonamientos y a las advertencias de la señora Pepa, que tanto me quería y admiraba, puesto que conocía perfectamente lo que yo había pasado y pasaba, por ser mi paño de lágrimas en los momentos difíciles y desesperados en los que me consolaba y me daba prudentes y maternales consejos.
En un viaje que hizo mi madre a Madrid, le dijo: «Agustina, deje a mi Manolito, que sabe de estas cosas más que nosotros y que ha demostrado, hasta la saciedad, que sabe lograr lo que se propone».
Y, mientras tanto, dedicaba ocho horas cada día rebuscando bibliográficamente materia que respondiese, cumplidamente, a cada uno de los temas del cuestionario de las oposiciones, cuyas materias, muchas veces nuevas en España, no estaban incluidas en libros especializados porque no existían en español. A esas ocho horas de investigación había que añadir más de cuatro en mi cuarto de estudiante, y robándolas al descanso, dedicaba cuatro horas, por lo menos, a ordenar mis notas del día y ponerlas en limpio, incluso las que me enviaba Pedro a las consultas que le hacía y que me satisfacía inmediatamente.
Pero, conociendo el terreno que pisaba, de proseguir mis trabajo con el disimulo que me puse desde un principio, sin que en la casa nadie sospechase lo más mínimo, sosteniendo esa difícil situación cuidadosamente, asistiendo, con la mayor puntualidad, a las horas de comer y cumpliendo todos los encargos que se me daban, encerrándome en mi cuarto por la noche y tapando con ropa la ranura por debajo de la puerta, para que, si alguien pasaba por el corredor, no notase el resplandor de la luz y me sorprendiese en mi trabajo.
Y así continué durante todo aquel lapso de tiempo preparatorio, pero, cuando empezaron las oposiciones, mi caso transcendió a casi todo el personal dependiente de la casa, alto y bajo, especialmente de los que fueron mis maestros, que conocían de cerca la vida injusta que llevaba y conocedores de la brillante terminación de mi carrera, se interesaron por mí y por cada uno de mis ejercicios; ni uno solo dijo la menor palabra sobre el particular al director, ni a su familia, conocedores de las funestas consecuencias a que me exponía de un seguro fracaso, dados los medios de que don Federico disponía para provocarlo.
Por fin, apareció en la Gaceta la lista de los siete jueces del tribunal de las oposiciones, cuyo presidente renunció al cargo a las veinticuatro horas, produciéndome esto la mayor contrariedad, muy pronto mitigada al ver nombrado para sustituirle en el cargo a don Marcelino Menéndez y Pelayo.
Al día siguiente fui a la Universidad a la hora de su cátedra, saliéndole al encuentro, diciéndole, después de saludarle cariñosamente:
–Dispénseme, don Marcelino. He visto, hoy, en la Gaceta, su nombramiento de presidente del tribunal de oposiciones para el Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Anticuarios, y quisiera saber cuándo nos va usted a convocar, pues las tengo firmadas.
–Efectivamente –me contestó–, he recibido el nombramiento y no sé cuándo podré convocar, porque estoy presidiendo tres tribunales a cátedras de modo que ha de pasar bastante tiempo aún.
Puse una cara de contrariedad que no pasó desapercibida para él, y añadió:
–¿Tiene usted mucho interés en que empiecen enseguida? Porque entonces renunciaré, para que nombren a otro presidente que me sustituya, pues sé la necesidad de que se cubran esas vacantes.
–Pues yo se lo agradecería en el alma, don Marcelino, porque mi situación reclama que empiece cuanto antes esas oposiciones, en las que tengo la mayor esperanza de mi salvación.
Así le contesté, con la mayor ingenuidad. Don Marcelino me sonrió, diciéndome, con el mayor cariño:
–Pues, entonces, ahora mismo, antes de empezar la clase, voy a redactar y a enviar la renuncia.
Y emocionado le respondí:
–Muchas gracias, maestro.
Y en efecto, a los dos días apareció en la Gaceta su renuncia, a la par que el nombramiento del tercer presidente, un senador y consejero de Instrucción Pública, llamado don Feliciano Herreros de Tejada,46 persona, para mí, completamente desconocida, quien inmediatamente publicó la convocatoria para empezar los ejercicios pasada la quincena reglamentaria.
Y llegó el día, o mejor, la noche en que empezaron los ejercicios y me presenté a la hora señalada en la Escuela de Diplomática, sitio al que éramos convocados los opositores, y me encontré con una serie de futuros contrincantes, hombres todos hechos y derechos, algunos de ellos con chistera y gabán de pieles, que me impresionaron hondamente, pues, a su lado, yo, por mi edad, más infantil que juvenil, y por mi atuendo más que modesto, pobre, me obligaría a luchar con las desventajas, impresionantes, en un plano inferior.
Pero muy pronto reaccioné, impulsado por mi fe y por mi entusiasmo, recobrando mi serenidad y mi decidida disposición a jugarme el todo por el todo, empezando las noticias e infundios, propios de las oposiciones, e impropios de personas que deben luchar con armas limpias. Alguno de aquellos señorones, compañeros en la lid, hizo correr la especie de que de las veintidós vacantes ya estaban dadas dieciocho.
La noticia, como novato en esas lides, me impresionó, pero me conforté, diciéndome a mí mismo: «Sobran cuatro, de las que muy bien pueda yo ganar una».
Cuando en la lectura de la lista de los opositores presentes se me nombró, al responder yo, se me encaró el presidente, haciendo poco honor a la altura de su cargo, diciéndome:
–Pero usted, tan chico, ¿va a hacer estas oposiciones?
–Sí, señor –contesté con firmeza.
Cuando terminó la lista y se metieron en el bombo los nombres de los opositores presentes, el presidente manifestó que iban a insacularse para establecer el número de orden que había de guardarse en los ejercicios para cada uno, añadiendo:
Vamos a nombrar a uno de ustedes para sacar las papeletas en que están escritos los nombres y yo propongo que, con la garantía de su natural inocencia, suba al estrado el opositor señor Castillo, en el que todos ustedes y el tribunal depositaremos nuestra absoluta confianza.
Y, en medio de estridentes y, para mí, molestas risas, que nada me favorecían en ningún sentido, ascendí al estrado, sacando una papeleta tras otra, empezando el primer ejercicio que cubrieron, en aquella sesión, los dos primeros opositores.
El salón donde se celebraban los ejercicios era una reducida cátedra de la mencionada Escuela Superior de Diplomática, muy conocida por mí, porque en ella estudié Paleografía con el gran paleógrafo don Jesús Muñoz y Rivero, instalada en los bajos de la universidad, cabiendo en ella escasamente los opositores, teniendo que permanecer el público de pie, incluso en el espacio que había entre los primeros asientos y el estrado, precisamente donde estaba colocada la mesa del opositor, con sus dos tradicionales vasos de agua cubiertos con sus azucarillos correspondientes y sus candelabros, iluminados con velas.
Yo procuraba entrar de los primeros para ganar uno de los asientos de la primera fila y, aun así, apenas podía percibir la espalda del opositor actuante, a causa de que el público de pie casi estaba encima de él, siguiendo en esa forma todos los ejercicios de los que me precedieron y de los que me siguieron, formando severo juicio de causa uno de ellos, comparándolos a mis anteriores con mis conocimientos, y a los posteriores con mi ejercicio en todos las materias tratadas.
La noche que hube de actuar en mi primer ejercicio tuve la desventaja de que el que me precedió, pues yo actuaba en segundo lugar, era, nada menos, que Manuel Fernández Sanz, que, con el tiempo, escalaría una cátedra en la Universidad Central, a la que dio gloria, dejando en ella una estela de publicaciones y modulosos trabajos de investigación que honrarán, siempre, su nombre.