Kitabı oku: «Mis memorias», sayfa 8

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Hizo, seguramente, el mejor ejercicio, haciendo alarde de sus profundos conocimientos y facilidad de su palabra, dejando en el tribunal y en el público el más agradable y justo efecto; y en esas condiciones subí al estrado, a sacar del bombo mis diez papeletas.

Me convencí interiormente de que no se me concedía la menor importancia a causa de la actitud del presidente a mi modesta persona, al tomarme a broma, y mi mala suerte se acentuó cuando al introducir la mano en el bombo me encontré con que no podía sacar ninguna papeleta… porque las diez de mi antecesor eran las últimas que en él quedaban, puesto que las demás estaban fuera para no ser repetidas.

–¿Qué le pasa a usted –me preguntó el presidente– que no saca las papeletas?

–Pues que no encuentro ninguna.

Las carcajadas, inmotivadas, que produjo mi respuesta no tuvieron límite, empeorando mi situación pero sin perturbar mi serenidad. Tal era la confianza que tenía en mí mismo y el drama de mi situación, que yo solo sentía. El presidente cogió el bombo y confirmó mi afirmación, añadiendo:

–Verá usted qué pronto las hay.

Y empezó a doblar papeletas y a introducirlas en el bombo, prosiguiendo aún aquella estúpida hilaridad, y cuando hubo introducido poco más de veinte me mandó insacular diez, lo que dio motivo a que uno de los vocales del tribunal, el académico de Historia, el señor Pujol y Camps, plantease la cuestión de que, reglamentariamente, una vez agotadas las papeletas, debían volver todas al bombo y no unas cuantas, puesto que se perjudicaba al opositor, que podría formular una justa protesta.

Aquello acalló las risas, surgiendo un significativo y espectacular silencio, pero yo, que era el presunto perjudicado, solucioné el incidente evitando el conflicto con la ingenuidad que me era propia, diciendo: «No merece la pena: yo no reclamaré, porque lo mismo me dan estas diez papeletas que voy a sacar que otras diez cualesquiera».

Mi franca afirmación produjo tal efecto que las risas y el barullo se convirtieron en un profundo silencio, en medio del cual saqué las diez papeletas, dirigiéndome seguidamente a mi mesa, dándome perfecta cuenta de la expectación que había producido mi intervención que solucionó el incidente.

Me senté tranquilamente, introduje en uno de los vasos su azucarillo y mientras este se disolvía, revisé las papeletas, entreverando las más difíciles con las de mayor defensa, considerando a las primeras por la poca y seca materia que contenían y cuya reducida y escueta contestación no mermara tiempo, durante la hora reglamentaria que había de consumir con el ejercicio. En aquella combinación, dejé en el último lugar la referente al teatro de Terencio y de Plauto, cuyas comedias conocía perfectamente y que me daba espacio para rellenar, con exceso, el tiempo reglamentario, empezando mi ejercicio con el mayor método, muy dueño de mí mismo y moviendo con la cucharilla el agua del vaso, para acelerar la disolución del azucarillo.

El orden en que coloqué las papeletas me dio el gran resultado en su conjunto, pues la mayor parte de ellas eran verdaderos huesos, que como tales tanto el tribunal como los opositores conocían, apreciando todos cómo los «roí» cumplidamente, finalizando el ejercicio al discurrir sobre el teatro romano, enumerando las obras de los dos autores antes citados y exponiendo y enjuiciando los argumentos de cada una, salvando con el mayor cuidado sus escabrosas escenas, exponiéndolas sin desvirtuarlas en un léxico adecuado y no falto de ingenio, para evitar caer en grosería, motivando risas, muy distintas de las anteriores, en el auditorio, lo mismo que en el tribunal, inspiradas por la gracia de la obra y por la general aprobación a mi trabajo. «Como se ve –añadía yo– tenían mucha gracia las obras de estos dos grandes autores, que lograron deleitar con su ingenio al pueblo que entonces dominaba a un gran Imperio».

La impresión que produjo mi ejercicio me rehabilitó en el plan injustamente desnivelado en que se me había colocado, de tal modo que, con seguridad, hubieran seguido gozando todos de mi exposición inagotable de las obras de Plauto y de Terencio si el presidente no me hubiera interrumpido diciendo: «Ha pasado, con exceso, el mínimo del tiempo reglamentario que nos obliga a cortar la relación de los argumentos que, con tanto gusto, hemos oído al actuante y se levanta la sesión».

Salí del local y de la Universidad corriendo, para que en casa no se notara mi ausencia, y seguí preparando mi segundo ejercicio, ya técnico, que consistía en redactar un trabajo bibliográfico y en una transcripción de un documento paleográfico.

Ambas cosas para mí no eran difíciles, pues dominaba la paleografía estudiada, como he dicho, con Muñoz y Revero, y pude dominar el ejercicio, interpretando el auténtico documento que me señalaron del siglo XV, resolviendo todas sus abreviaturas, completando el ejercicio con la descripción bibliográfica de un incunable.

Por cierto, que al día siguiente a mi primer ejercicio, acudí como espectador antes de la hora de la sesión, introduciéndome entre los diversos grupos de opositores donde se comentaba el curso de las oposiciones, oyendo en uno de ellos cómo se apreciaba el mío, llevando la palabra un señor opositor de edad ya madura y de elegante porte, no dándose cuenta de que yo estaba entre los oyentes, sencillamente porque las condiciones del local donde se celebraban los ejercicios, la aglomeración del público, no permitían ver al opositor sino solo oírle.

–Hay que ver qué ejercicio hizo anoche ese muchacho y con qué dominio se desenvolvió, incluso en el incidente de las papeletas que tomamos a chacota todos menos él, que lo resolvió comprendiendo lo serio que se ponía.

–¿Y qué iba yo a hacer? –interrumpí–, cualquiera de los compañeros hubiera hecho lo mismo.

Todos quedaron parados ante mi interrupción, rompiendo el silencio el que peroraba, quien dirigiéndose a mí me preguntó:

–Pero ¿es usted el que ejercitó ayer?

–Sí, señor, fui yo el que provocó, sin querer, la hilaridad producida por el incidente.

–Pues, compañero, le felicito, porque yo en la guerra carlista torné, alguna vez, a los liberales cañones a navaja; pero confieso, honradamente, que anoche admiré su valor ante las circunstancias que le rodeaban.

Siguieron los ejercicios prácticos y al fin terminaron las oposiciones con uno de traducción directa del francés y del latín vulgar de las Etimologías de San Isidoro de Sevilla, convocándonos el tribunal para darnos cuenta de su fallo al día siguiente, acudiendo todos los opositores con la mayor ansiedad, aunque seguramente ninguna comparable con la mía, puesto que se trataba de mi liberación y me abría un campo extenso para mi porvenir.

Acudí puntualmente, dominado por una gran fe que se iba amenguando según se iban leyendo los nombres de los elegidos, hasta que, después del décimo o undécimo, no lo recuerdo bien, oí pronunciar el mío saltándoseme las lágrimas provocadas por la más grande emoción. Al fin mi fe y mi trabajo intenso me dieron el triunfo. Ya era bibliotecario y empezaba para mí una etapa que me ha seguido hasta la muerte, en la que mi trabajo sería respetado y remunerado, abriéndome las puertas de una consideración legítimamente ganada, gozando de una libertad personal de la que hasta entonces carecí.

En cuanto oí mi nombre me levanté, inopinadamente, salí del salón y eché a correr por los claustros de la Universidad, hasta ganar la puerta, siguiendo mi carrera por la calle de la Luna, y atravesando las calles de Fuencarral y Hortaleza, llegué a la de San Miguel, donde vivía doña Pepa con su hermana y sus sobrinos, entrando, dando voces: «Mamá Pepa –dije, balbuceando, dejándome caer sobre una silla–, ¡ya soy bibliotecario!».

El alboroto que se armó no es para describirlo. Todos me abrazaban y me besaban, llenos de emoción y de alegría, que en doña Pepa se exteriorizaba bañándome con sus lágrimas y diciéndome:

–Escribe a casa, hijo, y di a tu madre si tenía yo razón cuando la dije que tú sabías, mejor que todos, lo que hacías.

–Así lo haré –dije con la mayor seriedad–, pero como ya soy funcionario del Estado, con sueldo, les pido cuarenta reales prestados para comprarme enseguida unos zapatos, porque estoy pisando hace días con los calcetines, y llevo los pies empapados de agua.

Y enseñé mis deteriorados zapatos, levantando los pies, y mostrando el sitio que cubrieron las suelas, añadiendo: «En estas condiciones me he preparado y hecho las oposiciones».

Las diez pesetas que me dieron me empujaron a la calle, enderezando mis pasos a la primera zapatería que tropecé, donde me compré unas botas. Nunca disfruté de mejor confort al ver mis pies abrigados y libres de la humedad de la calle, pues estaba lloviendo y así me presenté en casa, con mi habitual cara seria, conteniendo heroicamente la alegría interior que retozaba por todo mi cuerpo, de la que participaron todos mis maestros del colegio y demás personal, que aún guardaba el secreto en casa, esperando los acontecimientos cuando el hecho se descubriese.

13 LA EXPLOSIÓN

En mi correspondencia con Federico Larrañaga, que seguía en Alemania, en la que siempre le contaba mis cuitas, le había dicho que «de ninguna manera iría a Alemania», donde, según él, ya se me esperaba, guardándome muy mucho de decirle la menor palabra que pudiera relacionarse con mis planes ante la seguridad de que, a vuelta de correo, se encargase él dado su carácter de escribírselo a don Federico, y menos, tras decantarse mis oposiciones.

A los pocos días después de estos acontecimientos, retornó don Federico de uno de sus múltiples viajes y, llamándome a su despacho, me dijo:

–Prepárate, porque pasado mañana nos iremos a Alemania.

–Lo lamento, don Federico, pero yo no voy a Alemania.

–¿Cómo que no vienes?

–Sencillamente, porque acabo de ganar, por oposición, una plaza de bibliotecario con la que aseguro mi porvenir.

–Pero ¿tú sabes lo que dices?

–Claro que lo sé. Abrigué esta decisión desde que, por haber comido, acosado por el hambre y la fatiga en El Escorial, una noche trágica un pedazo de bollo sobrante se me tachó de ladrón, aceptando todos ustedes este falso e injusto concepto, lanzando este estigma sobre mí, que me convenció de mi incompatibilidad con personas tan honorables y tan cristianas como lo son ustedes. Además, ¿a usted le parece natural de que se disponga de mí como de un borrego, sin voluntad y sin sentimientos, no acordándose de que tengo una madre, de la que, por mi desgracia, estoy separado tantos años y de la que no se ha intentado siquiera recabar su asentimiento y su permiso, dándome un plazo de cuarenta y ocho horas, sin dejarme tiempo para darle un abrazo, tal vez el último, de despedida?

–¿Pero no es una ingratitud al colegio lo que haces y por cuanto hemos hecho por ti?

–Yo lo he pensado bien, don Federico, pero, poniendo en un platillo de la balanza los favores que me ha hecho el Comité de Berlín, y que nunca agradeceré bastante, y menos olvidaré, y los muchos trabajos de toda clase que se me han impuesto, muchos de ellos humillantes y que he cumplido plenamente, con los múltiples abandonos de que he sido objeto, colocado, todo ello, en el otro platillo, me he convencido de que el fiel se inclina, con exceso, a mi favor, no mereciendo, por lo tanto, que se me juzgue como ingrato.

–Sin embargo, esto supone, para mí, un tiro a boca de jarro.

–Lo siento mucho, don Federico, pero para mí representa una emancipación, al mismo tiempo que una merecida satisfacción a mi dignidad. Yo, en mi vida, he sido un ladrón.

Al día siguiente, me volvió a llamar a su despacho, consumiendo en vano toda clase de argumentos para hacerme deponer mi actitud, echando mano hasta de fervorosas oraciones, pidiendo a Dios que me iluminase para cambiar de parecer, llegando en sus argumentos a pretender, cariñosamente, convencerme de que podrían conservarme la plaza hasta que volviera de Alemania, a lo que le respondí:

No se canse usted, don Federico. No me convencerá usted, y no olvide el refrán que dice que más vale el pájaro en mano, como este, que he cazado en buena ley, que el hipotético buitre que vuela sobre Alemania y que no deseo. Si hubiera fracasado en las oposiciones, puedo asegurarle que mi actitud hubiera sido la misma. Desde aquel verano de El Escorial, en que, además de mi trabajo, se me amargó tanto la vida sin la menor piedad, me consideré desprendido de la obra de ustedes, porque, aún tan joven, tenía claro concepto de mi dignidad y de mi honradez, tan inhumanamente herida. En ese sentido, escribí más de una vez a Federico mi resolución y no se lo he ocultado a mis maestros y amigos.

Las sesiones se multiplicaron y, convencidos de su inutilidad, una mañana muy temprano doña Juana se presentó en mi cuarto para decirme que como me había separado de la obra no podía continuar en la casa, demostrándole yo mi aprobación al recoger seguidamente mi escasa ropa y saliendo a la calle, en busca de un provisional refugio, hasta trasladarme al pueblo de El Vellón para descansar, al lado de mi madre, y reponer mi salud, harto quebrantada por el largo e ímprobo trabajo de las oposiciones al que me había sometido. Ese refugio lo encontré inmediatamente en la acogedora morada de don José Marcial y de doña María Dorado, su esposa, padres de mi compañero de colegio, Pepe Marcial, y de su excelsa hermana Carola,47 ilustre profesora más tarde de la Universidad de Columbia, en la que dejó grata memoria, y heroica propagandista de españolismo en América, donde, con admirable valor, exaltó a España, precisamente, a raíz de la pérdida de nuestras colonias, arrebatadas por los Estados Unidos con el pretexto del hundimiento, en el puerto de La Habana, del barco de guerra Maine, que después de una tardía investigación pericial, con expertos norteamericanos, se puso de relieve nuestra falta de responsabilidad en aquella catástrofe.

La familia Marcial fue para mí una prolongación maternal de la mía, cuya intimidad y verdadero cariño solo ha podido interrumpir la muerte.

A los dos días salí en la diligencia de Torrelaguna para mi casa, en la que tuve que someterme a un cuidadoso tratamiento de laringitis aguda, adquirida por los enfriamientos sufridos durante tantas noches dedicadas al estudio. Me sometieron a pulverizaciones de azufre en la garganta, sin que la mejoría se presentase franca.

A los pocos días recibí una comunicación del Ministerio, para que, inmediatamente, me presentase en el Negociado para elegir la vacante de provincias que más me interesase, y dejar, a los que me seguían en la propuesta del tribunal, que, respectivamente, eligiesen la suya.

Al día siguiente por la mañana, esperaba la llegada de la diligencia, cuyas plazas venían totalmente ocupadas, teniendo que hacer el viaje, pesado de suyo, en la baca del coche, teniendo que resistir un sol abrasador hasta la llegada a Madrid.

Me presenté en el Negociado y elegí la vacante que había en la Biblioteca Universitaria de Salamanca. Pude haberme quedado a prestar mis servicios en Madrid, con poco esfuerzo, porque, durante mi estancia en el pueblo, dejé el campo libre a los demás, por cuyo motivo no podían escoger los demás plaza ninguna en provincias, hasta que yo eligiera la mía.

Madrid me pesaba demasiado y deseaba vivir y trabajar en otra parte, escogiendo Salamanca por ser la tierra de mi mamá, Aldeadávila, de aquella provincia.

Surgió una dificultad para mi toma de posesión en la Biblioteca Nacional, donde nos posesionábamos todos ante el jefe superior del Cuerpo, el eximio poeta don Manuel Tamayo y Baus, que era la presentación previa de la licencia militar, que yo no tenía todavía, por estar recientemente sorteado, y porque empezaban a extender esa documentación en la zona a los que estábamos excedentes de cupo.

Me presenté al día siguiente en las oficinas de esa dependencia instaladas en el Cuartel de San Francisco, en la calle del Rosario, preguntando a un sargento si podía ver al señor coronel, jefe de la zona. El militar burócrata, con la deficiente educación de su grado, empezó tuteándome, poniéndome dificultades, entablándose entre él y yo un diálogo, que corté diciéndole:

–Pásele esta tarjeta al señor coronel, y pregúntele si me puede recibir.

La tarjeta decía simplemente «Manuel Castillo, Licenciado en Filosofía y Letras».

Al minuto salió el sargento del despacho, y, dejándome franca la puerta, me dijo:

–Haga usted el favor de pasar. –Haciéndolo yo así, cuadrándome delante del coronel, diciendo las palabras reglamentarias de «A la orden de usted, mi coronel».

–¿Qué desea usted? –me preguntó.

–Pedirle un favor que me interesa mucho. Acabo de ganar unas oposiciones para bibliotecario y, para poder tomar posesión de mi cargo, necesito presentar la licencia. Como quiera que estoy fuera de cupo, yo me atrevo a rogarle ordenase se me extendiera lo más pronto posible, para evitarme complicaciones y perjuicios.

–Pero usted, tan joven, ¿ya es licenciado y bibliotecario?

–Sí, señor, mi coronel, para servirle a usted –le respondí, con incontenida satisfacción.

–Pues le felicito, y mañana, a estas horas, venga a recocer su licencia, que ya estará lista, pues mi satisfacción en cumplir con usted este servicio es la que usted se merece por su aprovechamiento.

–Muchas gracias, mi coronel –contesté–. A la orden de usted.

Y, efectivamente, al día siguiente, al presentarme en la oficina, el sargento se levantó, me franqueó la puerta del despacho, diciéndome: «Pase “usted”».

Entré seguidamente y, al verme, el coronel se levantó de su asiento, dándome la mano y un abrazo al entregarme personalmente el documento despachado, diciéndome, al darle las gracias, con cierta confusión: «Nada de gracias, joven, siga usted por ese canino que tanto le honra. Que tenga usted mucha suerte y ya sabe que, aquí, deja un amigo que le felicita y a su disposición, si puedo servirle en algo».

Conmovido, salí del despacho casi sin poder contener mis lágrimas, al verme ya considerado y respetado humanamente, dirigiéndome, a paso ligero, a la Biblioteca Nacional, para tomar posesión de mi cargo, que me había de dar personalmente aquella gloria de nuestra literatura, como director del Cuerpo Facultativo, al que entraba a pertenecer, cuando el secretario del mismo, don José Paz y Mélia, me dijo con amable compañerismo:

–He de advertirle, compañero, que puede lograr ahora un ascenso, a dos mil pesetas de sueldo, si se dispone a prestar sus servicios en un archivo de Hacienda.

–No, señor: quiero ir a una biblioteca.

Cambiaron una mirada, muy significativa, director y secretario, y moviendo aquel la cabeza, y significativamente, cruzando los dedos, pulgar e índice de su mano derecha, como si contase dinero, me dijo, con una sonrisa no exenta de picardía:

–¿Estamos todos bien en casa?

–Todo lo contrario, señor director, porque esta plaza es mi único porvenir. Pero yo no he estudiado mi carrera para dedicarme en un archivo de Hacienda, a ordenar legajos de documentación contributiva y de cuentas municipales. Mejor serviré a mis aficiones, a mis estudios y al Estado en una biblioteca.

Volvieron ambos funcionarios a mirarse, en forma bien clara de que apreciaban mi quijotismo y romántico rasgo, expendiéndose en nuestra presencia sobre mi título administrativo el acta de toma de posesión.

Y al día siguiente, por la noche, salía para Salamanca con una maletilla como único equipaje, un cúmulo de ilusiones y un frasco de Goudron de Gullot, específico francés que me regaló mi amigo, el farmacéutico don Juan Bonald, muy afamado en Madrid por sus célebres pastillas para la tos, al despedirme de él en su farmacia de la calle de la Gorguera, que empecé a tomar al llegar a Salamanca en la forma que él me indicara, y que, a los pocos días, me curó completamente de mi afección, reliquia de mis oposiciones, despidiéndome de mi Madrid, con lágrimas, mezcladas de amargura y de alegría. Iniciaba mi libre lucha, en el mundo.

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