Kitabı oku: «Eterna España», sayfa 3

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LA REVOLUCIONARIA OBEDIENTE

Los inicios de Teresa de Ávila se produjeron bajo el signo de don Quijote, personaje que, no obstante, fue creado veinte años después de su muerte. ¿La prueba? Escuchadla: en 1523 la futura santa y su hermano Rodrigo emprendieron un viaje hacia las tierras de los infieles moros. Quieren evangelizarlos. Buscan el martirio. Tienen diecisiete años. Pero entre ambos: ella ocho, él uno más. Por eso la escapada dura un suspiro: no muy lejos de Ávila, los pequeños predicadores son atrapados por un tío y devueltos a casa. Probablemente a patadas. Toda la culpa de la inspirada fuga es de los libros. Hagiografías y novelas de caballería. De niña, Teresa no se limita a leerlos compulsivamente: se deja dominar por ellos. En su autobiografía confesó que sentía tal pasión que si no tenía un nuevo libro bajo el brazo le parecía como si no viviera. Las aventuras de Amadís de Gaula, las gestas del bravo Esplandián… La vocación heroica de Teresa, su santa locura, brotan de ahí, de la literatura. La cual, al catapultarte a las latitudes de lo imaginario, es también una forma de trascendencia. Si bien, ciertamente, del todo quijotesca. Es decir, profana. De hecho, muy pronto Teresa la rechazará como paraíso artificial e instigadora de vanidad, pasando a lecturas más devotas. Hasta que incluso estas le serán prohibidas.

Cuando en 1559, para detener las filtraciones reformistas, el gran inquisidor Fernando de Valdés prohíbe los libros en castellano, ella, aunque se lamenta porque consideraba que algunos eran de provecho, se alinea con él. Se deprime. Pero, al verla privada de libros, Cristo se le aparece y le dice que no se aflija, pues Él sería su libro viviente. En definitiva, al diablo los textos. La plegaria, los elevados encuentros con el Salvador son más que suficientes. Se podría decir que es una gran liberación. De la cultura, del saber escrito, de la lectura, en la cual, aunque sea espiritual, subyace algo de pasioncilla terrenal. Punto final, basta. Vita nova. Sin embargo, justo después de haber explicado esta visión, Teresa añade que el Señor, en su amor, la instruyó de tantas formas que desde entonces tiene poca o casi ninguna necesidad de libros. He aquí: en el modesto «poca o casi ninguna» está comprendida de forma matizada, en un pliegue barroco —como queráis llamarlo—, toda la carga de la agudeza, la virtud genial —al mismo tiempo religiosa y política— de la España áurea.

Aunque fue elevada a doctora de la Iglesia por el papa Pablo VI, Teresa no fue una santa docta. Sin embargo, ya fuera poquísimo o casi nada, siempre estuvo ligada al mundo de los libros. En su Vida, surgen continuamente experiencias de lectura totalizadoras, de aquellas que golpean, imprimen un giro, dan la vuelta a la brújula: las Cartas de san Jerónimo, los Moralia de san Gregorio, sobre todo las Confesiones de Agustín y el Tercer abecedario del místico Francisco de Osuna. Textos que la bombardean con destellos. Mas sin transformarla en una intelectual. Intelectuales lo son en todo caso los que la controlan, los inquisidores, los confesores que hasta el final diseccionan su fervor, sus dudosos carismas, para saber si éxtasis, arrebatos, transverberaciones, levitaciones y matrimonios espirituales son auténticos o un tumor demoniaco.

Con todo, sin esos centinelas de la ortodoxia hoy no leeríamos nada o casi nada de Teresa de Ávila. Porque fueron ellos, los guardianes de la fe, quienes la empujaron a vaciar la bolsa sobre la página. Si hubiera sido por ella, no habría escrito ni una línea. Tenía mucho que hacer. Encontrarse en tête-à-tête con Jesucristo en la oración mental. Fundar en oleadas nuevos conventos carmelitas. Llamar al orden una Orden ya comprometida en miles de negocios mundanos. Racionalización, revisión del gasto de las cajas conventuales («Hallaba tantos inconvenientes para tener renta y veía ser tanta causa de inquietud y aun distracción»), reducción de personal (no más de doce hermanas más una madre superiora por convento), le atrajeron acusaciones de protagonismo, desencadenando las polémicas y los cotilleos típicos de las épocas en las que la Iglesia ve su propio ordenamiento agitado por ráfagas favorables a la pobreza. Mujer bella y robusta, de elegancia innata («le quedaba bien incluso un harapo»), Teresa predicó la austeridad en una España que no quería oír hablar de estrecheces, viviendo como estaba el auge de la riqueza exprimida del Nuevo Mundo americano.

Teresa de Cepeda y Ahumada nació el 28 de marzo de 1515 en el seno de una familia acomodada y, por parte de padre, de ascendencia hebrea. Dado que veintitrés años antes los judíos habían sido expulsados, reducidos a la clandestinidad u obligados a convertirse, aquellos que quedaban no tenían otra opción que identificarse con el agresor. Mostrándose como cristianos con denominación de origen hasta el exceso de celo, la superación, el sacrificio. Por eso los hermanos de Teresa parten hacia las Indias para combatir, exportar la fe, ganarse a sablazos los galones de la hidalguía, a veces perdiendo incluso el pellejo; mientras que ella se hace monja, mística impetuosa, revolucionaria obediente. Y pronto llega a ser santa. Tan solo treinta y cinco años tras su muerte. Un récord.

«Vivo sin vivir. Muero porque no muero». Teresa hablaba de la muerte con conocimiento de resucitada. Porque la había pasado. Con veinticuatro años —a causa de una desnutrición voluntaria, vómitos biliares, diversas dolencias— la creen acabada. Le dan la extremaunción y están preparados para enterrarla. Pero el padre se opone. Conociéndola, no se fía. Y acierta. Días después, Teresa se recupera. Pero es un esqueleto inerte. Apenas mueve un dedo. Saldrá de esta moviéndose a gatas durante meses. Es la misma persona que más tarde veremos transformarse en una especie de beatnik, en heroína on the road. Mujer «inquieta y andariega», errante, comentan con suspicacia sus superiores. De Castilla a Andalucía, funda conventos carmelitas —orden reformada en versión descalza— rehabilitando establos, almacenes, casas en ruinas. A pie, a lomos de una mula, haciendo autostop al paso de los carros de campesinos, avanza a duras penas entre tierras calcinadas, pasos sepultos bajo la nieve, campamentos a la intemperie, posadas de mala muerte. Le sobra ímpetu, si bien lleva consigo la muerte como si le hubiera quedado en el cuerpo una bala que no la hubiera matado. Mira a menudo el reloj, pues se alegra mucho al sentir cómo discurre el tiempo, porque piensa que ya ha pasado otra hora de vida. Y está más cerca el anhelado reencuentro con el Altísimo.

En la autobiografía, cupio dissolvi y vitalismo se unen en una escritura torrencial, arrolladora, sencilla y clara, para nada pulida, toda ella imágines y digresiones, «desgreñada», «casi de vanguardia», apuntaba el difunto Italo Alighiero Chiusano en la introducción a una edición de la Vida traducida por él mismo. En los límites de la cursilería, se podría definir ese libro como «un blog del alma». Si no fuera porque —en su abrumadora mayoría— esos discursitos «internetianos» son vitrinas narcisistas. Mientras que durante trescientas cincuenta páginas la autoirónica Teresa martillea una y otra vez con lo de «desconfiar de sí». Y disgregando la espectacularización del ego extrae un antídoto contra el demonio. Satanás, de hecho, no engaña a quien no se fía de sí mismo.

Emil Cioran, Raymond Carver, Gertrude Stein o Vita Sackville West, la «novia» de Virginia Woolf... en la modernidad muchos se han visto hechizados de diversas formas por los escritos de Teresa. Los cuales, sin embargo, hoy nos atraen como una lengua cuya llave de acceso hemos perdido. Porque, queramos o no, todos somos hijos de una civilización del deseo. En cambio, aquellas páginas son duras, a menudo impenetrables, concreciones de una épica de la voluntad. Impulso hasta la anulación de la voluntad.

Coged el pasaje de la Vida en el que se recuerda el encuentro con el místico Pedro de Alcántara. Quien, para no perder la concentración, siempre mantenía la vista baja y nunca miraba a nadie a los ojos. Se había habituado a dormir no más de una hora y media por la noche con una viga como almohada, en una celda tan angosta que no le permitía estirarse. «Tan extrema su flaqueza que no parecía sino hecho de raíces de árboles». Porque comía cada ocho días. Cuando Teresa le preguntó cómo lo lograba, él le respondió: «No es difícil. Basta con acostumbrarse».

La obra maestra en la que Bernini inmoviliza en el mármol la famosa visión del ángel que atraviesa la santa con una flecha siempre es mencionada por quienes sostienen que las experiencias teresianas no son otra cosa que orgasmos histéricos. Pero se trata de psicobanalidades de una colección de estupideces modernas. No obstante, es verdad que los escritos de Teresa, así como la lírica de su amigo Juan de la Cruz o más tarde el Quijote, los dramas de Calderón o El burlador de Sevilla de Tirso de Molina, son explosiones de inventiva que entran en erupción como géiseres de la corteza de una sociedad rígidamente formalizada en códigos. Y que, por tanto, fomentaba la sublimación. Sin la cual no hay arte.

Teresa de Ávila continuó con sus «visiones» hasta el final; para los místicos estas no son huidas de la realidad, sino atisbos de un real absoluto. En octubre de 1582 tiene sesenta y siete años. Desangrada por un cáncer de útero, ha llegado al final del trayecto. Pide el viático. Está a punto de dormirse para siempre. Pero, justo tras recibir la hostia, salta de rodillas sobre el lecho y, como si hubiera rejuvenecido de repente, invoca al Señor. Después vuelve a acostarse. Con los ojos cerrados, aferra el crucifijo mientras sonríe con júbilo. Pide a la enfermera que se le acerque. Posa su cabeza entre los brazos de aquella y, anudada a ella, expira. Esta vez de verdad.

Reflexionando en torno a todo esto, en el 2015 vuelvo a Ávila, que se prepara para celebrar los quinientos años del nacimiento de la santa. La idea sería que alguna hermana me explicara cómo se vive hoy la herencia teresiana en el lugar donde comenzó la aventura. Elijo empezar por la Encarnación. Es el convento, situado no muy lejos de las murallas medievales, en el que Teresa entró como joven monja y del que salió como madre superiora y revolucionaria de la fe, volviendo a poner orden en una Orden demasiado contaminada por el mundo, pero a la vez inyectándole también un cierto audaz buen humor. En la zona dedicada a museo puedes ver la celda, los manuscritos, los modestos efectos personales, las rejillas a las que —ella a un lado y él al otro— la monja y su confesor, Juan de la Cruz, se asían levitando en feliz conversación. Para hablar con la madre superiora me dicen que debo tocar un timbre. Que, de hecho, es una campanilla. Tilín, tilín. Pocos instantes después una vocecita chirría: «¿Sííí?». Se filtra a través de la madera crujiente del torno, un cilindro giratorio que todavía es el único punto de contacto entre ciertas comunidades de clausura y el siglo. En los libros lees: «La alegría es el sello del Carmelo». La hermana cuyo rostro jamás conoceré me lo confirma: con gran regocijo me comunica que no se dejará entrevistar. Ni tan solo durante unos pocos minutos tras la pared. Insisto. Pero «Vengo de Roma» es un «ábrete, sésamo» que en estos conventos de estricta observancia no da en el blanco. La hermana Carmen repite que no proferirá palabra. «Se necesita la autorización». «¿Y qué hay que hacer para obtenerla, hermana?». Tal como me lo explica, comprendo que el papeleo supondría, grosso modo, un año litúrgico. Por ello le doy las gracias y me voy algo desanimado de la Encarnación.

Toca llamar a otro convento. El de San José está en la parte opuesta de la ciudad. Fue la primera sede de la reforma carmelitana. En las vitrinas, una camisa («Camisa usada por la santa», advierte un cartelito) o la silla que ella colocaba sobre la grupa de un asno cuando viajaba por España fundando nuevos conventos.

Entre los muros de San José, la habitual atmósfera hierática, enrarecida, impasible. A simple vista no se ve nada —algún cartel, un mínimo folleto, qué sé yo— que haga referencia a las celebraciones previstas. También aquí, si deseas comunicarte con la madre superiora, debes pasar por el dulce suplicio del torno. Toc, toc. De nuevo una vocecita animada pero firme: nada que declarar, corta en seco la hermana Julia. Otras carmelitas ya dejan entrar a las televisiones, tienen sitios web, alojan a turistas. Estas de Ávila, Dios no lo quiera. En otros lugares la clausura es una coraza de reglas que la modernidad ha forzosamente suavizado, flexibilizado. Aquí no. Aquí la antigua armadura no cede, no vacila, permanece más o menos igual que hace cinco siglos. En las dos fortalezas teresianas viven hoy unas cincuenta monjas entre los veinte y los noventa años. En materia de contemplación, son un poco las tropas escogidas, las unidades de élite de la Orden descalza. ¿Una jornada normal? Fuera de los catres a las seis, a las cinco en verano. A las once de la noche vuelve el silencio. En medio, trabajo, pero sobre todo plegaria. Mucha. Colectiva o en beata solitudo. Al alba, la carmelitana se levanta de su jergón y al momento se estira en el suelo boca abajo: «Junto a toda la Creación adora a la Santísima Trinidad». Las genuflexiones «son muchas», pero tampoco son ningua broma las postraciones: «Consciente de su propia insignificancia, muchas veces al día se postra la carmelitana ante el Señor: adorando por todos, por todos amando». Encima «lleva el peso de toda la Iglesia». Durante dos horas «se sienta en el suelo a los pies del Tabernáculo». Y «su oración personal es quedar engolfada en Dios». Se recita el santo rosario «sin ninguna distracción». Cinco los Pater noster diarios: uno por cada continente, «pidiendo a Jesús que la sangre de sus Llagas» haga crecer en todos ellos «el amor por el Santísimo Sacramento». Un sexto Pater noster está reservado para el papa. En grupo se entonan Miserere, Angelus, De profundis… Pero, más allá de las establecidas, las oraciones se pueden iniciar en cualquier circunstancia, en el trabajo, en el refectorio. Basta con que la madre superiora diga: «Encomendémonos a Dios» y se comienza. Sin embargo, el clímax espiritual es el gran silencio que sella el convento desde el final de la jornada hasta los Laudes de la mañana siguiente. Ese es «el momento solemne y silencioso» en el que cada hermana «reposa totalmente en el Señor».

El hábito que todavía lleva la monja carmelitana es de estameña, áspero; en los pies, alpargatas. Nada de medias, agua caliente, radiadores, estufas, radio o televisión. Internet llega, pero filtrado. Son los sacerdotes, los padres espirituales, los que llevan al convento las pésimas noticias del mundo por el que se rezará. Ningún móvil. «La plegaria es nuestro único celular. Que las carmelitanas siempre tienen cargado, encendido, dependiente de las llamadas de Dios o de las personas que pidan intercesión a las monjas». Los encuentros con los parientes tienen lugar a través de una reja. Con todo, las monjas pueden salir para ir al médico o votar.

Muchas de estas informaciones han acabado en mis manos gracias a un acto de misericordia. A riesgo de resultar molesto, me he vuelto a presentar en el convento de la Encarnación. La madre superiora estaba ocupada («Está fregando», me han dicho; estaba limpiando el pavimento de rodillas porque hoy era su turno), pero después ha venido. «¿Me equivoco o usted ya ha venido? De acuerdo, deme un minuto», dice. La escucho irse y regresar. Girando el torno me consigna un opúsculo. Pocas páginas, pero densas, sobre la vida en el Carmelo. «Aquí tiene. Todo aquello que podemos decirle está aquí dentro». Mis conversaciones con las carmelitanas finalizan aquí.

«Piense que para Teresa la clausura no fue una reclusión. En el convento encontró la libertad para leer, ¡sustraerse de la tiranía de los hombres!», me recuerda el padre Rómulo Cuartas Londoño. Carmelitano de Colombia, es vicerrector del CITeS, un centro de estudios por el que cada año pasan unas doce mil personas. Para saber algo más de la santa, llegan a Ávila de todos los rincones del mundo, de todas las confesiones. «Hay a quien le interesa la escritora, a otro la monja manager, a otro la pionera —en caso de que lo sea— de los llamados estudios de género. Cada uno tiene su Teresa». Y ellos los acogen a todos. Explico a Cuartas las entrevistas frustradas con las monjas. Él parece divertirse. «A las hermanas debería haberles preguntado por qué aman tanto los grupos tradicionalistas», dice socarronamente.

En efecto, parece existir una gran sintonía entre los dos conventos y los movimientos eclesiales menos favorables al Concilio. Cuatro de las monjas de San José son croatas provenientes de Camino Neocatecumenal. Mientras que en la Encarnación, la última incorporación ha sido la de una chica de veintidós años hija de un reconocido psiquiatra granadino próximo al Opus Dei. Llamada Almudena María de la Esperanza, se ha unido a la comunidad de clausura ocupando el lugar de una hermana que murió casi centenaria. Dicen que la novicia ha aportado una sustanciosa dote. Los conventos viven de esto y poco más: alguna ayudita de la Orden; lo obtenido de la artesanía; y las donaciones. De cualquier entidad: «Hace unos días les he llevado una garrafa de aceite de oliva y me ha parecido que se han puesto muy contentas de recibirlo», me explica una piadosa mujer.

Lo mejor de todo es que las carmelitanas son de hecho vegetarianas en una Castilla fuertemente carnívora. Los quioscos de Ávila están repletos de revistas de caza («Un buen jabalí para finalizar el año a lo grande», titula una en portada). Y en las noches polares de diciembre confortan las musculosas columnas de humo blanco que salen de las cocinas de los asadores, muchos de ellos legendarios. En el periódico local, solo dos noticias roban algo de espacio al aniversario teresiano: la amenaza de cierre de la fábrica de Nissan, que enviaría al paro a cuatrocientos trabajadores (hace un tiempo eran el triple, pero desde entonces la ciudad vive principalmente del turismo); y los repetidos ataques de lobos al ganado: la otra noche, en una granja, mataron cuatro vacas.

Con su pacífico extremismo, con su «No comment» —que puede rozar la afectación—, las monjitas parecen querer protegerse de otro tipo de lobos. Que tal vez se llamen mediatización, visibilidad o, sencillamente, periodistas. No están del todo equivocadas. Y, por otro lado, si no lo hicieran así, decidme qué tipo de clausura sería.

ZURBARÁN, EL EXTRATERRESTRE

En la Academia de San Fernando casi nunca hay nadie. Mucho menos en verano. Cuando Madrid «no es Madrid, sino una sartén solitaria», escribía en el siglo XIX Benito Pérez Galdós. Y, sin embargo, de las paredes de la Real Academia de Bellas Artes cuelgan cinco o seis goyas que por sí solas merecerían el viaje. Entre ellos, el archiconocido El entierro de la sardina. Algunas salas más adelante, se encuentra la de los zurbaranes, entre ellos cuatro retratos de monjes mercedarios casi tan altos como quien los observa. Los religiosos escriben. Podrías decir bajo dictado divino, dado que no miran ni la hoja. Tienen la vista perdida en profundas cavilaciones. Calvos, salvo una cinta de cabellos canosos, tan solo un poco menos blancos que las túnicas que estallan en el severo vacío. As del Siglo de Oro, Francisco de Zurbarán (1598-1664) fue definido como el Caravaggio español. Aunque tal vez de forma demasiado aproximada y generosa. Ya Roberto Longhi se quejaba: «Exagerada simplificación», apuntaba. Porque «si bien insistió durante más tiempo que Velázquez en los contrastes de un claroscuro extremo», Zurbarán «lo utilizó, más que para una libre búsqueda pictórica, a efectos de un austero y dogmático rigor, centrado casi exclusivamente en temas religiosos o monásticos».

Frailes tenebrosos, santas torturadas, martirios en grilletes… Durante mucho tiempo, el arte de Zurbarán ha sido considerado una especie de gran spot publicitario de la Contrarreforma más oscura. Símbolo de una España negra, inquisitorial y meapilas. Pero se trataba de una etiqueta demasiado tajante. Porque dichas pinturas sortean el didacticismo hagiográfico. Y desmarcándose del gusto gore tan en boga en la época, resuelven los temas del sufrimiento o del sacrificio con grandes muestras de elegancia y pudor. Observad el San Serapio: atado por las muñecas, el monje acaba de morir bajo tortura. Pero en su rostro no hay sufrimiento. Como mucho, una expresión de agotamiento, como la de quien se hunde en el sueño tras un día muy duro. Sobre la túnica blanca y de complicados drapeados no hay rastro de sangre.

¿Caravaggio español? «Aunque inicialmente adoptó el naturalismo, el tenebrismo, el uso dramático del claroscuro, es improbable que Zurbarán haya visto cuadros de Merisi. Más bien se remitía a los caravaggistas», me explica Gabriele Finaldi, ex director adjunto del Prado que más tarde pasaría a estar al frente de la National Gallery. ¿Pero quién era Francisco de Zurbarán? Un personaje gris de quien sabemos muy poco. Provenía de Fuente de Cantos, en Extremadura. El padre era mercero: «La habilidad a la hora de representar tejidos la había desarrollado durante su infancia transcurrida entre telas». En 1614 lo envían a Sevilla a estudiar pintura. Pero con un don nadie, un tal Pedro Díaz de Villanueva, y no en el prestigioso taller de Francisco Pacheco del Río, donde se formó el genio de Velázquez, que además se convirtió en yerno del dueño al casarse con su hija Juana. En aquellos años, gracias a los galeones que traen de El Dorado americano todo tipo de bienes, la capital andaluza es el Wall Street o la Shanghái de Europa. Babel de mercaderes, banqueros, armadores. Lo que genera también una floreciente actividad de rufianes, asesinos, jugadores y pícaros. El dinero obra milagros. Y santa Teresa de Ávila se muestra preocupada: en Sevilla, «he oído siempre decir que los demonios tienen más mano allí para tentar». Mecenas y nuevos ricos despilfarran. Pero, una vez finalizado el aprendizaje, Zurbarán, hombre humilde, regresa a la periférica y desolada Extremadura. Es en ese lugar apartado donde comienza a darse a conocer. Llueven los encargos. Tantos que Francisco vuelve a establecerse en Sevilla. Al poco choca con la corporación de pintores —el típico grupito mafioso presente en muchas profesiones—, que le exigen: o pasas el examen para maestro pagando un precio, o aquí no trabajas. Zurbarán los manda a paseo. También porque entonces ya es muy solicitado. Franciscanos, dominicos, jesuitas, trinitarios… Las órdenes religiosas se lo disputan. Asimismo, vende bien en las Américas.

En 1634, su amigo —e imponente contemporáneo— Velázquez lo apadrina como invitado en la corte en Madrid, donde Diego ya es el artista preferido, protegido y grand commis del rey Felipe IV. Su Majestad es un soberano extraño, medio adicto al sexo, medio penitente. Pero, asimismo, sensible a lo bello. Para decorar el nuevo Salón del Buen Retiro quiere un dream team de artistas. Para la ocasión, Zurbarán acomete obras completamente diferentes respecto a su línea anterior. Aborda temas mitológicos, la serie sobre los trabajos de Hércules, y militares, Defensa de Cádiz contra los ingleses. «Una tela que evidencia sus límites», me explica Finaldi: «Zurbarán no domina la perspectiva, no controla los espacios». Es mucho mejor con monjes y martirios. Por no hablar de sus maravillosos bodegones. A Picasso le encantaban. En línea con Velázquez, Zurbarán los realiza desafiando los cánones de una época que consideraba viles los temas cotidianos. Entre los bodegones más bellos está el llamado Taza de agua y una rosa. Observadlo y después comparadlo con las cosas pintadas por los flamencos en esa misma época. Estas últimas son objetos laicos, domésticos, burgueses, extraordinarias mercancías. En cambio, en Zurbarán incluso un cuenco es una emanación de Dios. Como el Agnus Dei (del que se hicieron varias copias debido a su gran éxito), que es un animalito, muy tierno y lanudo, a punto de ser sacrificado, pero al mismo tiempo también Jesucristo.

Tras Madrid, Zurbarán regresó a Sevilla, donde, no obstante, había pasado de moda. La nueva hornada de pintores llevaba los nombres de Francisco de Herrera el Mozo, Juan de Valdés Leal y, sobre todo, Bartolomé Esteban Murillo. Sabemos que Zurbarán se casó tres veces y enviudó dos. Con la última esposa, Leonor, tuvo seis hijos: murieron todos. El mismo Juan, nacido de un matrimonio anterior y también él un excelente artista, sucumbió a la epidemia de peste en Sevilla de 1649: sesenta mil fallecidos de una población de ciento cincuenta mil habitantes. ¿Zurbarán pintor con morbo por la muerte? Puede ser. Pero intentad identificaros con la sensibilidad de una época en la que, poco después de que te hubieras encariñado de alguien, esta persona la palmaba como si nada. Incluso de Felipe II, el altivo «rey prudente», que había hecho de la impenetrabilidad su marca de fábrica, los biógrafos explican que, a la muerte de su adorada hija Catalina, perdió el control. En la corte, los compungidos monjes confesores lo vieron gritar por los pasillos.

Con gran tristeza, Zurbarán vuelve a Madrid. En 1658, para devolver al amigo los favores recibidos, es uno de los ciento cuarenta y nueve testigos que juran sobre la, en realidad falsa, hidalguía de Velázquez. Nobleza de linaje que —tras un proceso plagado de trabas, trapicheos y, finalmente, una decisiva dispensa concedida por el papa Inocencio X— permitirá al artista obtener la máxima distinción: la anhelada cruz púrpura de la Orden de Santiago. La misma que don Diego luce sobre el pecho al retratarse triunfante en Las meninas. En contraposición, Zurbarán, que en San Lucas como pintor, ante Cristo en la Cruz, se habría retratado a sí mismo vestido de santo, parece un vagabundo. «Velázquez es un revolucionario», dice Finaldi. «Zurbarán, en cambio, es un hombre de su tiempo». Velázquez, que murió siendo un rico funcionario, es un creyente a la fuerza, un moderno atraído por cada novedad: en su biblioteca no se encontró ningún texto religioso, sino clásicos griegos y latinos, y, en italiano, obras de Petrarca, Ariosto, Vasari, Castiglione… Además de tratados de astronomía, medicina, geografía, ocultismo. El devoto Zurbarán murió olvidado, hasta tal punto endeudado que hubo que vender la plata para pagar el funeral. No es seguro que el «pintor del misticismo» —como lo define ya en el título de su bellísimo libro el escritor holandés Cees Nooteboom— leyera a santa Teresa y a Juan de la Cruz. Pero es el artista de lo indescriptible. Expresión de una época que en la actualidad contemplamos fatalmente condicionados por el rechazo de la modernidad ilustrada, que, sin ningún matiz, la marcó como compendio de todos los oscurantismos, silenciando su vitalidad.

En la España del Siglo de Oro había nueve mil conventos masculinos y otros tantos femeninos. El clero alcanzaba los doscientos mil miembros en una población de ocho millones. Había dentistas especializados en comprobar si, en el acto de la ingesta, sagradas migajas de hostias hubieran quedado atrapadas entre las caries. Los autos de fe atraían a multitudes propias de un gran concierto, y una celebración eucarística podía durar veinticuatro horas. Pero, antes de que el Concilio de Trento hiciera limpieza obligándolos a formarse en los seminarios, también había religiosos que vivían en concubinato y con hijos que blasfemaban en las tabernas; sacerdotes que iban armados o controlaban garitos de juego; predicadores estrella que organizaban misas bufas durante las cuales se veían a mujeres devotas bailar en la iglesia medio desnudas y «borrachas de espíritu». Todo ello en la misma época de las herméticas bellezas de Zurbarán. Como santa Águeda, que, impasible y elegante, muestra sobre una bandeja los pechos que le han sido cortados por los verdugos. Con la misma indiferencia, Apolonia de Alejandría sostiene la tenaza que le arrancó los dientes, y Úrsula, la flecha que, al matarla, la hizo santa. Como las bacantes de Dios, también estas figuras nos parecen ahora «alienígenas», escribe Nooteboom. Porque las personas pintadas por Zurbarán pertenecían a un mundo que se nos ha vuelto inaccesible para siempre. A una fe que hoy tal vez resulta incomprensible incluso para las personas de fe.

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