Kitabı oku: «Eterna España», sayfa 7
HERNÁN Y COMPAÑÍA
Hace unos años, en su ciudad natal de Medellín, en Extremadura, se lanzó pintura roja contra el monumento de Hernán Cortés. Roja como la sangre de las masacres perpetradas por el conquistador en las Indias, era el mensaje de los anónimos action painters, en cuya reivindicación definieron aquella estatua como «la glorificación cruel y arrogante del genocidio y un insulto al pueblo de México». Irradiando cierto aire amenazador, la escultura —realizada en 1890— contrasta en efecto mucho con los actuales cánones de lo políticamente correcto. Como mínimo porque, cual cazador de un safari, el caudillo apoya su pie triunfante sobre la cabeza de un ídolo azteca abatido. Acallada al momento por la diplomacia mexicana —que calificó el gesto como vandalismo, apresurándose a recordar que México «está orgulloso de su doble identidad indígena y española»—, esta pequeña polémica se evaporó en un par de días. Sin embargo, pese a su insignificancia, evidenciaba hasta qué punto la memoria de la Conquista medio milenio después continúa siendo un tema controvertido.
Fue por ello que se tomaron todas las precauciones posibles cuando, hace cierto tiempo, se montó en Madrid una gran exposición dedicada a las gestas de Cortés. Entre otras cosas, se exponían los cuchillos con hoja de obsidiana que, cuando de niños leíamos sobre ellos, tanto terror nos infundían, pues eran el elemento fundamental del kit azteca para los sacrificios humanos. Para animar la visita, los responsables de la muestra habían recurrido a trucos escénicos, recreando la cubierta, transitable, de un barco de la época o reproduciendo en las salas los sonidos de la jungla tropical, en la que, nadie sabe por qué, los pájaros siempre hacen «¡Uh, uh, ueah!». Más interesante era un sencillo vídeo que presentaba, con tambores indios de fondo, el audaz periplo de Cortés: casi trece mil kilómetros para destruir en un par de años todo un imperio.
¿Pero quién fue ese tipo duro que, con 500 hombres, 14 cañones ligeros y 16 caballos, llegó a tanto? Su figura continúa siendo escurridiza. Cosa poco habitual en la narración de grandes gestas, la colonización española del Nuevo Mundo ha sido explicada de primera mano y con gran lujo de detalles. Pero en las narraciones la poliédrica personalidad de Cortés es captada solo mediante fragmentos circunstanciales, enmarcada como está en la epopeya sanguinaria de la que fue protagonista.
Hernán Cortés Monroy Pizarro (estaba emparentado con el Pizarro que invadió Perú) Altamirano nació en una fecha imprecisa entre 1482 y 1485 en el seno de una familia hidalga. En las enrevesadas guerras castellanas de sucesión, su padre se había alineado con el bando perdedor, por lo que el patrimonio del linaje se resintió. Probablemente hijo único, Hernán no creció entre lujos, pero tampoco entre las estrecheces de las que hablan algunas hagiografías que lo presentan como un formidable hombre hecho a sí mismo surgido de la nada. De su infancia no sabemos nada. No obstante, cabe imaginar que, como otros muchachos de su clase social, muy pronto aprendió a cabalgar y esgrima, y que jugaba con sus compañeros a cristianos contra infieles, quizás electrizado por las historias de las derrotas infligidas a los moros. Con catorce años lo envían a estudiar a Salamanca, aunque no está demostrado que Cortés haya asistido a las clases de la prestigiosa universidad. En cambio, parece que se formó en la escuela doméstica de un pariente instruido en cuya casa se alojaba. Para vergüenza de la familia, regresó sin el título de bachiller, si bien con algunas nociones de latín y derecho que le resultarían muy útiles más tarde.
Cuando en 1504 zarpa para Santo Domingo, Hernán Cortés es un veinteañero altivo, no demasiado brillante, movido por impetuosos deseos de autoafirmación y por un incontenible apetito sexual que lo acompañará durante bastante tiempo. Carente de experiencia militar, ha preferido la seducción de las Indias a la de las campañas bélicas en Italia. Si hubiera sido por él, se habría embarcado incluso antes, pero una desventura amorosa lo ha retenido en tierra. Una noche, mientras intenta introducirse en la casa de una joven esposa, derrumba una tapia. Despertado por el estrépito, el marido se abalanza sobre él y lo deja medio muerto. Este mocoso que ha recibido una paliza de aúpa es el mismo hombre que, unos quince años más tarde, demostró poseer unas dotes estratégicas y de mando fuera de lo común, una increíble capacidad de resistencia ante las adversidades y una intuición especial para detectar los puntos débiles de una opulenta civilización —para él marciana— que acabará siendo destruida.
«Bien proporcionado y membrudo, y la color de la cara tiraba algo a cenicienta y no muy alegre, […] las barbas tenía algo prietas y pocas y ralas, […] era cenceño y de poca barriga y algo estevado, y las piernas y muslos bien sentados». Con este retrato ya clásico, el compañero de armas y cronista Bernal Díaz del Castillo describía al Cortés que se estaba convirtiendo en dux invictissimus de las Indias. Durante mucho tiempo esta imagen permanecería en el corazón caudillista de cierta España porque se impuso como la del rebelde creativo, el amotinado que sortea las constricciones políticas, burocráticas, pero para fundar un nuevo orden fiel a los poderes imperiales de los cuales es un impulsivo emisario.
Enviado por el gobernador de Cuba en misión de exploración al Yucatán, en 1519 Cortés se convierte muy pronto en un insubordinado freelance de la Conquista, actúa sin cobertura, va por su cuenta. Y, apenas desembarcado en tierras mexicanas, adopta tres medidas cruciales. Se procura intérpretes —entre ellos, la famosa esclava amante Malinche, que se convirtió en sinónimo de traición y colaboracionismo— que lo ayuden a descifrar la lengua y, sobre todo, la mentalidad de los nativos. Asimismo, hunde sus propios barcos para evitar deserciones. Y, por último, se asegura la lealtad de los oprimidos tlaxcaltecos, que odian más a sus dominadores aztecas que a los españoles y que les servirán como tropas indígenas en la toma de Tenochtitlan, la capital mexicana y admirable megalópolis lacustre. Sin estos refuerzos, Cortés no habría llegado muy lejos.
La fiebre del oro, los apetitos depredadores, impulsaron obviamente la expedición, pero sería reduccionista limitar las motivaciones de Cortés únicamente a la codicia. A las tropas que le piden que autorice los saqueos, él les responde riendo que no ha venido para tales nimiedades, sino para servir a Dios y al rey. ¿Mentira? Hasta cierto punto. Pese a acumular una fortuna envidiable y muy superior a las de sus subordinados —que, de hecho, se quejan—, Hernán Cortés es un lobo solitario en busca de legitimación. Tiene visión de futuro. Por mucho que se haya atiborrado el cerebro con la lectura de novelas de caballería, no busca la aventura por la aventura: a través de las gestas americanas persigue la unción imperial, el poder. Sabe bien que, aunque llevadas a cabo desobedeciendo a las jerarquías, las conquistas serán aprobadas en función de los vaivenes políticos del hecho consumado.
Las disensiones entre los grupos indígenas, que el conquistador supo explotar; las dudas del hamletiano soberano Moctezuma; la sumisión hacia los invasores, vistos como el cumplimiento de diversas profecías; la superioridad técnica de los españoles (las armas de fuego, los caballos —nunca vistos antes en esas tierras—, el uso de la rueda en los carros); las epidemias… Se continúa debatiendo sobre las causas que llevaron la civilización mexicana a un colapso tan rápido y espectacular. Las razones también se buscan en el enfrentamiento de sistemas de pensamiento. Entre la estática mentalidad ritual de los mexicas y la astuta ratio instrumental de los españoles, que Cortés, como un nuevo Odiseo, encarnará. En la famosa escena de la partida al totoloque, una especie de juego de bolos, donde un conmovedor Moctezuma prisionero se burla del conquistador por sus trampas al contar los puntos, es difícil no percibir una partida entre culturas.
Cortés desembarca en México con el espíritu de un cruzado medieval, pero sobre la marcha —ya sea por la bulimia de conocimientos, ya sea por el maquiavelismo con el que actúa— se convierte en un hombre del Renacimiento. En la narración de la epopeya lo vemos luchar, intrigar, llorar tras la sonora derrota de la Noche Triste y ordenar castigos ejemplares, pero siempre prefiere la prudencia a la temeridad ciega. Altivo y distante, no quiere mezclarse con la soldadesca, que, sin embargo, lo venera. También porque siempre consigue dar con soluciones ingeniosas para salir del apuro. Una vez que se estaban quedando sin pólvora, envió una patrulla para buscar azufre en lo alto del volcán Popocatépetl. Y para la ofensiva final contra la capital mandó construir tierra adentro doce bergantines, que después fueron desmontados, transportados pieza a pieza y ensamblados de nuevo en las alturas.
Idealizada como símbolo de la «hispanidad» evangelizadora y guerrera, demonizada por el mexicanismo indigenista, la figura de Cortés parece volverse humana, tristemente humana, tan solo en las miserias de la edad senil. Un crepúsculo que lo contempla vagar por España como un viejo púgil sonado. Carlos V lo ha nombrado marqués, pero, considerándolo con razón un hombre incontrolable, le ha retirado el cargo de gobernador de Nueva España. Carcomido por el rencor y las recriminaciones, Cortés se consume esperando ser recibido en palacio. El emperador se lo lleva consigo en la desastrosa expedición de Argel contra los piratas musulmanes, pero por lo demás evita meticulosamente recibirlo. Hernán se dedica a escribir cartas de protesta, en ocasiones alguna poesía. Exige poder, reconocimiento. Hombre muy elegante, siempre vestido de negro, se las da de humanista y celebra en casa reuniones sobre política y filosofía. Habiendo dilapidado en la ostentación la fortuna americana, se mantiene con las rentas que le proporcionan unas treinta tiendas que se ha comprado en Ciudad de México; después se ve obligado a empeñar sus últimas joyas y a recurrir a los usureros. Los supervivientes de las Américas lo odian como si hubiera huido con el dinero. En su testamento no les dedicará ni una palabra.
Hernán Cortés quiso morir en las Indias, pero no lo consiguió. La disentería lo apagó el 2 de diciembre de 1547 en un pueblo cercano a Sevilla. Tras infinitas peripecias, sus incómodos restos descansan hoy en uno de los muros de la iglesia de Jesús Nazareno en Ciudad de México. La antigua Tenochtitlan, cuyo nombre, como muchos de nosotros, Cortés nunca llegó a pronunciar correctamente. Mucho menos Popocatépetl.
En Medellín, la estatua de Cortés domina una soleada plaza que tiene como fondo una colina con un teatro romano y un castillo cristiano, anteriormente árabe, en la cima. Con un nombre que es la síntesis de dos asperezas, Extremadura es el lugar más bello de España fuera de los circuitos convencionales. Las guías repiten que fue la cuna de todos los «conquistadores» —rebautizados por la corrección política como «descubridores»—, pero no es verdad, no todos procedían de allí. Si bien también es cierto que la región los produjo en gran número. Era una tierra áspera y deprimida que fomentaba la ambición, la aventura, el deseo de prosperar.
De Villanueva de la Serena provenía Pedro de Valdivia, fundador de Santiago de Chile, que fue bautizada inicialmente Santiago de Nueva Extremadura. Era de Mérida Juan Rodríguez Suárez, que condujo a sus hombres a Colombia y Venezuela, donde alzó una ciudad que todavía lleva el nombre de aquella de la que procedía. En el encantador pueblo de Jerez de los Caballeros nació Vasco Núñez de Balboa, que en 1513 atravesó el istmo de Darién, en Panamá, y llegó a la costa del Pacífico. Mientras que de Badajoz era originario Pedro de Alvarado y Contreras, que participó en la conquista de Honduras, Guatemala y El Salvador. En cuanto a Cristóbal Colón, era notoria su devoción por el monasterio extremeño de Santa María de Guadalupe, inspirador del famoso santuario mexicano.
Pero el más célebre conterráneo de Cortés en la Conquista fue el temerario y feroz Francisco Pizarro, verdugo del Imperio inca en Perú, que después se vio arrastrado por las venganzas internas entre los jefes españoles. Con la celada alzada y dos vistosos penachos que se alzan sobre el yelmo, también su estatua —ecuestre— da mucho miedo. Sin embargo, la plaza Mayor de Trujillo, el pueblo donde Pizarro vino al mundo en 1475, es tan impresionante que deja en un segundo plano al amenazador caballero. Sostienen que Trujillo sea el pueblo más bello de España. Tal vez tengan razón. Es un embrujo de palacios y palacetes blasonados, patios secretos, murallas, adarves que desaparecen y surgen de nuevo en medio a la vegetación. En el grandioso castillo musulmán que domina el cerro, que ha sido apodado como Cabeza del Zorro, se han filmado escenas de la saga de fantasía medieval Juego de Tronos sin necesidad de modificar nada.
La iglesia de Santa María la Mayor fue el lugar de sepultura de las familias locales más poderosas, incluyendo los Pizarro y los Orellana —también el descubridor del río Amazonas, Francisco de Orellana, era de Trujillo—. Como lo era el cachas que, si Francisco Pizarro no le hubiera robado el protagonismo, habría sido el soldado más famoso de la región. Nombre: Diego García de Paredes. Apodo: el Sansón de Extremadura. Fue el Rambo del Renacimiento. Dotado de una fuerza sobrehumana, no está demostrado que se iniciara en el oficio de las armas durante la guerra contra los musulmanes de Granada. No obstante, sí que se sabe que, tras matar a un pariente, huyó a Roma. En la ciudad frecuenta los bajos fondos; durante una pelea llama la atención de los hombres del papa Alejandro VI Borgia, que lo contrata como gorila. En la turbulenta Urbe de finales del siglo XV, al sulfúreo pontífice le resulta muy útil. Sin embargo, un día García viene retado a duelo por un individuo. Derrota al rival, pero se le va la mano y le corta la cabeza. Dado que el decapitado es un personaje relevante, Diego se ve de nuevo obligado a darse el piro. Escapa a Urbino. A continuación vuelve bajo los estandartes españoles y en el asedio de Cefalonia se distingue masacrando montones de turcos. Entonces regresa a Italia y se enrola de nuevo en las tropas papales. A las órdenes del legendario Gran Capitán Gonzalo Fernández de Córdoba, participa en las guerras del sur de Italia contra los franceses. Combate en Cerignola y junto al Garigliano. A la orilla del río afronta él solo dos mil —sí, 2.000— enemigos. Bueno, quizás fueran doscientos o puede que veinte. En esta historia los ceros son un miserable detalle contable.
En 1502, en una precuela del desafío de Barletta, García es escogido para formar parte del grupo de once caballeros españoles que combatirán contra otros tantos franceses. Tras zurrarse de lo lindo, el duelo acaba en tablas. De nuevo en España, Diego es nombrado marqués, pero entra en conflicto con el rey Fernando, que sospecha que está envuelto en las tramas de poder del Gran Capitán. Cuando le retiran el título, el Maciste extremeño se bestializa: en Sicilia organiza una flotilla con la que se dedica a la piratería por el Mediterráneo. Ponen precio a su cabeza, pero García se reincorpora al ejército y se une a la expedición española por la conquista del norte de África. Poco después es nombrado coronel de la Liga Santa organizada por el papa Julio II contra Francia. No está demostrado que participara en la batalla de Pavía, pero Carlos V lo quiere en la escolta encargada de llevar de nuevo a Francia al derrotado Francisco I tras el humillante cautiverio español. Siempre a las órdenes del emperador, García de Paredes combate en Alemania, Flandes, Hungría. También interviene en el sitio de Viena, atacada por Solimán el Magnífico.
Maciste murió en Bolonia en 1533 como consecuencia de una banal caída del caballo mientras jugaba a la guerra con un grupo de chicos. Fue enterrado en la iglesia principal de Trujillo. Se le menciona en el Quijote. Con tal hoja de servicios, qué menos.
EN LAS COLINAS DEL GRECO
Entusiasmó a Delacroix, Baudelaire, Rilke, Cézanne, Pollock. Andy Warhol lo definió «el dios de la pintura». No gustaba a Paul Claudel, Aldous Huxley, José Ortega y Gasset, Jean Cocteau... Pero, desgraciadamente para él, el Greco no gustó sobre todo al hombre que habría podido convertirlo en una estrella en vida: Felipe II, el amo de España y de medio mundo conocido. No, aquellos santos, aquellos guerreros alargados como jugadores de baloncesto, esas intrusiones de modernidad en los temas sacros, en definitiva, la audacia de su mirada, no podían precisamente sentar nada bien al «Rey prudente». Se salían demasiado de la «gravedad y el decoro» del canon contrarreformista. El martirio de san Mauricio, con el que el artista intentó acreditarse ante la corte de El Escorial, fue rechazado por el soberano, y el Greco se retiró furioso a los ásperos cerros de Toledo, donde fijó su nido de genio oscuro, trabajador infatigable, excéntrico y en continuo conflicto contractual con el clero de la ciudad, el cual, sin embargo, lo admiraba. Al igual que los intelectuales más destacados de la época. Góngora, refinado necrófilo, le dedicó un soneto fúnebre: «Su nombre, aun de mayor aliento dino / que en los clarines de la Fama cabe, / el campo ilustra de este mármol grave: / venéralo y prosigue tu camino». Pero el Greco fue enterrado dos veces. Porque a la inmediata posteridad le trajo sin cuidado. El rescate llegó con los románticos, después con las vanguardias. Y ahora sus cuerpos enjutos han pasado a formar parte del imaginario popular como los filiformes de Giacometti o los marcadamente más entrados en carnes de Rubens, Ingres o Botero.
Milagros de la emigración: con permiso de los fetichistas del pedigrí, el artista que mejor supo captar y reflejar el alma castellana no tenía un ápice de español. Doménikos Theotokópoulos había nacido en 1541 en Creta, que bajo el dominio de la Serenísima se llamaba Candía, y se había formado en Italia. Híbrido incluso en su pseudónimo, mezcla italo-española de «il greco» y «el griego», se sabe poco de su vida. Y lo que se sabe es muy dudoso.
Mediterráneo introvertido como muchos otros mediterráneos, provenía de una familia de mercaderes cristiano-ortodoxos. Hablaba griego y veneciano. El latín lo aprendió más tarde, como autodidacta, y, por eso mismo, no del todo bien. De muy joven ya es un fenómeno pintando vírgenes neobizantinas. Estáticas. Descarnadas. Pero pronto se harta. A fuerza de mirar hacia Occidente, acaba por desembarcar en Venecia. Tiene veintiséis años. Quiere aprender. En la Laguna absorbe mucho de Jacopo Bassano, aún más de Tintoretto. No es seguro que haya estado en el taller de Tiziano, pero ese «stage» figura como credencial en la carta del 16 de noviembre de 1570 con la que el insigne humanista Giulio Clovio lo recomienda al cardenal Alejandro Farnesio: «Un joven de Candía, discípulo de Tiziano, que a mi juicio me parece raro en la pintura». Lo es. En Roma Doménikos se aloja en el palacio Farnese. Que precisamente no es un cuchitril de extrarradio. Sin embargo, la Urbe no lo cautiva. Más en general, el hedonismo italiano no concuerda con su carácter. De nuevo Clovio explica: «Me acerqué a visitar a el Greco para invitarlo a dar un paseo. Hacía un tiempo excelente y había un agradable sol de primavera, que alegraba a todos». A todos excepto a Doménikos. «Quedé estupefacto cuando entré en el estudio y vi las cortinas de las ventanas corridas tan herméticamente que a duras penas se distinguían los objetos». El artista estaba «sentado en una silla. No trabajaba ni dormía. Rechazó salir conmigo porque la luz del día turbaba su luz interior».
En cambio, el cielo toledano le sentó la mar de bien. A menudo es de color aluminio cuando sopla el viento, cortante hasta el extremo. Y es justo así que lo encuentras en los cuadros del Greco. El aprendizaje romano de Doménikos acabó fatal a causa de un escándalo jamás aclarado. Ciertamente, el carácter del sujeto era sombrío, propenso a la mala uva, lo que no ayudaba. Como tampoco sus bravuconadas. La más famosa, sobre Miguel Ángel: «Es un buen hombre, pero no sabía pintar». Sin embargo, en el fondo, Buonarroti lo influencia. Sobre todo en el ceñido tormento de los cuerpos. Como todos los emigrantes, el Greco recala en España porque hay trabajo. Esfumado el sueño cortesano, se establece en Toledo. La excapital es una fortaleza clerical, ciudad venida a menos pero todavía archidiócesis importante y adinerada. Según una fórmula enfática, es la «Jerusalén de Castilla», pues había acogido las tres fes: la cristiana, la hebrea y la musulmana. Una convivencia que todavía hoy día algún alma cándida idealiza como ejemplo de tolerancia mutua. No hagáis caso: cuando no se zurraban entre sí, los monoteísmos se miraban a cara de perro.
Si las obras especializadas os aterrorizan, leed El Greco (el visionario iluminado), de Gómez de la Serna. Es un libro excéntrico, arbitrario, hiperbólico, pero de gran agudeza, como cualquier cosa escrita por aquel prodigioso duende que fue don Ramón. Arrebatadoras sus descripciones de Toledo: un Gólgota, ciudad austera enmarañada de callejones, levítica, toda ella precipicios lunares y oscuros curas de cada categoría de clero; un buitre aferrado a un espolón de gneis, granito y rocas de la edad paleozoica. Mas, asimismo, ciudad que vuela entre nubes de gaviotas. Tan parecidas a los pobres cristos del Greco, abrumados por su misión, o bien a crucifijos proyectados in excelsis como saltadores: «Hacen un movimiento con las piernas que se asemeja a un gesto de ascensión, un salto hacia el cielo, y parece que tomen el impulso del escalmo donde apoyan sus pies, para relajarse en el movimiento alado». En comparación, los numerosísimos apóstoles pintados por Doménikos y taller (de los ciento cuarenta el Greco conservados, solo serían de él unos sesenta) parecen vagabundos asustados. En la casa museo de Toledo —que no es su morada auténtica, sino una sugestiva recreación— hay un Judas Tadeo que parece recién salido del manicomio o de la taberna; un Santiago el Menor de rostro escaleno y deforme. No por casualidad se dice que el Greco usaba como modelos a locos y mendigos.
En cambio, es circunspecta la aspiración trascendente, comprimida en sus ropas oscuras, de tantos nobles retratados por Doménikos. Como aquellos del magnífico El entierro del conde de Orgaz, la gran tela que justifica el viaje a Toledo por sí sola. Sin olvidar tampoco el igualmente famoso y refinadísimo caballero de la mano en el pecho y con espada que se conserva en el Prado. Paradojas de la celebridad: ese caballero fue tan poco conocido en vida que hoy nadie recuerda su nombre. Tal vez se llamaba Juan de Silva y Ribera, tercer marqués de Montemayor, comandante del Alcázar y gran notario de Toledo. A la vez perentorio y volátil, su gesto de fidelidad con los dedos extendidos es de una elegancia ultramundana. La inevitable gorguera todavía es de dimensiones aceptables. Pero los cronistas de la época explican que pronto la moda enloqueció, exagerando ese tipo de cuellos hasta el delirio. Se convirtieron en impresionantes milhojas de bordados almidonados. Para poder llevarlas durante las comidas, hubo que alargar el mango de las cucharas, de forma que la sopa pudiera alcanzar la boca sin accidentes durante el trayecto. Los religiosos asistían con inquietud y desconcierto a la fermentación de las gorgueras, advirtiendo una tumefacción de la humana vanitas. Parece que el Greco —un tipo hirsuto, pero también un dandi siempre vestido de negro aterciopelado— también perdió la cabeza por un tipo de gorguera extragrande llamada marquesota porque se creía que había sido inventada por un marqués italiano para disimular su escrófula, es decir, la hinchazón de los ganglios linfáticos del cuello. Con el tiempo, aunque sin suavizar su carácter, Doménikos se civilizó. En su biblioteca tenía ciento treinta volúmenes; Homero, Aristóteles, Jenofonte, Petrarca, Ariosto… Muchos se los había traído de Italia. Cogitabundo, tomaba notas en los márgenes. Pero durante casi toda su vida se comunicó en una lengua artesanal e híbrida, en un idioma completamente suyo. Una especie de «itañol» que ciertamente no le facilitó las relaciones sociales.
Cuando de niño me llevaron a Toledo por primera vez, los turistas se veían embaucados por vendedores con espadas y similares fruslerías pseudocaballerescas. En las tiendas de recuerdos esas maravillosas baratijas todavía resisten. Sin embargo, ahora el visitante prefiere dejarse enredar por otras patrañas: recorridos por la ciudad esotérica o las inevitables exposiciones sobre templarios. Pero, como sugería el gran hispanista inglés Gerald Brenan, «la mejor manera de visitar Toledo es olvidarse de los itinerarios preestablecidos, siguiendo en cambio la primera calle que estimule vuestra fantasía». Quizá dejando para lo último la ineludible catedral, que no es la más bella de España. Mucho mejor el monasterio de Santo Domingo el Antiguo, algo alejado del centro, con retablo y una llamativa Resurrección del Greco, que fue enterrado allí, si bien más tarde sus restos fueron trasladados y acabaron no se sabe dónde. En el último certificado estaba escrito: «Dominico Greco. En siete de él [abril de 1614], falesció Dominico Greco. No hizo testamento». Vete a saber por qué. Y, no obstante, con su amante, Jerónima de las Cuevas, tuvo un hijo, Jorge Manuel. Reflexionad sobre este y otros enigmas mientras regresáis al hotel. O a Madrid. Con el último de esos trenes veloces que parten de la enternecedora estacioncita de Toledo, que imita el estilo mudéjar. Pero antes parad a comer en Casa Aurelio. Taberna allí presente desde 1953. Menú a 25 euros. Vino incluido.
Ücretsiz ön izlemeyi tamamladınız.
