Kitabı oku: «Eterna España», sayfa 6
RETRATO DE MUJER CON PARCHE
Cuando uno ve a Daryl Hannah en Kill Bill, de Quentin Tarantino, acaba por pensar que el atractivo erótico, de pirata, de la mujer con un parche en un ojo solo nos lo pueden explicar los psicoanalistas. En 1955 también llevaba uno Olivia de Havilland en una mediocre película de Terence Young titulada That Lady, en castellano La princesa de Éboli. Es decir, Ana de Mendoza de la Cerda y de Silva y Álvarez de Toledo, la dark lady del Siglo de Oro. En el Don Carlos de Schiller y en la ópera homónima de Verdi aparece como secundaria de lujo. Vivió tan solo cincuenta y dos años, pero muy intensos. Repletos de sexo, duelos, conjuras, homicidios, huidas, encarcelaciones espantosas. En los libros de historia es la princesa de Éboli, precisamente la ciudad italiana donde se detuvo el Cristo de Carlo Levi, pero que Ana nunca pisó —había heredado el título del marido—. En crónicas y correspondencia de la época, en cambio, simplemente es «la hembra». Fatal como ninguna otra jamás. Viuda negra y por momentos también muy alegre. «No hay leona más fiera ni fiera más cruel que una linda dama... y como tal se ha de huir», escribían sobre ella. Fue manipuladora, pero tal vez aún más manipulada. «Muy gallarda mujer, aunque fue tuerta», pretendió señorear en un duro mundo de hombres, pero los tiempos todavía no estaban maduros para tentativas de este tipo. Tampoco lo están hoy. Se dice que perdió el ojo cuando, siendo una muchacha, practicaba con el florete con un paje. Según una versión más prosaica, ello se debió, en cambio, a una caída del caballo. Hay quien sospecha incluso que no era tuerta, sino que ocultaba un estrabismo grave. De todas formas, sin ese parche romboidal, de una especial lana mullida que se hizo traer expresamente de Normandía, Ana habría perdido la mitad de su atractivo. Provenía de una de las familias castellanas más poderosas, los Mendoza. Su árbol genealógico estaba colmado de personajes ilustres, pero ella era una persona dispuesta a brillar con luz propia. La princesa de Éboli quiso fabricarse una leyenda totalmente suya. Y negrísima.
En la vida de Ana de Mendoza todo sucede de prisa. Con trece años fue prometida como esposa al portugués Ruy Gómez de Silva —compañero de juegos y más tarde consejero de confianza de Felipe II—, que supera en edad a su futura esposa en casi un cuarto de siglo. Antes de que el matrimonio fuera celebrado, transcurren cuatro años. Ana los pasa sobre todo con su madre. El padre —un alto funcionario que llegará a ser virrey de Aragón y Cataluña— es un mujeriego insaciable y su relación con la cónyuge muy pronto se enfría. En 1558 Ana da a luz a su primer hijo. En siete años parirá otros nueve, perdiendo a cuatro. En la corte se convierte en amiga íntima de la reina Isabel de Valois. Son los años del tenebroso asunto de don Carlos, el heredero de Felipe encerrado y dejado morir por el padre en una torre. Casi como un presagio de las desgracias que golpearán a la princesa. Pero Ana no las puede prever. En 1569 se traslada con su marido a Pastrana, un pueblecito en el corazón de Castilla cuyo ducado ha obtenido. Por entonces ya príncipe de Éboli, Ruy Gómez ha vendido las posesiones italianas para centrarse en las españolas. Es un tipo emprendedor e ilustrado. En Pastrana introduce nuevas técnicas agrícolas, promueve las obras públicas, ofrece trabajo a los moriscos pobres expulsados de Andalucía; hace venir de Lombardía y Flandes a maestros tejedores especializados en lana, seda, tapices. Y favorece la fundación de dos nuevos conventos, impulsados por una monja visionaria y persuasiva que se llama Teresa y viene de Ávila.
Si bien a la sombra del cónyuge, Ana de Mendoza participa en esa agitación de provincias. Sin embargo, en 1573 el marido muere de improviso y todo se va al traste. De la viudez brotará otra mujer: la «hembra». Al principio tiene el aspecto de una encantadora monja tuerta. Porque para afrontar el luto Ana ha decidido hacerse carmelita descalza. En cuanto se entera, Teresa de Jesús frunce el ceño: «La princesa, ¿monja? Doy el convento por perdido». No se equivoca. Ana pondrá patas arriba la clausura. Para comenzar, se lleva consigo un séquito de criadas. Después se harta de la vida en la celda y, junto con sus armarios, vestidos y joyas, se traslada a una dependencia del convento de la cual sale cuando le apetece y donde continúa organizando reuniones. Nadie la puede echar de allí: al fin y al cabo, ese centro carmelitano ha sido creado con las aportaciones económicas de su familia. ¿Y entonces Teresa qué decide? Para librarse de la insidiosa princesa, devuelve todo el dinero y desaloja a todas las monjas. En el convento de Pastrana la princesa se descubre sola y rabiosa. El enfrentamiento entre la dama y la futura santa constituye el partido femenino del siglo. Un combate de lucha libre entre dos mundos. Orígenes, mentalidad, ambiciones: todo las divide, salvo cierta excentricidad y sus dotes de mando. Inevitablemente, sobre el conflicto entre Ana y Teresa se ha fabulado mucho. En Pastrana, una empleada del ayuntamiento me explicó un florilegio de episodios tan coloridos como apócrifos. Incluso aquel en el que la princesa, en versión harpía, se adueña a escondidas de los manuscritos místicos de Teresa y los lee a la servidumbre mientras se desternilla de risa y finge desmayarse, hasta que no aparece la santa y, consternada, le arrebata las hojas de la mano.
Con la misma indiferencia con la que había tomado los hábitos religiosos, Ana los cuelga. Todavía es joven, no tiene ni treinta años, y Pastrana la ahoga. Por ello, se muda a Madrid con su prole —es una madre amorosa—. Se establece cerca del Palacio Real. Felipe II, que ya conoce su temperamento y quizás también se ha servido de sus encantos, intenta disuadirla de regresar a la corte. Teme que la «hembra» desencadene deseos tempestuosos, habladurías, que le cree problemas, pero no consigue convencerla. De físico menudo y esbelto, con ese único ojo «dominador y sensual», Ana es la viuda más deseada del reino. También porque, al ser hija única, ha heredado una considerable herencia. En Madrid tiene intención de pasárselo en grande. En la capital su personalidad «explotó como una granada», han escrito. En casa Mendoza pronto se congrega la gente bien. Entre los primeros a presentarse, un tal Antonio Pérez: perfecto coetáneo de Ana, ha sido ayudante y protegido de su marido. Casado y con hijos, es un hombre atractivo y muy astuto, aunque algo petimetre: se perfuma más que una mujer, ironiza la princesa. La cual, no obstante, se siente cautivada. ¿Se convierten en amantes? Los historiadores más fiables tienden a excluirlo. Resta el hecho de que, ligados o no por la pasión, Éboli y Pérez formarán una pareja maldita digna de un thriller. Los une su pasión por la intriga.
Antonio Pérez no es un cualquiera. Gracias a su falta de escrúpulos ha escalado posiciones hasta llegar a ser secretario del rey. Hombre de tortuosa agudeza, Felipe no se fía ciegamente de él, pero aprecia su desenvuelta eficacia. Y se sirve de él sin entrar en sutilezas. No se da cuenta, o finge no dársela, de que el tren de vida del dignatario ha alcanzado una opulencia sospechosa. Ignora que Pérez se enriquece vendiendo información y secretos de Estado. Un tráfico que lo llevará a la ruina. Y a la princesa con él. La gran conspiración que los perderá tiene como protagonista y víctima a un tal Escobedo. ¿Quién era? La mano derecha de Juan de Austria, o sea, el hijo natural de Carlos V y, por tanto, hermanastro del rey Felipe. Tan solo unos años antes, don Juan ha sido el comandante victorioso de la flota cristiana en la batalla de Lepanto. Ese triunfo histórico sobre el turco ha llevado su prestigio muy alto. Demasiado, según Felipe, que teme que se le suba a la cabeza al «hermanastro». Por ello, pérfidamente, lo envía a gobernar los Países Bajos españoles, es decir, un sitio ingobernable, un berenjenal de revueltas separatistas incitadas por el nacional-protestantismo. Hasta ese momento Madrid ha sofocado las insurrecciones con brutalidad, lanzando contra los revoltosos un bulldog como el duque de Alba, general feroz, pero también un halcón muy influyente en palacio. Allí encabeza la corriente «belicista», que predica —y practica— para Holanda la mano dura. En cambio, una facción contraria —liderada en su momento por el difunto marido de Ana, Ruy Gómez— se inclina por las negociaciones. En los Países Bajos no se puede continuar reprimiendo: se necesita un viraje. Política. La pacificación es el cometido que se encargará a Juan de Austria y que, en un primer momento, logrará.
En cuanto sofisticado oportunista, Antonio Pérez navega entre las facciones en lucha. Al héroe de Lepanto, con quien mantiene una óptima relación, le aconseja tomar a Escobedo como secretario. Lo coloca a su lado para poder controlar los movimientos de don Juan y referirlos al rey. Pero Escobedo se saldrá un poco del guion, ya que acabará apreciando a su nuevo señor y guardándole mayor lealtad que a los poderes madrileños. Entre Felipe y su hermanastro, Pérez desempeña un papel ambiguo: los complace a ambos, pero al mismo tiempo siembra cizaña en pequeñas dosis mortales. Es un doble juego con el que Antonio cree erróneamente que puede tener a ambos en un puño. Para granjearse el favor del gobernador de Holanda, le pasa a su secretario información reservada sobre el rey, ya sea verdadera, falsa o inflada. Pero, mientras tanto, alimenta en el soberano los celos hacia el impetuoso don Juan. Escobedo, que hasta ese momento se mueve como un peón, es un tipo hosco, puntilloso y fastidioso. Lo llaman «el Verdinegro», en parte por su carácter huraño y en parte porque siempre viste con ropa oscura. En Madrid ejerce presiones a favor de su señor Juan de Austria, pero piensa también en sí mismo: pide dinero, reclama recompensas, nuevos cargos y títulos. Importuna al rey hasta resultar insoportable: «Estoy harto y cansado de su insistencia», estalla Felipe. «Debemos librarnos de él cuanto antes». Anotaos estas palabras.
Mientras tanto, ¿dónde ha acabado la princesa? Sigue siempre allí, en Madrid, revoloteando entre la corte y su casa salón. Uno de los habituales de palacio Mendoza es Escobedo. También él fue un protegido de Gómez, el difunto marido de Ana. Pero, ante la alegre viudez de la mujer, se muestra estupefacto. Al advertir la complicidad entre la princesa y Antonio Pérez, se plantea alguna pregunta: ¿hasta qué punto se entienden esos dos? ¿Qué tipo de manejos ocultan? Parece improbable que, como se lee en alguna parte, Escobedo haya tenido prueba de sus amoríos al sorprenderlos juntos en la cama. Sin embargo, tal vez investigando el Verdinegro haya descubierto los chanchullos de espionaje con los que el emperifollado Pérez completa su sueldo, y la implicación de la princesa en esas cábalas. ¿Qué hace Escobedo? ¿Los amenaza? ¿Los chantajea? Probablemente no llegue a tanto. Pero es seguro que cada vez se vuelve un tipo más incómodo. Pérez teme que hable. Así, después de haber sido su valedor, decide hundirlo. Aprovechando la ya destacada antipatía del rey hacia este personaje, Antonio comienza a dibujar al Verdinegro como un peligroso apuntador oculto, como aquel que estaría fomentando las ambiciones de Juan de Austria. Poco a poco, Pérez inocula en el soberano la idea de que en los Países Bajos el hermanastro está preparando un golpe de mano para derrocarlo y sustituirlo. Quizá transformando Holanda en un Estado personal desde el cual intentar una anexión de Inglaterra. Derribando a la impía Isabel y casándose, tras haberla sacado de prisión, con María Estuardo. ¿Fantapolítica? Pérez consigue convencer a Felipe de que no lo es. Y señala a Escobedo como la eminencia gris de tales tramas. Si se quiere atajar el problema de raíz, solo queda una solución: echarlo.
En el extraordinario tocho de mil y pico páginas que, en los años cuarenta, el doctor Gregorio Marañón dedicó al episodio de Antonio Pérez, se lee que en el ámbito de la buena sociedad madrileña la altiva Ana de Mendoza se distinguió, entre otras cosas, por su «habla desgarrada y populachera». Y le atribuyen la frase: «Que más quiero antes el culo de Antonio Pérez que al rey». Pero ¿cómo fue la relación entre la princesa y Felipe II? Todavía hoy no se conoce del todo bien. Hay quien sostiene que el soberano fue el padre del tercer hijo de Ana. ¿Por ello intentó convencerla de que no volviera a presentarse a la corte tras los años transcurridos en provincias? ¿Temía que se tomara confianzas, recriminara, reclamara privilegios? ¿Y por qué desde cierto momento el monarca comienza a desarrollar un sordo resentimiento en relación con Ana? ¿Está celoso de su aventura con Pérez? ¿Tiene miedo de que los dos puedan conspirar contra él? Quizá había llegado a sus oídos que, en connivencia con Pérez, la princesa maniobraba en secreto para situar a una de sus hijas en la carrera al vacante trono portugués, obstaculizando los propósitos de Felipe. En este intrincado escenario de secretos y dobleces, las tensiones ya no pueden quedar sumergidas. Ahora deben salir a la superficie. Estallar en un drama. Con muerto.
Ajeno, si no a todas, a muchas de las maquinaciones urdidas contra su persona, un día de febrero de 1579 Escobedo acepta una invitación a comer en casa de Antonio Pérez. Para no fallar, durante los brindis vierten en su copa una dosis doble de veneno. La sustancia es de efecto retardado. Por la tarde, el Verdinegro se levanta de la mesa un poco achispado, pero sin muestra de dolor alguna. Se despide y se va a su casa. Al día siguiente, Pérez está en ascuas esperando que le anuncien la muerte del «consejero». Pero la noticia no llega. Tras informarse, Antonio se entera de que se ha visto a Escobedo salir de casa a primera hora, impecable como siempre. El brebaje asesino no ha funcionado. Se necesitan métodos más radicales. Urge una nueva invitación a comer. Esta vez el veneno se pone en el postre, una crema de leche. Es una poción más potente. A mitad del convite, Escobedo se siente mal: vomita, desvaría. Se hace acompañar a casa. Pasará algunos días de pesadilla retorciéndose en la cama, pero, increíblemente, sin sospechar nada. No existen retratos fidedignos de Juan de Escobedo. Hay uno atribuido a Blas de Prado, o bien al Greco, que muestra a un señor casi calvo, con perilla afilada y mirada no menos cortante. Podría tratarse de él o de un noble llamado Alonso de Escobar. En todo caso, tiene hombros anchos, grandes manos. Y Escobedo debió de tener un buen corpachón para recuperarse tras dos tentativas de envenenamiento. Mejor dicho, tres. Porque falta todavía la tercera. Viendo que el secretario se resiste a palmarla, Pérez pisa el acelerador. Jugando en campo contrario, infiltra a uno de sus sicarios en la cocina de Escobedo, que todavía se encuentra en estado crítico. Se diluye arsénico en la sopa destinada al enfermo. El Verdinegro se traga otra dosis letal y ahora parece que ya está acabado. Pero, llegados a este punto, la familia se alarma. Se inicia una investigación, se sigue la pista interna y se llega hasta una pobre criada de origen morisco. Bajo tortura, le arrancan una confesión: aunque no ha hecho nada, la chica admite haber envenenado la sopa, si bien no para matar a Escobedo, sino a su mujer, doña Constanza, y vengarse así del maltrato que la señora le inflige desde hace tiempo. Al asumir el tentativo de homicidio, la criada espera salvar la vida. En cambio, en un abrir y cerrar de ojos la ahorcan. Antonio Pérez está exultante. Las cosas no podían ponerse mejor: Escobedo está confinado en cama agonizante, una inocente ha acabado en el patíbulo en cuanto rea confesa y el expediente parece archivado. Crimen perfecto. Pero Juan de Escobedo no muere. Lucha, se mejora, se recupera. Parece invulnerable. Desconcertado y fuera de sí, Pérez pasa a la artillería pesada. En el ambiente del hampa, recluta a ocho tipejos, entre ellos a un tal Inausti. Espadachín infalible, a él se le confía la «estocada certera», la estocada mortal. Los otros esbirros se ocuparán de mantener a raya a los gorilas de Escobedo, que es seguido en sus desplazamientos habituales.
Noche del 31 de marzo de 1578. Tras visitar a la princesa de Éboli, el secretario, ya recuperado, se dirige hacia el domicilio de doña Brianda de Guzmán, su amante. Es el lunes de Pascua, pero en esta historia el temor a Dios convive serenamente con cualquier trasgresión. Recién salvado de la muerte, Escobedo se está preparando para el amor cuando cae en la emboscada. Sus guardaespaldas son neutralizados por los sicarios e Inausti, con precisión de francotirador, le clava su famosa estocada. En Madrid, si levantáis la cabeza en la intersección entre la calle Mayor y la calle de la Almudena, veréis una placa que reza: «En esta calle mataron al secretario de don Juan de Austria, Juan de Escobedo, el 31 de marzo de 1578, noche del Lunes de Pascua». Justo detrás de la esquina en otra placa se lee: «Junto a este lugar estuvieron las casas de Ana de Mendoza y la Cerda, princesa de Éboli…».
La repercusión del homicidio es enorme. Se inicia la caza a los asesinos. Se les busca por posadas y tabernas, pero ya se encuentran lejos. Algunos, entre ellos el imbatible Inausti, mueren en extrañas circunstancias. Como en cualquier película de gánsteres que se precie, comienza la eliminación de los «eliminadores». Y cuantos se creían astutos titiriteros no tardarán a descubrirse como títeres. Felipe II recibe la noticia del crimen en El Escorial, donde ha pasado una Semana Santa irreprochable. Mientras Pérez y sus matones planificaban la emboscada contra Escobedo, el rey lavaba los pies a doce pobres llevados a palacio para que el soberano repitiera el gesto de Cristo durante la Última Cena. Al conocer la fechoría, Felipe reacciona entre la frialdad y la irritación: «No lo entiendo», se limita a comentar. ¿Cómo es que no lo entiende? ¿Quizá se esperaba que para liquidar a Escobedo se habría continuado a ultranza con los platos «al arsénico»? El delito de sangre complica terriblemente las cosas. También porque, si bien cornuda, la viuda de Escobedo grita reclamando justicia. Y apunta con el dedo no solo a Antonio Pérez, sino también a la princesa, su cómplice. En torno a ambos la atmósfera se vuelve cada vez más densa. Con su fama de mujer desenvuelta y audaz («mujer libre e que no teme nada»), Ana comienza a ser considerada el malvado cerebro de la pareja, aquella que con sus encantos sexuales habría corrompido a su cómplice conduciéndolo a la perdición homicida. «Tenemos sospecha que la hembra es la levadura de todo esto», escribe un dignatario a Felipe. En los discursos cortesanos la princesa se convierte en la nueva Jezabel, la princesa fenicia que en la Biblia hechiza y somete al rey hebreo Acab (en este caso, Pérez). Ahora bien, es difícil imaginar que la tuerta fatal no estuviera al corriente de la conjura contra Escobedo. Pero convertirla en la inductora del crimen es ir demasiado lejos. En cualquier caso, Ana rechaza todas las acusaciones y hasta el final se proclamará inocente. Acuciado por los familiares del muerto, que exigen un culpable, y por la preocupación de controlar a Pérez, o sea, al hombre al que ha encargado el homicidio, Felipe, como es habitual en él, se toma su tiempo. Tarda más de un año en decidir. Entonces, actúa de golpe: Antonio Pérez y Ana de Mendoza son arrestados en Madrid. Él es puesto bajo arresto domiciliario. Ella es recluida en el torreón de Pinto, y desde aquí trasladada al castillo de Santorcaz, no muy lejos de la capital.
Felipe ha tenido con Pérez más miramientos. Antes de ordenar su detención, le ha sugerido que se alejara, que se quitara de en medio. Le ha ofrecido el puesto de embajador en Venecia, pero el dignatario lo ha rechazado. Se siente más seguro en Madrid. Incluso recluido en casa continúa atendiendo a sus asuntos. En 1582 se inicia la primera investigación. Pero todavía se trata de una iniciativa tímida. El secretario del rey es acusado de corrupción y violación de secretos de Estado, pero sale bastante bien parado simplemente con su despido y una multa. No se vuelve a hablar del homicidio de Escobedo hasta que, temiendo añadirse a la lista de los matones ya liquidados, uno de los sicarios señala a Pérez como el instigador del crimen. Se emite una orden de arresto, pero, cuando los esbirros se presentan en su casa para llevarlo a la cárcel, el exsecretario salta de la ventana y se refugia en una iglesia. Lo arrastran fuera y lo encarcelan en el castillo de Turégano, cerca de Segovia. Allí Pérez intenta fugarse, pero lo vuelven a capturar. Lo llevan de nuevo a Madrid para una serie de interrogatorios cada vez más atroces. En febrero de 1590 Antonio Pérez es torturado hasta que confiesa que ordenó asesinar a Escobedo. Es condenado a muerte. Repite que ha actuado por orden del rey. Dice poseer todos los documentos para poderlo demostrar. Ingenuo. La documentación ha sido requisada y destruida. Por muy astuto que sea Pérez, Felipe lo es aún más. No es seguro que el soberano quiera ejecutar la condena. Pero ante la incertidumbre, Pérez se evade de la cárcel. Lo ayudan algunos familiares y otros cómplices —tras una vida de intrigas se ha ganado también bastantes amigos—. Pese a su deteriorado estado físico a causa de las torturas, cabalga doscientos setenta kilómetros, desde Madrid hasta Zaragoza. Pide y encuentra asilo en el Reino de Aragón. A fin de capturarlo de nuevo, Felipe lo intenta todo: además de peticiones de extradición, recurre a la Inquisición presentándolo como un hereje e incluso envía al ejército. En Aragón, Antonio Pérez se convierte en un destacado desertor, como un Assange o Snowden: conoce secretos comprometedores y, en cuanto «perseguido», confiere en cierta manera prestigio al Estado que se ha ofrecido a darle cobijo. Pero también divide la opinión pública entre aquellos que lo consideran inocente y aquellos que lo creen culpable. Su presencia es causa de inestabilidad, desórdenes. Mejor escabullirse de nuevo. A finales de noviembre de 1591, Pérez atraviesa los Pirineos y se refugia en Francia. Desde allí intenta una incursión armada en España, pero sin éxito. Errante, arruinado, buscará apoyos antiespañoles entre París e Inglaterra. E intentará ganarse la vida obteniendo provecho de la bilis acumulada contra el rey Felipe. Sumido en el rencor, con el pseudónimo de Rafael Peregrino publicará Relaciones, uno de los más violentos escritos de acusación contra el soberano —al que tacha de envenenador sin escrúpulos, temor a Dios o piedad por los hombres— y contra todo el pueblo español —que considera malvado y perverso, henchido de orgullo, arrogancia, tiranía y deslealtad—. Los panfletos de Antonio Pérez tendrán un notable efecto mediático, pero no bastarán para sacarlo de sus apuros. En 1611, con setenta y un años —edad considerable para la época teniendo en cuenta los sufrimientos que ha padecido—, el gran conspirador muere en la miseria en París. Y se lleva consigo sus verdades y sus misterios.
Pero ¿y la princesa? La habíamos dejado prisionera en la fortaleza de Santorcaz, en el año 1580. Tras veinte meses de reclusión, Ana no es ni sombra de lo que era. Tal como sucede a menudo a los personajes encumbrados cuando se ven arrojados a la miseria, Ana se hunde repentinamente: está consumida, no come, delira. Pero todavía conserva la energía de la ira: ruge, se indigna, al fin y al cabo es una grande de España. «Furiosa y terrible mujer, orgullosa y loca», escribe continuamente cartas al rey en las que se disculpa y a veces acusa: le dice que Su Majestad conoce tan bien la verdad que no debe invocar a más testigos que a sí mismo. En la primavera de 1581, Felipe decide que la cárcel pura y dura ya ha sido suficiente. Y ordena que se disponga el arresto domiciliario de «la hembra» en el palacio de Pastrana. Como por arte de magia, apenas se reencuentra con su hogar, la princesa renace. Y no solo eso. Dado que no es una mujer dispuesta a someterse, durante su cautiverio organiza todo un torbellino de recepciones, idas y venidas de pajes, doncellas, caballeros, embajadas... Parece que, en su fuga hacia Zaragoza, Pérez incluso hace un alto en el camino para saludarla por última vez. Es demasiado. Temiendo que Ana vuelva a las andadas, Felipe ordena encerrarla en casa. Puertas y ventanas son tapiadas. Y se aísla a la princesa en dos habitaciones dentro de una torre. A lo sumo, se le concede asistir, a través de una pequeña ventana, a la misa en la capilla interior. Recibe la comida mediante un torno. Toda comunicación es vigilada, reducida a lo esencial. Ana acaba enfermando de verdad, en el orinal deja una sustancia negra. Se lamenta de su reclusión mortal, consecuencia, a su juicio, de todo tipo de mentiras. Otras veces no entiende cómo el rey, «cristianísimo», ha permitido todo eso. Sin embargo, el rey es el máximo responsable de su cautiverio. Pero ahora Felipe es un soberano atormentado por el remordimiento. Ha descubierto que, en relación con Juan de Austria, Pérez lo ha engañado como Yago a Otelo: el hermanastro no preparaba ninguna sublevación. Y el plan de invasión de Inglaterra lo retomará Felipe en 1588 con la catastrófica aventura de la Armada Invencible. Un fracaso que el rey interpretará como un castigo divino por la eliminación de Escobedo.
Al final, la princesa de Éboli tenía derecho a asomarse durante una hora al día a la ventana del palacio prisión. Ventana, por supuesto, cerrada por una gruesa reja. Abajo, los aldeanos se apostaban para ver aparecer su sombra tras los barrotes. También yo me he plantado a los pies de la torre mirando fijamente hacia el enrejado, que todavía se conserva más de cuatro siglos después. El palacio se alza sobre una plaza elegante y silenciosa bajo la cual discurre un valle de huertos y olivares hasta la hendidura del río Arlés y, más al sur, el Tajo. En recuerdo de la hora de aire fresco concedida a la princesa, la plaza se llama actualmente plaza de la Hora.
«Joya engastada en tantos y tales esmaltes de la Naturaleza y la Fortuna» —así la describía Pérez—, Ana de Mendoza se apagó el 2 de febrero de 1592 tras dictar testamento. Está enterrada en Pastrana junto al marido en la cripta de la Colegiata, iglesia que, entre otras cosas, alberga en la sala capitular una magnífica serie de tapices gótico-flamencos de tema bélico de finales del siglo XV.
«Aquí yace doña Ana…», «Aquí yace Ruy Gómez…»: las tumbas de los cónyuges son don sencillos sarcófagos superpuestos. Ella arriba, debajo el marido. Quizá el único hombre de bien que la princesa haya encontrado en su vida. Pero también él pudo haber escondido un secreto. Algunos sostienen que Antonio Pérez fue su hijo natural. En tal caso, «la hembra» habría perdido la cabeza por su hijastro. «Pero sobre esta misteriosa cuestión nadie tendrá jamás la última palabra», ha escrito Fernand Braudel, uno de los historiadores que más la han estudiado.