Kitabı oku: «Brumas del pasado», sayfa 4
Mi turno. Es curioso. Yo no estoy nerviosa. Al fin y al cabo, lo tengo todo. Solo puedo esperar cosas buenas, sobre todo ahora, con mi estrella de la suerte. Tomo asiento y la anciana me mira y observa de nuevo mi amuleto, al igual que la rosa que llevo enganchada ahora en mi pelo. Se concentra mucho, como si al hacerlo, entrase en una especie de trance más profundo.
–El Diablo…, la Muerte… y la Rueda de la Fortuna.
La anciana dice esto y se queda en silencio. ¿El Diablo? ¿La Muerte? Estoy temblando. Miro a la anciana impaciente por escuchar lo que me tiene que decir. Ella se mantiene serena. Levanta su rostro hacia el mío.
–Engaños, cambios, pérdidas…
Yo ya no puedo dejar de temblar. La angustia crece en mí a pasos agigantados. Creí que solo iba a contarnos lo bueno. Mi vida es buena, esto no puede ser cierto…
–Y la Rueda de la Fortuna. Si escuchas a la madre y sigues a la luna, el orden, el universo, el cosmos se abrirá a ti y juntos seréis uno fuerte e invencible. Ya fuiste luchadora antes, hace muchos años, en otra tierra…, donde naciste hermosa y fuerte. No te niegues a ti misma, y los demás no podrán negarte. Sigue tu estrella aunque tengas que ir lejos, muy lejos.
¿Qué? ¿Qué está pasando? Me he quedado sin habla. Tengo frío y una sensación curiosa. Vértigo, incluso náuseas. Engaños, pérdida… ¿ese mensaje?
–Esa carta, la Muerte. ¿Va a morir alguien?
–Esta carta supone cambios, no una muerte como tal. Escucha a tu corazón, sigue tu instinto y recuerda, ayuda a la luna y escucha a la madre.
–Gra… gracias. ¿Cuánto le debemos, señora?
–Nada.
–¿Nada?
–Solo intento ayudar a las almas perdidas. Mi recompensa es su felicidad. –me dice cariñosamente.
No entiendo nada. ¿Qué habrá querido decir con eso? Tal y como pronuncia esas palabras, la anciana suspira, dice que está muy cansada y que debemos marcharnos. Así que nos marchamos. Inés, contenta. Carmela, igual que entró, y yo, angustiada.
Juntas nos dirigimos en silencio a la posada y nos tomamos una jarrita de vino con unas tapitas de queso, cada una sumida en los pensamientos provocados por las palabras de la anciana. “Si escuchas a la madre y sigues a la luna, el orden, el universo, el cosmos se abrirá a ti y juntos seréis uno fuerte e invencible”. ¿Qué significa?
Lo que iba a ser una tarde animada con mis amigas, se ha convertido en toda una velada de misteriosos encuentros. El hombre de la rosa, la joven de las flores, la anciana del Oráculo de Delfos, el mensaje de texto advirtiéndome sobre Fernando… De repente, la ansiedad empieza a apoderarse de mí.
–Chicas, yo he de volver al Oráculo de Delfos. Necesito aclarar lo que me ha dicho esa anciana.
–A mí me ha dicho que seré madre –susurra Inés.
–A mí me ha dejado igual –comenta Carmela.
–Yo necesito volver –les repito.
Mis amigas parecen notar mi nerviosismo y asienten. Las tres nos levantamos, y casi en una especie de levitación llegamos al lugar de antes, pero la carpa no está.
Un agente de seguridad de la zona se acerca a nosotras al ver nuestra incertidumbre.
–¿Puedo ayudarlas en algo, señoras?
–El Oráculo de Delfos que estaba aquí. ¿Qué ha pasado?
–¿Cómo? No, deben estar confundidas. Aquí no había nada.
–Pero… estaba aquí. Era una carpa de adivinación –comenta Inés.
–No se ha incorporado ninguna carpa de adivinación al mercado.
–Pero hemos estado aquí hace solo una hora –insisto.
–No lo tomen a mal señoras, pero vienen de la posada, ¿cierto?
–¿Qué insinúa? –pregunta Carmela aumentando el tono de voz ante nuestra cara atónita.
–Tal vez bebieron de más.
–¡Menuda falta de respeto! –grita mi cuñada.
–Mis disculpas, señoras. Pero en serio, pregunten a quien quieran. Ese Oráculo que ustedes dicen, jamás ha estado aquí.
– 9 –
Qué bien me siento en este lugar. Estoy sentada en la pequeña ladera de un río. Tengo los pies descalzos, sumergidos en el agua, y me siento muy relajada.
Comienzo a balancearlos, adelante y atrás, adelante y atrás. Me fijo en mis uñas. ¿Están pintadas de rosa? No recuerdo desde cuándo no me pinto las uñas de los pies y menos de ese color. Me fijo mejor en ellos. Son bonitos y muy pequeños. ¿Me han encogido los pies? ¿Y las piernas? Ello me da risa y esta sale de mi garganta produciéndome cosquillas y sorprendiéndome. Suena rara. Muy rara. Me pongo de pie y me miro el cuerpo. ¡Soy una niña! Visto un mono vaquero. Me asomo con cuidado al río y miro mi reflejo en el agua. ¡Sí, soy una niña! Llevo unas coletas y unos lazos rojos.
En el reflejo otra persona se une a mí. Es un anciano. Me mira y me sonríe con una ternura increíble.
Entonces empieza a hablarme y no entiendo lo que me dice. Debe ser bonito, porque su rostro es muy amable, pero no puedo entenderlo y me desespero un poco. Entonces resbalo con una de las piedras y a pesar de que el anciano intenta cogerme, termino cayendo al agua. Una especie de murmullo suave roza con suavidad mi oído. Lo último que puedo ver antes de que todo se vuelva oscuro es un extraño cartel de madera con unos símbolos muy raros grabados en él. Una mano fuerte me agarra y tira de mí, mientras yo pataleo. De pronto siento mucho miedo.
Y entonces vuelve la luz al despertarme. Otra vez ese sueño. No es la primera vez que me ocurre, pero sí es cierto que ya hacía tiempo que no lo tenía. Supongo que la anciana me dejó ayer algo preocupada. Cada vez que estoy muy nerviosa, o preocupada, el sueño se repite.
Me siento en la cama y veo que Fernando aún duerme. Miro el despertador de la mesita. Son las ocho. ¡Y hoy es sábado! ¡Las niñas no están! Una idea empieza a germinar en mi mente. Creo que voy a despertar a mi marido y preguntarle qué planes tiene para la próxima hora. ¡Qué puñetas! ¡No le preguntaré nada! ¡Me lo voy a comer para desayunar!
Despacio empiezo a tocarle el hombro. Como no se mueve, empiezo a pasar mi mano por su espalda y sigo descendiendo hasta rozar el borde de sus calzoncillos. Este no se escapa. Anoche, cuando llegué a casa, ya dormía. Oh… anoche…
Al llegar a casa y ver a Fernando dormido sentí mucha pena. Llevaba la rosa de tallo largo que aquel extraño me había regalado sujeta entre los dientes. Yo, que no soy de impulsos. Pero al verlo dormido, sentí algo por dentro que se rompía. Tomé la rosa entre mis manos y pensé convertirla en la víctima de mi pesar, pero, algo en mí no me hizo verla como una planta sin más, sino que aquella emoción tan extraña que sentí con aquél hombre… volví a sentirlo. Sin saber ni cómo, ni por qué, termine buscando una bonita botella de cristal tallado que me regaló mi abuela e introduje la rosa en él.
Después, la puse en un lugar bien visible, para que, cuando mi maridito despertase, fuera lo primero que viese.
Pero está como un tronco. Como un tronco pesado. Y yo aquí, con mi mano surcando el borde de sus calzoncillos mientras empiezo a susurrarle en el oído.
–Fernando, hola, despierta –le digo dándole un pequeño bocado en la oreja y acariciando su pelo.
–¿Hay fuego? –me pregunta adormilado.
–En la casa… no.
–Duerme, Helena. Tengo sueño, ayer trabajé mucho.
–Pero estamos solos…
Un ronquido es la respuesta a mi insinuación. Detengo mi mano y siento el corazón frío.
Me levanto de la cama con lágrimas en los ojos. Igual soy yo, llevo unos días tan rara... Trabaja muchísimo, lo dejaré dormir y tomaré una buena ducha. Muy fría. Las duchas frías son estupendas para la circulación y para la lucha contra la maldita ley de la gravedad con incidencia directa en los pechos. Aunque no voy a negar que en este instante, solo puedo pensar en este sentimiento feo y asqueroso, denominado frustración.
Pero como siempre, me arrepiento, y al final, la ducha es tibia, como las lágrimas que no sé por qué han empezado a salir solas.
Bajo las escaleras y me dirijo a la cocina. Necesito un café. Me he visto muy pálida en el espejo del baño. Con ese gran sentimiento de pena, me dirijo al armario de la cocina donde guardo las tazas y termino preparándome ese café con un extra de azúcar. Necesito algo dulce hoy en mi vida.
Quito uno de los taburetes de debajo de la encimera y lo acerco a la ventana. Me gusta observar el exterior mientras tomo café. Siempre quise hacer una especie de gran ventanal en esta cocina, ya que paso mucho tiempo aquí. Me gusta cocinar y observar cómo las hojas de los árboles van cayendo en esta época del año, descendiendo en un baile lento.
–Buenos días, pesada –me dice Fernando que entra vestido solo con los pantalones del pijama. Se rasca la cabeza y se le ve muy sexy.
–Buenos días.
–Has sonado a mujer enfadada –me dice acercándose y quitándome la taza de café para terminarla él.
–¿Por qué no te preparas tu propio café? –respondo malhumorada.
–Pues sí. Hoy estamos de malas pulgas. No deberías poner tanto azúcar. No es buena para ti. Y hablando de todo, ¿esa rosa en la botella? ¿Es un regalo para mí?
La diablesa que está dentro de mí me hace sentirme más animada.
–Me la regaló anoche un hombre guapísimo en el mercado medieval.
–Me alegro por ti, cariño.
La animación se acaba de convertir en un sentimiento raro. Se suponía que eso lo pondría celoso.
–¿No me crees o no crees que alguien pueda regalarme flores?
–Cariño, eres una mujer guapa, pero no es normal que nadie le regale una rosa de tallo largo a una mujer casada.
–¿Es que llevo un letrero en la frente que dice que soy casada? –respondo algo contrariada–. No era de aquí. No le había visto nunca.
–Ah, sería eso. Te vería sola y pensaría que tal vez quisieses compañía.
–¿Y por qué iba a pensar eso? –ahora mi irritación es notable.
–No sé. A veces muestras aspecto de sentirte sola o de no importarte tu aspecto –me dice volviéndose a pasar la mano por el pelo de manera agitada.
Está nervioso. ¿Por qué? Las palabras de la anciana vuelven a mí. Pero no, todo en mi vida es perfecto. Lo sé. Por eso cambio de tema.
–Me he apuntado a un gimnasio. ¿Qué opinas?
–¿En serio? Eso es fantástico. Te vendrá muy bien, te sentirás mejor. Venga, ya, no sigas enfadada conmigo. Estoy muy cansado, pero te invito a una cena esta noche. Me acostaré sin calzoncillos si quieres –responde más tranquilo.
Terminamos riendo, y aunque pienso que es mejor decirle que no bromee conmigo en ese tema, quiero, necesito, que el día se arregle después de todo.
–Tengo que ir al trabajo.
–¿Hoy? Pero es sábado y las niñas están en casa de tu hermano. Podíamos aprovechar para pasar un día romántico. No hay por qué esperar a la cena –añado traviesa–. Ya sabes, el aquí y el ahora. Fernando, te necesito –ahora mi tono es serio–. Quiero pasar todo un día entero contigo, por favor.
–Y lo haremos cariño. Pero hoy no. Te prometo que cuando termine el plan de viabilidad, me tomaré unos días y nos iremos donde quieras –me dice sonriendo.
Es en este momento cuando ve la pequeña estrellita que cuelga de mi cuello.
–¿También un regalo de un desconocido?
–No. Me lo ha regalado Carmela.
–Muy bonito. Aunque tienes colgantes más hermosos que ése.
–Gracias. Pero me gusta este –respondo llevándome una mano al colgante en un gesto inconsciente. Sin poder evitarlo, noto cómo mi voz está impregnada de tristeza y siento unos deseos inmensos de volver a llorar de nuevo. ¿Pero qué mierda me pasa?
–Anímate, Helena. Mi Helena de Troya, con ganas de guerra un sábado por la mañana –me dice conciliador.
–Sí. Helena de Troya. Anda vete, no te preocupes, me entretendré haciendo un caballo de madera.
Me sonríe, y me da un beso en la frente. ¡¡En la frente!!
Él sube a ducharse y yo estoy segura de que me espera otro sábado de limpieza más. O tal vez no. Iré a por mis hijas y haremos algo especial hoy. No tengo ganas de limpiar. Y ni siquiera espero que Fernando termine de arreglarse. ¡Qué diantres! ¡Estoy furiosa con él ahora mismo! Siempre trabajando. Puedo entender que lo hiciese cuando las niñas eran más pequeñas y las cosas no nos iban demasiado bien económicamente. Pero ahora, creo que nos hace falta tener más momentos juntos.
Levanto el auricular. ¿Estará Carmela levantada? Ángel coge el teléfono.
–Hola, Helena ¿qué tal? –La voz al otro lado suena normal, como cada vez que hemos hablado, y me descubro buscando indicios de algún cambio en ella. ¿Culpabilidad, quizás? ¿Vergüenza? Creo que la conversación con Carmela está haciendo mella en mí.
–Hola cuñado –intento sonar como siempre, aunque creo que se nota un poco mi nerviosismo. Ojalá hubiera cogido el teléfono mi cuñada–. ¿Y las niñas? ¿Dan la lata? ¿Se han levantado ya?
–No dan la lata y sí, ya se han levantado. Creo que van para tu casa con Carmela.
–¿Descansas hoy?
–No. Aunque pienso volver para el mediodía y llevar a Carmela a almorzar.
–Me parece fantástico –en verdad me lo parece. Parece que después de todo sí van a ser imaginaciones de Carmela–. Pasadlo bien.
–Oye, Helena, ¿y Fernando? ¿Duerme?
–No. Se está preparando para ir a trabajar. Por lo del proyecto ese de viabilidad.
–Ah, sí. Lo quieren pronto.
–Por cierto, Ángel, podríais venir a cenar una noche de éstas. Tengo ganas de que tengamos una de esas cenas familiares en las que todos nos reímos tanto.
–Claro. ¿Estás bien? Te noto preocupada.
–No. Estoy bien. Es que tu mujer me ha apuntado a un gimnasio y estoy traumatizada –disimulo.
Se escucha una carcajada al otro lado de la línea.
–No dejes que su entusiasmo te arrastre.
–Lo intentaré, cuñado. ¡Ah! ¡Ya están aquí! Nos vemos pronto –me despido y cuelgo el teléfono.
Carmela y Fernando se cruzan en la entrada. Ella llega, él se va. Las niñas le dan un beso a su padre, enérgico, con ganas. Vienen contentas.
–Hola, chicas –las saludo.
–¡Hola, mamá! ¡Fue genial! ¿Podemos ir más veces? –me pregunta Selena.
–Supongo que eso dependerá de tu tía –le contesto sonriendo.
–Tienes mala cara, mamá –me dice Maia.
–¡Qué va! Es que no he dormido bien, pero tú, por el contrario, estás fantástica.
Parece convencerle la respuesta, porque acto seguido las dos niñas corren al interior, pero Carmela se me acerca preocupada. A ella no he podido engañarla.
–Es verdad que se te ve fatal, ¿qué pasa?
–Fernando. No deja de trabajar. Y hoy cuando ha visto la rosa, se ha burlado de mí –confieso.
–Venga ya, Helena. Sabes cómo son esos dos para el trabajo.
–¿Y Ángel? ¿Has hablado con él? Siéntate, toma un café conmigo. El mío me lo han quitado. No puedo creer que lo que me comentaste ayer pase de verdad. Él te quiere Carmela.
–Está muy raro, Helena. Pero hoy no vamos a hablar de él. Vamos a hablar de ti. ¿Has llorado?
–No.
–Mientes mal. Y eso no te lleva a nada bueno cuñada. Soy como un endemoniado acosador asqueroso. No te dejaré en paz hasta que me digas qué te pasa.
El bullicio de las niñas se escucha con fuerza.
–¿Te quedas un poquito conmigo?
–Intenta echarme de aquí –responde retadora.
Tan solo un instante después, ambas nos sentamos en los taburetes de la cocina, a solas.
No sé cómo decirle lo que me pasa a Carmela. No voy a decirle nada de Fernando y su falta de “ganas de mí”. Pero quizás sí le hable de mis pesadillas y de esta sensación extraña que tengo últimamente.
Justo cuando voy a abrir la boca, mi móvil lanza un pitido, provocando que dé un saltito. Tengo que cambiar ese sonido. De nuevo, un mensaje.
–Un segundo, Carmela.
–Tengo todo el tiempo del mundo.
Lo miro y veo que es un mensaje de Fernando. Mi corazón da un vuelco. Me parece un poco extraño porque es muy breve y, además, él jamás me envía mensajes. Pero eso no me importa. “Estoy solo. Ven y salimos a comer”.
La alegría debe haberme entrado por el cuerpo porque miro a Carmela con una intensidad que hasta ella se sorprende.
–Fernando quiere que vaya a comer con él. Y me apetece un montón. Quiero ponerme guapa.
–Lo capto. Ya me contarás qué demonios te pasa. Ahora, ¿te apetece venir de compras?
–¿De compras? –pregunto sorprendida. No teníamos planeado hacer nada para esta mañana y la casa está un tanto desordenada.
–¿Por qué no? Cómprate algo bonito y dale una sorpresa. Preséntate en esa comida como si fueses a una fiesta. Vuélvelo loco. Cómprate un tanga indecente.
–Estás como una cabra... pero... –me hago un poco la difícil–, pero la verdad es que me ha convencido.
–¡Ajá! ¡Te ha gustado el plan! ¡Nos vamos de compras!
–Voy al trabajo, quizás no sea conveniente pasarme mucho, aunque me ha dicho que está solo.
–Veo la lujuria en tu mirada cuñada. ¡Vamos!
Una idea empieza a germinar en mi mente.
–Carmela, la estrella, el cambio. ¡No tiene por qué ser nada negativo, puede ser bueno! –De repente me siento mucho más animada–. Quizás lleves razón. Puedo comprarme algo sexy y sorprenderlo. Tal vez reviva la chispa. No sé. ¡Me parece buena idea! Aunque las niñas…
–No seas boba. Ángel y yo vamos a comer hoy juntos y tus sobrinos han quedado para ir al centro comercial a comprar discos. Las chicas pueden acompañarlos. Me apuesto lo que quieras a que el Peter ese está allí.
–¿Seguro?
–Claro que sí tonta. Venga, ¡vamos de compras!
– 10 –
¿Cómo he podido dejarme convencer? Me veo un poco ridícula, pero tengo que admitir que me veo distinta, guapa, incluso sexy.
Estoy muy nerviosa. Me he comprado un bonito conjunto de lencería en un color… ¿cómo dijo la dependienta? Ah, sí, plomo. Parece que está de moda. A mi pálida piel le sienta muy bien. Incluso he comprado un liguero y unas medias a juego. Es increíble lo que una ropa adecuada puede hacer. He dejado que la dependienta me asesore y, por una vez, he cerrado los ojos al precio. El resultado, espectacular.
Vuelo a casa y me meto en una bañera llena hasta arriba de sales de baño. Me lavo el pelo tan a conciencia que creo que me voy a quedar calva de tanto masajear mi cuero cabelludo. He comprado un perfume de jazmín y unos zapatos de tacón de infarto. Esto es una locura. Incluso me he comprado una bonita gabardina roja. Hoy no llueve, pero me hace una ilusión tremenda sorprenderle vestida tan solo con la ropa interior y envuelta en la gabardina. Un paquetito tentador.
Llevaré vino y dos copas. Beberemos y nos dejaremos llevar, ya almorzaremos después.
Tampoco conduciré. Si escucha el coche la sorpresa se puede venir abajo. Así que lo que haré es que tomaré un taxi y me bajaré al lado del taller, pero no delante. Luego caminaré unos diez u once metros hasta la pequeña puerta lateral de la que tengo una llave para emergencias. Si resulta que hay alguien trabajando allí, como llevo la gabardina, podré disimular. Pero si está solo, me quitaré la gabardina antes de entrar en la oficina y lo dejaré sin palabras. Después, que me traiga él a casa para cambiarme o no podremos ir a ningún restaurante decente. Tras este último pensamiento se me escapa una risita nerviosa. ¡Oh, señor! ¡Estoy muy nerviosa! ¡Y eufórica! ¡Por fin siento algo de vida dentro de mí!
Me quito la estrellita del cuello. Hoy voy de vampiresa y el colgante inspira más bien dulzura. Utilizo mejor unos largos pendientes, me rizo el cabello y me maquillo utilizando incluso doble rímel y un atrevido tono cereza en los labios.
Temblando, me dirijo afuera y tomo el taxi, que ya ha llegado. También llevo la rosa. Cuando me asegure que no hay nadie más, me la colocaré entre los dientes de nuevo, y esta vez... esta vez no dejaré que me diga que no.
Conforme nos vamos acercando me pongo más y más nerviosa. El taxista, un señor que debe estar a punto de jubilarse, me mira con disimulo a través del espejo retrovisor. Soy consciente de la imagen que debo proyectar a estas horas del día, con este sol y yo con gabardina y un montón de maquillaje. Por no hablar de la poca ropa que llevo debajo. ¿Me he vuelto loca? ¡Pero sí yo solo soy la aburrida Helena!
–Señorita, son siete con ochenta.
–Gracias.
–¿La espero?
–No. Vuelvo por mi cuenta, gracias. Por favor, ¿puede retroceder para no pasar por delante del ventanal del taller? Quiero dar una sorpresa a mi marido –le explico animada.
–Por supuesto. Ojala mi mujer me sorprendiera a mí de vez en cuando –me dice con una sonrisa.
¿Siete con ochenta? En fin, qué más da. Mucho más me he gastado en todo lo demás. Sujeto con fuerza la bolsa donde llevo el vino. Siento una sensación rara en el estómago.
No hay nadie. ¡¡No hay nadie!!
Siento cómo mi corazón bombea la sangre con una fuerza arrolladora. Conforme voy pensando en su reacción noto cómo yo misma, junto al nerviosismo, empiezo a tener otras sensaciones. Me voy sintiendo animada por momentos, deseosa, calurosa, húmeda.
En este instante me siento una mujer deseable, hermosa, apetecible y segura de sí misma.
Respiro hondo y miro bien para todos lados. No he hecho el menor ruido con la llave. No se ve a nadie por aquí. Perfecto, vamos bien. Voy andando de puntillas para no hacer ruido. Aunque las oficinas están por el otro lado, no quiero que me escuche si tiene la puerta abierta.
Con alivio veo que no están los vehículos de los empleados. Está solo. Ha llegado el momento.
Con cuidado suelto la bolsa y me quito la gabardina. De repente me siento algo insegura y compruebo que todo esté donde debe estar. Me veo reflejada en un cristal del taller y pienso. Sí. Me coloco la rosa en la boca y me dispongo a hacer mi entrada triunfal.
En una mano sujeto dos copas y en la otra la botella de vino. La flor bien sujeta entre los dientes, la cabeza alta, el cabello suelto, la provocación en los ojos y el deseo en el cuerpo.
Me parece escuchar algo. ¿Música? ¡Me ha visto! ¡Y ha puesto música! Feliz, radiante, abro la puerta de su despacho…
Las copas, el vino y la rosa caen al suelo estrellándose junto a mi vida.
Claro que hay música. Y ahí está Fernando. Ardiendo como el carbón, pero no por mí. Él semidesnudo, Celeste, su ayudante, desnuda de cintura para arriba y colocada a horcajadas sobre él.
El diablo ya está aquí.