Kitabı oku: «Estatuas de sal», sayfa 6
—Sí, por favor.
—Quiero a Roberto, pero hay muchos momentos en que recuerdo a José. También echo de menos a tus padres, y a la época en que tú y Pascual erais niños… Me hago mayor y me siento sola. Me viene bien tener algo de compañía, ¿no crees? El espíritu de este lugar se marchó con ellos dos Anabel. La casa no ha vuelto a ser la misma, y nosotros tampoco —añade abrazándose un momento, la vista de nuevo perdida.
No esperaba tal sinceridad, y me ha dejado perpleja.
—Tía, de veras, me duele que te sientas así, pero… bueno, creo que tú eres la única que puedes encontrar lo que te falte. No estoy loca, solo angustiada. Por Dios, solo hace tres días que ha muerto mi padre. Me siento rota. Pero quiero añadir —le dijo sonriendo— que puedes visitarme todo lo que quieras y yo por mi parte haré lo mismo.
En este punto, me pongo de pie y me acerco a ella abrazándola. Hoy parecemos osos mimosos infantiles, en lugar de adultos.
—O sea, que prefieres quedarte aquí y venir de vez en cuando ¿cierto? —y de nuevo vuelve a sonreír—. No sé por qué no me sorprende.
—Sí. Necesito mi espacio. ¿Lo entiendes?
—Claro que sí. Yo también fui joven, recuérdalo. Ahora voy a hablar con Lola y a explicarle que esta noche también vienen Alejandro y Leonor.
—¿Leonor?
—Sí, creo que es su novia. Te contaré un chisme. Alejandro tiene cierta fama de mujeriego, y Leonor no es su primera novia. No sé si volveremos a verla por aquí, con sinceridad —me bromea—. Por cierto, ¿cómo le llamaste el otro día? ¿Bicho?
—¡Oh, por favor! ¡No me lo recuerdes! ¡Menudo bochorno! Era una enana de ocho años cuando le llamaba así, y no sé por qué, lo repetí. Uf. Qué vergüenza. Por cierto, ¿me acompañas a ver a Lola? Voy a darle la noticia de mi independencia gastronómica, y va a ser complicado. Lo haré con sutileza, aprovechando el justo momento en que se aleje de las sartenes. ¡Menudo carácter tiene!
Mi tía termina soltando una pequeña carcajada.
—¿Estás segura?
—Sí. Necesito mi independencia, mi intimidad. Necesito cuidar de mí misma. Además, Lola ha amenazado con engordarme como si fuese un pavo de Navidad y tengo que huir ahora que aún estoy a tiempo.
Ambas reímos, pero aun así, mi tía me mira con suspicacia.
—¿De veras te encuentras bien? Tu palidez da algo de miedo —me susurra.
Después de lo del jardín, lo que falta es que yo mencione el tema del cuadro…
—Mira tú quién va a hablar… Estoy bien tía. Solo necesito algo de tiempo. Venga, vamos.
Ya en el exterior, Luis está arreglando un grifo en el patio, y al vernos, nos sonríe y nos saluda. No me pasa inadvertida la forma en que mira a mi tía, y juraría que al fin, a ella le vuelve algo de color, a su casi transparente piel.
—Buenas. ¿Qué tal?
—Hola Luis —le contesto— vamos a ver a Lola. ¿Por dónde anda?
—En la cocina, para variar. Está preparando algo relacionado con una tarta de queso para celebrar tu vuelta. Te advierto que quiere engordarte.
Luis se ríe con ganas cuando yo pongo cara de “¡lo sabía!”. Es un hombre risueño, y si bien no me había fijado demasiado en ese aspecto de su persona, lo cierto es que no está mal físicamente. Un pensamiento del todo inapropiado me llega sin avisar, en silencio, y tajante, cuando veo a ambos cruzar sus miradas de una forma… casi íntima. ¿Qué pasa aquí?
Pedro aparece de alguna parte, con la ropa mojada y unas botas negras, curiosamente secas. Extraña combinación. Ha fijado su vista en mí de una forma que me resulta desagradable y me hace sentir mal. No es trigo limpio. Estoy segura de que este hombre oculta algo importante, quizás como todos los demás miembros de la casa, incluyéndome a mí misma, y esa pintura resguardada en un doble fondo.
—¡Anabel! ¡Anabel! —escucho la vocecita alegre de Alba.
—Creo que ya has hecho una amiga por aquí —me dice mi ahora sonriente tía.
—Sí tía. ¡Hola Alba! ¿Terminaste los deberes?
—¿Es el cielo azul? Soy una niña muy lista. ¿Podré comer tarta contigo esta tarde?
—¡Alba! —grita Lola desde el interior de la cocina— ¡No te chives!
Todos reímos. Excepto Pedro. Nos mira con una fea expresión en su fea cara y se marcha. No pienso invitarle a comer tarta. En fin, voy a hablar con Lola, y si consigo sobrevivir a su ira, cuando sepa sobre mis planes futuros de cocinar para mí misma, todo lo demás, será “tarta comida”.
* * *
Lola me ha sorprendido. Al principio se mostró un poco reacia, pero en el fondo, creo que lo esperaba, o al menos, eso es lo que me dio que pensar cuando me hizo entrega oficial de un dosier con recetas fáciles.
—Te conozco desde que viniste a este mundo. Es muy difícil engañar a Lola, niña. Pero te espero por mi territorio cada vez que quieras. ¿Entendido?
Julio me guiñó un ojo desde la esquina de la cocina, y después, empezó a reírse con ganas cuando vio que Lola me pasaba un recipiente con el almuerzo.
Un almuerzo que no he podido tragar. Cuando iba a salir de la cocina, Lola me susurró con cariño…
—Eres igualita a ella. Hasta en esto. A tu madre le encantaba la cocina. Me pedía recetas, y halagaba mis guisos, sabedora ella de que yo iba a caer en la trampa y le iba a contar cómo los había preparado… Lo siento Anabel. No quería ponerme triste. Es solo que… a tu padre lo veíamos de vez en cuando. Íbamos a Sevilla y, yo aprovechaba, y le preparaba pestiños. Ya sabes que a él le da igual comer pestiños en agosto, el muy goloso. Estaba muy orgulloso de ti, de tu trayectoria y nos dijo de pagarnos un viaje a Madrid para que pudiésemos visitarte. El bueno de Tobías, siempre tan generoso. Pero tu madre… ella era la sal de esta tierra, el aceite de nuestras vidas. Y tú me la recuerdas mucho.
Supongo que me emocioné un poco al escuchar su sincera revelación. Yo ya sabía por mi padre que Julio y Lola le visitaban de vez en cuando, pero… veo a esta mujer ante mí, para muchos, una mujer de campo ruda y sin una educación esmerada… para mí, la mujer más educada del mundo porque todo lo hace con amor. Y me emocionó.
También es sabia esta señora, y así me lo demuestra cuando sin previo aviso me grita, haciéndome reír al instante.
—¡Joder, quiero volver a ver salir humo de esa chimenea, es una orden!
—¡A sus órdenes, mi jefe de cocina! —le contesté yo.
Pero el almuerzo no pasaba después por mi garganta, y a pesar del trabajo físico que hoy he realizado en casi toda la casa, nada me ha dejado tan agotada como el psicológico. Varias veces he pensado ir a sacar la pintura de su escondrijo y volver a observarla, pero… mañana.
Voy a cerrar la puerta corredera, hace frío. Toda la habitación está limpia y ordenada. Sobre la mesita pequeña que hay junto al caballete infantil, he colocado el maletín para Alba. Esta tarde me ha dicho que vendría pronto a visitarme. Lo espero, lo espero de corazón.
Sobre la mesa grande… hay demasiado vacío doloroso, y no es solo la pintura. He colocado un par de fotografías en ella. Una de mis padres, felices, sonriendo en el jardín. La otra, de los tres en mi quinto cumpleaños. Yo sonrío con felicidad, mostrando un gran hueco donde tendrían que estar mis paletas. También coloco una planta de interior y una vela con olor a vainilla. Algún día quizás consigo ir añadiendo de forma lenta, pero segura, pinceles y esmaltes. El caballete grande, permanece vacío.
Miro hacia fuera y veo como la noche se va acercando. No he vuelto a salir al jardín hoy. Hoy no. Pero le he pedido a Luis que me haga el favor y coloque más iluminación. También he hablado con Germán. Hay mucho por hacer.
Casi he terminado de cerrar el ventanal cuando escucho unas risas. Risas femeninas. Las mismas risas que escuché ayer tarde en el jardín.
—¿Alba?
No hay respuesta.
Las vuelvo a escuchar de nuevo, esta vez, más cercanas. Me asomo al exterior y no veo a nadie. Se repiten, esta vez, tan cerca, que me sobresalto y me giro con rapidez a fin de ver si hay alguien tras de mí. Y entonces, un pequeño soplido en la mejilla me hace gritar. Lo he sentido, ¡estoy segura! Mis vellos se erizan de frío y de incertidumbre mientras escucho cómo las risas se van alejando, sonando cada vez más distantes, mientras mi mente evoca unas jóvenes danzarinas de ritmo forzado… y cierro el ventanal de golpe.
Capítulo 11
Pantalón y blusa, el entallado vestido rojo, o quizás el vaporoso azul. Hoy necesito seguridad. Mucho me temo que esta noche habré de enfrentarme a las burlas de Roberto, y quizás de Robert. Casi puedo ver la compasión en la mirada de Pascual y tía Francesca. ¿Dos bandos? Claro que hay un tercer equipo, y son la pareja formada por Alejandro y su novia.
Un vaquero con una blusa estampada en tonos amarillos y naranjas es la indumentaria elegida. A pesar de que no soy una mujer alta, no suelo usar tacón, pero hoy termino calzando uno que me hace elevarme a las alturas cinco centímetros, argollas plateadas en mis orejas y muñeca, rímel en mis pestañas, fresas en mis labios, y un toque de jazmín y la llave de mi legado en mi cuello.
Esta no soy yo, pienso cuando me miro al espejo descubriendo unos ojos familiares, pero extraños, ribeteados de máscara de pestañas, o quizás, solo cansados por el largo día acontecido. Yo soy la de cara lavada y ropa deportiva, pero hoy necesito ayuda allí dentro. Antes de irme, decido recoger mi cabello. Lo sujeto con firmeza, pero sin apretarlo, en una coleta alta. Refresca por las noches y tomo la chaqueta azul. Estoy lista para que me ataquen, observen, analicen y juzguen.
Nada más entrar en el patio de las columnas, veo a Pascual, que está saludando a Alejandro y a una joven que parece salida de una pasarela. Tiene el cabello corto y rizado, del color de las espigas de maíz doradas bajo el sol. Pero lo que me llama la atención de ella al instante, no es que pueda asistir a cualquier concurso de belleza, sino más bien la calidez que desprende. En el instante en que Pascual me ve, se disculpa y viene hacia mí con ambas manos abiertas.
—¿Cómo estás?
—Perfecta.
Alejandro me observa y me hace sentir algo cohibida. Él también viste vaqueros, pero lleva una camisa en color azul, que hace que su cabello negro, y sus ojos grises, resalten sobremanera.
—Encantada —se presenta la propia Leonor.
—Igualmente —le respondo con amabilidad.
—Hola Anabel —saluda Alejandro con su timbre de voz grave.
Leonor me ha sonreído de una forma natural, y algo en sus ojos, en el movimiento de su cuerpo, en la forma suave de hablar cuando se dirige a Pascual, me hacen pensar que es una mujer muy agradable. Alejandro es un hombre con suerte sin lugar a dudas.
De pronto me siento triste. Como una especie de nudo en la garganta. Vuelvo a sentirme sola cuando estoy rodeada de personas. Pero Pascual me pasa la mano por el hombro y me invita a pasar. Supongo que salir corriendo, y más con estos zapatos, no es la mejor de las ideas. Además, ¿ir adónde? A una casa que parece empecinada en recordarme el pasado…
Nos vamos saludando y me siento algo incómoda cuando Roberto me mira de una forma poco apropiada para mi parecer. Tía Francesca finge no haber visto nada, pero me parece ver algo tenso a Pascual. Simplemente, yo decido ignorarlo. Nos sentamos todos. Esta vez, yo estoy entre Leonor y tía Francesca. Pascual y Alejandro están sentados justo frente a nosotras. Roberto está sentado junto a mi tía, y Robert, junto a Pascual.
—Y bien Anabel, ya me han dicho los chicos que ves espejismos en el jardín.
Mi copa se detiene a medio camino. Una vez pensé que Robert era un búho. Ahora estoy segura de que el padre es una culebra venenosa.
—No ha sido exactamente así —me defiende, o eso creo, Pascual.
—El cansancio puede ser muy traicionero. De todas formas, ya que tan amablemente has sacado el tema, por cierto, ante Alejandro y Leonor, aprovecho para disculparme por haberos preocupado tanto, que hayáis hecho venir al pobre Alejandro un sábado por la noche para que diagnostique mi locura —alego yo.
De inmediato noto mi cara roja como el vestido que lleva Leonor, pero no he podido evitarlo. Qué vergüenza. Me parece oír una risita, creo que proviene de Francesca. Lo cierto es que siento unos ojos grises clavados en mí y no me atrevo a levantar la cabeza y comprobar por mí misma el desastroso resultado de mi discurso improvisado.
—Tranquila Anabel. Yo he sido invitado como amigo de la familia. En caso contrario, habría traído un maletín en lugar de venir tan bien acompañado. De cualquier manera, ¿qué ha pasado con exactitud? —pregunta con tranquilidad Alejandro.
—Lo de la compañía te lo agradecemos —añade Roberto, comiéndose literalmente con los ojos a Leonor. Me avergüenzo pensando en mi tía. No lo merece. Su voz es algo pastosa. ¿Cuántas copas habrá tomado antes de la cena?
—Anoche estaba cansada. Llevaba dos noches sin dormir, y es posible que me durmiese en el sofá. Lo cierto es que juraría que el jardín había agrandado. Así que estoy loca —añado con sarcasmo y dolor.
—Tampoco es para tanto. Anabel no está loca —añade Robert— y lo único que dijimos era que estabas confusa, y que lo que te pareció ver ayer, no estaba. Sin más.
¿Robert me está defendiendo ante su padre? Esto cada vez es más confuso.
—Es más, yo creo que podríamos colaborar un poco y ayudar en las tareas que Anabel quiere hacer. Si quieres, puedo llevarte a una floristería nueva que han abierto en el pueblo —continúa Robert ante la desagradable e inquietante mirada de su padre.
—Gracias.
Le doy las gracias de una forma tan sincera, que hasta Alejandro levanta la mirada y fija sus ojos en mí, de tal forma, que no logro desviar la vista. ¡Por Dios! Esos ojos…
Por suerte, Adela entra a excusarse. Ya se va a la cama. Y entra con esa elegancia, y esa simpatía suya tan especial, que termina rompiendo el hechizo. Le debo una. Pero ahora me siento mal, todos están extrañamente silenciosos y me siento responsable en cierta forma. Aunque el responsable sea el imbécil de Roberto y sus comentarios inapropiados. Levanto la vista y veo a Leonor y Alejandro cuchicheando algo, y de pronto, ambos me miran, y Alejandro vuelve a mirarme como si estuviese analizando una herida profunda. Mis nervios ya han tenido hoy su dosis más que excesiva de todo.
—Y dime Alejandro. Ya que estás aquí, por curiosidad. ¿Cómo se puede medir la locura? ¿Hay un aparatito para eso? —contraataco yo.
—Creo que no…
Alejandro sonríe de pronto, con una sonrisa que no puede ser normal. Sus ojos parecen aclararse como el firmamento tras la lluvia cuando sonríe. No, por favor, no. Esta sensación no. Ya soy una mujer adulta, por favor, no.
—Pero sería muy útil, desde luego. Lo cierto es que vengo a cenar algún que otro sábado por la noche. Tal vez alguien debió contarte eso, Anabel.
Miro a mi tía y veo que enrojece hasta la raíz del pelo, aunque no tanto como yo. ¿Me ha engañado a propósito para hacerme quedar mal? ¿Otra vez? Pero ella se disculpa con la mirada. Una disculpa sincera.
—Mis disculpas. Tal vez yo haya tenido algo que ver con esta confusión —aclara Pascual y noto el alivio instantáneo de mi tía. ¡Por fin la caballería!— yo le dije a mi madre que quería que Alejandro visitase profesionalmente a Anabel. La noto pálida y sé que se encuentra mal. Lo siento prima, eres demasiado lista. Es cierto que Alejandro viene de vez en cuando, pero hoy está aquí porque yo se lo pedí expresamente. Por ti.
—Gracias por preguntarme primero. Ha sido todo un detalle. Y precisamente tú —me temo que esta vez sí se nota pena en mi voz.
—No te preocupes Anabel. Vengo a disfrutar de vuestra compañía y cenar. Si tú quieres, repito, solo si tú quieres, puedes venir al consultorio y te haré una analítica, tal vez puedas tener algo de anemia. Te aviso con antelación que la locura no sale en un análisis de sangre —curiosamente en su voz no hay un solo atisbo de ironía.
—Gracias. No me gustan las agujas, y comento, de paso, estoy perfectamente, y desde luego bastante cuerda.
Lo siento, me dice Pascual con los labios, sin que el sonido llegue a su boca, aunque sí a sus ojos. Pero el daño ya está hecho. Me siento traicionada en cierta forma.
—Bueno —comenta Robert cambiando de tema y dirigiéndose a Leonor— y… ¿a qué te dedicas?
—También soy doctora en el mismo consultorio de Alejandro.
—Interesante. ¿De cabecera? —insiste Robert.
—Soy psiquiatra —nos revela mirándome de reojo.
De veras que no sé si reír, o llorar. En estos momentos una gran bomba ha caído en el salón, justo sobre mí. Aunque mi parte diabólica cree que también ha salpicado algo a los demás, sobre todo a Pascual que se lleva una mano a la frente, mientras tía Francesca me mira algo asustada, y Alejandro nos deja sorprendidos a todos riendo de pronto a carcajadas.
Todos le miramos tremendamente serios, y él continúa riendo.
—Venga chicos —nos dice a Pascual y a mí— ¡tiene su gracia! Y luego, me guiña un ojo.
Pues sí. La tiene. No sé si será el intenso día, los nervios, las meteduras de pata, la intensidad de todo lo que está ocurriendo, el vino, o el influjo de tener tan cerca a este Alejandro maduro, tan diferente al joven en muchas cosas, pero con la misma picardía que cuando era un adolescente. ¡Qué diablos!
Estoy furiosa. Con todos. Pero al final, yo también me río. Y cuando nos damos cuenta, estamos todos riéndonos, incluida Leonor, e incluso Roberto. Adela asoma su tiesa cabeza inquisidora, esta vez preocupada, y nos reímos aún más. Al parecer, la hemos despertado. Río hasta que tengo que llevarme las manos a la barriga de tanto reír, y de pronto, recuerdo a mi padre, y me siento tremendamente mal. Cuando miro al frente, Alejandro me observa y me hace un gesto.
“Todo está bien“
¿Quién iba a decirlo? Al final, me he relajado un poco. Ya fuera, con el cielo por montera, y bastante más relajados, nos vamos despidiendo. Pascual, Robert y yo vamos a acompañar a Alejandro y Leonor a la salida. El olor de la dama de noche impregna mis sentidos y hace que me detenga un segundo para aspirar el aroma con fuerza. Pascual se detiene un segundo también. Los demás no se han dado cuenta de nuestro retraso.
—Anabel, en serio, lo siento. Lo de invitar a Leonor ha sido por cortesía, como amiga mía, no como psiquiatra. Te lo prometo. No haría algo así. Ya te comenté el problema que yo tuve, nunca juego con esas cosas. Por favor, necesito que me creas, y no escuches a Roberto, a veces puede ser… exasperante.
—Te creo.
Robert se ha dado cuenta de que nos hemos parado y ellos se detienen también. Leonor ha debido escuchar algo, porque cuando nos acercamos, ella también se explica.
—Te prometo que no he sido invitada como psiquiatra, al menos, que yo sepa —se burla Leonor—. Soy una profesional Anabel. No me gusta tender trampas a nadie.
—Y yo reconozco que tal vez me haya mostrado quisquillosa en exceso, pero es que, por favor, entendedme a mí también. De todas formas, se me ha quedado mal sabor de boca, y os pido disculpas. Aceptadlas viniendo a cenar a mi casita azul, como yo la llamo, el próximo sábado por la noche. ¿Os apetece?
—Por mí encantada —contesta Leonor con una sincera sonrisa.
—¿El Bicho también está invitado? —pregunta Alejandro.
—¿Quién? —se extraña Leonor.
—Es una broma entre Alejandro y yo, no le escuches —le contesto yo con un reto en la mirada, que él sostiene con cierta burla.
—¿Yo también estoy invitado? —pregunta Robert.
—Por supuesto.
—Por cierto Anabel —añade de nuevo—, para firmar la paz contigo, no hemos tenido muy buen comienzo y esta mañana me porté como un energúmeno. Te he traído la tarjeta de la floristería que te comenté antes. Si quieres, conozco a la dependienta, puedo acompañarte un día.
De su bolsillo saca una tarjeta y me la entrega. No es posible. Una tarjeta sepia, con rosas blancas estampadas. Es idéntica a la que había en la parte posterior del cuadro encontrado. Siento que me estoy mareando un poco, porque de repente, no escucho lo que están diciendo…
—Anabel, Anabel… ¿te encuentras bien? —me pregunta Alejandro.
—Eh, sí, sí. Uf, ha sido hoy un día largo.
Me temo que no me cree, porque fija en mí su mirada de una manera muy peculiar. Mientras Robert y Leonor siguen hablando como si nada, Pascual y Alejandro están atentos a mí.
—De veras, estoy bien.
—¿Seguro? Mi madre me dijo que hoy sangraste por la nariz —deja caer Pascual.
¡Bocazas!
—No es nada, en serio, chicos.
—Anabel… —comienza Alejandro de nuevo.
—No es nada. De verdad —le interrumpo yo.
Y él me mira como dejando claro que el tema no ha terminado. Pero sí, sí ha terminado. Yo solo necesito entrar en casa.
—Bien, buenas noches entonces —se despide Leonor, y a continuación le sigue Alejandro.
Y yo, al fin, entro en la intimidad de mi casita azul. Cierro bien la puerta, arrojo los tacones a un lado, y descalza, sintiendo la frescura del suelo en la planta de mis pies, agarrándome como puedo a lo real, a lo tangible, me dirijo al dormitorio. Acciono el clic que abre el doble fondo del armario y saco el cuadro. Sujeta al borde, está la tarjeta, que saco con manos temblorosas de su pequeño sobre.
Tras eso, me siento directamente en el suelo y empiezo a tener frío. Es como si la habitación hubiese descendido varios grados de temperatura. Ambas tarjetas son idénticas.
* * *
“Voy corriendo por el jardín. Llevo mucha prisa, estoy acelerada y busco algo, pero no sé qué es. Mi pie se enreda con algo, parece una raíz levantada. Caigo al suelo y me apoyo con las dos palmas de las manos. Y entonces noto humedad. Frío. Me siento en el suelo, estoy tiritando y me he hecho daño en el pie. Levanto mis manos, porque además de mojadas y frías, están pegajosas y observo que están llenas de pintura. Me miro mi bonito vestido blanco y veo en él manchas de colores, verdes, azules, rojas, rosas, violetas, amarillas, naranjas, blancas, negras… ¿Falta algún color? ¿Qué ocurre? Claro. Estoy dentro del cuadro.
Ahora estoy junto a la fuente que tiene la escultura que se asemeja a mi madre. Definitivamente, es ella. Observo como toma vida y comienza a moverse. Sus manos se ponen en movimiento, su cabeza me mira directamente a mí y me sonríe. Luego, sin previo aviso, noto como de su blanco rostro empieza a caer una gota de color verde, otra azul… mi madre está llorando. Siento su angustia. No sé qué le pasa, pero no quiero que llore. La llamo…
—Mamá, mamá…
—Anabel. Tienes que escucharme…
—Esto es un sueño ¿verdad?
—A veces, el mundo de los sueños, el de los vivos y el de los muertos están muy cerca.
—¿Qué quieres mamá? ¿De qué ha llegado la hora? ¿Estoy perdiendo la razón?
—Anabel, escúchame bien y recuerda. Tienes que ser fuerte. Estás en peligro. Debes estar atenta a las señales y tener mucho cuidado con el blanco que puede ahogarte…”
Un sueño. Otro más que me deja exhausta y aturdida, empapada en sudor, pensativa y temblorosa. Aún es de noche. Me ha despertado el frío intenso que hace en la habitación. Enciendo la luz de la lamparita que hay al lado de la cama, y veo asombrada, que he dejado la ventana abierta. Juraría que la cerré antes de acostarme, pero es evidente que me he equivocado. Me levanto a cerrarla, y de pronto, me parece distinguir una figura fuera, algo que se mueve, que no puedo distinguir bien, pero que me ha parecido una forma blanca. Recuerdo el sueño y… estoy aterrada.
—Mamá, tengo miedo. Ayúdame por favor. Necesito descansar para poder pensar —lo digo en voz alta, como si así ella pudiese escucharme mejor.
—Me acurruco bajo las sábanas como cuando era pequeña, y contra todo pronóstico, el cansancio me vence y consigo dormir, sin más sueños inquietantes.
Con el nuevo día, la imagen del espejo me muestra a una mujer agotada, con ojeras y deseos de volver a dormir. Pero no. He de seguir con la tarea, también tengo que llamar a Sevilla y confirmar el día que reanudo mi trabajo. Uf, y Andrés, he de llamarle a él también. Quiero saber quién es el propietario de la finca de al lado, y necesito mi coche, que está siendo puesto a punto. Y la floristería…
Arrastro mi cuerpo a la ducha, y ataviada con ropa y calzado deportivos, salgo al exterior. Todas mis tareas pueden esperar un poco, necesito hacer algo de ejercicio, pasear al aire libre, sentirme otra vez yo. Al salir, me veo reflejada en el cristal de la puerta y pienso: aquí estoy. Mi rostro está tan pálido, que pienso, que tal vez tenga que tener cuidado conmigo misma, no vaya a ser que desaparezca…
No estoy sola en el cristal. Pedro me observa fijamente desde el otro lado del patio. Levanto una mano y le saludo al girarme. No responde, y encima, tengo la sensación de que me sigue con la mirada. De veras que necesito tomar el aire. Empiezo a caminar, a escuchar el trino de los pájaros y el silencio del campo, a sentir que el aire puede entrar y salir de mi cuerpo, que estoy aquí, que tengo mucho en lo que pensar, pero no ahora. Ahora no, por favor. Dejar la mente en blanco, disfrutar de la naturaleza. El aquí y el ahora.
La finca cada vez se ve más pequeña, hasta que llega a ser un dibujo contra el horizonte. Pero el silencio mágico y terapéutico es roto por el sonido de unos cascos de caballo, que veo acercarse de forma vertiginosa, hasta que el jinete detiene a su montura y me mira sorprendido.
—No creo que sea buena idea que camines sola por aquí a estas horas.
—Buenos días a ti también, Alejandro. Es un placer comenzar el día con alguien que gruñe. Es precioso. El caballo, me refiero…
—Pues me da la sensación de que tampoco tú los empiezas bien. Estás bastante cerca de una dehesa de toros bravos. ¿Qué tal se te da correr? No serías la primera. Ya hemos tenido antes polémica con el propietario.
—¿Correr? ¿De veras hay toros bravos?
—Puedo asegurarte que así es.
Otra cosita más a tener en cuenta…
De reojo no puedo evitar observarle. Pantalones de montar negros, bastante ceñidos, por cierto, y una camisa blanca. Pelo alborotado por el viento… Parece un héroe sacado de una novela romántica. Para colmo cumple todos los tópicos, incluido el venir montado a caballo. Eso sí, no es un caballo blanco, sino negro. Sonrío en mi interior, pues por un momento me pongo a pensar si esto es real o tal vez otro de mis vívidos sueños. Pero no, esto es real. Ya lo creo, puedo oler su fragancia y si acerco un poquito la mano hasta él, también podría tocarle. Tan magnífico en su montura.
—Anabel, ¿te encuentras bien?
—Uf, parece que esa es tu frase favorita, ¿tan mal aspecto tengo?
De forma simultánea siento la humedad cayendo de mi nariz. Qué vergüenza. Creo que ni siquiera traigo pañuelos. ¿Cómo se puede estar ante tu ídolo adolescente y moquear sin más? ¡Tierra, trágame! Intento aparentar normalidad, que absurdo.
—Sí, creo que me estoy resfriando.
—¿Crees? Estás sangrando por la nariz.
Así es. Acabo de llevarme en un gesto inconsciente la mano hacia mi rostro y ya he visto la sangre. Antes de darme tiempo a reaccionar, Alejandro se baja del caballo y me ofrece un pañuelo.
—Toma. Presiona con el pañuelo. Así…
—¿No es mejor que eche la cabeza para atrás?
—Chsssss. Calla un momento. Por una vez, obedece, en lugar de dar órdenes. Y no. Eso es lo que se hacía antes, pero la sangre se te puede ir a la boca. Lo mejor es presionar, pero deja la cabeza en la posición normal. Ayer también sangraste ¿verdad? ¿Te duele la cabeza?
—No.
—Estás pálida.
—No duermo bien.
—¿Por qué?
“Porque mi madre muerta me visita algunas noches con no sé qué cuento de sueños incumplidos. Básicamente”
—No lo sé.
—No quiero parecer entrometido, pero qué trabajo te cuesta pasarte por el consultorio y hacerte una analítica de sangre.
—Me dan miedo las agujas.
—Eres una mujer adulta. Creo.
—¿Y qué? No me gustan las agujas.
—No te vas a enterar. Te espero mañana a las 8 en ayunas. Como no aparezcas, y te aseguro que me enteraré si no lo haces, iré a la finca acompañado por el peor ATS que tenemos. Sospechamos que en otra vida fue carnicero.
Señor, está decidido… uf.
—No tengo coche. Mañana soluciono eso. ¿Puedo ir el martes?
—¿Prometido?
—Qué remedio. Creo que ya puedo dejar de presionar. No ha sido para tanto. Es la forma más diplomática de decirle que estoy demasiado cerca de él y me siento cohibida. Huele a campo, a trigo silvestre, y a otoño que comienza.
—Sí. Ya puedes.
A pesar de mi insistencia, me acompaña a casa. Quiere que me monte en el caballo con él, ni de coña hago yo eso. Eso me hace falta, abrazarme a su cuerpo. No. Así que mientras regresamos a la casa, ambos a pie, pues él se ha bajado del caballo, recuerdo lo grosera que fui anoche, y que quizás sea mejor izar la bandera de la paz.
—Gracias. ¿Desayunas conmigo? —Siento que me pongo roja como la grana.
—Después de salvarte la vida, lo veo justo. ¡Buenos días Germán!
—¡Hola Alejandro!
—¿Y Alba? —le pregunta a su padre.
—Bien. Muchas gracias.
—¿Le ocurre algo a la pequeña?
—Entre tú y yo, sangra mucho por la nariz. No hablo de mis pacientes, nunca, pero en este caso, quizás sea conveniente.
Menuda coincidencia. ¿Desde cuándo le ocurrirá?
—No quiero ser cotilla, pero ¿desde cuándo? ¿Es serio?
—No puedo contestarte mucho a eso. Ya sabes, el secreto profesional. Debes preguntar a sus padres. En cuanto a si es serio, o no, pronto lo sabremos. Precisamente el miércoles viene a hacerse una analítica. Será cosa del destino ese en que creen algunas personas. Podrías aprovechar y venir con ella. Será más llevadero para las dos. A las dos os desagradan las agujas.
Mientras me lo dice, me mira un poco de soslayo.
—¡¿Qué?! —le pregunto.
—No me había fijado hasta ahora lo mucho que os parecéis Alba y tú. No solo físicamente, que sois como dos gotas de agua. No es por nada Anabel, pero parece más hija tuya que de Lucía o Germán. También coincidís en esto de sangrar por la nariz, en el miedo a las agujas, y hasta diría que en la cabezonería.