Kitabı oku: «Estatuas de sal», sayfa 5
La pequeña Alba nos dedica la sonrisa más hermosa del mundo, radiante. No me ha molestado, en absoluto, pero cuando me ha dicho lo de los hoyuelos, un cosquilleo me ha recorrido el cuerpo y he notado una sensación similar a cuando alguien te da un pequeño soplido en la nuca.
—¿Ves mamá? ¡Te lo dije! Ella es un ángel aunque todavía no tenga alas.
—¡Pues sí que te han calado pronto, primita! —se burla Pascual que en ese momento entra en la cocina—. ¿Por qué no has venido a desayunar con nosotros?
—Ah, buenos días Pascual. Tenía muchas ganas de desayunar con Lola.
Sin previo aviso la pequeña se abraza a mi cuello y me da un beso en la mejilla. Echa mi pelo para el lado, y me susurra al oído…
—Mi mamá no quiere que te lo diga, pero el ángel me dijo que todo iba a salir bien. —Y acto seguido se gira, coge su cuaderno, le da un beso a su madre, otro a Lola y sale brincando para el patio.
—Adoro la energía de los niños —comento un poco para quitar el aturdimiento que siento.
—Bien prima. ¿Vamos a ver ese jardín?
—Claro que sí, ¿y Robert?
—¡Ya estoy aquí! —contesta desde la puerta.
Capítulo 9
Enfilamos el sendero hacia donde está la piscina. Me gusta muchísimo esta zona, porque a un lado de la misma hay varios ficus que proyectan su sombra sobre una parte del agua, mientras que el resto, queda libre para poder disfrutar del sol.
En uno de los bordes, a un metro del agua aproximadamente, se colocaron dos bancos para poder sentarse a disfrutar de la frescura de la noche en verano. Recuerdo, cuando de niña, a veces, sacábamos aquí un pequeño velador y colocábamos pequeños candelabros con velas junto a la piscina.
En invierno es agradable sentarse en este lugar y sentir el sol en la cara, creo que yo pasaría el día entero aquí si me fuese posible.
—Me da la sensación de que no paseáis mucho por aquí ¿me equivoco? —le pregunto viendo el estado de semiabandono en que se encuentra.
—La verdad es que no — me comenta Pascual—, al menos yo no tengo demasiado tiempo.
—Tu madre si viene de vez en cuando. Creo que alguno de sus guiones han nacido aquí —nos dice Robert, señalando los bancos de la piscina.
El gran ventanal que mis padres colocaron en la habitación donde mi madre y yo pintábamos, se divisa a la perfección. Tomo nota mental de colocar un velador cercano a la fuente. Debe ser un gusto sentarse a disfrutar de un buen libro, aprovechando la sombra de los ficus.
También tomo nota de colocar unas cortinas sobre los visillos de mis ventanas. Imagino que en la oscuridad de la noche, cuando las luces de mi casa estén encendidas, se podrá ver todo desde fuera. No tengo nada que ocultar, pero tampoco tengo afán de exhibicionismo.
—Y bien prima —me pregunta Pascual— ¿vas a regresar a Madrid?
—Por ahora no. Terminé mi trabajo allí el día antes de… venirme. No había dicho nada porque quería dar una sorpresa a papá. La verdad es que estaba preparando todo para regresar. Me han ofrecido un trabajo aquí, en Sevilla.
—¡Eso es fantástico! Me alegro mucho por ti, en serio. ¿Cuándo empezarías?
—Debido a todo lo que ha ocurrido, voy a coger ahora el mes de vacaciones que no disfruté durante el verano. Desde que me marché no he descansado más que una semana el pasado verano, y otra en las Navidades pasadas.
—Creo que te vendrá bien descansar. Todo esto ha debido ser mucho para ti, ya no solo la muerte de tu padre, también el volver aquí, debes estar algo aturdida —comenta Pascual.
—Además, no debe ser agradable vivir sola, y más, estar lejos de tu casa —añade Robert.
—Bueno, no vivía sola. Me acompañaba Irene, una buena amiga.
—Mejor. No hace mucho leí en un periódico algo relacionado con la desaparición de una chica. Por lo visto puede haber más casos, y no es por nada Anabel, pero físicamente se parecía bastante a ti. Recuerdo que a Francesca casi le da un colapso al ver la fotografía —me explica Robert.
—Sí, bueno, algo de eso he escuchado. Lo cierto es que no me preocupa demasiado. Irene puede resultar un guardaespaldas fantástico —bromeo.
Dejamos la capilla a un lado y por fin veo los cipreses. Yo les llamo cipreses guardianes, porque cuando era pequeña, veía como se recortaban sus figuras estilizadas contra el cielo, y se me asemejaba en la imaginación, a la guardia de la escolta real británica, tan erguidos y majestuosos.
No están justo al lado de la capilla, porque mi padre decía que le daba un aspecto de cementerio, así que ahí decidió plantar mejor una serie de naranjos, y algunos olivos, que dejamos en recuerdo de los que originariamente existían en la finca. Los guardianes, se dispusieron delimitando el fin de la parcela, junto al muro de piedra que la rodea.
—Anabel… —me advierte Pascual.
Me acerco a los cipreses e intento pasar a través de ellos, justo tras los setos y las hojas colgantes de las buganvillas, como hice ayer por la tarde. Pero me topo con el muro de piedra, fiero e inamovible, callado, traidor. Las hojas de hiedra están enredadas, cubriendo la piedra gris de forma absoluta, dejando tan solo, entrever de tramo en tramo el color anaranjado, fucsia, y violeta de las buganvillas.
—Os aseguro que yo pasé por aquí. No estoy loca, por favor, debéis creerme.
Como si en ello me fuese la vida, empiezo a buscar en el muro algún tipo de resquicio, un borde, una puerta, un saliente, algo que pueda estar de momento oculto por la hiedra. No encuentro nada, y cuando observo la expresión de ellos, siento un desangelo enorme.
—He debido confundirme… pero… los cipreses…
—Anabel, escúchame. No se ha hecho ninguna reforma desde la que realizó tu padre. Estás muy cansada. Psicológicamente debes estar agotada…
Siento vértigo. Profundo y absoluto, como si alguien estuviese zarandeando todo, incluyéndome a mí.
—Pascual, te aseguro que aquí había una fuente coronada por la estatua de un ángel, incluso tuve la sensación de que estaba inacabada. Me llamó mucho la atención porque me recordaba mucho a…
—¿A…?
—Esto va a sonar fatal. Lo sé. Pero la escultura se parecía muchísimo a mi madre. También había un porche cubierto con hojas de parra y una extensa galería dando sombra al lugar, era como un mirador. ¡No puede haber desaparecido todo así como así!
—Anabel —esta vez fue Robert quien me interrumpió— aquí, repito, aquí termina el jardín. Tú misma estás comprobando que aquí está el muro que lo delimita con el exterior. No hay más. Yo pensé que tal vez habías entrado en la casa de al lado… pero no desde aquí.
—No. Os puedo asegurar que pasé tras los cipreses —les digo de nuevo intentando encontrar algo y pinchándome con una de las agujas de la buganvilla, un pequeño dolor agudo incomparable al gran dolor sordo que siento ahora en mi alma.
Un sudor frío se va extendiendo por mi cuerpo. En efecto, no hay más. ¿Se puede llegar a tal punto de desesperación? ¿Lo imaginé todo?
—¿Anabel? —Pascual me mira preocupado. Robert, como si me hubiese salido una segunda cabeza de la nada.
—No lo entiendo —es lo único que soy capaz de articular.
—Llevas unos días muy intensos. Debes estar agotada. Quizás te sentaste un momento a descansar y te quedaste dormida. A veces los sueños pueden ser cruelmente reales —intenta tranquilizarme Pascual.
Escucho un ruido y me giro sobresaltada. No quiero llorar, pero siento que se me está formando un nudo en la garganta. Germán se acerca portando una manguera de riego. En un gesto involuntario llevo la mano a la boca de mi estómago, intentando aplacar la náusea que me amenaza.
—¿Pasa algo? Está usted muy pálida —me pregunta Germán.
—Está confundida —le responde Robert.
—No entiendo —aclara Germán.
—Ayer salí a pasear por el jardín y justo aquí, tras los cipreses, y a través de un hueco, había una galería de rosales, una fuente… —No reconozco mi propia voz intentando no delatar mi estado.
—Créame señorita. Llevo varios años trabajando para la familia. Jamás ha existido un hueco ahí, se lo aseguro. Y en cuanto a lo que comenta, necesitaría mucho espacio. Es imposible. Y bueno, perdón por la intromisión, pero justo al otro lado del muro hay una edificación, puede comprobarlo si quiere en el registro catastral. Lo sé porque hace poco solicitamos un plano para tramitar una documentación, y por error, nos facilitaron el de la finca contigua. Quizás la señora Francesca tenga una copia guardada.
Deben pensar que estoy loca. Quién sabe, tal vez lleven razón. ¿Cómo puede haber desaparecido todo? ¿Estoy más cansada de lo que pensaba y comienzo a ver alucinaciones?
—No sé qué decir, salvo pediros disculpas.
—Anabel… —Pascual me observa con preocupación. Robert, sin embargo, me mira con auténtico sarcasmo.
—Siento haberos hecho perder el tiempo. Necesito un momento a solas…
¿Qué ha pasado? Cuando entro en la intimidad de la casita azul, me falta el aire. Ahora sí que pensarán que he perdido la cordura.
Unos golpes en el cristal de la terraza casi me hacen gritar. Pascual está al otro lado, visiblemente preocupado.
—Anabel…
—Tranquilo Pascual. Ha debido ser el estrés. No lo sé. Te prometo que para mí fue muy real.
—¿Puedo pasar? ¿Puedo comentarte algo?
—Por favor, pasa.
Pascual entra y ve el polvo acumulado y las sábanas dispuestas aún sobre algunos muebles.
—Pueden venir a limpiar si quieres… Lucía puede ayudarte…
—Prefiero hacerlo yo. Mientras limpio y reorganizo esto no estaré por ahí viendo alucinaciones.
Cuando me doy cuenta ya no puedo detener las lágrimas.
—Lo siento.
—No pasa nada, tranquila. Ven aquí.
Me abraza y siento que en su abrazo hay una promesa de que todo pasará. Recuerdo cuando era pequeña. Siempre que había algún problema, el primo Pascual estaba dispuesto para mí. Sus ojos verde oliva, idénticos a los de mi madre, hacen que algo de paz se instale en mi corazón. Pero aun así, la angustia no termina de marcharse.
—Verás primilla, te contaré algo muy personal. Cuando murió tu madre, me sentí roto. Cuando murió mi padre, quise mandar todo a la mierda. Todo. Incluida mi propia vida. Por eso me ingresaron…
—Dios mío Pascual, yo no sabía…
Él me mira y me sonríe.
—Es parte del pasado, y en cierta forma, del hombre que soy hoy en día. Pero lo cierto es que voy a contarte algo que quizás haga que me veas de otra forma.
Ambos nos sentamos sobre el sofá de tres plazas, y él me sostiene las manos.
—Cuando me recuperé y decidí coger las riendas de mi vida, me dieron el alta del hospital. Me gustaba sentarme en los bancos que hay junto a la piscina, frente a este salón y a su sala de pintar —me dice con añoranza en los ojos—. Una de esas noches, ahí sentado, me pareció ver que algo se movía aquí dentro. Me asusté muchísimo y entré. No había nadie, como podrás imaginar. Sin embargo, al salir, cerré la puerta de la terraza desde fuera. Y entonces… la vi. Allí, tras de mí, justo al lado de la fuente.
Ay madre.
—Pascual…
—Te prometo que la vi, aunque imagino que no era real, solo mi imaginación que me hizo sentir como si ella estuviese allí, a mí lado. Durante un instante me quedé petrificado, sin más, hipnotizado por el movimiento de su cabello con la brisa nocturna, y por la extrema palidez de su bello rostro. Pero entonces, ella sonrió, y luego, desapareció, sin más. Jamás supe si realmente ella estaba allí, o solo lo imaginé, pero en cualquier caso, para mí fue real. Te lo juro. Para mí lo fue.
—¿Volvió a ocurrirte? Lo de verla, me refiero.
—No. Pero jamás olvidaré la sensación que me recorrió cuando la vi. Primero fue un pánico intenso, pero después… un alivio inmediato. Para mí, fue como saber que ella seguía siendo ella.
Jamás esperé una revelación de este tipo. ¿Qué decir? Nada, las palabras ahora no son necesarias, los gestos sí. Ahora soy yo la que lo abrazo con fuerza y una gratitud inmensa.
—Gracias primo. Gracias de corazón.
—Si necesitas algo, sabes donde encontrarme.
* * *
Pascual ya se ha marchado, y yo…
Ha llegado el momento de organizarme. De volver a sentirme en casa. Despacio, comienzo a levantar las sábanas que aún quedan sobre los muebles, y abro de par en par todas las ventanas. Voy a la cocina, tomo nota de todo lo que necesito comprar, y vuelvo a revivir sin pretenderlo, momentos del pasado. La cocina era un punto de encuentro constante. Aún puedo ver la pequeña pizarra donde ella anotó por última vez que hacían falta patatas y leche.
No. No puedo volver a caer en la melancolía. Pediré a Lola lo que necesite en este instante y mañana iré al pueblo. Cocinar es una terapia para mí desde que era casi una niña. Empecé a hacerlo para que papá se animase, y al final, descubrí que era divertido.
Pero antes de eso, hay que limpiar. Los productos de limpieza que encuentro son escasos, pero suficientes. También puedo pedir a Lola suministro de detergente y lejía.
¿Por dónde empezar? Lo lógico sería comenzar por el dormitorio, pero ese espacio sí estaba limpio cuando yo llegué ayer, así como el baño. Así que voy a empezar por el lugar que más recuerdos me va a producir, pero también, más paz. El estudio de pintura.
La luz ya entra con fuerza a través de los finos visillos e incide directamente sobre el caballete vacío. Trago saliva con fuerza, intentando sofocar esta congoja. En una esquina de la habitación hay dos mesas, una grande y otra pequeñita al lado. Las dos están repletas de botes de cristal con pinceles dentro. Todo eso habrá que tirarlo y comprar pinceles nuevos. Por ahora, me arreglaré con un estuche sin estrenar que tiene que estar guardado en mi habitación, si mamá lo guardó donde guardaba todo lo nuevo… Si Alba decide acompañarme a pintar, se lo regalaré a ella.
Ver las dos mesas juntas, los dos caballetes juntos, es duro. Pero ahora no es momento para esto. Tomo una bolsa grande de basura y empiezo a echar en ella todo lo que pienso que no es necesario. Me lleva un buen rato. En otra esquina de la habitación descansan ocho o nueve lienzos terminados. Buscaré un lugar donde colocarlos. Eso me hace sonreír.
Mi corazón se detiene un momento al ver un pequeño cofre de madera, lleno de polvo debajo del primer lienzo que retiro. Lo tomo con temblor en las manos, soplo sobre él alejando algo el polvo que lo envuelve, y con nerviosismo, tomo la llave de mi cuello e intento abrirlo. Nada. Ni siquiera la abertura tiene la misma forma.
—Seguiré buscando —murmuro a la habitación mientras coloco el pequeño cofre a un lado, no sin antes zarandearlo, comprobando un ruido familiar. ¡Mis canicas de la suerte! ¿Cómo pude haber olvidado eso? Corro a la que era mi habitación de niña y en el primer cajón de la mesita de noche está la llave redondeada que lo abre. Emocionada, levanto la tapa y veo la cantidad de pequeñas esferas de vidrio transparente con esas hojitas de plástico de color en su interior. Un tesoro al fin y al cabo.
Pero ahora, hay que continuar con el resto de cosas. Y con los lienzos restantes…
El bodegón de la vieja cocina, unos niños jugando… ¡Isabela! Hay un hermoso retrato de Isabela. A Francesca le va a encantar. Todos con su toque, todos con su Ana Lagos en la esquina inferior derecha. Esa forma suya de firmar, colocando Ana en una línea superior y el Lagos en la inferior, de tal forma que la letra “L” cruzaba el Ana de arriba y la “a” final del nombre se reutilizaba como la primera “a” del apellido. En cursiva, con su gracia y, esa “s” que alargaba en su extremo inferior para que rodease el nombre.
Cuando firmaba sus cuadros, era su forma de decir, ya los terminé. Y cuando dibujaba su firma, y extendía la letra “s” en torno a él, se me asemejaba a esa bailarina de ballet clásico, elegante y sofisticada, que se coloca sobre la puntera y eleva todo su cuerpo con gracia, levantando una mano y acariciando el viento con ella.
—Uf. Sigo echándote de menos mamá. Pero ha llegado el momento de continuar. ¿Qué voy a hacer ahora con los que tengas empezados, sin terminar?
Continúo sacando a la habitación contigua los lienzos que hay colocados en hilera, diseminados por la habitación, creo que en un orden por ella entendido. Los sujeto de dos en dos, algunos en grupos de tres… Tres son muchos, porque se me resbalan entre los dedos, e intento sujetarlos, no quiero que se estropeen. Es una lástima. Algunos están en blanco, no llegó a empezar. Mi madre tenía la particularidad de pintar más de un cuadro a la vez. Lo que jamás hacía, jamás, jamás, era firmar sus obras hasta no quedar satisfechas con ellas. ¡Oh, no! Terminan resbalando y uno de ellos cae al suelo. ¿Es que hoy no va a salirme nada bien?
Lo levanto del suelo. Ha caído bocabajo. Al darle la vuelta siento un picotazo en el pecho. La habitación se vuelve ligeramente borrosa y necesito apoyarme en algo. Termino sentada en el suelo, abrazando mi cuerpo como puedo, con los brazos, las rodillas encogidas, hecha un ovillo e intentando comprender lo que tengo ante mí.
Mi respiración se va normalizando poco a poco, y mi visión también. A gatas me acerco al lienzo en sí y lo apoyo sobre la pared del estudio. Un pequeño sobre se cae al suelo. Vuelvo a retirarme, temblando, y me apoyo de nuevo en la pared, a unos cuatro metros del cuadro. Esto debe ser una broma. La fuente con la escultura del ángel, el estanque de los nenúfares, la galería de hojas de parra. No aparecen, sin embargo, las esculturas grotescas y blanquecinas. Miro la esquina inferior derecha… la firma de mi madre aparece en el lugar correspondiente.
La pintura está seca, tal y como corresponde tras más de una década, sin embargo su olor es… penetrante, como si estuviese recién pintado, o estuviese resurgiendo de un largo letargo. Cosa del todo imposible, ¿verdad? Incluso temo tocarlo, tengo la sensación de que voy a mancharme los dedos con él. Pero ahí está… Ana Lagos.
Un pequeño rectángulo amarillento descansa en el suelo, esperando sin prisas. Con manos temblorosas, lo recojo del suelo. Está cerrado. Con la misma letra legible y reconocible que aparece en el cuadro puedo leer mi nombre escrito en él. “Anabel”. Como ella lo escribía, con esa “l” final danzando, al igual que la “s” de su apellido. Lo palpo con mucho cuidado, tengo miedo de que al tocar el papel se desintegre, al igual que ocurrió con todo lo demás.
Soy consciente de que llevo un rato arrastrándome por el suelo. A pesar del temblor de todo mi cuerpo, me levanto al fin y voy por un cuchillo a la cocina. No quiero rasgar el sobre. Al hacerlo, con sumo cuidado, una pequeña tarjeta sale de su escondrijo misterioso. Unas bonitas rosas blancas son el marco base de la misma, rosas blancas sobre un fondo de color sepia. Con el mismo tipo de letra tan familiar para mí, y justo en el centro de la tarjeta, un mensaje breve, pero conciso.
“Un trocito de mí, para ti. Ha llegado la hora”. Mamá
Capítulo 10
“Un trocito de mí, para ti. Ha llegado la hora. Mamá”.
¿Qué significa esto? ¿Ha llegado la hora de qué? Ella no sabía que iba a morir… ¿verdad?
No puedo pensar con claridad. Paseo de un lado a otro de la habitación como un animalillo asustado, y de tanto en tanto, me paro a mirar el cuadro, como si en una de esas miradas, pudiese por arte de magia transformarlo en un inocente y colorido bodegón. Firmado. Lo ha firmado, pero no está terminado. Estoy segura, está tan… está tan inacabado como la escultura del ángel. Esa que coronaba una fuente inexistente, fruto de mi mente desequilibrada. Pero esa fuente está aquí, en el cuadro. Mi madre la vio… ¡Señor, mi madre la vio!
Respiro con dificultad y siento de nuevo ese picotazo en el pecho, y algo más. Llevo mis dedos a la nariz… estoy sangrando. Hacía años que no sangraba por la nariz, desde que tenía siete u ocho años, creo recordar, y ahora, dos veces en dos días. Voy por un pañuelo y aprieto con fuerza. Y después, vuelvo a sentarme en el suelo, mirando absorta el cuadro como si en él estuviese la clave para que mi vida vuelva a estar de pie.
Me acerco de nuevo, y temblorosa, toco la superficie del cuadro. Esto es de locos, un cuadro que se supone pintado hace once años, y sin embargo, la pintura está fresca. No mancha mis manos, pero se adhiere un poco a mis dedos. Es imposible, totalmente imposible.
Solo tengo una explicación para todo esto. No quiero ni planteármelo, pero es la única opción válida. Alguien, alguien muy cercano, quiere que piense, vea y sienta lo que no es posible. Quizás alguien que desea que piensen que he perdido la cordura, o peor, que quiere hacer que la pierda de verdad. Y está cercano a conseguirlo si sigue así. Pero no le voy a dar ese gusto.
Busco desesperada y encuentro papel de envolver. Antes de cubrirlo, vuelvo a observarlo una vez más. ¿Cómo no lo aprecié antes…? Sí que aparecen las esculturas danzantes, pero son meras manchas blancas difusas sin forma, alojadas en el borde del cuadro. La parte inferior derecha es una masa de color marrón, con una pequeña edificación, también borrosa, que bien podría ser la capilla. Pero también está incompleta…
—¡Vamos Anabel! ¡Piensa! ¡Esto no es real! ¡No puede ser real!
A mi madre le gustaba pintar al óleo. Gracias a esa modalidad podía utilizar, e incluso crear, gran variedad de tonalidades y además le aporta el beneficio de una calidad muy alta de colores. Tiene muchas otras ventajas, como el hecho de que se puede trabajar despacio, se seca lentamente y eso permite hacer degradados, fundidos, sombreados. Una vez que la pintura se seca, el color es vivo y potente porque tiene bases aceitosas.
Pero también tiene un posible inconveniente por así decirlo. Es decir, para poder trabajar con óleo, normalmente, y mi madre lo hacía, se maneja con esencia de trementina, o lo que de forma común se conoce como aguarrás. Esta sustancia es tóxica y sobre todo, tiene un fuerte olor. Vamos, que apesta. Por eso mi madre utilizaba para pintar esta gran habitación, con este cierre que le permite abrirse por completo al exterior, o incluso, a veces, trabajaba directamente en el jardín.
Pero… huele. Huele a reciente.
Recuerdo a mi madre aquí mismo, donde estoy yo ahora, justo aquí…
—Oh, mamá, ¡qué hermoso!
—¿Has visto Anabel? Algún día, tú y yo pintaremos juntas.
—¿De veras?
—¡Por supuesto!
—¿Y podré utilizar tus pinturas?
—Claro que sí. Puedes empezar ahora pintando tu propio cuadro. ¿Qué te gustaría plasmar?
—A ti. A ti y al jardín.
—Estaría bien. ¿A mí en el jardín? O por un lado me quieres pintar a mí y por otro quieres dibujar el jardín —me preguntó mi madre riendo.
—No sé… ¡Te pintaré a ti! ¡Pintaré el jardín! ¡Te pintaré a ti en el jardín! ¡Pintaré flores, y pintaré el cielo, y pintaré el sol y la luna, y…!
—Vale, vale, pequeña —me contestó ella con una gran sonrisa—. ¡Qué entusiasmo! Pero recuerda… tenemos que pintar un cuadro juntas. Será nuestro tesoro especial.
Y entonces tomo la tarjeta de nuevo en mis manos y le doy un nuevo significado.
“Un trocito de mí, para ti. Ha llegado la hora”.
Mamá
¿Es posible que quiera que yo termine de pintarlo? ¡Pero qué estoy pensando, por Dios! Ya presiento mi ingreso en la unidad psiquiátrica del Hospital Virgen Macarena.
Es definitivo. El cuadro ha de estar escondido, y yo necesito centrar mi mente. Y de paso, encontrar un buen escondite, uno bueno de verdad…
Ella y yo, solíamos esconder los regalos que le comprábamos a mi padre en una especie de fondo doble que tiene el ropero del dormitorio donde ellos dormían, vamos, mi actual dormitorio. Desconozco el motivo de que ese armario tenga un doble fondo, pero así es. Estoy empezando a pensar que esta casa tiene muchos secretos.
Igual toda mi ropa huele a pintura y trementina de aquí a nada. En principio, correré ese riesgo. Ya se me ocurrirá algo mejor.
El ruido del timbre en la puerta me asusta y casi dejo caer el lienzo al suelo. Con cuidado, lo cubro con el papel, dispuesta a esconderlo un poco más tarde.
—¿Anabel? ¿Puedo pasar?
—Claro tía —digo abrazándola al mismo tiempo que pienso que ha sido realmente inoportuna.
—Estás pálida, ¿te ocurre algo? Y ese pañuelo, ¿eso es sangre? ¿Te encuentras bien?
—Eh, sí, tía, sí. Estoy bien, un leve sangrado por la nariz sin importancia.
Mi tía toma asiento justo en el mismo lugar donde antes se sentó Pascual. La vida es un continuo devenir de sucesos. Unos van y otros vienen… ¿Pero en qué puñetas estoy divagando ahora? Estoy demasiado alterada para pensar con claridad. Espero que mi tía no lo note demasiado.
—Cariño, tengo que disculparme contigo. Quizás no hayas tenido la bienvenida que esperabas. Vivimos tan inmersos en nuestras propias historias que, bueno, fíjate como está todo. Este lugar quedó cerrado y, bueno, imagina tú el resto. Pediré a Lucía que venga a hacer una buena limpieza.
—No tía, muchas gracias, de veras. Quiero hacerlo yo misma. Me vendrá bien, ahora estoy de vacaciones y necesito distraerme un poco. Ya he comenzado, y es terapéutico, en serio.
Me mira un instante, como dudando, sin saber bien cómo continuar una conversación que se siente algo forzada… Y yo mientras la observo. Esas pequeñas arruguitas que se han ido formando en torno a sus ojos y en las comisuras de su boca. Pero está hermosa. Algo alicaída quizás. El brillo de sus ojos también ha cambiado, está en extremo delgada y la siento insegura.
—Anabel, no sé cómo decirte esto, pero quizás lo mejor es ser directa. Robert ha hablado conmigo y también Pascual. Están algo preocupados por ti.
—Es comprensible, ¿no crees? Pero… me conoces desde que nací. No estoy loca.
—Lo sé Anabel. Me preocupas. Sé que tal vez mi actitud no fuese la más acertada cuando se leyó el testamento de tu padre, pero tienes que entenderme, por favor, no me imagino viviendo en otro lugar que no sea este. Eso no quiere decir que no valore lo que estás haciendo por todos nosotros. Por tu familia. También sé que tienes mucho aprecio a Pascual, aunque a la vez estoy segura de que no sientes el mismo aprecio por Robert. Lógico. Lo has conocido después y lo has visto en muy contadas ocasiones. Entiendo que no es lo mismo. Pero aunque no lo creas, ambos se preocupan por ti, al igual que yo…
Me sonríe. Pero es una sonrisa… forzada. Está preocupada, hay algo más, estoy segura. Y voy a mentirle. Odio las mentiras, para mí son uno de los peores monstruos que existen, capaces de destrozar lo más bello y hacer sufrir al más inocente, pero no tengo otra opción hasta que yo misma sepa qué está pasando.
—Estaba tan cansada… me dormí un momento, y bueno, no sé qué me paso tía, solo puedo decirte que para mí había sido real, pero está claro que nada más lejos de la realidad que algo inexistente. Por cierto, Germán me habló de unos planos catastrales o algo así. No es que tenga dudas, es solo que me llamó la atención.
Ella sonríe, y de repente, se pone de pie, y saca del bolsillo de su sudadera un papel doblado.
—Aquí está. Lo pedí para el tema de la subvención de los naranjos. Bueno, fíjate, ¿ves? Esta es nuestra parcela… y estas las dos contiguas. La de la izquierda, vacía, la de la derecha, tiene este rectángulo que coincide con nuestros límites, y que puede ser una construcción. De todas formas, podemos averiguar quién es el propietario si quieres…
Observo las líneas trazadas en ese papel blanco y ausente, donde solo se ven trazos insustanciales y rectangulares donde en teoría, hay una edificación, que puede ser una vivienda o una caseta para perros, yo que sé. Pero no quiero mostrar más interés de la cuenta, o comprenderán que sigo pensando que ocurre algo extraño. Fingiré indiferencia, y pediré ayuda a Andrés. Él me ayudará a saber algo más sobre la parcela aledaña…
—¡No! No tía, de veras, no es necesario. Por favor, olvidemos este asunto, ¿sí?
Tengo los dedos cruzados en mi espalda, como cuando era niña, y me reñían en el colegio, o me tomaba, a escondidas de mi padre, doble ración de postre.
—De acuerdo, dejémoslo así entonces. Ven a cenar con nosotros Anabel. Sé que quieres empezar a llevar tu vida con cierta independencia, pero hoy es un día especial. Tenemos una pequeña cena de amigos. —En este momento, mi tía me sonríe por primera vez desde que llegué, de una forma sincera—. Y le he pedido a Alejandro que venga a cenar esta noche.
Me temo que estoy algo susceptible y no puedo evitar preguntar.
—¿Alejandro? Y dime tía, ¿lo has invitado como amigo?, o… ¡cómo médico!
Ahora se ha puesto colorada.
—Como amigo.
Me está mintiendo. Tiene sus manos sobre el regazo, y no ha cruzado los dedos, pero me evade la mirada y está empezando a ponerse nerviosa. Y hay algo más… lo presiento.
—Voy a hacer un trato contigo, tía. Las dos vamos a suponer, que en efecto, Alejandro viene como amigo, y no como médico. Porque sé que en estos momentos, tras lo ocurrido esta mañana, estáis preocupados. Pero, a cambio, quiero saber por qué estás triste y nerviosa y, por favor, no te molestes en mentirme. En una ocasión, fuimos mucho la una para la otra.
La he sorprendido. Durante un instante se queda como ausente, incluso veo cómo le tiembla ligeramente el labio, y creo que está haciendo un esfuerzo para poder hablar sin que le tiemble la voz.
—No se te puede mentir sobrina. Siempre fuiste una chica inteligente, y eso, siempre me gustó.
Se pone de pie y empieza a pasear en dirección al jardín, deteniéndose un instante y apoyándose contra el frío cristal, a contraluz, como si hablase más con ella, que conmigo.
—Ya eres una mujer. Quizás haya cosas que puedas entender mejor de lo que yo pueda pensar —me dice, girando de nuevo su cuerpo hacia mí—. La casa es grande. Roberto pasa mucho tiempo fuera, trabaja mucho, o eso espero… Robert también pasa mucho tiempo estudiando y preparando su carrera. Pascual tiene su trabajo y luego se encierra durante horas en su cuarto de música. Prácticamente no le veo. Adela es… tan formal… y, tiene muchos quehaceres. Mi madre se marchó un día sin más, sin despedirse… y no sé nada de ello salvo determinadas tarjetas que me llegan de vez en cuando… ¿Sigo?