Kitabı oku: «Estatuas de sal», sayfa 7

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Quizás lleve algo de razón. Lo cierto es que le estoy cogiendo mucho cariño a esa niña. Me recuerda a alguien, aunque no estoy segura de a quién. Además, por algún curioso motivo me siento vinculada a ella. Me gusta estar a su lado. Es como si fuésemos… “hermanas de sangre”.

Capítulo 12

¡Menuda vergüenza he pasado en el ambulatorio! ¿Quién me lo iba a decir? Alba no ha derramado ni una sola lágrima al hacerse la analítica, y encima, se ha mostrado muy digna durante todo el tiempo. Incluso le ha sonreído a la enfermera. Vamos, toda una heroína.

Aquí la adulta, mejor no hablar. Ha sido un auténtico milagro que no me haya roto el cuello de tanto intentar mirar para otro lado, y en el momento del pinchazo, he tenido que contenerme para no salir llorando como un bebé. Y digo yo, ¿no pueden utilizar una aguja medio metro más pequeña? He estado a punto de ponerme a chillar como una histérica cuando he visto el tamaño de aquella cosa punzante. ¡Válgame Dios!

Odio hacerme pruebas contra mi voluntad, pero lo cierto, es que estoy empezando a preocuparme un poco, y es mejor averiguar si hay algún problema físico. He venido con Lucía y Alba, y al menos, así ha sido más entretenido.

Cuando veníamos para el ambulatorio, hemos pasado por delante de la fachada de la floristería que me comentó Robert. Es bastante característica, ya que tiene la fachada decorada al igual que la tarjeta, y resulta inconfundible. Pero de forma sorprendente, estaba cerrada. Hablaré con Robert y le preguntaré si sabe algo, ya que me comentó que es amigo de la dependienta.

Ante la desilusión, pienso que no estaría mal visitar a Andrés y María. No sé por qué, pero me muero porque conozcan a Alba. Al principio, Lucía se muestra algo reticente, pero mi pequeña aliada la convence.

—¡María! —la saludo con alegría nada más verla.

—¡Hola pequeña! Pero bueno, ¿quién te acompaña?

—Pues mis nuevas amigas, Alba y su madre, Lucía —le contesto con una sonrisa, mi mano descansa sobre el hombro de Alba.

María se queda durante un instante como ausente y me sorprende mucho. Mira absorta a Alba, y por fin, habla.

—Y dime, ¿ha desayunado ya esta jovencita?

—Me temo que no lo hemos hecho ninguna de las tres —le aclaro.

—Perfecto, porque he preparado masa de buñuelos y se me ha ido la mano con la harina y la levadura. No sé cómo voy a gastar tanta masa. —Mira a Alba y le pregunta— Y tú pequeña ¿alguna vez has hecho buñuelos?

—No.

—¡Pero es fantástico! ¡Hoy va a ser el primer día!

Alba sonríe ampliamente y tras pedir permiso a su madre se interna en el gran mundo de la cocina de María. Lucía y yo las seguimos. A pesar de que Lucía ha estado todo el tiempo callada, observo que sonríe.

¡Qué ricos que estaban esos buñuelos! Estoy muy contenta por haber venido. Veo a María algo más recuperada de su estado de salud. Mientras tomamos el desayuno, hemos conversado y Alba le ha contado un sinfín de anécdotas del colegio, sin parar, a pesar de las advertencias reiteradas de su madre. María las ha escuchado con vivo interés para deleite de la pequeña, y diversión mía. Pocas personas saben que María y Andrés no han podido tener hijos. Durante un tiempo, se plantearon la adopción, pero después, llegamos mi padre y yo a sus vidas, y creo que yo he sido esa “adoptada” en cierta forma.

—¿Cuándo vas a venir a verme? —casi le suplico.

—Pronto. Pero ahora quiero que te lleves algo. Tengo un regalo para ti.

Asombrada veo como saca un paquete envuelto en papel de charol rojo. Tiene un tamaño considerable. ¿Qué será? Voy a abrirlo, pero no me deja.

—Ah ¡no! ¡Tan impaciente como cuando eras una niña! Lo abres cuando llegues a tu casa. Y para esta niña, tengo algo también —añade María.

—¿Para mí?

—Sí. Tengo un regalo para ti porque necesito pedirte un favor.

—Lo que tú quieras. —Es increíble cómo le brillan los ojos a Alba. Está extasiada.

—Cuida de Anabel. Es algo torpe. Dale una vueltecita de vez en cuando y si hace algo malo o se mete en algún lío me lo cuentas. ¿Vale?

—Sí.

—Pues bien. Toma Alba. Siento no tener nada para ti —le dice a Lucía mientras entrega un paquetito pequeño a la niña.

—Uy no, por favor. Muchas gracias por todo. Es usted muy amable —contesta Lucía.

—¿Puedo abrirlo ahora, porfi? —pregunta Alba.

—¡Ah, no! —contesta una risueña María—. Ambas niñas habréis de esperar a llegar a casa. Así tendréis que volver otro día para contarme si os ha gustado.

La conversación en nuestro viaje de regreso es fluida. Sobre todo, porque la pequeña ha intentado abrir su paquete varias veces, pero Lucía no la ha dejado. Algo sobre aprender a esperar. Menuda chorrada, pienso yo, que estoy también deseando abrirlo.

—Ya llegamos —nos anuncia Lucía.

—Estupendo mami. ¡Podremos abrir los regalos!

—¡Eso, eso! —le contesto yo imitando su tono de voz.

En el fondo, creo que yo tengo más ilusión que ella, y Lucía sonríe. Ella sabe que no nos hemos tirado del vehículo en marcha porque habría estado feo, pero la impaciencia nos devora. Nada más bajarnos del coche, las dos nos miramos sonrientes, cogemos nuestros paquetes y volamos en un gesto cómplice al interior de la gran cocina. Pero Lucía nos detiene.

—¡Alba! Sé que estás impaciente, pero ve primero a saludar a tu padre o sabes que se enfadará.

—Es verdad, mami. Voy primero a verle y luego abriré mi regalo.

En su voz no hay recriminación, pero noto que está defraudada. Germán debe ser un hombre muy autoritario. Sin embargo, admito que cuando mira a su hija se transforma, se suaviza.

—Hasta luego Alba. Si puedes, ven luego y me lo enseñas.

—¡Chachi!

Ahora soy yo la que vuela al interior de mi casa. ¡No me lo puedo creer! María es un ángel, de los auténticos. Voy sacando el regalo y desenvolviéndolo poco a poco. Nada podía haber sido mejor que esto. Ante mis ojos tengo el edredón que hicimos juntas. Estoy emocionada, porque este será el primer toque propio que le daré a la que ahora es mi casa. Y espero, que con la misma ilusión que lo hicimos y todo el amor que pusimos en él, quede de bien en su nuevo hogar. ¿Qué le habrá regalado a Alba? No tengo que esperar mucho para saberlo. La pequeña entra en mi casa casi poseída.

—¡Anabel! ¡Mira!

—¿A ver? ¡Son preciosos!

María le ha regalado a Alba unos pendientes muy bonitos con forma de alas. Son realmente hermosos, pequeñitos y blancos. Tengo la tremenda sensación de haberlos visto antes, estoy casi segura, pero no consigo recordar con claridad. La pequeña mueve su cabecita para que vea el pequeño movimiento de las alitas, y un delgado rayo de sol que se cuela por la ventana, incide en uno de ellos, despidiendo un brillo nacarado que por un instante me deslumbra. El último sueño en que mi madre aparecía viene a mí, y sus palabras advirtiéndome sobre el blanco llenan mi cabeza.

—Me gusta tu casa —me dice de repente Alba.

—Gracias.

—¡Todas las paredes son azules! No me extraña que se llame casita azul. ¡Qué divertido! ¡Y tienes pinturas!

—A mi madre y a mí nos gustaba pintar. Lo solíamos hacer juntas, cada una con su caballete —le explico sonriendo—. ¿Quieres pintar?

—Oh, sí. ¿De veras puedo? Antes, cuando era pequeñita le hacía muchos dibujos a la señora encantada de la torre. La de los cuentos.

—¿A quién?

—La señora encantada de la torre. No se la puede ver, solo se oye su voz. Está encantada.

—¿Hay alguien en la torre?

—Yo juego a veces allí y algunos días puede escucharse su voz. Me lee cuentos. Pero es nuestro secreto. Nadie debe saberlo. Si alguien lo sabe, ella no podrá contarme más cuentos. Me lo ha dicho así. No puedes contarlo a nadie. —Ahora se ha puesto muy seria.

—Entiendo. Y ¿sabes cómo se llama?

—No quiere decírmelo. Yo la llamo la señora de la torre, pero tengo que ponerle un nombre, como a los demás.

Mientras escucho a la pequeña vuelvo a sentir esa sensación electrizante.

—¿Los demás?

—Los demás personajes de mis cuentos. Juego a hacer representaciones en la torre. Visto a mis muñecas y me invento historias.

—Comprendo.

—Aunque ella no es como los otros. A ellos me los invento yo aquí —me dice señalándose la frente—. Pero ella está ahí de verdad.

—¿La has visto alguna vez Alba?

—No. Dice que nadie debe saber que está ahí. Está escondida, a salvo para que el hombre malo no la encuentre.

Tomo papel y lápiz y se los entrego.

—¿Puedo tumbarme en el suelo? —me pregunta animada.

—Por mí, sí. Pero no sé si a tu madre le parecerá bien.

—A mamá no le importará. Lo hago mucho.

Y sin más, se tumba en el suelo, apoyando el papel y comenzando a trazar líneas, mientras yo la observo, como retrocediendo en el tiempo.

—Este lugar es muy chuli para pintar. ¿Haces tus propios cuadros? —me pregunta mirando el caballete grande.

—Antes sí. Solía hacerlo con mi madre. Pintábamos juntas, justo en este cuarto. Tiene mucha luz y unas bonitas vistas al jardín.

—Y ahora, ¿ya no pintas?

—No. Ya hace mucho que dejé de hacerlo. Ahora, cojo cuadros de otras personas que tienen muchos años y se están estropeando y los arreglo.

—Pero eso no es lo mismo. Es triste… ¿Por qué has dejado de pintar?

—Es complicado.

—¿Por qué?

—No me apetece. No me salen las pinceladas del corazón.

—Pero tu madre estará muy triste.

Tomo asiento en el suelo y cruzo las piernas.

—Verás Alba. Mi madre murió.

—Lo sé. Me lo dijo mi mamá.

—Entonces también sabrás que ella ya no se pone triste, y tampoco volverá a pintar —se lo digo con cariño.

—Tu mamá te puede estar viendo desde el cielo y se puede poner triste si tú no haces lo que te gusta. Además, no sabes si ella ha seguido pintando allá arriba —me dice señalando al cielo.

En su graciosa carita hay una expresión tremendamente seria. Sin darme cuenta le cojo un mechón de pelo y se lo coloco tras la oreja. Con este gesto, uno de los pendientes de alitas blancas queda al descubierto. Es gracioso ver su tintineo cuando ella mueve la cabeza, y su contraste con ese diente torcido que amenaza con caerse de un momento a otro…

—Verás. Me da miedo intentarlo Alba. ¿Y si ya no me acuerdo cómo se hace?

—Antes pintabas con tu madre. Ahora si quieres puedes hacerlo conmigo. Así no estarás sola. Si quieres podemos utilizar otra vez esta habitación. Como entonces. Esa fuente de ahí es muy bonita.

—Sí, lo es —le digo sonriendo— la colocó ahí Isabela.

—¿Quién?

—Fue como una abuela para mí. Es la madre de mi tía Francesca. Se fue a Italia.

—Pues es muy bonita. Pero a mí me gusta más la otra.

—¿La otra?

—La del ángel que señala a los rosales.

Se me eriza el pelo de la nuca. ¿Alba ha visto la escultura del ángel? Un escalofrío intenso me recorre. Como si alguien estuviese pasando un trozo de hielo por mi nuca y después lo deslizara por mis brazos, bajando y subiendo por mi espalda. Casi no reconozco mi propia voz.

—Alba, ¿dónde has visto esa otra fuente?

—Ya te lo dije. Tengo muchos sueños con una señora que se parece mucho a ti. Ella me la enseñó y después se convirtió en un ángel grande y blanco. ¿Quieres que te la pinte?

—Me encantaría —prácticamente le susurro.

Ella asiente con una gran sonrisa y continúa dibujando.

—Ya verás como te gusta. Es muy bonita.

Alba me recuerda un poco a mí. Yo también solía tenderme en el suelo a pintar muchas veces, hasta que mi madre me puso el caballete pequeño. Me gustaba verla a ella. Parecía que rellenaba el cuadro por capas. Comenzaba por una gran mancha y poco a poco en ella comenzaban a tomar forma cuerpos, formas, figuras. Luego estaban los detalles, desde los mayores, hasta los minúsculos, y por fin, para terminar, mi favorita, su nota particular. En cada cuadro ella colocaba un elemento final que era vital para dar significado al cuadro. Desde una determinada flor u hoja en un paisaje, hasta un lazo en mi cabello. Dependía de la obra que estuviese creando. Pero ahí estaba, reconocible, al menos para mí. Al igual que determinado escritor tiene su estilo, mi madre, tenía el suyo en el mundo de la reflexión a través de la pintura…

—Me gusta dibujar así, raro —se justifica Alba de pronto, haciéndome volver al presente.

—Me parece bien. Cada una pinta como más le gusta.

—Sí. Es divertido. Y luego le pondré colores.

En efecto está dando forma de fuente. Y lo que promete ser una figura alargada empieza a aparecer arriba, mientras ella, se muerde con suavidad la lengua y continúa totalmente concentrada con su ardua tarea, empezando ya a dibujar lo que prometen ser alas.

—Me gusta la señora. La de mis cuentos, es muy guapa, pero está triste.

—¿Por qué crees que ella está triste? —le pregunto con un hilo de voz.

De pronto Alba también se pone triste, sus ojos se humedecen. Oh, no, está empezando a sangrar por la nariz.

—Alba, ¿estás bien? —le pregunto poniéndole un pañuelo bajo la nariz al igual que hizo Alejandro conmigo.

—Sí. La señora está triste porque está lejos y le cuesta mucho venir. Eso dice. Eso y algo de un polvo blanco que no deja respirar.

—Vale cariño. Ya está. No pasa nada. Dibuja que lo haces muy bien y me encanta. Y no pienses más en eso ¿vale? Pero si tú quieres, cuando tú quieras, puedes contarme a mí tus sueños. Yo te escucharé.

Ella sonríe de nuevo y en un impulso le doy un beso en la frente y le acaricio el pelo. De nuevo el sol incide en sus alitas blancas y estas emiten un pequeño fulgor. En ese momento sucede algo que jamás en mi vida imaginé que vería o sentiría. Durante un instante, un leve instante, Alba me mira. Aún sangra por la nariz, pero sigue sonriendo. Es una sonrisa realmente bella. Sus ojos son diferentes. ¿Verdes? Levanta la mano y me acaricia la cara. Es increíble cómo logra transmitirme una paz inmensa a través de este simple gesto, a pesar de que no puedo dar crédito a lo que mis propios ojos están viendo, y de la frialdad repentina de su mano. Luego me susurra…

—Todo irá bien. Estoy aquí. Tal y como te prometí hace tanto tiempo que haría.

Y en ese instante mi corazón se paraliza, porque Alba acaba de hablar con la voz de mi madre.

Capítulo 13

—¿Te gusta cómo está quedando Anabel? —me pregunta con su sonrisa inocente—, me gustaría pintarlo en un cuadro de verdad, en uno de esos que se cuelgan en la pared.

—Yo tengo lienzos pequeños. Te regalo uno para que puedas pintar ahí lo que tú quieres. ¿Te parece?

—¡Gracias! ¡Gracias Anabel! ¡Eres muy buena! ¡Muy buena y muy guapa, como la señora! Cuando yo sea mayor quiero ser tan guapa como tú y como ella —me dice mostrando su graciosa mella.

Sus ojos vuelven a ser pardos y su voz ha regresado. Es como si no fuese consciente de lo que acaba de pasar, pero yo tengo la piel de gallina y el corazón acelerado.

—Tú serás mucho más guapa y además, una gran pintora. Ya verás.

—¿Puedo venir a pintar aquí contigo, porfi, porfi, porfi…?

Su expresión es relajada, la ilusión en su pequeño rostro, con ese tintineo de los pendientes y su diente caído. Ajena al desconcierto que siento en mi interior ahora mismo.

—¡Por supuesto!

Media hora después, se marcha. Feliz, contenta. ¿Cómo explicar lo que ha ocurrido? Cierro la puerta y me apoyo en ella. Me cuesta trabajo despegarme de la puerta. Las palabras de la pequeña resuenan una y otra vez en mi mente. Necesito pensar… a veces, los árboles no te permiten ver el bosque.

El ruido de un motor conocido llega hasta mí. ¡Andrés! Doy un bote y salgo al exterior, buscando un amigo, un protector, un confidente tal vez, mientras él aparca mi pequeño C3 rojo ya a punto, y se baja del coche.

—¡Andrés! ¡Qué alegría verte!

—Lo mismo digo. Poca gente me recibe ya de esta manera. María quería venir, pero a última hora ha recibido la visita de su hermana Clara y como ya os ha visto… Me acompañará otro día.

—Dile que no se preocupe, tendrá muchas oportunidades para ello. ¡Oh, Andrés, qué alegría verte! Por favor, ven y toma algo conmigo. Ya tengo en casa eso que se llama alimento. Esta mañana he ido con Lucía y Alba al pueblo y hemos pasado por el supermercado.

—¿Tienes un buen café? Pero, ¡uno bueno de verdad!

—Sí, ya sé, del que María no te deja tomar —le digo sonriendo y él me mira fingiendo culpabilidad en su cara.

—Efectivamente querida, efectivamente.

Pasamos al interior y percibo el cambio de humor en él.

—¿Recuerdos? —le pregunto.

—Muchos.

En silencio va recorriendo la casa con la vista. Sonríe al mirar por el ventanal que da al jardín.

—¿Tienes idea de cuánto he corrido tras de ti por ese jardín? —me pregunta.

—Puedo hacerme una idea. —Mientras le contesto abro la puerta y ambos salimos fuera.

—Está un poco deteriorado ¿verdad? —me pregunta de repente.

—Sí. Me temo que mi madre era el alma de este lugar.

Vamos paseando y Andrés parece triste.

—Es una pena que todo haya ocurrido de esta forma —se queja.

—Sí. Los echo mucho de menos.

—Yo también. Recuerdo la alegría de tu madre, siempre positiva y entusiasta. Este jardín era su vida. Podía pasar horas aquí fuera. Sí. Ella y su bendita preferencia por los rosales, en especial, los blancos. Ella decía que la rosa blanca simboliza la inocencia y la pureza. Le agobiaba el excesivo calor en verano. Nuestras altas temperaturas andaluzas. Más de una vez la escuché comentar a tu padre que sería estupendo instalar una galería cubierta con hojas de parra. Nunca llegó a realizarla. No les dio tiempo a ello. El jardín está diferente sin ella, sin alma.

Ni siquiera soy consciente de que estoy llorando hasta que Andrés me mira con preocupación y me pasa el dedo por la cara, intentando apartar las lágrimas.

—Oh, Anabel, lo siento, no debí decirte… perdóname hija.

—No Andrés. Es que me ha ocurrido tanto desde que llegué que no entiendo… Es tan duro estar aquí sin ellos…

—Explícate mejor. ¿Has tenido problemas con alguien? —me pregunta preocupado.

—Vas a pensar que estoy loca. —Y debo estarlo si voy a contarle esto, pero no puedo más. Necesito confiar en alguien y Andrés me inspira esa confianza—. Veo cosas que los demás no ven.

—¿A qué te refieres con cosas?

—El primer día que estuve aquí me pareció ver una fuente muy bella con un ángel y una galería como la que tú me acabas de describir.

—¿Aquí te refieres? —dice extendiendo los brazos señalando el lugar.

—Más o menos. Como puedes comprobar por ti mismo, es evidente que no hay nada. Imagina la cara de la familia cuando se lo conté. Pero te prometo, que para mí fue real.

—Anabel, no sé si hago bien en contarte esto, pero la vida es a veces curiosa. Este es el lugar donde tu madre quería construirla.

—Por favor Andrés. Ven conmigo. He de enseñarte algo, pero prométeme que no se lo contarás a nadie. Solo a María si es necesario, y si no se lo cuentas, mejor, así no la preocupamos.

Andrés me sigue al interior de la casa, visiblemente preocupado. Una vez dentro, corro las cortinas. Él se sienta en el salón y yo voy por el cuadro y se lo muestro.

—¿Qué opinas?

—¡Has vuelto a pintar! ¡Eso es fantástico!

—No es mío. Me lo encontré en el estudio de mi madre. Mira la firma.

—Ana Lagos. No sabía que lo había pintado. Es un reflejo de lo que hablamos fuera. Tal vez lo viste de pequeña y tu subconsciente guardó esta imagen. ¿Qué opina la familia de esto? ¿Lo recuerdan?

—No les he contado nada. Es que hay más. Recuerdo todos los cuadros que pintó mi madre. Yo siempre pintaba con ella. Jamás he visto este antes, y cuando lo encontré, aún olía a trementina. Es reciente.

—Pero ambos sabemos que eso no puede ser —afirma categórico.

—Estoy perpleja y preocupada. Te lo aseguro. Mira bien el estilo, la firma, ¿no sientes dudas?

—Esto es para perder la cabeza. Tienes razón Anabel, mejor no le digamos nada a María. ¿Qué piensas hacer?

—Terminar de pintarlo.

—No entiendo.

—Los sueños con ella son continuos. Me hace advertencias que no logro entender y, en casi todos los sueños, hay algún símbolo relacionado con la pintura o el cuadro. Algo dentro de mí me lo pide. Igual así entiendo algo. He llegado a pensar que igual alguien quiere que piense que estoy loca, pero no entiendo el motivo, ni tampoco quién podría querer eso. No sé Andrés.

—¿Por qué no me has llamado antes? Lo estás pasando mal.

—Aquí ocurre algo. Presiento que hay algo más y, que la clave puede estar en este jardín. Me conoces, sabes que siempre he sido muy prudente. No voy a meterme en líos.

—Y la llave, ¿has encontrado ya lo que abre?

—Aún no, y he registrado toda la casa de arriba abajo. Ahora tendré que probar en la casa grande, la capilla, el jardín, yo que sé…

—¡Anabel, Anabel! —La pequeña Alba irrumpe de pronto en el salón a través de la puerta abierta del jardín. Casi no me da tiempo a tapar el cuadro y meterlo aprisa bajo el sofá.

—¡Ajá, este remolino debe ser la pequeña Alba! María me ha hablado de ti jovencita. Dice que eres una excelente ayudante de cocina —le sonríe Andrés.

—Y también soy aprendiz de pintora. Anabel me va a enseñar. Estoy haciendo un cuadro, ¿quieres verlo?

—¡Por supuesto!

Ni corta ni perezosa, Alba entra a por el boceto que comenzó a pintar antes. Nos lo trae con una sonrisa en la cara. Se la ve orgullosa de lo que ha comenzado.

—Mira. Estoy dibujando algo bonito. —Alba enseña el papel con algunos círculos y trazos hechos con carboncillo.

—Veo que eres una artista —le sonríe Andrés.

Entonces se fija en los pendientes de Alba y me mira extrañado.

—Um, tienes unos pendientes preciosos.

—Se los ha regalado María —le comento—, a ella los pendientes y a mí la colcha que hicimos juntas.

—¿No reconoces los pendientes? —me pregunta Andrés.

—No.

Breves imágenes vienen a mi mente sin más. Retazos cortos, como flashes. Y entonces caigo.

—¡Madre mía! ¿Son…?

Andrés me mira y asiente con la cabeza.

—¿Por qué crees tú que María se los ha regalado? —le pregunto.

—No lo sé.

Ambos miramos a Alba que de nuevo había retomado su tarea de pintar, ajena a nuestra conversación, como si la cosa no fuese con ella. Se había recogido sus castaños bucles en una cola y los pendientes quedaban perfectamente visibles. Las dos alitas blancas. ¿Cómo pude no reconocerlos en el primer instante en que los vi? ¿Por eso no quería María que los desenvolviese antes? Tal vez no estaba segura de mi reacción. Pero si era así, ¿por qué se los ha regalado? Mi mente retrocede en el tiempo…

—Dios mío Tobías. Son preciosos.

—Para ti lo mejor mi amor.

—¡Mira Anabel! ¡Papá me ha regalado alitas de ángel!

—Bueno, he de confesarte algo Ana. Andrés y María me han acompañado a comprarlos. No era capaz de decidirme por ninguno, todos me parecían poco para ti. María los eligió, dice que un ser especial como tú debe tener alas.

Recuerdo que los miró a la luz y emitían un suave brillo nacarado. Las pequeñas alitas blancas para mamá.

—Fíjate Anabel. ¿Verdad que son preciosos? Y además, papá no lo sabe, pero yo acabo de decidir que también son mágicos.

—¿Mágicos mami?

—Sí. Son alitas de ángel. Así que si en algún momento te sientes sola o necesitas ayuda, dejaré que te los pongas y ellos te protegerán. ¿De acuerdo?

—¡Pero eso es maravilloso! ¿Si me los pongo me saldrán alas a mí? ¡Así puedo huir del malo! O mejor, ¿me transformaré en un hada? Cuéntame más mami, porfa, cuéntame más.

—Mi pequeña e imaginativa hija. Estos pendientes tienen un poder aún mayor que todo eso. Solo tendrás que ponértelos y ya está. Te protegerán de todo. Y te sentirás más cerca de mí.

—Te quiero mami. ¡Y a ti también papi! ¡Qué chuli! ¡Alitas mágicas!

¿Por qué tenía María los pendientes? ¿Por qué se los había regalado a Alba? ¿Necesitaba Alba protección?

* * *

Hoy me he levantado temprano. La curiosidad me está matando. Es día de mercado y sé que María ya estará levantada y preparada para salir, así que debo darme prisa. La acompañaré a hacer las compras y hablaré con ella. La llamo al móvil y le cuento mi plan de ir juntas. Se alegra y va a esperar que yo llegue antes de salir. Es curioso, no me ha preguntado nada de los regalos.

Tan solo media hora después, estoy con ella en su casa.

—¡Hola María! —la abrazo y le doy un beso, como siempre.

—Hola tesoro. ¿Cómo estás?

—Muy bien y muy contenta con lo de la colcha. ¡Vaya sorpresón!

—Me alegro que te haya gustado —me contesta con una sonrisa.

—María. Tengo que hablar contigo de algo serio.

—Me preguntaba cuánto ibas a tardar en tocar el tema. Porque te refieres al regalo de Alba, ¿cierto?

—Así es.

—Ya veo. —De pronto la mirada de María se vuelve seria—. Tal vez debí preguntarte primero Anabel. Al fin y al cabo, eran de tu madre.

—No pasa nada. Es solo que no… no lo entiendo.

—Si te lo cuento, te vas a burlar de mí.

—Puedo prometerte que no —le aseguro con una sonrisa sincera—. Pocas cosas me sorprenden hoy por hoy, créeme.

—Bien. Voy a contarte algo, pero quiero que me escuches hasta el final y luego opines. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Se sienta en el sofá y me hace señas para que me siente a su lado. Noto cómo parece estar dando marcha atrás en el tiempo.

—Hace mucho tiempo, como tú ya habrás recordado, tu padre decidió hacer un regalo especial a tu madre y le compró los pendientes. No sabía decidirse, ya sabes. —Me mira y sonríe—. ¡Hombres! Andrés y yo fuimos con él. Nada más ver las alas, me enamoré de ellas, pero para tu madre. Eran idóneas para ella. Tu padre pensó igual, así que las compró. Aún recuerdo su cara de felicidad cuando envolvían el regalo.

Ahora soy yo la que sonrío. Cuánta razón lleva María. Sigo escuchando atenta, porque además a María parece que le va costando trabajo seguir.

—Verás. Cuando tu madre murió todos quedamos destrozados. Las personas que la sacaron del coche encontraron uno de los pendientes en el suelo. El otro lo llevaba puesto. Para poder atenderla en el hospital, le quitaron todos los objetos metálicos. Tu padre estaba tan mal, tan ido, que en lugar de dárselos a él, me los dieron a mí. Después de confirmar su muerte, intenté devolverle a tu padre las pertenencias de tu madre. Él las aceptó todas, menos los pendientes.

Aparta la mirada de mi cara y le veo una expresión de recuerdo. Parece estar a años luz de aquí.

—Por favor María, quiero que los tengas tú.

—No puedo aceptarlos Tobías. Tiene que tenerlos Anabel.

—No. Tú los elegiste. Alas para un ángel. No le han servido para nada. Perdóname, pero si se los doy a Anabel se los va a poner de inmediato y me causa dolor verlos.

María vuelve al presente con un gran suspiro.

—Tu padre rompió a llorar como un niño pequeño. Yo no sabía qué hacer, pero la verdad es que algo dentro de mí me decía que podía guardarlos y tal vez más adelante, cuando todo estuviese más tranquilo, ofrecérselos de nuevo y que él decidiese si te los daba a ti. —En este momento María para un momento. Noto que no quiere llorar, pero los recuerdos la emocionan.

—Después —continúa—, los guardé. Los guardé tan bien que los olvidé. Esa es la realidad. Hasta hace algunas noches. Se me ocurrió hacer una de esas limpiezas generales que Andrés tanto odia, y los encontré guardados en un cajón. Mi primer impulso fue dártelos, pero esa misma noche soñé con Ana. Fue algo extraño. La veía a ella y también a una niña. Ana le entregaba los pendientes. Me pareció un sueño de lo más rarito, pero tú sabes, yo siempre fui rarita. Cuando llegaste y vi a Alba, sentí un impulso, sin más. Pensé que era lo que tenía que hacer. Ya puedes llamarme loca.

—Yo también sueño a veces con ella. Pero, ¿sabes? Son sueños bonitos y tranquilos. Lo que ocurre es que, una vez mi madre me contó que los pendientes eran mágicos, algo así como un talismán de protección. Por supuesto que se inventó aquella historia, ya conoces la imaginación que tenía, pero… te confieso que estoy preocupada. ¿Crees que Alba necesita protección? No entiendo.

—Yo tampoco Anabel. Pero sí te diré algo. En el momento en que entregué los pendientes a Alba, sentí como si me hubiesen quitado un peso de encima.

Decidimos ir al mercado por fin. Creo que ninguna de las dos tiene muchas ganas de hacer compras, pero bueno, nos vendrá bien a ambas. Recuerdo viejos tiempos cuando me traía a este mismo lugar. Aun estando con ella, tengo la sensación de que me vigilan. Si sigo con esta paranoia, es muy probable que me dé un ataque de nervios.

Me paro con María junto a un escaparate. No falta mucho para Navidad y he de hacer algunas compras. Estamos mirando una camisa que le ha gustado para Andrés. Entonces me fijo en una corbata y se la voy a mostrar… cuando tengo la sensación de ver a alguien conocido al otro lado de la calle.

Me giro con rapidez y compruebo que no hay nadie. Solo me ha parecido a mí. Mejor, porque esa persona era Pedro y la verdad es que no me agrada demasiado ese hombre, hay algo en él que me confunde.

—¿Ocurre algo? —me pregunta María.

Está claro que ha notado mi nerviosismo. Tendré que ser más cuidadosa o voy a preocuparla.

—No. Me pareció ver a alguien conocido, pero me he debido confundir.

De nuevo nos giramos para el escaparate y procedo a señalarle la corbata que antes llamó mi atención. Entonces, reflejado en el cristal, puedo observarlo con nitidez. Ahora sí que estoy segura de que es él y de que está ahí. ¡No puedo creerlo! Está al otro lado de la calle, inmóvil en la acera observándonos a María y a mí. Me giro de nuevo dispuesta a dirigirme hacia él y montarle un pollo en mitad de la calle, pero de nuevo… no está. ¡Es imposible que haya desaparecido con tanta rapidez! No quiero pensarlo seriamente, pero tal vez si me esté volviendo paranoica después de todo.

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