Kitabı oku: «El árbol de la nuez moscada», sayfa 4
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Julia no sabía muy bien cómo llegó a subirse al tren ni cómo encontró su coche-cama y le dio propina al maletero. Desde que salieron del taxi, había estado hablando por hablar, ajena a lo que decía, ajena a las respuestas de Fred, ajena a todo salvo a la presión de aquel brazo en su costado. Y sin embargo se las apañó; de un modo u otro, de repente, ella estaba de pie en el pasillo del tren y él en el andén de la estación y había un cristal entre los dos. Fred soberbio y escultural, inmóvil como una roca, el hombre mejor plantado que Julia había visto. Luego el suelo pareció deslizarse bajo sus pies cuando el tren se puso en marcha. Agitó la mano en el aire una vez, como una tonta, se fue dando traspiés hasta su compartimento y cerró la puerta.
Estaba hecha un trapo, y no era de extrañar. Demasiado cansada para llorar y, desde luego, para quedarse despierta. Tras un breve examen del cuartito de aseo —cuya novedad e ingenio no podían dejar de agradarla—, Julia se echó crema y se puso el pijama en un abrir y cerrar de ojos. Un par de moretones, uno en cada antebrazo, atestiguaban la extraordinaria fuerza del abrazo del señor Genocchio. Era lo único que se llevaba de él y acabaría por desvanecerse…
Se metió en la litera y ya estaba dispuesta a dormirse cuando reparó en una puerta estrecha y hasta ahora inexplorada. La curiosidad la empujó a levantarse y a descorrer el pestillo y se vio mirando no el interior de un armario, sino del compartimento contiguo (y vacío).
«¡Qué práctico!», pensó.
Luego volvió a la cama y durmió como un tronco.
CAPÍTULO 5
1
Diez minutos antes de que el tren se detuviera en Ambérieu (eran entonces las seis y veinte), Julia se puso su sombrero modelo matrona y valoró el efecto.
No era muy bueno. El sombrero en sí estaba bien, y valía lo que costaba, pero no la favorecía. Tal vez los acontecimientos del día anterior habían dejado demasiada huella: tenía cierto aire de farandulera veterana, curtida y jovial, pero un pelín ajada…
«Necesito dormir mis horas», pensó al tiempo que se lo ladeaba un poco más. Era de fina paja marrón, tipo hongo, con un ramillete de cintas delante, pero el ángulo en el que se lo había puesto era extraño a su naturaleza. Una señorona viuda en una fiesta a la que le hubieran dado champán en vez de una copita de burdeos podría de hecho suscitar el mismo efecto, solo que no era el que Julia buscaba. Se lo quitó, volvió a plantárselo derecho en la cabeza y lo intentó de nuevo. Bajo el ala, ahora recta, sus ojos oscuros y redondos la miraban con risueña estupefacción; los labios gruesos y el mentón chato no pintaban nada ahí.
—Tienes razón —le dijo Julia a su reflejo—, pero me lo voy a dejar puesto de todas formas, ya lo creo. ¿Es que no sabes que es el tipo de sombrero que ella espera?
Al pensar en su hija, todo lo demás se esfumó. El tren ya estaba reduciendo la marcha; Julia cogió su maletita de mano y salió a toda prisa al pasillo. Quería bajar enseguida y estar lista en el andén para que, cuando Susan llegase corriendo hasta ella, nada les impidiera abrazarse… Y también para asegurarse de que se viera bien la etiqueta de su equipaje. Julia no confiaba únicamente en el instinto filial: había preparado una cartulina especial, de dieciocho centímetros de ancho por diez de alto, con el rótulo «SRA. PACKETT» impreso en mayúsculas. De ese modo, ni siquiera un completo desconocido podría ignorar quién era y, tal como se dieron las cosas —como tan a menudo le sucedía a Julia—, fue un desconocido el que primero se dirigió a ella.
—¿Señora Packett?
—Váyase —contestó ella cortante.
Era un hombrecillo muy menudo y Julia miró por encima de su cabeza, oteando el andén. No había ninguna jovencita ansiosa a la vista; los escasos pasajeros y sus amistades ya se dispersaban a lo lejos. No es que estuviera exactamente intranquila, pero notaba la inquietud acechándola.
—¿Señora Packett? —le rogó de nuevo aquel hombre—. ¿Señora Packett, Les Sapins, Muzin?
Le tendía algo, un sobre, que de hecho llevaba su nombre y, al verlo, se le aligeró el corazón. Esta vez, por lo menos, reconocía la letra.
Querida madre:
Me alegro mucho de que hayas venido, pero no voy a recogerte porque una estación de tren a las seis y media de la mañana es un lugar espantoso para un reencuentro. El hombre que te ha dado esto es el chófer de la estación, él te traerá a Muzin y, si quieres, puedes darte un baño y dormir otro rato antes del desayuno.
Con afecto,
SUSAN
Julia dobló la nota, indicó al chófer cuál era su equipaje y lo siguió hasta el coche. El frescor del aire gris de la mañana la hizo estremecerse: mientras volvía a empolvarse la nariz, escudriñando sus rasgos en el espejito, pensó que tal vez Susan había sido sensata.
—Muy sensata, de hecho —dijo en voz alta. Para su sorpresa, sonó como si intentara convencer a alguien—. Y muy considerada —añadió de mal humor. Luego se echó el abrigo doblado sobre las rodillas y contempló el paisaje. Tenía la impresión de que iban subiendo. Cerró los ojos un momentito y, cuando volvió a abrirlos, el coche se había detenido.
2
Estaban, al parecer, en una granja. Había aves de corral aleteando alrededor de las ruedas, un perro ladraba y, asomado a la media puerta de una cuadra, un caballo los observaba muy atento.
—Qu’est-ce que c’est? —preguntó Julia dando unos golpecitos en el cristal.
—Muzin —contestó el chófer.
Julia miró al caballo, el caballo miró a Julia. Justo por encima de su cabeza, colgado en la pared, había un cartel publicitario muy viejo de máquinas de coser Singer.
—¡Ah! —exclamó satisfecho el otro.
Inclinándose desde su asiento, saludó a un grupo de tres hombres, todos cargados con aperos de labranza, que se habían materializado de pronto en el camino. Llevaban coloridas camisas, pantalones azules y sombreros de paja un poco con forma de salacot que, a ojos de Julia, les daban un extraño aire de exploradores tropicales, aunque evidentemente (y por el contrario) eran autóctonos.
—Bonjour, messieurs —les dijo el conductor—. C’est ici Les Sapins?
El mayor de aquellos señaló un paso bastante estrecho que se abría entre dos graneros. Por ahí, decía el gesto, y subiendo —¡pero mucho!—, se llegaba a Les Sapins. El coche arrancó de nuevo, se arrastró despacio por angostas carreteras, cruzó una placita con una fuente y luego subió y subió, atravesando otras dos granjas, hasta que una alargada puerta de hierro le impidió continuar. El chófer se bajó a abrirla y, cuando las dos hojas empezaron a separarse, Julia vio al otro lado la imponente avanzadilla —inmensos, oscuros, majestuosos— de una avenida de pinos.
Había llegado.
3
La villa de Les Sapins, tal y como se construyó originalmente en tiempos del Primer Imperio, era un edificio blanco no muy grande en parte de dos plantas y en parte de una. Se alzaba sobre la propia ladera: la puerta más alta (la principal) daba a una terraza al pie del viñedo, y la inferior, a otra terraza por encima del huerto. En la planta baja estaban el comedor, la cocina y las despensas; arriba, un salón y tres dormitorios. Este acomodo había bastado hasta más o menos 1890, cuando un nuevo propietario de gustos alegres añadió una sala de billar y dos habitaciones más. Construyó a continuación, sobre el terreno, de modo que convirtió el cuadrado original en un rectángulo, y, además de alargar las terrazas para adecuarlas a la nueva forma, las unió con bellas escalinatas estucadas, una en cada extremo de la casa. Con la construcción de esas escaleras, Les Sapins alcanzó la cima de su gloria, que no duró más que dos años. El jovial propietario se arruinó, la villa quedó vacía o, cuando no, descuidada por una sucesión de inquilinos de verano, hasta que al fin pasó a manos de una solterona inglesa llamada Spencer-Jones que puso un cuarto de baño. La señorita Spencer-Jones conocía a la señora Packett y la señora Packett se la alquiló para el verano de 1936.
Incluso en decadencia, el sitio era encantador. Un enorme jazmín de Virginia dejaba caer sobre el tejado sus flores rojas y cerosas en forma de trompeta y tapaba así los peores desperfectos. En la penumbra que formaba el enramado de los pinos, los muros aún parecían blancos. Los escalones rotos estaban flanqueados por tinas con adelfas; un inmenso tilo extendía su sombra y su perfume por la terraza inferior; los rosales parecían cenadores, y el cenador, un rosal.
Sin embargo, lo más glorioso eran las vistas. Desde lo alto del viñedo, que empezaba justo detrás de la casa, se divisaba una vasta llanura circular —rodeada de montañas, salpicada de aldeas, con algún que otro pequeño cerro y tierras cultivadas hasta el último centímetro— cuyo centro era la diminuta diócesis de Belley. Era el chascarrillo del pueblo que la puerta trasera de Les Sapins estaba sesenta metros más alta que la de entrada, y el orgullo de la villa, que, desde allí, se podía ver el Mont Blanc.
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Allí arriba y entre los árboles más altos estaba de pie, la mañana que llegó Julia, una muchacha espigada y hermosa con un viejo impermeable. Llevaba así desde las seis, vigilando la carretera de Ambérieu como una guarnición asediada espera las tropas de refuerzo, pero cuando por fin apareció el coche, su expresión no se suavizó. Había hecho venir no a un aliado conocido, sino a una potencia extraña. Con aquella carta, escrita y enviada por impulso, había invitado a una desconocida a su consejo de gobierno más personal; tácitamente había prometido derribar todas las defensas, exponer todas sus debilidades, a cambio de un apoyo cuya fuerza ignoraba.
—¿He sido una idiota? —preguntó Susan Packett a los pinos.
Por supuesto, no obtuvo respuesta. Cuando las puertas rechinaron al abrirse y el coche enfiló la avenida, Susan volvió la espalda a la casa y empezó a subir más y más alto, hacia las rocas desnudas.
CAPÍTULO 6
1
Bajo las rosas del porche, Julia fue recibida por una mujer francesa de edad avanzada que de inmediato la hizo pasar a un amplio y resonante vestíbulo. La francesa, con pantuflas de velarte, caminaba sigilosa como un gato, en cambio sus tacones iban martilleando el suelo y tal vez fue entonces cuando empezó a darle la impresión, una impresión que ya no desaparecería, de que siempre hacía el doble de ruido que cualquier otra persona en esa casa.
—La salle de bain —dijo aquella mujer al tiempo que abría orgullosa una puerta.
—Je vois —contestó Julia—, très chic.
—¿Madame se dará un baño?
—Tout de suite —asintió Julia—. O al menos en cuanto saque una esponja. Éponge, savon. Dans les valises.
—Madame parle français! —exclamó educada su cicerone, y enseguida Julia deseó no haberlo hecho, pues mientras traía las maletas, Claudia fue soltando, en torrentoso y animado francés, lo que ella estaba segura de que serían mensajes de Susan, mensajes de la señora Packett e instrucciones generales sobre cómo proceder allí.
Ya no había más remedio, sin embargo, que sonreír con expresión atenta, y eso fue lo que hizo Julia.
—Et… c’est là la chambre de Madame! —terminó la mujer con gesto triunfal.
Julia se quedó de pie quieta en mitad de la estancia y miró a su alrededor. Nunca había visto una habitación igual: grande, cuadrada, con las paredes blancas, suelo de parqué y dos ventanas por las que entraba el sol y se veían los pinos y una colina azul. Había una cama blanca en un nicho entre dos armarios, un diminuto tocador casi oculto tras un gran ramo de rosas, dos sillas y otra mesa junto a las ventanas dispuesta con una bandeja de desayuno y más flores.
«Está algo desnuda —pensó—, pero es muy espaciosa», y así abrió la maleta más grande de las dos que llevaba y la vació sobre la cama. La bata se había quedado al fondo, pero rebuscó hasta pescarla y luego abrió la otra maletita para sacar su esponja y apartó las rosas del tocador para hacer sitio a sus bártulos de aseo. Para cuando el baño estuvo listo, tras solo diez minutos allí, el aspecto del cuarto había cambiado tanto que hasta la propia Julia se sorprendió un poco.
—Tengo que ser ordenada —se advirtió a sí misma con firmeza. Todas las damas eran ordenadas: tenían cajas especiales para guardar los zapatos y cajas especiales para los guantes y bolsas con la palabra «Colada» para las camisas sucias. Julia también habría tenido todas esas cosas si su situación económica se lo hubiera permitido, pero, como no era así, parecía inútil preocuparse por tales detalles. Un efecto general de amplitud era (como siempre) su objetivo, y en ese momento lo consiguió amontonándolo todo en un armario y cerrando la puerta. Salvo por las rosas en el suelo y una media en el banco de la ventana —y unos zapatos bajo la mesa y una polvera entre los chismes del desayuno—, nadie se habría dado cuenta de que había estado allí.
2
Y entonces, sin duda, mientras yacía triunfante en aquella bañera gala, era el momento de La marsellesa. Sin embargo, de la garganta de Julia no brotó ni una sola nota. Estaba un poco cansada después del viaje y aún un poco sensiblera por lo de Fred, pero la razón fundamental de su silencio era que, por así decirlo, aún no la habían presentado. Se sentía rara, tumbada allí en cueros en una casa en la que ni siquiera había visto a su anfitriona. ¿Qué pensaría Susan si, después de planear con tanto esmero su primer encuentro, su madre anunciara prematuramente su presencia cantando desde el baño? Y como chapotear sería casi igual de malo, Julia se vio a sí misma moviéndose muy despacio, poco menos que furtiva: lavándose la espalda con cuidado, recostándose poco a poco para que no se formase ni una onda. Se vio, de hecho, fingiendo que no estaba allí y, si cerraba los ojos, el efecto era completo. Incluso el agua, inodora, inmóvil, parecía irreal. No era más que una atmósfera cálida en la que flotaba incorpórea, tan irreal como todo lo demás…
—¡No! —gritó sobresaltada—. ¡No puedo quedarme dormida!
El sonido de su propia voz la espabiló y se incorporó a toda prisa, abriendo bien los oídos, para comprobar si había despertado a alguien más. Pero todo seguía en silencio y, con un suspiro de alivio, salió modestamente de la bañera y empezó a secarse. Había dos toallas de baño, grandes y blanquísimas, y una más pequeña de lino con las orillas bordadas; y aunque era imposible sacar auténtico provecho de todas, Julia lo intentó con tanto empeño que oyó las empantufladas pisadas de la doncella en el pasillo, y cómo la puerta de su cuarto se abría y se cerraba, mientras aún se estaba lustrando los muslos.
«Será el desayuno», pensó y, ansiosa por estar donde tocaba cuando tocaba —otra forma de humildad—, se cubrió a toda prisa y volvió corriendo a la habitación. No había nadie, pero sobre la mesa del desayuno habían aparecido panecillos y miel. Preocupada por si la sorprendían con un aspecto inapropiado, Julia se cambió la bata por un vestido de piqué blanco y se empolvó rápidamente la nariz. Y menos mal que lo hizo, pues segundos después llamaron a la puerta y, detrás de esa puerta, había una cafetera y, llevando la cafetera, estaba su hija Susan.
3
En cuanto la vio, a Julia le dio un vuelco el corazón. Susan era hermosa, de una belleza muy femenina. Tenía la estatura y la figura esbelta de los Packett, el cabello rubio de los Packett y los ojos de ese gris claro tan poco común sin una sola mota ni sombra de matices azules. No había nada de Julia en ese rostro ni en su dulce y virginal tono de voz.
—Buenos días —dijo la joven.
Aún sostenía la cafetera en las manos (¿tal vez a modo de protección?), de forma que Julia, preparada para un abrazo, tuvo que replegarse antes de contestar.
—Buenos días. —Intentaba que no le temblara la voz—. Buenos días, Susan.
La muchacha dejó la jarra sobre la mesa (¿sentiría que el peligro había pasado?) y esbozó una sobria sonrisa.
—Sí —le confirmó—. Soy Susan. Espero que no te moleste que no haya ido a la estación, pero…
—Esto es mucho más agradable —se apresuró a concluir Julia.
—La abuela estaba escandalizada, pero creí que tú lo entenderías. —(¡Eso, por lo menos, era alentador!)—. También le resulta chocante —siguió Susan, sonriendo de nuevo— que no la haya dejado levantarse para recibirte. Ahora mismo está sentada en la cama, esperando a que termines de desayunar. Quería tenerte un rato para mí sola, antes de nada.
Aquellas palabras tan gratas, dichas con una voz tan seria y encantadora, colmaron a Julia de regocijo maternal. Era, no obstante, un regocijo aún un poco constreñido: mientras se sentaba a la mesa y dejaba que Susan le sirviera el café, la extraña sensación que había tenido en el cuarto de baño volvió a apoderarse de ella. ¿De verdad era su hija esa jovencita que se afanaba con diligencia sobre la bandeja del desayuno? ¿Era esa casa extraña y desangelada un hogar en el que ella misma tenía de verdad los derechos de una hija? No parecía real. Nada parecía real, ni siquiera el pan que se había llevado a la boca y que tuvo que hacer un esfuerzo por tragar…
—¿Estás nerviosa? —le preguntó Susan de improviso—. Yo sí.
A Julia se le iluminó el rostro.
—Solo hasta que lo has dicho.
Entonces se levantó, llevada por un impulso, pero aún se sentía demasiado cohibida para darle un beso. Susan, a pesar de su gran encanto, no parecía de las besuconas. Cuando aquello se le pasó por la cabeza, le picó la curiosidad de saber algo sobre su joven pretendiente.
—¡Háblame de él! —exclamó con ímpetu al tiempo que iba a sentarse en el banco de la ventana con los oídos y el corazón abiertos.
Susan, sin embargo, tenía sus propios planes. Sonrió cordial, pero negó con la cabeza.
—Se llama Bryan Relton, tiene veintiséis años y es abogado. Se labrará una buena posición. Lo conocerás en el almuerzo, pero no vale la pena hablar de eso ahora, ¿no crees? En fin, hasta que nos conozcas a los dos, no es justo pedirte tu opinión.
Muy correcta, pensó Julia, pero aun así sabía lo que significaba. «No es justo» significaba «es inútil» y, aunque la apreciación era de lo más sensato, tanta racionalidad, en una chiquilla enamorada, se le antojó excesiva. ¿O era más bien prudencia? ¿Era Bryan Relton uno de esos jóvenes de los que no se puede decir mucho, pero que solo tienen que dejarse ver para arrasar con todo? Julia no pensó demasiado en ello; estaba muy ocupada contemplando a su hija. Cuanto más la mirabas —y Susan estaba ahora sentada muy cerca, en el banco de la ventana—, más perfecta la veías. Sus preciosas orejitas apenas se despegaban de la cabeza; sus bellas manos, morenas pero bien cuidadas, nacían delicadas de las muñecas como brotan las hojas de un esbelto tallo. ¡Y era tan limpia! Julia también era limpia, se bañaba todos los días siempre que hubiera gas, pero la de Susan era la limpieza de un manantial, algo tan intrínseco a su naturaleza como su estatura o sus ojos grises.
«No me extraña que esté loco por ella —pensó, volviendo, aunque en silencio, al tema prohibido—. Seguro que es muy poético». Se lo imaginaba alto y delgado y muy serio, de los que aman una vez y para siempre, y también mayor de lo que era en realidad, puesto que en general son los hombres por encima de los treinta los que más atraídos se sienten por la inocencia virginal.
—Apuesto a que la considera una especie de ángel —musitó con aprobación…
—¿Cómo prefieres que te llame? —le preguntó Susan de pronto—. Pareces muy joven para llamarte «madre».
Julia sintió una punzada de desilusión. Claro que quería que la llamase «madre», ¿acaso no había ido hasta allí desde Inglaterra con ese propósito? Quería que la llamase «madre», «mamá», «mami», pero por el tono de Susan supo de inmediato que ninguno de esos términos le parecería aceptable. Igual que antes, había sido muy correcta, pero detrás del tributo a su aspecto, Julia adivinó un encogimiento, una vergüenza, que a su carácter cariñoso le costaba entender.
En lugar de contestar directamente, le dijo con cierta melancolía:
—No te imaginas cuánto me alegró recibir tu carta. Sé que nunca he sido para ti lo que debía… Y fue por mi culpa. Me hace muy feliz que aun así acudieras a mí. Entiendo que no soy como…
En ese momento se interrumpió: el bochorno de su hija era ahora evidente. Susan se había levantado y miraba por la ventana sin pestañear.
—Creo que hiciste muy bien —repuso esta apresurada—. Querías vivir tu propia vida y lo hiciste. No soporto a la gente que se sacrifica a las ideas de los demás. Si quieres saberlo, siempre te he admirado.
—¿Has…? ¿Has sido feliz con ellos? —le preguntó Julia angustiada.
—Muy feliz. La abuela es un encanto, como lo era el abuelo. Y estoy segura de que yo los he hecho felices a ellos. De algún modo, he sido un consuelo por la pérdida de mi padre. —Entonces se dio la vuelta y la miró expectante—. Me gustaría que me hablases de él.
El momento había llegado, ese momento de intimidad, de la larga charla madre-hija que Julia tanto anhelaba. Y sin embargo, en lugar de sentir el corazón dando saltos de alegría, se le cayó el alma a los pies. A la hora de la verdad —cuando la imagen de Sylvester Packett debería haber vuelto íntegra y nítida a su pensamiento—, descubrió que apenas recordaba nada de él.
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