Kitabı oku: «Movimiento en la tierra. Luchas campesinas, resistencia patronal y política social agraria. Chile, 1927-1947», sayfa 14

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En el Senado arremetió dicha bancada, representada principalmente por el senador comunista Juan Luis Carmona, enfatizando en el carácter «nacional» que debía tener dicha ley (y no sólo para «extranjeros»), apuntando a que ello debía ser dicho explícitamente en el artículo 1° y que ante el temor de la derecha de que ello «despoblaría los campos», Carmona planteó, certeramente, que lo que había despoblado los campos era el enganche de campesinos a las salitreras, y que estos obreros, ya desgastados y sobreexplotados, merecían poder volver a sus territorios como campesinos colonos. «Si a estos hombres agotados se les ofreciera volverlos a sus tierras del sur, a dedicarse a la agricultura, que comparada con las faenas salitreras es una actividad muy descansada, estoy seguro que se considerarían felices»280.

Ante la puesta en escena de voces de la bancada de senadores de derecha cuestionando de plano el proyecto, aduciendo –a partir de datos proporcionados por la SNA– que en Chile no se necesitaba subdividir la propiedad, ya que ésta ya estaba, por evolución natural, «muy dividida» (senador Echenique), surgió una poderosa voz defensora, la del senador radical (en 1928) y agricultor, Guillermo Azócar, quien puso sobre la mesa la necesidad imprescindible, a nivel nacional y mundial, de contrarrestar la emigración de trabajadores agrícolas hacia las ciudades a través de la colonización agrícola. «El único remedio que se ha encontrado en el mundo para este fenómeno (de la emigración urbana) es la colonización, o sea, hacer propietario al obrero campesino». Para hacer frente al argumento de que en Chile ya estaba suficientemente dividida la propiedad y, por lo tanto, no se necesitaban políticas de subdivisión de la misma, Azócar puso sobre la mesa estadísticas oficiales que afirmaban la concentración de la propiedad en Chile, donde existían 110.000 propiedades agrícolas, en una extensión de 125.000.000 de hectáreas arables, distribuidas del modo siguiente:

Cuadro N° 1
Distribución de la propiedad agraria en Chile (1928)


Extensión de las propiedadesPorcentaje de propietarosSuperficie agrícola que ocupan
Menos de 50 hectáreas80%3,4%
De 50 a 200 hectáreas11%5,2%
De 200 a 1.000 hectáreas6%12,4%
De 1.000 a 5.000 hectáreas1,8%16,6%
De más de 5.000 hectáreas0,5%62,2%

Fuente: Dirección de Impuestos Internos 281.

El cuadro precedente mostraba que los propietarios de más de 1.000 hectáreas, que constituían el 2,3 % de los propietarios rurales, controlaban las 4/5 partes de la superficie arable del país. «De manera, pues, honorable Presidente, que con estos datos queda plenamente demostrado que la propiedad en nuestro país no está suficientemente dividida»282.

Surgieron otras voces en el Senado, bastante tímidas, oponiéndose a la facultad del ejecutivo de «expropiación» de propiedades agrícolas con fines de utilidad pública y de colonización, tal como se señalaba en el proyecto de Ley de Colonias Agrícolas. Sin embargo, estas voces fueron acalladas por otras (provenientes del radicalismo) que, esgrimiendo argumentos fundados en el conocimiento del derecho constitucional chileno, planteaban que esa facultad expropiatoria existía en Chile, tanto en la Constitución de 1833 como en la de 1925. Por otra parte, se argumentaba, las ideas jurídicas en todo el mundo habían evolucionado desde «un sistema subjetivista e individualista hacia un sistema objetivista y solidarista. (…) Así, durante la gran guerra, en casi todos los países contendientes, apartándose del concepto tradicional del derecho de propiedad, se dictaron leyes que obligaban a todos los propietarios rurales a cultivar intensivamente sus tierras, so pena de expropiación»283.

El gobierno autoritario de Ibáñez constituía claramente un momento propicio para la aprobación de esta ley: la derecha chilena no levantó un discurso fuerte en torno a la defensa irrestricta del derecho de propiedad, capaz de hegemonizar el debate. Aún más, el senador conservador Yrarrázaval hizo indicación para agregar un artículo al proyecto que planteaba que «si la expropiación priva al dueño de más de la mitad de su propiedad, podrá exigir que se le expropie toda»; indicación que fue aprobada y agregada al proyecto de ley284. Así, artículo por artículo, el proyecto de Colonias Agrícolas se fue aprobando, con carácter de «urgente» en senadores, con apenas leves aleteos opositores por parte de algunos personeros de la bancada de derecha y con algunas enmiendas tendientes a hacer más onerosa la compra de las parcelas por los futuros colonos285. Sin embargo, al volver el proyecto a diputados, intervino directamente el ministro de Fomento (autor del proyecto) el que, a través de un oficio ministerial, instaba a los diputados de la cámara a desechar las enmiendas hechas por los senadores, porque ello haría «más difícil la situación de los colonos, especialmente en los primeros años de explotación de la colonia»: oficio que fue un verdadero mandato para los diputados, rechazando, sin más, dichas enmiendas286. En este juego de pimpón entre ambas cámaras, el proyecto, bajo la presión del gobierno, terminó por ser aprobado antes de terminar el año 1928.

Con la promulgación de la ley que se denominó de Caja de Colonización Agrícola (Ley N° 4.496), comenzaba una nueva etapa de la intervención del Estado en el ámbito agrario chileno, con un giro orientado hacia el fomento de la producción agrícola a través de la mediana y pequeña propiedad, favoreciendo, por tanto, no a los más poderosos –cuyas prácticas agrícolas no eran susceptibles de ser transformadas–, sino a los que, siendo potencialmente productivos y contando con un capital mínimo, no tenían, sin embargo, acceso a la propiedad agrícola: la clase media campesina y/o urbana. Esto, no con un sentido filantrópico, sino como un proyecto económico de modernización agrícola y como vía estratégica para solventar la subsistencia de la población nacional: es decir, como parte de un proyecto desarrollista-nacionalista.

Sin embargo, no todo fue miel sobre hojuelas… Numerosos colonos y pequeños campesinos, llenos de esperanza, se instalaron en «tierras fiscales» al amparo de esta ley; no obstante, debieron enfrentarse a otros más poderosos que, bajo el alero de la Ley de Constitución de la Propiedad Austral y a través de diversas vías legales, habían adquirido el carácter de «propietarios», quienes comenzarán a presionar sobre el mismo campo de fuerza de las «tierras fiscales» contra ocupantes y mapuche sin títulos reconocidos por el Estado, intentando hacerse de dichas tierras fiscales. Con un Estado dubitativo y engorroso al momento de otorgar títulos a los pequeños y medianos campesinos y colonos chilenos y mapuche, la Ley de Colonización Agrícola no terminaría, así, con el conflicto de la tierra en Chile.

Ilustrativo al respecto es el caso de los ocupantes de tierras fiscales de Rucapillán, comuna de Cunco (Provincia de Cautín), donde el año 1928 una cantidad de campesinos ocupó 600 hectáreas de tierras fiscales a las que entregaron sus recursos y su sudor en el cultivo y las construcciones que crearon su habitar y su producción durante dieciocho años, con la esperanza de ser colonos con título reconocido. Desde el año de su instalación hasta el año 1946, dichos campesinos enviaron y aún estaban enviando solicitudes al gobierno (vicepresidente Duhalde), pidiendo su radicación a título gratuito en los fundos «Rucapillán» y «Santa Elena»; solicitudes que cada día adquirían más el carácter de «angustiosos llamados de los colonos» ante la presión de particulares por «apoderarse de las tierras echando mano de toda clase de abusos y arbitrariedades», amenazando a los colonos de lanzamiento, bajo el argumento de un supuesto carácter de propiedad privada de las tierras fiscales287.

A pesar de la ‘buena intención’ de la Ley de Colonización de Ibáñez, las obstaculizaciones interpuestas a su operación permitieron que la tierra del sur prosiguiera su propia dinámica o su dialéctica de la conquista prolongada: lógica llamada a seguir imponiendo la relación del amo y el esclavo en la tierra chilena.

En suma, la legislación sobre tierras (la «mesa de tres patas»), que hemos tratado en páginas anteriores, buscaba, de una u otra manera, si no controlar, al menos atrapar y reordenar una realidad que se había puesto en desbocado movimiento en Chile/Sur desde hacía un siglo y con mucha velocidad en las primeras décadas del siglo xx, respecto de la cual el Estado y la ley habían quedado a la zaga. El juego dialéctico que allí se escenificaba era la disputa civil por el control de la tierra, de la fuente por excelencia de la producción de la vida, en un momento en que su apropiación en la Araucanía y sur austral se había realizado a nivel fiscal, sin estar plenamente legitimada a nivel civil: un momento cuando muchos grupos y personas, de distinto rostro, buscaban anidar su vida en esas comarcas otrora y aún mapuche, presionando por el reconocimiento legal de la tierra de su asentamiento como su heredad.

Así, mientras aparentemente la hacienda del valle central dormía su «sueño colonial» –al decir de algunos–, al sur de sus pies la tierra chilena temblaba en las luchas de su deseo, removiendo las bases de su asentamiento ancestral, atrayendo la mirada crítica de todos sobre su cuerpo y su cultivo, generando proyectos tanto de orden como de cambio. La tierra, en su propio lenguaje, nos habló de este movimiento: dramático y violento fue el terremoto del sur en 1939, que hundió violentamente el suelo histórico, reajustó la piezas del Estado y diseminó sus réplicas por el territorio nacional. terremoto del que la hacienda del valle central no saldría ilesa. ¿Cuáles eran los propios temblores que la sacudirían? ¿Con qué agitación de pesadilla o de ilusión habría que despertar? ¿Cuáles fueron los movimientos y las luchas que la sacudieron y hacia dónde conducían?

La tierra, de norte a sur, se agitaba junto a la energética historia humana. El movimiento crítico, de cambio y rebeldía, de resistencia y de control, era la fuerza contradictoria de esa primera mitad del siglo xx: movimientos preparatorios de la conciencia crítica en las décadas por venir.

4. La cuarta pata: ley de sindicalización obrera y campesina

La dialéctica de la conquista de la tierra que buscaba expandirse sobre la propiedad de otros era la realidad que, con distintos grados de intensidad histórica, regía en los límites, siempre frágiles, inestables y a menudo ilegales, de los cultivos y heredades de particulares, colonos y ocupantes, de norte a sur del país. Este era el movimiento de fuerzas que se daba «en el afuera», el que formaba parte, también, de la lógica capitalista del «adentro». Lo que estaba en juego aquí –afuera y adentro– era la lucha por la tierra o el acceso a la fuente primaria de producción vital; lucha de vida o muerte y/o de posesión entablada desde la época de la Conquista y hasta entrado el siglo xx en Chile, fenómeno que en la década de 1920 se trató de normar por parte de la clase dirigente agraria con claro beneficio para los particulares más pudientes, lo que Carlos Ibáñez –como hemos visto– acepta y fomenta, pero busca «compensar» a través de la Ley de la Caja de Colonización. Compensación que quedará también sujeta al movimiento más intenso de la dialéctica de la conquista que buscaba realizar, legitimar y consolidar la gran propiedad de la tierra como toma de posesión civil-legal en los territorios, generando una «nueva hacienda», con una clara impronta capitalista. Sin embargo, el Estado también se construía a sí mismo a través de esa legislación de la tierra, especialmente en la figura de Caja de Colonización, ley e institución que le abrirá las puertas a su abierta intervención en el agro y a la generación de proyectos de fomento fiscal, con el fin de inducir una profundización del capitalismo y la modernización en el agro.

¿Qué pasaba adentro de la gran propiedad? Tanto al interior de la tradicional hacienda del valle central como de las existentes al sur del Biobío, se viven los estremecimientos del cambio de época, cuando la construcción de Estado a través de la legislación social necesariamente hubo de afectar la ancestral privacidad de las relaciones sociales de producción que se desarrollaban al interior de las haciendas. Esta problemática de las transformaciones que palpitarán al interior de las relaciones sociales de la gran propiedad agraria en el Chile de los años 1930-40 no se explica en sí misma, sino que forma parte de aquellas transformaciones modernizadoras del capitalismo (legislativas y de «ajustes» en el régimen de producción) que necesariamente tendrán lugar en el sistema en general, repercutiendo y realizándose también al interior de la hacienda. Uno de los factores que, en este sentido, agitarán con mucha intensidad al orden hacendal chileno será la legislación laboral obrera que se dicta en el mundo occidental y en Chile (1924-1931), a la que Ibáñez prestó especial consideración, legislación que contemplaba la sindicalización de todos los trabajadores, incluyendo al campesinado. La reivindicación de este derecho legal por parte del campesinado apatronado fue la oportunidad que –como lo hemos anunciado– usarán los patrones para realizar sus ajustes en el régimen de producción, reforzando, simultáneamente, su autoritarismo hacendal.

El gran impacto de la Revolución Rusa en el mundo occidental no fue solo la revolución propiamente tal, sino la radical transformación del Estado Liberal en un Estado Social-Legislativo que buscará intervenir sobre el capitalismo en busca de un posible equilibrio entre trabajadores y propietarios de los medios de producción, agudamente enfrentados desde hacía más de un siglo. La Revolución Rusa despertó mayor miedo que la propia guerra entre los Estados de Europa occidental, quienes vieron en ella el fundamento para la urgente construcción de un renovado discurso y programa que les llevaría a formular un nuevo pacto político-legislativo con sus pueblos, en vista de la neutralización del conflicto y la revolución. Fue así que una de las creaciones más importantes del Tratado de Versalles que en 1919 terminó con la primera guerra mundial fue la Organización Mundial del Trabajo (OIT), bajo el principio de que «la paz universal y permanente sólo puede hacerse en la justicia social»288. En forma pionera, la OIT se constituyó como una organización tripartita en todos sus órganos ejecutivos, con representantes de gobiernos, empleadores y trabajadores: clara señal de la nueva fórmula de gobierno que habría de construirse para alcanzar la deseada justicia y paz social. Uno de los objetivos activos de la OIT fue la promoción en todo el mundo de una legislación laboral que, recogiendo las históricas demandas del movimiento obrero y las propuestas reformistas ya formuladas desde fines del siglo xix, fuese capaz de imponer un «orden de justicia» en las relaciones sociales de producción capitalistas y neutralizar el conflicto social.

También en Chile se había puesto en agitado movimiento la presión por la reforma y la justicia en las relaciones laborales del trabajo extractivo y manufacturero. La única ley que normaba, en las primeras décadas del siglo xx, las relaciones laborales en la minería chilena, por ejemplo, era la que estampaba en la libreta de pago y contrato el propio empresario: él era la ley. La fuerza social obrera que se puso en movimiento buscaba la generación de otra ley que emanara desde la propia demanda social por condiciones dignas de trabajo y vida.

Presionado desde fuera y desde dentro, Chile no se pudo quedar atrás en este movimiento pro-reforma legislativa social, constituyendo el Código del Trabajo la principal carta programática de la candidatura y del gobierno de Arturo Alessandri Palma (1920-1924/25), proyecto que presentó al Congreso apenas asumido su gobierno:

Se ha operado en Chile una transformación profunda y radical de las antiguas ideas dominantes en el criterio público sobre el problema del trabajo y la forma en que debe propenderse a su solución. Y esta evolución en el campo de las ideas, que obedece a una necesidad real y efectiva en el terreno de los hechos y que creó un ciencia nueva, la Economía Social, se ha intensificado con los nuevos conceptos y nuevos valores que la gran guerra ha puesto en evidencia y que tienden a que la vida del obrero se desarrolle más en armonía con los principios de justicia y solidaridad humana que dirigen la evolución social de los pueblos contemporáneos289.

Con estas palabras Alessandri ponía énfasis en la necesidad de un cambio de conciencia en Chile en torno a valores nuevos, bastante poco conocidos en nuestro medio social: los valores de «justicia» y «solidaridad humana», sobre los cuales habría de construirse la historia del siglo xx.

La vía de las palabras no fue suficiente para convencer a los parlamentarios de esa hora, recayendo su indiferencia sobre el proyecto de Código del Trabajo; desinterés de la clase parlamentaria que se estremeció con la presencia de las armas institucionales que hicieron mucho ruido en el parlamento y se tomaron el poder del gobierno (septiembre de 1924). Fue así, a la fuerza, que se lograron aprobar las leyes sociales o el Código del Trabajo y Previsión Social, creando, los militares reformistas junto a una intelectualidad médica extraparlamentaria, el ministerio de cuatro carteras que habría de aplicar la legislación social: el Ministerio de Higiene, Asistencia Social, Previsión Social y Trabajo290.

Entre este cuerpo legislativo social-laboral figuraba la Ley 4057 de Sindicalización Obrera que fue promulgada por el Ministerio del Interior el 8 de septiembre de 1924 y firmada por Arturo Alessandri y su ministro del Interior, general Luis Altamirano291. Esta ley hacía una distinción entre el Sindicato Industrial y el Sindicato Profesional. Al Sindicato Industrial debían afiliarse «los obreros de más de 18 años de edad, de cualquiera empresa de minas, canteras, salitreras, fábricas, manufacturas o talleres que registre más de 25 operarios», gozando su asociación de personalidad jurídica292. El Sindicato Profesional quedaba definido como «las asociaciones que se constituyan entre empleado y obreros de una misma profesión, industria o trabajo, o de profesiones, industrias o trabajos similares o conexos con el fin de ocuparse exclusivamente en el estudio, desarrollo y legítima defensa de los intereses económicos comunes de los asociados»293.

Respecto de los sujetos que debían o podrían sindicalizarse, no hay mención expresa, en este cuerpo legal, de los campesinos; sin embargo, tampoco hay exclusión jurídica de ellos, como sí lo expresa respecto de los empleados públicos, quienes «no podrán organizarse en sindicatos», declara expresamente la Ley 4057294. Es también interesante señalar que dicha ley otorgaba pleno derecho a sindicalizarse, en forma amplia y genérica, a «las mujeres casadas que ejerzan una profesión u oficio cualquiera (quienes) podrán, sin autorización marital, organizar y afiliarse a los sindicatos profesionales e intervenir en su administración y dirección»295. Una legislación, como vemos, que recogía las demandas de las mujeres de postguerra y que en Chile pasará bastante desapercibida desde este punto de vista de género.

Tres eran los principales objetivos de ambos tipos de sindicatos: a) celebrar contratos colectivos de trabajo, haciendo valer los derechos que de estos contratos emanasen296; b) representar a los obreros o asociados en los conflictos colectivos y en las instancias de conciliación y arbitraje buscando una salida pacífica a dichos conflictos, y c) atender a fines de mutualidad y cooperación mutua. La ley de 1924 no hablaba de derecho a huelga y contemplaba una participación de los trabajadores en los beneficios de las utilidades líquidas de las empresas, factor que puede explicar la pronta aceptación y éxito de la sindicalización obrera legal en los años siguientes en Chile297.

Las leyes laborales comenzaron a aplicarse poco a poco, con fuerte resistencia de los empresarios agrupados en la SOFOFA, quienes comenzaron a tener que «soportar» la presencia de inspectores y inspectoras del Trabajo entrando libremente a sus empresas con el fin de vigilar el cumplimiento de dichas leyes… difícil tarea. Al asumir Carlos Ibáñez el gobierno en 1927, la valoración y aplicación de las leyes laborales fue un interés primordial de su gestión a través del Ministerio de Bienestar Social (ex Ministerio de Higiene, Asistencia Social, Previsión Social y Trabajo): en este aspecto coincidió con su gran rival político, el ex presidente Arturo Alessandri. «Yo no soy de aquellos gobernantes que creen advertir un peligro en que las clases obreras se organicen y se asocien. Yo patrocino estas asociaciones», declaraba el presidente Ibáñez298.

Funcionarios de dicho Ministerio de Bienestar recorrían «todas las regiones del país, en las ciudades y en los campos, (realizando) una tenaz labor de vigilancia y propaganda de la legislación que pende de su control», incentivando la creación de sindicatos legales, especialmente entre los obreros del salitre y dictando conferencias en teatros y centros obreros, divulgando la Ley 4057 de Sindicalización299. Según cifras aportadas por Moisés Poblete, 10 sindicatos agrícolas se habían constituido el año 1925300.

Poco antes de la caída de Ibáñez –efecto político de la crisis capitalista de 1930– las leyes del trabajo, diversas y bastante dispersas, tomaron la forma de un cuerpo sólido: el Código del Trabajo (1931), que reconocía que Chile, en cuanto miembro de la OIT, estaba obligado a «adaptar su legislación a los convenios internacionales» tanto en esa actualidad como en el futuro301. Dicho Código no solo buscaba reunir en un solo cuerpo y facilitar la aplicación de las leyes sociales, sino también corregir algunos de sus textos e incorporar a sujetos de la «clase asalariada» que quedaban al margen de dichas leyes: «los trabajadores a domicilio, los empleados domésticos y otros que reclaman con justicia una protección legal adecuada a sus necesidades y a su condición social»302. En estos «otros», el Código incluyó expresamente a los campesinos para quienes se legisló en el Título 8 de dicho cuerpo de ley.

Los campesinos quedaron claramente definidos en ese cuerpo legal en los siguientes términos: «Son obreros agrícolas los que trabajan en el cultivo de la tierra, como los inquilinos, medieros y voluntarios en general, y todos los que laboren en los campos bajo las órdenes de un patrón y no pertenezcan a empresas industriales o comerciales derivadas de la agricultura»303. En dicho Código se estipulaba expresamente que el trabajo de los campesinos se regiría «por las normas generales de los contratos de obreros», aunque especificando que dichas normas comunes regirían siempre «que no sean incompatibles con las labores agrícolas», aunque no define qué factores determinarían dicha «incompatibilidad»: ambigüedad que afectaría mucho las relaciones sociales en el agro en las décadas siguientes. El texto sí era enfático al determinar expresamente que las labores del campo no estarían sujetas a horarios determinados legalmente, sino a la naturaleza del trabajo y de la región. El patrón, por su parte, debía incluir en el contrato de trabajo del campesino su obligación de «proporcionar al obrero y a su familia, habitación higiénica y adecuada»304.

En relación, específicamente, a los inquilinos, el Código del Trabajo se preocupó expresamente de detallar los contenidos que debía incluir el «contrato de trabajo»305, estipulando que, en caso de término del contrato, debían tener un (¿desahucio o un tiempo?) «dado con dos meses de anticipación»306. Asimismo, respecto de los medieros y aparceros, al Código igualmente le interesó determinar los contenidos que debía incluir su contrato de aparcería307, especificando que si una de las partes provocare el término anticipado del contrato, debía indemnizar a la otra por los perjuicios que le ocasionare308. El Código estableció expresamente que los inquilinos y aparceros no estaban obligados a vender al patrón los productos de su cosecha y que, de hacerlo, lo debían efectuar según los precios de mercado: artículo que buscaba evitar los conocidos abusos por la exigencia de la venta en verde de los productos de la siembra y trabajo de los inquilinos y/o medieros309. Finalmente, respecto de los «trabajadores de temporada», el Código sólo determina que tendrían el derecho a un desahucio de 6 días310.

En suma, en relación a los campesinos u «obreros agrícolas», al Código del Trabajo de 1931 le interesa principalmente obligar a los patrones a llevar a cabo la textualización o escritura, a través del instrumento «contrato laboral», de los términos de las relaciones sociales de producción en sus fundos y haciendas; esto, claramente con el fin de establecer acuerdos previos que evitasen abusos y conflictos. La ley suponía que en el contrato de trabajo, firmado por ambas partes contratantes, descansaba la armonía entre patrones y obreros agrícolas en el campo chileno.

No obstante, el Código también dejaba un amplio campo de acción a los trabajadores agrícolas al estipular que ellos se regirían «por las normas generales de los contratos de obreros», lo que necesariamente significaba su derecho de sindicalización, entre otros derechos. Así, a pesar de la aprehensión de la ley respecto de la amplitud social de la misma –restringiendo dichas normas amplias el concepto de «incompatibilidad» con las faenas agrícolas–, el espíritu de la ley, como el propio Ibáñez declaraba en reiteradas ocasiones, era propender a la asociación y sindicalización de los trabajadores como otro de los instrumentos claves de la armonización de los conflictos del trabajo.

En suma, a través de esta «mesa de tres y cuatro patas», tanto la clase dirigente y principal poseedora de la tierra como el Estado del siglo xx buscaron poner orden legal y, por consiguiente, legitimar la lógica de apropiación de la gran propiedad particular agraria y su statu quo hacendal, incorporando, el Estado-Ibáñez, un factor de «justicia social» que buscaba otorgar una cierta participación en la «torta de la tierra» a los sectores productivos agrarios menores, así como modernizar las relaciones sociales de producción al interior del régimen hacendal. La ley, sin embargo, no lograría apagar el fuego de un «movimiento en la tierra» que se produciría a raíz de sus profundas contradicciones históricas, tanto a nivel de la disputa por la propiedad de la tierra como en torno a la lucha por la conquista de los derechos laborales y sociales del campesinado: ambos procesos fueron la expresión de una nueva fase de modernización y acumulación capitalista en el agro chileno.


216 Fabián, Almonacid, «El problema de la propiedad de la tierra en el sur de Chile (1850-1930)», Historia, Vol. I , N°. 42, 2009, p. 26. Para tratar esta temática seguiremos de cerca este excelente estudio sobre la Ley de Propiedad Austral de Fabián Almonacid.

217 Fabián, Almonacid, «El problema de la propiedad de la tierra en el sur de Chile (1850-1930», Historia, Vol. I , N°. 42, 2009, p. 27.

218 Fabián, Almonacid, «El problema de la propiedad de la tierra en el sur de Chile (1850-1930)», Historia, Vol. I, N°. 42, 2009, p. 30. Énfasis nuestro.

219 Fabián, Almonacid, «El problema de la propiedad de la tierra en el sur de Chile (1850-1930)», Historia, Vol. I , N°. 42, 2009, p. 30.

220 Fabián, Almonacid, «El problema de la propiedad de la tierra en el sur de Chile (1850-1930)», Historia, Vol. I , N°. 42, 2009, p. 38.

221 Fabián, Almonacid, «El problema de la propiedad de la tierra en el sur de Chile (1850-1930)», Historia, Vol. I, N°. 42, 2009, p. 39.

222 Ley 4310 del 11 de febrero de 1928, firmada por el presidente Carlos Ibáñez y su ministro de Fomento, Adolfo Ibáñez.

223 Ley 4310 del 11 de febrero de 1928, firmada por el presidente Carlos Ibáñez y su ministro de Fomento, Adolfo Ibáñez.

224 Gonzalo, Izquierdo, Historia de Chile, Tomo III, Santiago, Editorial Andrés Bello, 1990, p. 90. Este Ministerio de la Propiedad Austral funcionó hasta el 9 de abril de 1931, siendo sustituido por el Ministerio de Tierras, Bienes Nacionales y Colonización (DFL N°. 84), cartera que asumió las funciones del anterior Ministerio de la Propiedad Austral.

225 El historiador Almonacid plantea que «entre noviembre de 1929 y diciembre de 1930, el MPA resolvió: 2.394 solicitudes por títulos gratuitos, por 56.616,06 hectáreas; 762 por reconocimiento de validez de títulos, por 696.149,72 hectáreas; 61 por ventas directas, por 26.395,41 hectáreas; 159 por temas varios, por 767.599,17 hectáreas. En total, se dictaron 3.376 decretos por 1.546.760,3 hectáreas». Fabián Almonacid, «El problema de la propiedad de la tierra en el sur de Chile (1850-1930)», Historia, Vol. I, N°. 42, 2009, pp. 42 y 45.

226 Fabián, Almonacid, «El problema de la propiedad de la tierra en el sur de Chile (1850-1930)», Historia, Vol. I, N°. 42, 2009, p. 55.

227 Ver al respecto, M. A. Illanes, «Chalinga. Para des-cubrir América desde América», en Chile Des-centrado. Formación socio-cultural republicana y transición capitalista. (1810-1910), Santiago, LOM, 2003.

228 Ver al respecto «Ley de Fundación de poblaciones en el territorio de los indígenas» promulgada en Santiago el 4 de diciembre de 1866 y firmada por el Presidente de la República, José Joaquín Pérez y su ministro de Guerra y Marina y ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública, Federico Errázuriz Z. <https://www.leychile.cl>.

229 Fabián, Almonacid, «El problema de la propiedad de la tierra en el sur de Chile. (1850-1930)», Historia, Vol. I, N°. 42, 2009, p. 9. Por la misma voracidad de apropiación de tierras indígenas, dicha prohibición debió extenderse a la Provincia de Valdivia en 1893.

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