Kitabı oku: «Movimiento en la tierra. Luchas campesinas, resistencia patronal y política social agraria. Chile, 1927-1947», sayfa 12

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Capítulo III Ibáñez y la tierra: la mesa de tres y cuatro patas
1. La Ley de Constitución de la Propiedad Austral

Como hemos podido apreciar, el modo de constitución civil de la propiedad privada en el sur de Chile, especialmente en su expresión de «apropiación por despojo», si bien estuvo asentado sobre la lógica de la Conquista, fue un fenómeno más complejo que una simple batalla de bandos contrapuestos a rostro descubierto y a plena luz en un campo de batalla. El fenómeno de la «apropiación por despojo» fue un proceso más bien oculto, silencioso, fraguado en las oficinas y notarías de los pueblos, en connivencia y acuerdo entre los mayores propietarios u ocupantes de la zona y las autoridades locales y policiales, proceso en el que se falsificaron documentos, se sacaron firmas de mapuche y de colonos a dedo y tinta a través de diversos subterfugios y se usó la fuerza pública en beneficio particular. De este modo, buena parte de la propiedad privada del sur de Chile se constituyó como una «conquista civil» de la tierra, aunque utilizando las modernas herramientas legales, oficiales e institucionales puestas a su servicio y beneficio. Si bien estas prácticas fueron eficaces, carecieron de legitimidad socialmente reconocida.

Según los estudios del historiador Fabián Almonacid, estas prácticas de «apropiación por despojo» fueron conocidas por los poderes centrales y financieros del país, denegando incluso algunas instituciones bancarias créditos hipotecarios a los terratenientes del sur por la desconfianza que generaban muchos títulos mal habidos; asimismo, el carácter dudoso de los títulos impedía la libre y segura transacción de propiedades en el sur, lo que las depreciaba. «La convicción del centro del país sobre la ilegalidad de la propiedad de los agricultores sureños se expresó en una decisión de la Caja de Crédito Hipotecario en 1920 que, de una entrega de créditos discriminatoria a los propietarios australes, pasó a negarlo mediante un requisito insuperable para la mayoría, como fue que sus títulos procedieran del Fisco o que fueran anteriores a 1866, debidamente inscritos y registrados. Como reacción a ello se realizó un Congreso Pro Defensa de la Propiedad Austral, en Valdivia, en abril de 1921, al que concurrió el Ministro del Interior, congresales y representantes de las provincias del sur. Dentro de los resultados de dicho encuentro, se pidió al gobierno de Arturo Alessandri tomar diversas iniciativas legales para resolver la situación de propietarios y ocupantes de terrenos en el sur»216.

La clase terrateniente sureña, consciente de sus intereses, comenzaba a formar cuerpo con el fin de presionar por el reconocimiento de su propiedad a través de una ley especial. El proyecto de «ley especial» sobre la propiedad austral fue elaborado originalmente por la Comisión Parlamentaria que visitó el sur a propósito de la «matanza de Loncoche» ocurrida el año 1910. En dicho proyecto –que pasó a trámite parlamentario recién en 1922– se creaba un Tribunal con sede en la Corte de Apelaciones de Valdivia que, en un plazo de cinco años, resolvería en única instancia todas las contiendas de tierras entre particulares y el Estado existentes al sur del río Malleco. A juicio del historiador Almonacid, este proyecto favorecía a los particulares, ya porque el Estado sería incapaz de defender sus intereses con abogados a sueldo y en tan breve plazo –mientras los particulares utilizarían abogados muy bien pagados para fabricar todo tipo de pruebas–, ya porque el proyecto reconocía las inversiones y mejoras realizadas como otorgadoras de reconocimiento de propiedad en las ocupaciones y usurpaciones. «Claramente, el proyecto favorecía el pragmatismo, los hechos consumados, por sobre el imperio de principios jurídicos tradicionales»217.

Con la premura que exigía la entonces inestabilidad política en el país (golpes militares reformistas en septiembre de 1924 y enero de 1925; renuncia y regreso del presidente Alessandri al gobierno con la misión de promulgar una nueva Constitución de carácter presidencialista), en agosto de 1925 se fundó en Valdivia la Asociación de Agricultores adscrita a la SNA y nació un primer Partido Agrario (1925) para la defensa de los propietarios particulares ante el Fisco: partido que era manifestación de la lucha y presión llevada a cabo por los terratenientes en pos del reconocimiento de la propiedad particular en el sur de Chile. Con visita de delegaciones de agricultores a La Moneda portando memoriales, el proyecto en cuestión, elaborado con la participación de dichos propietarios, fue transformado en ley el 14 de octubre de 1925. «Ella dispuso que cualquier particular que no tuviera títulos dados por el Estado, o (que hubieran) surgido de compras a indígenas antes de las leyes de prohibición (1874 para la Araucanía y 1893 de Valdivia al sur), o (que emanaban) de una sentencia definitiva en un juicio seguido contra el Fisco, estaba obligado a demandar al Estado ante las cortes de apelaciones de Temuco o Valdivia, según la ubicación de la propiedad, antes de dos años, de lo contrario perdería sus derechos sobre esas tierras. Además, los que tuvieran títulos inscritos con anterioridad a 1893, de Valdivia al sur, debían registrarlos en una oficina estatal. El Estado tendría dos años para impugnar estos, y pasado este tiempo quedarían saneados. Por último, se permitía a los ocupantes de tierras fiscales solicitar un título o, si demostraban una ocupación de más de 10 años, poder comprar hasta 3 mil hectáreas de tierras»218. Es decir, esta ley buscaba realizar un proceso de actualización de títulos a través de su formal reconocimiento fiscal por medio de procedimientos judiciales. Al mismo tiempo, el Estado abría un nuevo mercado de tierras fiscales para su compra por antiguos ocupantes pudientes. Ante esta ley la tierra indígena aumentaba su vulnerabilidad: «el agricultor reconocido como propietario por el Estado obtenía un argumento decisivo para detener cualquier reclamo indígena en su contra»219.

Nuevas correcciones se hicieron a la ley de 1925 en los años siguientes, las que tendían a facilitar los trámites para la titulación de la propiedad austral a través de una simple «anotación ante el Estado» y su aprobación vía decreto, facilitando el Fisco la cesión o venta de tierras a quienes las hubiesen ocupado e invertido en ellas por un período de tiempo (Proyecto de Ley de Constitución de la Propiedad Austral de 1927). En éste como en los anteriores proyectos presentados «poco importaban los derechos de los indígenas y del Estado, dueños originales de todas las tierras del sur»220. En definitiva, se trataba de un proyecto que, si bien sometía los títulos a revisión, buscaba un rápido saneamiento y reconocimiento de la propiedad particular ante el Estado vía mera inscripción de títulos, dando rienda libre a la ampliación de dicha propiedad en el sur.

Habiendo asumido el gobierno el general Carlos Ibáñez (septiembre de 1927) –uno de los protagonistas de los golpes militares reformistas de los años 1924 y 1925 y ya premunido con la Constitución presidencialista de 1925–, éste puso atención a los intereses del Estado que estaban en juego en este proyecto de constitución de la propiedad austral y mandó suspender la tramitación del mismo en el Congreso. Ibáñez presentó un nuevo proyecto (septiembre 1927) donde «se declaraba la vigencia de las leyes que regularon y prohibieron el comercio de tierras en el sur en 1866 y 1874 por lo que, después de esas fechas, ningún título era válido»221. El Estado, asumiendo como el único propietario de las tierras del sur, ponía sus propias cartas sobre la mesa. A partir de esta premisa, la ley en cuestión, aprobada en febrero de 1928, establecía el procedimiento para el reconocimiento de títulos: a) En primer lugar, establecía que «las personas que se crean con derecho al dominio de terrenos situados (al sur del río Malleco), deberán pedir al Presidente de la República el reconocimiento de la validez de sus títulos dentro del plazo de dos años», siendo simplemente «verificados» los títulos otorgados por el Estado con anterioridad a 1874 y entre esa fecha y 1893, por el hecho de haber emanado dichos títulos directamente del Estado. b) En segundo lugar, para el caso de los simples ocupantes y cultivadores de tierras fiscales con anterioridad a 1921, la ley les otorgaba el derecho de solicitar al Presidente de la República el otorgamiento de título gratuito de dominio hasta la cantidad de «ochenta hectáreas por cada padre de familia o madre viuda o sus descendientes y hasta veinte hectáreas más por cada hijo vivo». c) En tercer lugar, respecto de aquellos que ocupaban tierras fiscales por el lapso de, a lo menos, los últimos diez años (desde 1918 m/m), habiendo pagado las contribuciones correspondientes a dichos terrenos –figurando, por consiguiente, el predio en el Rol de Avalúos–, podrían optar a que el Estado les vendiese las tierras que ocupaban, desde 2 hectáreas hasta una extensión máxima de 4.000 hectáreas, al precio de tasación y pagándose la 5ta. parte al contado y el resto a diez años al 6% anual. d) Respecto de los indígenas, ellos continuarían siendo objeto de la política de radicación222. A través de esta ley, el Presidente de la República se constituía, personalmente, en la gran figura legitimadora y dadora de títulos de tierras en el sur, manifestando su voluntad de otorgar gratuitamente títulos a cultivadores-ocupantes para constituir una mediana propiedad familiar en límites máximos establecidos, mientras el Estado pasaría a vender ampliamente tierras a ocupantes antiguos pudientes para la constitución y reconocimiento de una gran propiedad rural en el sur de Chile.

Reconociendo la realidad de los conflictos de tierras entre particulares, la ley Ibáñez establecía que, si dos o más particulares sin títulos se disputaban el derecho a un mismo terreno, resolvería el propio Presidente de la República, quien preferiría «a aquellos que acrediten ante el Departamento de Tierras y Colonización el hecho de haberlo ocupado y trabajado personalmente». Respecto de aquellos ocupantes cuyos derechos, de acuerdo a esta ley, quedasen «extinguidos», se ordenaría la entrega de dichos terrenos en un plazo de 15 días (prorrogables si existiesen siembras), ante cuyo incumplimiento se les «desalojará con el auxilio de la fuerza pública». Finalmente, los terrenos que quedasen «sobrantes» después de este proceso de reconocimiento y otorgamiento legal de títulos, se inscribirían a nombre del Fisco. Para el cumplimiento de esta ley, el Estado nombraría comisiones provinciales que estarían a cargo del territorio agrícola correspondiente a cada provincia de la Araucanía y sur austral223. Finalmente y con el fin de dirigir centralmente la aplicación de la Ley sobre Constitución de la Propiedad Austral, en octubre de 1929 el Gobierno creó el Ministerio de la Propiedad Austral (DFL N° 4.770), el que habría «asumido un papel muy activo en la regularización de los títulos de dominio en el sur y en la agilización del proceso de colonización de Aysén»224, ministerio que incluso habría logrado la «detención de los desalojos de colonos y ocupantes en el sur, tal como lo solicitó el ministro del ramo al del Interior, en noviembre de 1929», posibilitando, a medida que se realizaba el reconocimiento de títulos, que los propietarios particulares del sur pudiesen acceder a créditos hipotecarios225.

Poco antes de la caída del general. Ibáñez, se promulgó, a través del DFL N°1600, el texto definitivo de la Ley de Constitución de la Propiedad Austral (31 de marzo de 1931), con la incorporación de algunos cambios realizados en el curso de la aplicación de la ley y que tendían a dar más facilidades y expedición al reconocimiento de títulos de dominio de particulares.

En suma, esta ley revela la voluntad del Estado de poner orden en las tierras del sur asumiendo el Estado la calidad de dueño universal de dichos territorios. A partir de esta premisa, el presunto propietario de tierra no titulada ante el Estado chileno tenía el simple estatuto de «ocupante», el que se clasificaba en dos tipos: antiguo y nuevo. a) El antiguo (ocupante con anterioridad a los años veinte del siglo xx) era el único cuya propiedad sería reconocida y titulada gratuitamente por el Estado, pero estaría limitada y constreñida a ser una mediana y pequeña propiedad sureña; b) el ocupante nuevo (con 10 años de ocupación) debía comprarle al Fisco su propiedad, titulándola en dicho acto, con un margen muy amplio de extensión (de 2 a 4.000 hectáreas) y con pocas facilidades de pago, lo que, en los hechos, favorecía a los terratenientes pudientes que, demostrando el requerido plazo estipulado de ocupación (a través, como hemos visto, de múltiples vías y subterfugios), estaban dispuestos a pagar por las tierras que el Fisco había puesto a la venta y a disposición del «mercado» privado de tierras. De este modo, la Ley de Constitución de la Propiedad Austral, si bien reconocía una mediana propiedad agrícola como fruto de la ocupación y el esfuerzo familiar del antiguo ocupante cultivador, ratificaba el deseo y la fuerza expansiva de la gran propiedad privada de la tierra en el sur de Chile, sacando el Estado su propia y buena tajada. En los hechos, esto significaba dejar en la indefensión a los pequeños campesinos y colonos ocupantes de hacía 10 años, incapacitados de acceder a la compra de tierras fiscales y quedando, por consiguiente, no titulados, debiendo dar la pelea con el terrateniente vecino en un dramático campo de lucha desigual… Por su parte, el pueblo mapuche continuaría sujeto a «reducción».

Respecto de esta ley y su aplicación, el historiador Almonacid certeramente concluye que «toda la acción del Estado respecto a la propiedad austral e indígena favoreció a los intereses de los propietarios rurales no indígenas. Se avalaron las usurpaciones de tierras fiscales e indígenas por particulares, se consolidaron grandes propiedades rurales y se optó por el desarrollo de la propiedad rural privada»226.

Todo esto explica la continuación del despojo –como lo hemos visto– en cuanto práctica de dominio y expansión de la propiedad por parte de los particulares grandes propietarios de Chile/Sur en detrimento, especialmente, de la ancestral propiedad mapuche y de los pequeños campesinos habitantes y cultivadores de su tierra.

2. La división de las comunidades-reducciones indígenas

Muchos de los pueblos americanos –especialmente en el mundo andino– fueron objeto de «políticas de reducción» como parte del proceso de Conquista y para mejor (ab)uso de la mano de obra indígena en tiempos coloniales. Política a través de la cual el Estado sustrajo sus ancestrales tierras amplias, dejándolos en espacios –como su nombre lo indica– «reducidos», a menudo en tierras de muy baja calidad, lo que los empobrecía, quedando bajo el ojo y control directo y abusivo de corregidores y encomenderos, desarraigando a sus jóvenes en busca de algún destino. Sin embargo, esa política mantuvo, precariamente, el «modo de producción comunitario» ancestral y algunas de sus tradiciones fueron allí resguardadas por los mayores que se quedaron en esa tierra pobre, sabedores de que ella no es sino nuestro propio cuerpo…

La Independencia y su ideario de modernidad liberal puso sus ojos sobre aquellas comunidades indígenas que, con diversos rostros, pervivían en tiempos de la Colonia tardía. Política medular del temprano Estado republicano chileno fue dividir esa reducidas comunidades, con el fin de abrir la conquista de nuevas tierras y generalizar el «modo de producción de propiedad privada» para la construcción y consolidación del sistema capitalista: fundamento del moderno ideario de progreso civilizacional occidental. Desde 1830 se aprobaron leyes y decretos de individuación de las tierras de los Pueblos de Indios, asignando pequeñas parcelas individuales-familiares a sus miembros y generando tierras sobrantes que el Estado sacaba a remate, ganando buenos pesos e instalando en la vecindad de los ex comuneros indígenas a propietarios chilenos con activa ambición y sed de tierras que terminarían por devorar, poco a poco, las vecinas tierras de las empobrecidas familias indígenas parceleras, proletarizando, expulsando y/o absorbiéndolas en su nueva posesión227.

Concordante con esta política liberal de individuación de la propiedad indígena colonialmente reducida, al momento de tomar posesión militar y legal del fronterizo territorio mapuche, el Estado chileno –como hemos visto–, a través de la Ley del 4 de diciembre de 1866, creó las bases para un proceso de reducción de tierras y de indígenas en esos territorios, lo que, al mismo tiempo, dejó abierta la posibilidad de la división o individuación de dichas tierras comunes228. Como se sabe, después de la ocupación militar-estatal de un territorio, sigue la ocupación civil, con su lógica de lucha con el otro-originario por su dominación. En esta lucha civil era fácil que tomara la delantera el grupo que, protegido por los soldados y por la ley del Estado triunfante, se consideraba el más fuerte y el que tenía la razón de la civilización o la «verdad». La apropiación de las tierras de los considerados «vencidos» o en proceso legal de ser «reducidos» se desató por todas las vías –a través de la ley, la presión o el engaño– como parte de una dialéctica primitiva de lucha por la posesión y el dominio. Tanto así que el Estado hubo de hacerse presente a poner atajo al deseo desatado: «Eran tales los abusos cometidos que escandalizaban a las propias autoridades establecidas en la zona, que el 4 de agosto de 1874 se prohibió a los particulares la adquisición de terrenos indígenas (…) en toda la Araucanía (…) con lo que el Estado pasó a ser el único vendedor de tierras»229.

La política de reducción se consolidó luego de la derrota militar del pueblo mapuche en la Conquista de la Araucanía realizada por el Estado chileno a fines del siglo xix, cuando aún estaba caliente en los cuerpos de sus soldados la Guerra del Pacífico y su adrenalina triunfadora. El gobierno chileno creó en 1883 la Comisión Radicadora de Indígenas, que operó según la normativa establecida en la ley de 1866. La lógica y proceso de conquista expresada en la «política de reducción» era un modo fácil y rápido de: a) toma de posesión de la totalidad del territorio mapuche; b) toma de control de los sobrevivientes, confinándolos a espacios determinados, delimitados y reducidos, y c) liberación de gran cantidad de tierra sobrante para sacar a remate a propietarios occidentales, chilenos y/o extranjeros, que instaurasen, en la vecindad de las reducciones, el modo de producción de propiedad privada; propietarios particulares que necesariamente pasarían a presionar con su propia lógica de expansión, proletarización y absorción. Triple fenómeno que conquistó profundamente a la Araucanía, transformando sus indígenas libres en «reducciones» o «reservas» protegidas –momentáneamente– de la voracidad civil por el Estado, al paso que se hacía tabla rasa de las economías indígenas de tierras abiertas (ganadería de pastoreo estacional y de tráfico cordillerano)230. No obstante, se reconocía el modo de producción común-americano en la tierra de la reducción.

Mientras la mayoría de los jóvenes de las reducciones tuvieron que partir a proletarizarse a las ciudades, quedaron en ellas los y las mayores, produciendo escasamente en malas tierras, resguardando débilmente sus tradiciones, intimando su lengua tras los muros de sus rucas temiendo al winka Algunos jóvenes que se quedaron se proletarizaron, por poca paga, en las propiedades agrícolas vecinas.

Hacia mediados de la década de 1920, en plena postguerra y sufriendo Chile una economía decaída por la crisis del salitre, se valoriza crecientemente la tierra, sobre la que ponen sus ojos deseosos tanto el Estado como la sociedad civil, apuntando a las comunidades-reducciones-reservas de indígenas de Chile/Sur.

En 1926, el presidente liberal Emiliano Figueroa –tras el cual gobernaba de hecho su ministro del Interior y director del Cuerpo de Carabineros, Carlos Ibáñez– enviaba a las Cámaras un proyecto de ley que buscaba poner fin al régimen de prohibiciones que protegía a las comunidades-reducciones mapuche de la libre venta mercantil, proyecto sustentado en el consabido discurso «progresista» que aseguraba que la entrada de las comunidades indígenas al mercado libre de tierras traería su bienestar y su civilización231. El proyecto en cuestión creaba un Tribunal Especial con asiento en la ciudad de Temuco, compuesto por un ministro de la Corte de Apelaciones de Temuco, por un mapuche y un agrimensor, nombrados por el Presidente de la República, cuyo objetivo era la división de las comunidades indígenas existentes desde Biobío a Magallanes, proyecto que se aprobó como Ley de la República el 29 de agosto de 1927, habiendo asumido ya el gobierno el general Carlos Ibáñez (1927-1931), quien, como hemos visto, buscó impulsar el modo de producción privado capitalista, otorgándole a este régimen de producción privado nuevo oxígeno, especialmente en el ámbito agrario, campo estratégico de la vida económica y de las graves necesidades de la alimentación nacional232. El Tribunal creado por la ley de 1927 operaría: a) restituyendo «la totalidad de los terrenos comprendidos en el Título de Merced» y fallando sin apelación respecto de los juicios existentes al respecto; b) realizada esta operación, el Tribunal pasaría a dividir cada comunidad en tantas hijuelas como jefes de familia, sucesiones o individuos figurasen en el Título de Merced, otorgando a cada uno de estos «una parte de igual valor en la comunidad». A partir de esta base de partición, la cantidad y extensión de las hijuelas en que se dividiría la comunidad variaría según la cantidad de miembros que figuraban en el título. Quienes no quedasen conformes con la cuota asignada, podrían «ser radicados como colonos nacionales», y quienes vivían en las comunidades sin tener título de merced serían considerados como «colonos nacionales y serán radicados en terrenos fiscales aunque no reúnan los requisitos que las leyes exigen a los colonos». c) Dividida la comunidad e inscritas sus hijuelas en el Conservador de Bienes Raíces, estas «podrán ser libremente gravadas o enajenadas», para lo cual la ley exigía algunos requisitos233, los que transcurridos diez años desde la partición de la comunidad, ya no serían exigidos.

Este Tribunal Especial –que quedó compuesto por el ministro de la Corte de Apelaciones Ciro Salazar, por el ingeniero Manuel Ramírez y por Antonio Chihuailaf, miembro de la Unión Araucana– comenzó sus operaciones realizando restituciones de tierras mapuches de acuerdo a sus títulos de merced originales. En un año y medio «unas 1.653 hectáreas ya habían sido devueltas a los indígenas», suscitando un «creciente malestar entre los agricultores del sur», quienes habrían comenzado a presionar en contra de dichas restituciones, ordenando el gobierno detenerlas, mientras envió un proyecto al Congreso para reformar la ley vigente234.

Como resultado de las presiones, a comienzos de 1930 se promulgó una nueva ley que sustituía el Tribunal de amplios y omnímodos poderes por cinco Juzgados de Indios formados cada uno por un juez y un secretario nombrado por el Presidente de la República, donde se tramitarían sólo en primera instancia los conflictos de tierras mapuche con «particulares» –los que quedaban definidos como aquellas «personas que reclamen derechos emanados de un título distinto del de Merced»–, pudiendo pasar a segunda instancia dichos conflictos ante las Cortes de Apelaciones correspondientes. El gobierno proporcionaría «abogados procuradores» a sueldo fijo que defendiesen los derechos indígenas. El objetivo básico de la ley de enero de 1930 seguía siendo la «liquidación de las comunidades» –objetivo compartido entonces por las organizaciones indígenas existentes235–, con procedimientos semejantes al establecido en la ley de 1927, debiendo, en última instancia, ser aprobadas las sentencias de los juzgados por el Presidente de la República, contando los jueces «con el auxilio de la fuerza pública para el cumplimiento de sus resoluciones»236.

La ley de «división de comunidades» se pone en el caso, muy común en la época, de que terrenos que pertenecían a las comunidades según Título de Merced, estaban habitados por «ocupantes» que, a su vez, esgrimían sus propios títulos, generándose múltiples controversias que abundaban en las páginas de la historia de la Araucanía. Al respecto, la ley establecía que el Título de Merced debía prevalecer sobre cualquier otro, ante cuya evidencia los ocupantes serían «radicados en tierras disponibles». Sin embargo, esta legislación establecía varias excepciones que reconocían el derecho de los ocupantes sobre el de los indígenas, especialmente cuando dichos títulos eran anteriores al de Merced y aprobados por la Ley de Propiedad Austral. En definitiva, respecto de los conflictos de tierras entre indígenas y particulares, los Juzgados de Indios debían considerar como válidos los títulos emanados por el Estado y la legislación chilena, a saber:

a) Los títulos emitidos por el Estado a particulares antes de los Títulos de Merced otorgados a los indígenas, con lo que se validaba el proceso de «colonización espontánea» o «colonización por propiedad» generado en el Araucanía en tiempos de Frontera y post-Independencia237. En este caso, el «ocupante» sería reconocido y restituido vía expropiación legal (vendiéndole el Estado el terreno expropiado) y el indígena afectado sería «radicado como colono nacional»: con el dinero de la venta realizada al ocupante del terreno, el Estado compraría otro terreno para el indígena afectado, transfiriéndoselo gratuitamente.

b) Los Títulos de Merced otorgados por el Estado a los indígenas conforme a la Ley de Fundación de Poblaciones en el territorio de los indígenas de 1866; su reconocimiento les daba derecho a restitución de tierras perdidas vía expropiación legal.

c) En tercer lugar, los títulos «de origen particular» emanados de transacciones de tierras realizadas con posterioridad a dicha Ley de 1866 y que hubiesen sido aprobados por la Ley de Constitución de la Propiedad Austral; también en este caso, el «ocupante» sería restituido vía expropiación legal y el indígena afectado sería «radicado como colono nacional» .

d) Por último, los títulos (definitivos o provisorios) de particulares que emanen del Estado con posterioridad al Título de Merced; en este último caso, «el ocupante será radicado en tierras disponibles»238.

El objetivo final de la Ley de División de las Comunidades era que dichas tierras pudiesen entrar al mercado, dando más oxígeno al régimen capitalista de producción agrícola en Chile/Sur. Al respecto, la ley de 1927 establecía que, bajo autorización del juez, los indígenas, de común acuerdo, podrían enajenar, gravar o permutar tanto el terreno completo de la comunidad-reducción, como cada una de las hijuelas en que se dividiese la reducción. De acuerdo a esa ley, recién después de diez años, los mapuche podrían vender sus tierras sin autorización de juez239.

Recogiendo algunas reformas a esta ley destinadas a dar mayor agilidad al proceso de división de reducciones y de otorgar un mayor reconocimiento a los «particulares» ocupantes de tierras indígenas, Carlos Ibáñez emitió, el 12 de junio de 1931, el DFL N°. 4.111 que autorizaba la «división de las Comunidades de Indígenas que tengan Título de Merced» como fruto del acuerdo de solo un tercio de las familias miembros de cada comunidad240. Asimismo, dicho decreto facultaba al Presidente de la República para «señalar y delimitar zonas» en territorio indígena, con el objeto de «incorporarlas plenamente al régimen legal de las transacciones o de propender al ensanche de las poblaciones»241. Es decir, el Presidente podía, a su propio juicio y voluntad, determinar la división de una comunidad bajo la justificación señalada. Respecto de los ocupantes, el DFL 4.111 establecía que el Presidente de la República podría declarar de «utilidad pública» aquellos terrenos que, perteneciendo a las comunidades indígenas, estuviesen habitados por «ocupantes» cuando estos hubiesen realizado mejoras importantes en ellos: «roces, limpias, destronques, cierros, canales, plantaciones y huertos frutales y casas», pudiendo dictaminar que estos terrenos continuasen en posesión de dichos ocupantes, ordenando la expropiación de los terrenos indígenas, los que el Estado vendería a los ocupantes, con cuyo dinero el Estado adquiriría otro terreno para los indígenas como restitución del anterior expropiado242.

Finalmente, con el objetivo de legitimar esta nueva etapa de la historia de las relaciones entre el Estado, pueblo mapuche y «particulares» de la tierra de la Araucanía, la ley que decretaba y estimulaba la división y liquidación de las comunidades indígenas, mandaba al Estado suprimir la Comisión Radicadora y los Protectorados de Indígenas, pasando la historia archivada de estas instituciones al nuevo Ministerio de Tierras y Colonización, derogándose, al mismo tiempo, todas las leyes indígenas anteriormente existentes en la historia de la República, desde el siglo xix hasta este momento del año 1931243.

Con la Ley de División de las Comunidades de 1927, había comenzado a desarrollarse el proceso de «liquidación» de las reducciones a favor de nuevas formaciones de propiedad privada. «Solo entre noviembre de 1929 y diciembre de 1930, el Ministerio de Propiedad Austral reconoció, cedió o vendió más de 1,5 millones de hectáreas a particulares en el sur de Chile»244. Así, la división de las comunidades generaría un amplio movimiento de personas y de propiedades, tanto indígenas como «particulares» y la solución definitiva de los conflictos de tierras entre ambos pasaría a depender tanto de juzgados locales, donde reinaría el tráfico de influencias, como, en última instancia, de la voluntad fiscalizadora, expropiatoria, distribuidora y redistribuidora de tierras de los gobiernos de turno, los que más que a menudo carecieron de esa voluntad, quedando en el futuro inmediato librado el territorio de Chile/Sur –como hemos visto– a la voracidad de los más pudientes, capaces de torcer a su favor a leyes, jueces y policías de las localidades.

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