Kitabı oku: «El ingenio de los mediocres», sayfa 2
Cuando se hicieron mayores, la abuela Rosa tiró de su marido para pasar largas temporadas en el caserío. Ella veneraba el legado de su padre e Iluminado, que a pesar de su carácter endemoniado conocía muy bien a la gente, siempre respetó lo importante que era Saldisetxea para su mujer y convirtió en refugio ese rincón del Pirineo una vez que abandonó su actividad empresarial. En el pueblo se rumoreaba que le habían ido mal las cosas, pero ninguno de los que trabajaban en la casa tenía pruebas de que así fuera. Amaia y todos los que pasaron por el caserío recuerdan a doña Rosa Saldise como una anciana tímida y amable con el servicio y que, pese a su apariencia menuda, era la única que, sin decir una palabra más alta que otra, hacía recapacitar al señor cuando se equivocaba o soltaba alguna de sus impertinencias.
Fue ella quien le inculcó el amor por la tierra y la cultura conservacionista de sus habitantes y quien recondujo las desavenencias que se produjeron con Ignacio Monreal a la muerte de don Pedro, cuando Iluminado intentó convencerle de que era necesario aumentar el número de cabezas de ganado y crear una gran industria quesera. Con su mentalidad de industrial vasco pensaba que había margen para una mayor explotación cárnica del ganado, pero los pastores de la zona nunca consintieron que se les tratase como campesinos ambiciosos de propiedad. Para las gentes de esta zona, el monte y sus pastos siempre fueron comunales, por lo que, si alguien incrementaba desmesuradamente el número de cabezas, estaba atentando contra los derechos del vecino, y para hacer queso Idiazabal de la leche de las ovejas lachas les bastaba la producción casera o, si querían más, se agrupaban en una cooperativa. A regañadientes, y por la presión de su mujer, reacia a los cambios de costumbres y a cualquier tipo de enfrentamiento que afectase a su herencia, Iluminado aceptó que las cosas siguieran como estaban. Con el tiempo llegó a la conclusión de que se entendía mejor con los pastores de Navarra que con los obreros de su fábrica. De los primeros apreciaba su fidelidad, su amor a la tierra y su conformidad con lo que tenían, mientras no podía ocultar su desprecio por los obreros de la acería a quienes consideraba vagos y sin amor al trabajo bien hecho. «Esos solo se interesan por aumentar el salario», se le oía comentar con el padre Ignacio en sus largas sobremesas de verano.
Amaia llegó a conocer al señor en sus buenos tiempos, cuando todavía era un poderoso industrial vasco. Entonces le daba miedo y procuraba ser tan silenciosa y discreta como la señora para no ganarse una reprimenda. Ahora sabe que es un anciano solitario, que ha ido acumulando penas y que ya solo espera que se cumplan sus días, pero sigue siendo cabezón y no hay quien le lleve la contraria. A pesar de que Amaia es paciente, la trae loca con los preparativos de la boda y no sabe cuántas veces Jon y ella han tenido que dar cuenta de la marcha de las gestiones que realizan para que el señor compruebe que todo va a salir según su gusto. En unas semanas empezarán a llegar los invitados y la casa, ahora silenciosa, volverá a cobrar vida. Amaia está ilusionada con el acontecimiento, pero es mayor la preocupación que tiene por lograr que todo salga perfecto. Menos mal que los del catering de Pamplona parecen gente muy preparada y se va a librar de ese trabajo, porque ella ya tiene bastante con ocuparse de la casa, de la novia hasta que se celebre el matrimonio y del resto de invitados, además de las comidas, desayunos y cenas que habrá que preparar, ayudada por gente de la zona que se ha contratado para la ocasión.
***
Creía que nunca iba a llegar este día, pero aquí estoy. En esta casa a la que no se le puede poner ningún reparo, a pesar de que al principio no estaba muy convencida de que debiéramos celebrar aquí nuestra boda. Comprendo que el caserío significa mucho para Javier, que hasta en su aspecto físico se parece a su abuelo. Alto y grande como él, porque mi futuro suegro es más chaparro, pero Javier tiene más de la familia de su madre: la estatura, la nariz larga y la mandíbula fuerte son como las de Iluminado. Claro que la mirada de Javier es más luminosa, seguramente por la diferencia de edad y por el castaño más claro de sus pupilas, aunque, a cambio, el abuelo tiene esos ojos penetrantes que exigen armarse de valor para mirarlo. Tuve esa sensación cuando lo conocí en el entierro de Rosa y, a pesar de las veces que lo hemos venido a visitar desde entonces, me sigue impresionando porque observa a todos con un aire de desafío que le resta parte de la gran semejanza que guarda con mi novio, para quien la muerte de su madre fue un palo del que todavía le cuesta recuperarse. Me preocupa que en algún momento de la boda haga acto de presencia la nostalgia y nos arruine la fiesta. Ya veremos.
Me ha llamado la atención la amabilidad que ha mostrado Nino conmigo cuando ha llegado; las referencias que tengo por Javier de su padre no son precisamente buenas, pero quizás tenga razón cuando me ha dicho que no me fíe de él, que es un encantador de serpientes, y desde luego tiene pinta de serlo. No me agrada que me haya utilizado de correo con su hijo para pedirle que espere a que nos hayamos casado para informar a Iluminado de mi embarazo. A Javier le ha extrañado ese interés de su padre por no disgustar a su suegro, que está al tanto de la novedad por su boca y que, contrariamente a lo que piensa Nino, se ha alegrado mucho con la noticia de que vamos a ser padres. Lo más gracioso es que, al saberlo, Iluminado nos aconsejó exactamente lo mismo. Hay una guerra soterrada, de raíces profundas, entre esos dos hombres y está claro por quién se decanta Javier, pero me gustaría extraer mis propias conclusiones sobre el origen de tanta inquina. No es que desconfíe de mi novio, pero todo el mundo que le conoce medianamente sabe que puede ser muy manipulable y, para ser franca, Iluminado tampoco me inspira confianza. Tiempo habrá para ocuparse de eso, ahora voy a disfrutar de mi boda, es mi momento y no voy a consentir que me lo estropeen las peleas de familia. Javier se lo ha pedido a su abuelo y espero que le haga caso.
Para respetar las costumbres de la casa dormiremos en habitaciones separadas hasta el día de la boda. Nadie preguntó mi opinión al respecto, pero en este caso no me importa. Creo que para entrar con buen pie en Saldisetxea y evitar futuros problemas debo vigilar con cuidado en qué cedo y en qué me muestro intransigente. Tampoco está mal pensado gozar de un espacio propio para relajarme en los momentos de tensión que inevitablemente se producen en una boda, así podré organizar con tranquilidad los preparativos para un vuelco tan radical como el que va a dar mi existencia.
Me gusta mucho Saldisetxea y más cuando pienso que algún día no muy lejano puede ser nuestra y de Carmen. Ya veremos cómo funciona la convivencia, aunque la casa es grande para que cada una podamos mantener nuestra privacidad. Conocer a Javier, siempre tan atento, educado y, por qué no reconocerlo, con una fortuna a su alcance, ha colmado mis sueños. De él me gustan hasta sus flaquezas, como la habilidad que tiene para ocultar su falta de carácter bajo esa coraza de hermetismo que, además, le da un halo de misterio. Utiliza esa técnica con todos, incluso conmigo y también con su padre, si bien es cierto que a quienes le conocemos no nos engaña. Para Javier no fue fácil tomar decisiones contra la voluntad de su padre. No hace falta ser muy lista para ver que Nino está acostumbrado a mandar y a que le obedezcan. Responde al tópico del hombre hecho a sí mismo, esforzado y perfeccionista que exige a los demás los sacrificios que se impone. Está visto que el éxito de los padres dificulta mucho la relación con los hijos y comprendo que Javier se queje de Nino; menos mal que encontró amparo en su madre, porque sabía que solo no podía enfrentarse a la admirada e inalcanzable figura paterna, pero finalmente Javier ha encauzado su vida.
La decisión de celebrar aquí la boda ancla su posición en la familia y estabiliza nuestra economía; yo también pienso que con su trabajo de economista en la ONG y el mío en el hospital nos da para vivir sin problemas, pero con los medios que tiene esta gente Javier debe aspirar a más y ahora tiene la oportunidad de hacerlo. Yo sé que en cuanto nazca nuestro hijo afrontará su responsabilidad como padre y aliviará la presión que siento por tener que ir encadenando contratos en el hospital. No es justo dedicar tantos años al estudio y a la investigación sin lograr una mínima estabilidad laboral. La diferencia es que a partir de ahora ya no me desquiciaré cuando esté próximo el vencimiento del contrato ni temeré el periodo de incertidumbre que se produce entre la firma de uno nuevo y los meses que paso en la cuerda floja hasta que, por fin, se encauza la situación, te pagan lo atrasado y puedes devolver a los familiares y a los amigos lo que te han prestado. Desde hoy todo eso quedará atrás. Formar parte de los González Arlaiz nos tiene que proporcionar la solvencia económica que necesitará nuestro hijo; su nacimiento hará que Javier ponga los pies en la tierra y comprenda que si nunca le ha preocupado el dinero es porque no le ha faltado.
El poco tiempo que conocí a su madre fue suficiente para saber que fue ella quien llenó de pájaros su cabeza, algo que se puede permitir la gente que tiene el futuro asegurado. No sé si me comportaré igual con esta criatura que llevo dentro, me parece un pensamiento prematuro pues, salvo por unas mínimas molestias, todavía no soy consciente de su existencia. A estas alturas es un feto de dimensiones mínimas y todavía soy la única que advierte las transformaciones sutiles que experimento. Me pregunto cómo seré yo como madre y si haré como la difunta Rosa y este crío será lo más importante para mí igual que para ella lo fueron sus hijos. Bajo esa capa de seriedad, que debe de ser sello de la familia, pues Javier al principio me causó la misma impresión, creo que se ocultaba una mujer bastante sensible, es posible que mucho más comprensiva y afable de lo que parecía a primera vista. ¡Quién sabe! Desde luego Javier la adoraba, le parecía perfecta y no admitía que se la cuestionase. Tampoco es que yo me atreviera a hacerlo, sé muy bien cuando es prudente callarse y reconozco que no pude formarme una opinión sólida sobre Rosa, aunque era innegable la influencia que ejercía sobre él.
Desde el momento en que Javier vio que yo había obtenido el beneplácito de su madre le entraron los deseos de tener un hijo; accedí porque, aunque no estaba del todo convencida, intentarlo implicaba un compromiso por su parte que me agradó, significaba que Javier iba en serio. «Tu madre está muy enferma», le dije convencida de que la situación de Rosa había influido en su propósito. El me miró como si le hubiera leído el pensamiento y contestó: «Precisamente por eso. Todos, ella también, necesitamos buenas noticias». No encontraba argumentos para negarme ni siquiera apelando a la precariedad de mi situación laboral, ya que ello hubiera supuesto una demora que me acercaría a esa edad en que las posibilidades de concebir un hijo empiezan a reducirse. Aun así, me sorprendió quedarme embarazada seis meses después de aquella conversación, aunque ya fuera demasiado tarde para Rosa; también me impactó que Javier me propusiera casarnos nada más saber la noticia. Nunca hasta ese momento habíamos hablado de matrimonio, a pesar de que esperaba que me lo propusiera una vez que hubiera nacido el bebé, pero comprendo su decisión porque en su familia y en su trabajo no está bien visto tener un hijo sin estar casado. Si la que iba a ser mi suegra no hubiera estado tan grave, Javier se habría tomado este asunto con más calma, creo que le atolondró la certeza de que se moría. Además, así es Javier, primero hace las cosas y después evalúa sus consecuencias, pero reconozco que me fascinan sus ramalazos de niño mimado. Me encanta la libertad con que actúa, algo que yo nunca me he podido permitir porque para mí hasta ahora todo ha sido una sucesión de obstáculos y sacrificios para investigar, que es lo que me gusta. Una labor apasionante, a la que no se da importancia pese a que a todo el mundo se le llene la boca diciendo lo contrario.
Envidio que Javier hasta ahora haya podido permitirse el lujo de cometer errores, de tirar por la borda los estudios y luego volver a empezar. Tiene la confianza de quien sabe que cualquier desastre se puede arreglar y eso le da una libertad que yo nunca he conocido. Me gustaría decir que cuando me haya convertido en su mujer voy a compartir con él esa facultad; sin embargo, estoy segura de que yo no me voy a convertir en una inconsciente. Al contrario, espero que Javier madure y se dé cuenta de que esta criatura que llevo dentro exige que su padre juegue el papel que le corresponde. Estoy convencida de que lo hará porque la muerte de Rosa ha supuesto para él un duro golpe de realidad. Durante el tiempo que estuvo en coma después del ictus me preguntaba una y otra vez si no conocía algún centro, no importaba donde estuviera, donde la pudieran sanar. Me resultaba difícil decirle que muchas veces, la mayoría, hay enfermedades y situaciones que no podemos arreglar. La muerte de su madre, dolorosa para cualquier hijo, ha sido la primera pérdida que Javier no ha podido evitar. El dinero de su abuelo y de su padre juntos no habrían podido impedirlo, pero él se empeña en culpar a Nino de todo. Es un síntoma claro de esa inconsciencia que inicialmente encontraba divertida, pero ha llegado el momento de superarla y de que deje de ser Peter Pan.
***
No me lo puedo creer, por primera vez el señor me ha sonreído y me ha dicho: «Muy bien, Amaia, lo has organizado muy bien». Luego en un gesto de confianza ha tomado mi mano y me la ha apretado con cariño, un movimiento apenas imperceptible que me ha azorado. En los años que llevo a su servicio, el señor nunca había mostrado tanta cercanía. Don Iluminado está exultante y emocionado, parece haber vencido la tristeza de los últimos tiempos con la alegría de la boda del nieto, que ha llenado la casa y el jardín de invitados que disfrutan afanosos del catering elaborado por el mejor chef de Navarra. En la ceremonia, que al final ha oficiado el padre Ubaldo, párroco de la zona, el señor no ha podido contener las lágrimas. Llantinas ha habido muchas porque la familia se resiente aún de la pérdida de la madre del novio que, de alguna manera, ha estado presente durante todo el acto por la continua evocación de su recuerdo.
Ahora que todos han comido y bebido están más relajados y pueden bailar y gozar de esta hermosa noche de finales de junio en el Pirineo. Ha habido suerte porque para mañana pronostican lluvia y se nota en que el cielo ha empezado a encapotarse, aunque la fiesta podrá prolongarse hasta bien entrada la noche. El señor se está bebiendo un whisky y disfruta paladeando un sabor antiguo que parece que lo retrotrae a los tiempos en que estaba en su plenitud. De eso hace mucho, yo ni siquiera recuerdo la última vez que le serví uno. Hace años que lleva una vida franciscana y no abusa de comer ni de beber, y así está, que a este paso nos entierra a todos. Eso es lo que comentan en el pueblo, pero yo, que lo cuido a diario, sé que en los últimos tiempos ha descendido muchos escalones. La fortaleza que aparenta hoy es un espejismo, producto de este día que vive de forma tan especial. Más de uno, incluidos familiares y amigos, daría lo que fuera por saber qué piensa mientras contempla la fiesta desde su silla en la presidencia de la mesa junto a los novios, que hace ya un buen rato que se fueron a bailar con sus invitados. Siempre me llamó la atención lo bien que disimula sus cuitas esta gente, que hasta parece que existe armonía entre todos. Empezando por el señor, que distribuyó estratégicamente los asientos en la mesa principal para que los malpensados no pudieran captar recelos en las conversaciones de los comensales. Los novios, como es lógico, ocuparon el centro. Junto a la novia se sentó Nino, su suegro, y a continuación su madre, una mujer que no puede ocultar su entusiasmo por el enlace. Se ha vestido como un árbol de Navidad y no hace más que mostrar lo deslumbrada que está por el poderío de los Arlaiz. Desde que llegó y la acompañé a su habitación no he dejado de oírla alabar el caserío y la belleza del paisaje, y durante el banquete no ha parado de elogiar la exquisitez de la comida. Posiblemente a la difunta señora, doña Rosa Saldise, le resultaría un poco charlatana esta mujer que se muestra tan agradecida y satisfecha, pero en el fondo no difiere mucho de otras madres, contentas con el buen casamiento de una hija de la que se siente muy orgullosa cuando afirma que llegará a ser una científica reconocida. Enseguida conectó con Nino, con quien se nota que se encuentra a gusto pues no ha dejado de hablar con él desde que se sentaron.
El padre del señorito está aprovechando la locuacidad de su consuegra para saber más de su nuera, a quien prácticamente ha conocido en estos días. Por su parte, la novia parece que se maneja bien con toda la familia; tras haber conquistado al nieto, lo ha logrado con el abuelo en las sucesivas visitas que ha hecho con Javier a Saldisetxea en los meses previos a la boda y parece que ahora quiere congraciarse con Nino, con quien se ha mostrado muy amable en todo momento. Quizás para restar dureza a la fría cortesía con que Javier se relaciona con su padre. Me pregunto qué papel va a jugar este nuevo miembro de la familia, cuyo nombre parece que la predestina a suceder a la madre y a la abuela, una sucesión nominal que se rompió con Carmen por el expreso deseo de Nino de que llevara el nombre de su madre.
Los novios interrumpen su baile para descansar. Javier se acerca a su abuelo y bromea sobre su bebida. Don Iluminado le deja hablar y sonríe para sus adentros, se le ve complacido mientras la novia les observa y comprueba que el abuelo, a pesar de sus años, mantiene esa noche un brillo en la mirada que impresiona, porque le hace aparentar más joven de los noventa y uno que ya ha cumplido. Creo que a ella le produce un ligero nerviosismo el continuo análisis al que se ve sometida por el señor desde el día en que Javier se la presentó; utiliza esa treta con todos los que se le acercan para hacerlos sentir en su presencia como alumnos ante un tribunal de oposición. No obstante, Rosa tiene carácter y cuando se sabe a prueba, aunque posiblemente Javier le diga que son imaginaciones suyas, no se arredra. No pertenece a una familia acaudalada y conocida como los Arlaiz, pero muestra inteligencia y una formación sólida que sin duda le proporcionan los recursos para contraatacar cuando se ve asediada. Ahora, por ejemplo, está orientando la conversación de tal forma que pasa de examinanda a examinadora y ha conseguido que don Iluminado disfrute con el desafío, al menos me da esa impresión. No sabe el señor el esfuerzo que supone tratar con alguien como él, duro y firme en sus criterios y que, a pesar de su hablar pausado, conserva un discurso coherente sin fallos de memoria. Todos en la familia le reconocen esa fortaleza, que para Nino es obcecación y para Javier, motivo de admiración.
Me pregunto cómo se tomará la nueva señora esta relación tan particular entre abuelo y nieto, porque no me parece que Rosa sea una mujer dispuesta a que le disputen influencia sobre su marido. Parece muy moderna y su credencial de científica introduce un elemento ajeno en una familia donde el reparto de papeles entre hombres y mujeres siempre ha estado muy definido. En ese aspecto supongo que hará buenas migas con su cuñada, que quizás deje de sentirse como un bicho raro con la incorporación de otra mujer joven y preparada. No entiendo qué pretenden ni qué necesidad tienen algunas mujeres de complicarse la vida cuando podían ser tan felices casándose y teniendo hijos como me habría gustado a mí si hubiera tenido la vida resuelta desde la cuna. Reconozco que admiro a Carmen y la quiero tanto como a su madre, aunque me cueste entender sus razones para cubrirse siempre con ese velo de insatisfacción, con el que sabe Dios qué frustraciones esconde.
***
Mario, el hijo mayor de la tía Dora, la hermana de Nino, se acerca a la mesa y saca a bailar a la novia. Iluminado, como si hubiera estado esperando la ocasión, coge del brazo a Javier y hace a Amaia una seña para que le lleve el whisky a su despacho, no sin antes preguntar a su nieto, que lo rechaza, si quiere que también a él le lleve algo. Los dos hombres se levantan ante la mirada perspicaz de Nino, que quizás se pregunte qué estará tramando el viejo, de quien no se fía porque se ha pasado media vida enredando.
—¿Dónde está Javier?
La pregunta de la novia al regresar de la pista de baile llama la atención de quienes ocupan la mesa presidencial. Nino se percata por el tono de voz de que a su nuera tampoco le ha gustado ese aparte que ha hecho Iluminado con su nieto; pone cara de fastidio porque concluye que Javier ha buscado una mujer que lo controle, una debilidad que su hijo no es capaz de corregir. Disgustado, deja sin contestar la pregunta de Rosa y desvía su atención hacia la mesa donde Carmen se divierte con sus primos. La ve reír y esto le alivia.
—¿Alguien ha visto a Javier? —repite la novia.
—Ha entrado en la casa con el abuelo —se ve obligado a responder Nino.
Rosa se sienta junto a su madre, que sin palabras parece decirle que tenga paciencia y borre de su rostro esa mueca de desagrado que se ha dibujado en sus labios. Nino calibra que esta es la oportunidad que estaba aguardando para ir a sentarse un rato con sus hermanos. Durante toda la cena ha dirigido miradas furtivas hacia el grupo bullanguero de su familia y no le cabe duda de que son los que más están disfrutando de la boda. Sus hermanos se alegraron mucho con la noticia y han llegado con el sano propósito de festejar por todo lo alto el primer casamiento que se produce en la segunda generación de la familia. Va a levantarse cuando se acercan Carmen y Mario a la mesa; Nino cree que a ambos empieza a hacerles efecto el alcohol, porque su sobrino, siempre tan serio, se muestra muy locuaz y, sin que su tío pueda saber el motivo, comienza a contarle un cotilleo sobre dos empleados de la fábrica, en la que trabaja como el resto de sus familiares. A pesar de la indiferencia que muestra Nino, Mario añade nuevos comentarios sobre quién está liado con quién y los chascos que más de uno se ha llevado. Todos ríen sus ocurrencias, contagiados de su hilaridad, y Carmen muestra hacia su padre una actitud zalamera bastante inusual en ella. Nino sabe que su hija le quiere mucho, pero, como el resto de la familia, no es nada efusiva. Estas celebraciones afloran muchos sentimientos, pero aun así no se le escapa que desde que se han sentado Carmen se ha cogido de su brazo y Mario se ha ubicado en una silla que le tapa totalmente la visión de la pista de baile. Ahora, en un gesto inesperado, Carmen se levanta y le besa la coronilla calva al tiempo que el sobrino le pide que lo acompañe a los aseos con la disculpa de que no recuerda dónde están. Este comportamiento de Mario es tan inusual que advierte a Nino de que está sucediendo algo que tratan de ocultarle. Así descubre en la pista de baile el motivo por el que quieren distraer su atención: Jon Monreal y su mujer bailan entre los invitados, mientras Ignacio, el padre de Jon, los mira sentado en una silla de ruedas.
—Ve tú solo, Mario, que ya eres mayor para que te acompañe al servicio. Y tú, hija, no hace falta que tapes con zalamerías impostadas lo que no me gusta ver.
La novia y su madre, que se han acercado a ellos, se quedan perplejas sin saber a qué responde la desabrida contestación de Nino. Rosa piensa que posiblemente sea ese tipo de desplantes los que molestan a Javier y lo han alejado de su padre. Carmen se queda cortada y a Mario no se le ocurre otra cosa que hacer mutis por el foro y dirigirse al baño disgustado por el fracaso del plan que su prima y él habían montado cuando se enteraron de que los Monreal iban a acudir al baile después del banquete al que no habían sido invitados. Nino se da cuenta de su brusquedad.
—Disculpad —dice—. Son los nervios de la boda. ¡Mario! —grita al sobrino que se aleja—. Espera un momento, no hemos brindado con vosotros por los novios. Es un día muy importante para la familia y quiero que todo el mundo vea que los González somos capaces de superar nuestras desgracias.
—No tienes de qué disculparte, Nino —se adelanta la madre de la novia levantando su copa—. Entiendo lo que sentís y que en un día tan feliz las ausencias son más dolorosas. Rosa y yo también echamos de menos a su padre, a pesar de que hace años que soy viuda.
Los otros cuatro dan por buenas las palabras de la mujer, muy oportunas, aunque alejadas de lo que realmente ha sucedido en la cabeza de Nino.