Kitabı oku: «El ingenio de los mediocres», sayfa 4
Los tres sonríen satisfechos al conocer la noticia; después de todo, piensa Ignacio Monreal, Iluminado ha cumplido. Ese dinero le permitirá contratar a uno del pueblo para atender la casa y ayudarle en sus desplazamientos cuando dentro de poco se quede solo. Tras el ictus se maneja mejor en silla de ruedas, aunque con la rehabilitación ha recuperado más movilidad de la que se esperaba. Se alegra sobre todo por Jon, que se podrá ir con su mujer a Pamplona como planeaban y lo considera un acto de justicia, lo mínimo que Iluminado podía hacer por ellos y por Amaia, que lo cuidaron en sus últimos años. Además, nadie sabe qué decisiones van a tomar los nuevos propietarios de Saldisetxea; a Ignacio Monreal le resulta difícil hacerse a la idea de los cambios que se van a producir, porque Javier y Carmen son de la edad de sus hijos, pero son señoritos acostumbrados a la vida de Madrid. El que fue mano derecha de Iluminado Arlaiz en el cuidado y administración de la finca duda sobre lo que pueda pasar con el caserío y le preocupa que lo vendan, aunque prevé que el fallecido, a quien conocía mejor que nadie, habrá dejado todo previsto para que esto no suceda. Para él y para Amaia sería doloroso tener que marcharse, aunque, llegado el caso, Iluminado le ha legado medios para tener una vejez tranquila. Jon tampoco le preocupa, es joven y con sus cien mil euros y su titulación puede abrir, como siempre quiso, una gestoría en Pamplona, donde quería vivir con su mujer y los dos niños.
El notario prosigue la lectura del testamento. El difunto deja a su nieto Javier González Arlaiz el caserío de Saldisetxea con su correspondiente explotación ganadera y el 48 % de su participación en el Grupo Industrial Nino González Fuez y hermanos. Al oír esto, todas las miradas se dirigen hacia Carmen, que intenta asimilar la noticia y no puede disimular su sorpresa al conocer que, en detrimento de sus intereses, Iluminado ha dejado a Javier todo su paquete accionarial del grupo empresarial de Nino González. Ella esperaba que el abuelo repartiera esas acciones entre sus dos nietos, pero con su decisión Iluminado ha convertido a su hermano en socio mayoritario del grupo, lo cual inevitablemente traerá complicaciones. Carmen, que tiene en la cabeza todo el esquema accionarial, detecta enseguida que hay algo que no cuadra en el porcentaje que acaba de leer el notario. Mentalmente calcula que en el reparto inicial del capital de la empresa Nino poseía el 21 % de las acciones; Rosa de los Ángeles, el 15 %, y sus tres tíos, un 8 % cada uno. Con ello, Nino se aseguraba una situación holgada, pues tenía a su favor el 60 % del capital frente al 40 % de Iluminado. El reparto cambió con la muerte de Rosa, al dividirse su 15 % a partes iguales entre su viudo y sus dos hijos. Aun así, Nino mantuvo el control del 55 %, razón por la que aceptó la propuesta de Carmen de ceder a accionistas ajenos a la familia un 2 %, lo que le permitía seguir ostentando una mayoría suficiente frente a su suegro, que poseía el 40 % de los títulos de González Fuez, pero no el 48 % que todos acaban de escuchar.
—Por favor, ¿puede repetir el porcentaje que acaba de leer? —pide Carmen al notario.
Este accede y repite: 48 %. Ella, que sigue sin entender, mira a Javier intentando que la ayude a encontrar una respuesta, pero su hermano sugiere con un gesto de la mano que no interrumpa la lectura y que deje las dudas para el final. A Carmen le molesta que él no sea consciente de la gravedad de lo que está sucediendo y el dilema que plantea ese testamento: ¿contiene un error difícil de explicar o efectivamente el abuelo tenía mayor participación en el grupo de lo que pensaban? Ella no tiene constancia de esto último y mientras reflexiona sobre ello surge en su cabeza un cálculo que parece una locura, pero que cuadra perfectamente con los datos leídos por el notario: 40 más 8 conforman el 48 % que reza el testamento y, a continuación, surge la duda de cuál de los hermanos González Fuez puede haber vendido a Iluminado su participación en la empresa.
La sospecha la deja anonadada e indefensa ante la mirada de Ignacio Monreal, que la observa con descaro sin disimular que disfruta con lo que está pasando. Carmen siente esa inquina y le desagrada no encontrar apoyo entre los presentes. Javier, decidido a finalizar, evita mirarla directamente, Amaia intuye el malestar y contrae los labios desconcertada, y Rosa y Jon tratan de mostrarse ajenos. Ante la expectación que ha generado su pregunta, aunque nadie reconozca que no es la cuestión formulada, sino las disposiciones del testamento, lo que ha causado sorpresa, Carmen decide callar, temerosa de que pueda arrepentirse de expresar en voz alta lo que pasa por su cabeza en ese momento. Está acostumbrada a controlar sus emociones y no se debería sobresaltar por que las últimas voluntades del abuelo reflejen con fidelidad la personalidad del testador.
—Gracias, solo era una duda —dice al notario, que esperaba esa indicación para no demorar en exceso la lectura que está dando a Carmen González Arlaiz el disgusto de su vida.
Iluminado otorga la propiedad de la casa de Neguri, en Bilbao, a su nieta Carmen. El resto de los bienes —dos apartamentos de alquiler en Zarauz, seguros de vida, varios paquetes de acciones de compañías cotizadas en bolsa y el dinero existente en depósitos de cuentas bancarias— se dividirá a partes iguales entre ambos hermanos. Carmen siente que con Saldisetxea le arrebatan una parte de su pasado y, al quedar su hermano Javier como accionista mayoritario de la empresa, le trastocan el futuro; sin contar con el disgusto que se va a llevar Nino cuando se entere. Lo sensato, se dice, sería que Javier les vendiera una parte o todo su paquete de acciones, pero antes de dar cualquier paso es preciso aclarar si son correctos los datos de ese legado.
***
—¿Nos quedamos a comer en Pamplona? —propongo a mi hermano y a mi cuñada nada más salir del notario, una vez que los Monreal y Amaia se han despedido de nosotros.
Me siento conmocionada por la decisión de mi abuelo, que me ha relegado a un triste papel secundario, y me da rabia descubrir, aunque en el fondo ya lo sabía, que estas últimas voluntades no son más que la expresión genuina del machismo familiar. Aun así y conociéndolo, me molesta pensar que en la decisión del abuelo haya pesado de manera tan grosera que mi hermano sea un hombre y yo una mujer, sin reparar en lo que cada uno hemos hecho hasta ahora. Sé que el abuelo me quería, pero me reservó lo que menos apreciaba, quizás porque hablaba en serio cuando se refería a mi «ramalazo de González», como quien señala un defecto que corregir. Al final debió de llegar a la conclusión de que, a diferencia de mi hermano, no soy una auténtica Arlaiz y que era Javier, que hasta físicamente es como él, quien merecía ese puesto de honor. La prueba está en que me ha dejado la propiedad de Neguri, que solo conservaba por su elevado valor económico y a la que no se acercaba por ser el testimonio de su gran frustración. Nunca llegó a integrarse entre las grandes familias del barrio, que no lo aceptaron como había soñado en su juventud, así que él también les dio la espalda y ahora me lega la plusvalía de su mayor fracaso. ¿Por qué no lo ha repartido todo a medias y ha dejado que Javier y yo nos entendiéramos? Hilo demasiado fino, como me dice papá, y nadie entiende la vulnerabilidad que oculto bajo mi coraza. Saldisetxea es mi infancia, un refugio donde me he amparado cuando me han fallado las defensas, pero eso no es lo peor. Con el nuevo reparto accionarial del grupo, mi padre ya no tiene asegurada la mayoría en el consejo, a mí no me da ninguna opción y deja en manos de Javier, en contra de la voluntad que hasta ahora había manifestado, el futuro de la empresa. Esto es un terremoto emocional y económico de dimensiones incalculables: se trata de mi trabajo, de mi estabilidad personal y de mis anhelos, y debo abordarlo con calma, manteniendo la cabeza muy fría, sin precipitar conclusiones antes de tener certeza de cómo va a jugar sus cartas Javier y evitando que afloren entre nosotros los recelos.
Necesitamos analizar a qué responde esta estrategia que el abuelo debía de tener preparada hace tiempo, quizás desde el mismo día en que se supo que ya no había esperanza para mamá. No sé si ella estaba al tanto de los manejos de su padre y de todo ese dinero que tenía acumulado en el extranjero. Javier todavía no ha expresado su opinión al respecto. Comprendo que esté tan sorprendido como yo y que le resulte difícil bajar al abuelo del pedestal en que lo tenía subido; si no fuera por el apoyo que recibe de mi cuñada, mi hermano estaría muy confuso. Ella debe ver esto de una manera distinta y posiblemente considere que debería estar satisfecha por quedarme la casa de Neguri, en la que Rosa se habría sentido muy a gusto. Para ella, beneficiaria colateral de esta herencia, todo supone una mejora y nunca será consciente de que el abuelo Iluminado se ha despedido de nosotros dándole una bofetada a su yerno en mi cara.
—Niña, no dejes que te malmetan —me decía el abuelo refiriéndose a Nino de forma indirecta.
Ahora me pregunto de quién me debía haber protegido realmente, si de mi padre o de él, que andaba metido en asuntos turbios a la vista de la cantidad de dinero negro acumulado. ¡Menuda faena! Espero que no nos traiga problemas y, como dice Jon, baste con declararlo.
Dejo que mi hermano encargue el vino y la comida; ha tenido el buen gusto de elegir un restaurante donde disponen de un reservado en el que a los postres podremos charlar con tranquilidad. A ninguno nos apetece mantener esta conversación en Saldisetxea, donde las paredes oyen y todos están inquietos por saber qué sucederá de ahora en adelante. Estoy convencida de que a Amaia le ha sentado como un jarro de agua fría que yo no me quede con la casa, que heredó mi abuela y que hubiese heredado mi madre y posiblemente yo si ella hubiera tenido oportunidad de decidirlo. Aprovecho que el camarero se ha retirado tras servirnos los cafés para confesar mi estupefacción por un reparto que no entiendo.
—Me preocupa qué vamos a hacer con esos seis millones —dice Javier abordando el asunto del dinero ilegal—. No sé a ti, pero a mí me plantea un problema.
—Según Jon, si lo declaramos a Hacienda y encima se aprueba una amnistía fiscal, está solucionado, aunque igual que a ti me revuelve aceptar un dinero que no sabemos de dónde viene.
—No dudo de vuestro derecho a saber de dónde ha salido tanto dinero —interviene Rosa—, aunque no entiendo que os extrañe una práctica que parece habitual entre la gente acaudalada.
—No en nuestra familia —le respondo molesta—. En casa siempre se ha jugado limpio y me cuesta creer que el abuelo se metiera en ese tipo de líos.
—Nuestro abuelo —me apoya Javier, disgustado por el comentario de Rosa— era un hombre de principios, muy religioso y coherente. Estoy seguro de que en cuanto sepamos de dónde procede ese dinero encontraremos una explicación lógica. Nunca nos habría legado esa fortuna si no estuviera seguro de que haríamos con ella lo correcto.
—Sí, cariño —insiste Rosa—, vosotros, sí, pero ¿por qué no lo legalizó él y lo incluyó en el testamento con el resto de su patrimonio?
Javier y yo nos miramos sin encontrar respuesta.
—Creo que no debéis amargaros con este asunto —trata de animarnos Rosa—. Nadie es perfecto y vuestro abuelo tampoco lo era. Sin embargo, tenéis la oportunidad de destinar ese dinero a un buen fin. Iluminado se alegraría de que, por ejemplo, creaseis una fundación para financiar la investigación o el arte, o lo destinaseis a obras sociales.
No sé muy bien por qué, pero las palabras de mi cuñada en lugar de tranquilizarme me provocan urticaria. Quizás porque revelan que Rosa ya ha empezado a administrar el patrimonio que acaba de recibir su marido y considera que mi hermano y yo somos unos ingenuos chicos ricos fácilmente manipulables.
—Una fundación, ¡qué buena idea! —responde mi hermano complaciente con la genialidad de su mujer confirmando mis pensamientos.
—Si te preocupa conocer el origen de ese dinero —digo conduciendo la conversación a su inicio—, yo estoy dispuesta a indagar a fondo. Es más, hablaré con papá; me voy a tomar unos días porque hace tiempo que no tengo vacaciones y necesito tranquilidad para asimilar esta herencia que no entiendo.
—De acuerdo, pero antes de que hagas planes —reacciona mi hermano— hay más cosas que aclarar sobre otras cuestiones que plantea el testamento.
Me alegra que Javier haya puesto sobre la mesa lo que realmente nos preocupa a ambos. Rosa permanece callada y aprovecha para someterme a un exhaustivo escrutinio visual mientras mi hermano y yo hablamos.
—Para ser sincera —reconozco—, no entiendo por qué el abuelo te ha dejado a ti todas las acciones del grupo ni tampoco me cuadran los porcentajes del accionariado de González Fuez que figuran en el testamento.
—No te gustará, pero esa ha sido la voluntad del abuelo y no tiene sentido perder el tiempo en disquisiciones cuando debemos decidir qué vamos a hacer de ahora en adelante.
La respuesta de mi hermano me deja estupefacta y ha creado una tensión entre nosotros que me obliga a medir mis palabras mientras trato de entender qué se propone. Javier también calcula el efecto de lo que acaba de decir, que pone de manifiesto su complacencia con el reparto y su nula intención de contemporizar conmigo al respecto. No me esperaba esta reacción, que me obliga a calibrar la situación desde un prisma diferente, dejar de lado los afectos y obrar con la perspicacia de la hábil negociadora que soy cuando me muevo en mi ámbito profesional. Eso me hace ver a Javier de otra forma, con una mirada desconfiada, muy parecida a la de Nino, cuando trato de adivinar el propósito del comensal que bajo la apariencia de mi hermano se sienta a mi lado en la mesa. Lo intento, pero no puedo disociarlo de la imagen familiar, me doy cuenta cuando retengo las palabras para que la comida no derive en una pelea por culpa de la herencia de Iluminado. Qué vulgar y previsible resultaría y cómo dejaría al descubierto las miserias de una familia tan supuestamente ejemplar como la mía, empezando por mí, que pronto aprendí a ocultarme para evitar complicaciones.
El silencio tenso que guardamos me permite ver la expectación —¿miedo?— que genero en mi hermano y en su mujer, inquietos por mi reacción. ¿Acaso esperan que acepte sin rechistar una decisión injusta? Rosa parece apreciar mi ira y para calmarme en un gesto de reconciliación posa su mano sobre la mía que descansa sobre el mantel. No me engaña, la suavidad de la caricia se contradice con la dureza con que me observan sus ojos castaños y sus labios finos, apretados en un gesto que parece advertir que no me atreva a desafiarla, que no tendrá ninguna consideración si invado su territorio. Le devuelvo la mirada con el propósito de que se entere de que tengo la misma intención que ella, aunque ahora no sea el momento para dirimir unas diferencias que, aunque presiento, todavía nadie ha expresado abiertamente. Me digo que, si quiero dirigir el juego, no puedo permitir que me lleven a una encerrona y planteo que todavía no hemos informado a papá sobre el contenido del testamento del abuelo. Con todo lo que a mí me pueda doler, estas últimas voluntades irrumpen en el devenir del grupo como un elefante en una cacharrería. Al salir de la notaría confiaba en que Javier querría vendernos una parte de sus acciones, pero ese acatamiento de la voluntad del abuelo indica que con ese 48 % más el 5 % que le dejó mamá quizás asuma el papel de accionista de referencia. Eso es poco menos que un terremoto. Interrogo a Javier sobre este asunto y, por un momento, tengo la impresión de que va a ser Rosa quien conteste, pero mi hermano la contiene con una fugaz mirada de complicidad, que hace que ella se relaje y deje hablar a su marido. ¿Es un juego bien ensayado entre ambos o es Rosa el carácter dominante que, al igual que papá, duda de que Javier tenga aptitudes para abordar una empresa tan ardua? No lo creo, a mi hermano le va bien contar con el apoyo de personas que le hacen el trabajo sucio mientras él maquina en la sombra.
—Carmen —dice Javier respondiendo a mis preguntas—, papá y tú tenéis que entender que necesito tiempo para pensar. Se trata de un planteamiento nuevo que hasta ahora no entraba en mis planes.
—Dices hasta ahora. Y en adelante, ¿qué va a suceder?
Javier se encoge de hombros.
—Dame tiempo, por favor. No tenía ni idea de esta decisión del abuelo y tengo que analizar qué significa y por qué lo ha hecho.
No sé por qué, pero desconfío, pero por otra parte es lógico que pida tiempo, aunque sinceramente creo que no quiere decir todavía lo que piensa. Yo sí que necesito tiempo muerto, estoy furiosa y la rabia me ofusca hasta el punto de que cualquier detalle me molesta; recelo de la satisfacción que muestra Rosa con la respuesta de su marido y pienso que esconde algo detrás de su complacencia, lo cual me da mucho que pensar y nada bueno. Pero no sirve adelantar acontecimientos, así que apuro mi café y damos por zanjada la conversación.
Mientras esperamos la cuenta, le doy vueltas a la idea de que no hace tanto mi hermano se hubiera sentido molesto con esta herencia que le cae encima, posiblemente la hubiera rechazado inmediatamente y me habría propuesto algún tipo de acuerdo. Por el contrario, ahora guarda silencio y pide tiempo para pensar, algo que visto desde fuera puede parecer razonable, pero que no lo es tanto para quien como yo le ha oído denostar toda la vida la labor de mi padre y jurar que nunca trabajaría con él. Me desconcierta pensar que el abuelo, que tan bien nos conocía a todos, ha sembrado una cizaña que enraíza dentro de nosotros a una velocidad increíble. Tengo que hablar con Nino, a estas horas se estará preguntando por qué no le hemos llamado todavía.
—¿Quieres llamar tú a papá o se lo cuento yo? —pregunto sabiendo la respuesta de antemano.
—No, llama tú —responde—. Te entenderá mejor, ya sabes que él y yo...
—Pues ve practicando porque, si decides ejercer de accionista mayoritario, vais a tener que entenderos.
Javier no responde a mi indirecta. Aprovecha que el camarero ha traído las vueltas, deja propina y se levanta. Durante el trayecto de regreso a Saldisetxea nos encerramos cada uno en nuestros pensamientos. Rosa finge que dormita y Javier se ha convertido en una estatua sin emociones que, cuando miro de reojo, me recuerda el rostro del abuelo. Las coincidencias entre ambos terminan ahí porque tenían caracteres muy distintos que se complementaban bien. Respiro profundamente para aliviar la tensión que hace que bulla por dentro como una caldera de calefacción.
Al llegar, Javier y Rosa suben a echar la siesta.
—El médico dice que es bueno para el bebé —comenta mi hermano.
Yo aparco el coche, los veo alejarse y me quedo en el jardín donde el crujido de la cancela atrae mi atención. Siento el impulso de perderme por el camino que conduce al bosque y meditar allí sobre las novedades del día mientras paseo igual que cuando era niña y acompañaba al abuelo. Necesito poner orden en mis pensamientos y tal vez frente al lago comprenda por qué me ha hecho esto. Necesitaría, como en el pasado, que él me explicara con paciencia las cosas que no entendía. Sin pensarlo dos veces subo a mi cuarto a ponerme las deportivas y ropa de correr y le digo a Amaia que voy al bosque; ella me acompaña hasta la puerta y mientras me dirijo de nuevo al coche siento su mirada sobre mi nuca. No hemos hablado desde esta mañana, tampoco ha habido ocasión, pero me gustaría saber qué piensa de lo que ha dicho el notario y me pregunto si por haber estado más cerca del abuelo en los últimos tiempos entiende la razón de que me haya desterrado de Saldisetxea.
La luz de la tarde invernal se cierne sobre el embalse de Irabia y entre los troncos gigantes que rodean el lago me invade la melancolía. He dejado el coche en el aparcamiento de la cantera y, aunque todavía estoy al inicio, fuerzo el ritmo para evitar que me venza la nostalgia. Tomo la senda de los Paraísos y empiezo a notar los efectos balsámicos del ejercicio. Corro y siento el esfuerzo que realiza mi cuerpo, las zancadas cada vez más amplias, el sudor que corre por la espalda y las axilas, el corazón que aumenta los latidos, la vista centrada en sortear cualquier obstáculo, la piel de las mejillas enrojecida. No pienso, me siento vacía, libre de preocupaciones, y avanzo sin detenerme hasta que llego a los pastizales de la ladera del Mozolotxiki y alcanzo el mirador desde donde contemplo el embalse nublado por mis lágrimas. Yo he cambiado, pero este lugar permanece convertido en un refugio contra el paso del tiempo, porque en esas aguas, en los pastos y en las frondas se fraguaron los felices veranos de mi infancia. En el interior del bolsillo palpo el móvil, que he silenciado, y compruebo que tengo cuatro llamadas perdidas de papá, quien a estas horas se estará preguntando por qué no contesto. ¿Cómo voy a hacerlo si yo misma no encuentro las respuestas? Me resulta enojoso comunicarle por teléfono estas desagradables nuevas, sobre todo porque no estoy a su lado y no puedo ver en su rostro cómo las recibe. Mientras dejo pasar el tiempo intento convencerme de que Javier será sensato y de que no olvidará que somos su padre y su hermana. La pantalla se ilumina de nuevo, es otra vez papá que no cejará hasta que le responda, pero se corta porque aquí no hay cobertura. Bajo a casa, es hora de comunicar las malas noticias.
—Una venganza refinada, no me esperaba menos de Iluminado. —Estas son sus primeras palabras después de haberme escuchado sin interrumpir mientras relataba los acontecimientos de este día. Me extraña la calma con que se lo ha tomado y no sé qué decir cuando termina de hablar—. ¿Qué vas a hacer? —me pregunta al cabo de unos segundos de silencio.
Imagino su mirada inquisitiva, la misma que nos dirigía cuando nos ponía a prueba a Javier y a mí para calibrar nuestro temple. Pero yo no estoy ahora para exámenes.
—¿Y tú? —le respondo con otra pregunta, pero él calla y con su silencio me obliga a contestarle—. Hay que ver primero qué quiere hacer Javier.
—Totalmente de acuerdo. ¿No te ha dicho nada de sus intenciones? —pregunta Nino dejando entrever la ansiedad que hasta ahora había reprimido—. ¿Cuándo regresáis?
—No sé nada, papá, me ha dicho que tiene que pensar. Iremos a Burgos el domingo, Javier y Rosa tienen que estar el lunes en Madrid.
—Pues diles que os invito a los tres a comer en Burgos.
Nino se queda dando vueltas al 8 % con que incrementó Iluminado su participación. Un porcentaje demasiado redondo que alimenta una sospecha, casi certeza, en la que prefiere no pensar hasta tener toda la información que necesita.
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