Kitabı oku: «Salitre en la piel», sayfa 2

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Una de las actividades que más me gustaba de los campamentos era «El buzón»: consistía en un buzón hecho a mano situado en la entrada de la cocina y en el que se podía depositar cualquier tipo de carta o artilugio no terrorista que podías enviar a cualquier persona que formara parte del campamento, ya fuera a otros niños o niñas, cocineros o cocineras, monitores o monitoras... Detrás del juego del buzón había todo un ejercicio de empatía para los niños y una superherramienta para expresar sus sentimientos. Además de saber interpretarlos y transcribirlos, ¡era todo un espectáculo! Los niños enviaban cartas de amor y desamor con errores ortográficos a las niñas y viceversa. Recuerdo la carta que recibió Ezequiel, uno de los niños más guapos y altaneros del campamento, que decía que era un idiota, que sabía lo de Raquel y que se olvidara para siempre de ella. Firmado con unos labios. Bien, la carta era de Laura, otra de las niñas más guapas y presumidas del campamento. Por algún motivo Ezequiel se convirtió en dandi y tenorio y allí estaba Laura, cagándose en sus muertos, pero en palabras menores. No pude hacer otra cosa que reírme.

Alguien dejó una nota para mi persona que decía que era la mejor monitora del campamento porque era la única que no les ordenaba abrazar a los árboles —cuando los niños se comportaban como terroristas en miniatura, les ordenábamos hacerlo por un periodo de unos diez minutos para que reflexionaran sobre lo que habían hecho—. Y otra, curiosamente anónima, que decía: Nos vemos a medianoche en el merendero.

Al principio pensé que era una broma bien intencionada de uno de los críos, ya que estaba escrita con la misma caligrafía de uno de cinco años. Justo cuando terminé de leerla, levanté la cabeza y miré alrededor. Sí, efectivamente, el mensaje era de Rodrigo. Lo supe en cuanto alcé la mirada y lo encontré devolviéndome la mirada con una ceja levantada y esa sonrisa que provocaba terremotos en las ciudades de mi cabeza.

Los niños pasaron una velada fantástica, se fueron —por fin— a dormir y todo el personal adulto nos quedamos a celebrar el fin del campamento. Como era la última noche, decidimos no llevar el uniforme nórdico, así que yo me planté un peto denim desgastado con un crop top de tirantes blanco que hacía resaltar mi moreno, las dos trenzas que María, la pelirroja talentosa, me hacía y una diadema elástica color teja. Cuando volvimos a los bungalows después de la cena, en la cabaña hablábamos de lo rápido que había pasado el tiempo.

—Pues yo me voy a pasar todo el mes de septiembre en Tarifa, haciendo nada. Bueno sí, vuelta y vuelta al sol hasta que me tueste como una almendrita. ¡Voy a estar desnuda un puto mes entero! —decía María, mientras doblaba sus ropas de arcoíris de mala manera.

—Nosotras vamos a recorrer Grecia en moto, ¿te apuntas, Olivia?... ¿Olivia? ¡Eh! —susurraba Valle, mientras ojeaba un libro sin ninguna intención de leerlo.

—¿Qué?, ¡¿qué?!

—Chiquilla, ¿dónde estás?

—Ay, joder, perdón. Chicas, tengo que contaros una cosa —contesté mientras sostenía en mis manos la nota de Rodrigo.

Bien. En todo grupo grande o pequeño de hembras, cuando una de ellas anuncia que tiene algo que contar, todas las presentes se sientan como si fuera una película de cine que está a punto de empezar. Lo hacen —sorprendentemente— en orden y normalmente en círculo.

—¡Suéltalo!

—¿Te has tirado al director? ¡Lo sabía! Me debes quince pavos —exclamó Valle a Elena mientras le daba un par de codazos. Espera, ¿habían hecho una apuesta?

—¡No, guarras! —Puse los ojos en blanco—. ¿Por qué le debes quince pavos?

Silencio y risas.

—Tengo un mensaje de Rodrigo del buzón. Vamos a vernos ahora en el merendero.

—¡¡FUÁ!!

—¿Fuá qué? —miré extrañada y confusa.

—Pues que, cariño, eres muy joven para darte cuenta, pero este sí que es un truhan. ¡Y además es tan mono! —contestó Valle, mientras tiraba el libro con más ganas de las que tenía de leerlo.

—Espera, ¿qué quieres decir? ¿Acaso se os ha insinuado?

—¡Qué va, tonta! Lo hemos visto con la niña esa de Asturias. ¿Jennifer? ¿Jessica? Como sea. Los hemos visto algunas veces HA-BLAR —lo dijo en dos sílabas, elevando ligeramente el tono de su voz— en los baños, cuando salíamos de lavarnos los dientes antes de dormir.

—Y entonces, ¿qué? —pregunté con los brazos en jarra, como si fuera la malvada esposa de un gaucho de una telenovela argentina.

—Pero ¿qué te pasa? ¿Es que te gusta?

—¡Te pone, te pone! —gritó María, señalándome con el dedo índice.

—No, no. ¡No! ¡No! Es que no... bueno, sí. Pero me parece que va detrás de todas.

—Menudo gilipollas. —María, la dulce.

—¡Ve, tonta! Igual hasta te lo follas esta noche. —Elena, poetisa y lesbiana.

—Haz el favor de no hacer el imbécil y no dejarte embaucar por los encantos del socorrista. —Valle, la voz de mi conciencia.

De camino al merendero estaba nerviosa. Respiré hondo y entonces me relajé; fui con mi actitud, como siempre, un poco insegura de lo que iba a pasar, pero tranquila, y allí me lo encontré. Cuando lo vi... no me esperaba que fuera de esa manera.

Encontré a Rodrigo sentado en un pareo de cuadros rojo y blanco, con una cajita muy mona de pícnic de mimbre, con velas y guirnaldas de luces que creaban un ambiente de una noche de verano perfecta.

—Disculpa, ¿esperas a alguien?

—Ja, ja... Ven, siéntate. Tengo que decirte algo, Olivia —me dijo tranquilo con una sonrisa mientras indicaba con su mano un sitio a su lado.

Me senté junto a él mientras me ofrecía una copa de vino blanco y me pasaba un trocito de pan untado con mantequilla.

—Verás, Olivia. He pensado que, como nos vamos mañana, quizá te apetecería venir en coche conmigo hasta Madrid.

—¡Ah! Me temo que tengo que ir en el autobús con los niños.

—Tenemos monitores para eso, no te preocupes.

—Ah, vale. ¡Claro! ¿Es que ahora eres el director en funciones?

—Qué va, qué va. Bueno, ¿quieres venir conmigo hasta Madrid? Podemos tomar algo por el centro, ¿qué te parece?

—Ya... Lo cierto es que, si me pones en un lado de la balanza un autobús lleno de niños gritando, cantando y vomitando, y en el otro un viaje en coche..., te diría que sí ahora mismo. Pero tendré que consultarlo con el resto, ¿no crees?

Asintió y entendió que mi respuesta era un sí con interrogante. Reímos. Estuvimos charlando de nuevo hasta las tantas de la madrugada. Es cierto que no habíamos tenido mucho tiempo de conocernos, pero sabíamos que entre nosotros había complicidad y podíamos contárnoslo todo. ¿No te ha pasado nunca?

Por ejemplo, descubrí que Rodrigo era un chico bastante normal de un pueblo a las afueras de Madrid, que vivía solo en un apartamento en la capital y estudiaba Derecho en una universidad privada que tenía que pagarse él mismo. También descubrí que tenía una hermana pequeña a la que adoraba, pero que nunca veía, y que le gustaba jugar al fútbol. Además, averigüé que era un chico extrovertido, le gustaba pasar tiempo con su familia y sus amigos y había tenido solo dos relaciones estables en su vida y que salieron mal. No me detuve mucho a hacer preguntas porque parecía incómodo con las respuestas.

—Bueno, se está haciendo tarde. Deberíamos irnos a dormir, mañana nos toca la última batalla.

—Uf... Batalla será si finalmente vas con las tribus en el autobús... Te desearé buena suerte desde la ventanilla.

—¡Ja! Lo intentaré, pero no te prometo nada. Oye, ¿te puedo preguntar algo?

—Claro, dispara.

—¿Tienes algo con Jessica?

Silencio incómodo de más de treinta segundos. Rodrigo miró a izquierda y derecha con ojos expresivos. «Olivia, sal corriendo, actúa normal, como que no pasa nada. Venga, ¡levanta! Pero ¿por qué no te levantas?».

—No.

—Oye, que no es asunto mío. Tan solo quería... preguntar.

—Jessica tiene novio. Pero además de novio, tiene problemas que ni a ti ni a mí nos incumben. Además, ella sabe que...

—¿Qué?

—Nada, Olivia.

Decidí no hacer ni una pregunta más. Disfrutamos de lo poco que quedaba de la botella de vino, del pan con mantequilla y de la noche de verano, y después nos despedimos hasta el día siguiente. Rodrigo me dio un suave y caluroso beso en la mejilla y al mismo tiempo susurró un «me gustas», que creyó que ni siquiera había oído y que me tuvo despierta unas cuantas horas más...

II
EL DETONANTE

Hablé con algunos monitores y me dieron luz verde. Aun así, no podía descuadrar el primer trayecto, así que decidí volver con los niños en el autobús hasta un punto intermedio entre el centro y la sierra de Madrid. Quedé con Rodrigo en que nos encontraríamos en uno de los pueblos donde paraba el autobús.

Cuando estaban subiendo los últimos niños, miré de reojo a Rodrigo hablando con Jessica; estaban medio escondidos detrás del comedor. Mientras hacía recuento con Valle, vi cómo Jessica abrazaba a Rodrigo de una manera en la que una no piensa que son solo amigos. Pero... ¿qué diablos hacían? Me di cuenta de que yo no tenía ningún tipo de relación con Rodrigo que no fuera más allá de la amistad o el coqueteo.

Volví con los niños, terminamos el recuento y subimos al autobús. La despedida fue rápida, pues los enanos estaban como locos y llenos de energía. El tiempo que pasamos en el autobús fue muy divertido, tal y como me lo había imaginado: vómitos en la parte de atrás.

Cuando llegamos al pueblecito a las afueras de Madrid, nos aseguramos de que todos los niños fueran recogidos por sus padres y allí estaba Rodrigo esperándome.

Ese día, sabiendo que más tarde estaría con él a solas, me puse un vestido asimétrico de color teja y unas mallorquinas con purpurina, me dejé el pelo suelto y ondulado y cogí una maleta vintage que tenía más años que una playa y un bolso de rafia en el que cabía una cantidad indecente de cosas.

Mientras Rodrigo conducía, me quedé mirándolo por un instante. Llevaba un polo azul oscuro, unos pantalones cortos color beige y unas deportivas clásicas. Me gustaba su estilo urbanita, sin ser exactamente de la ciudad. Llevaba pulseras y tobilleras de cuero que los niños le habían regalado en el campamento. Iba un poco despeinado y sin afeitar. No habíamos mantenido ninguna conversación interesante durante el viaje. Bueno, sí, lo típico: que si tenía frío o calor, que qué buen día hacía y que si estaba cómoda... Las típicas preguntas que uno hace cuando invitas a alguien a subir al coche. O al ascensor. Después hablamos de la universidad, los padres, los hermanos, la vida adulta que me esperaba... Toda la conversación fue fácil. Con Rodrigo podía hablar de cualquier cosa sin tener que poner demasiadas barreras, me daba esa confianza.

Cuando llegamos a Madrid, dejamos el coche en un parking subterráneo y caminamos hasta una terracita muy acogedora en Malasaña, con bancos de madera con cojines, velitas por todas partes y plantas en todo el establecimiento. Era un lugar para crear un ambiente muy íntimo. Nos sentamos en uno de los rincones con los sofás y nos pedimos una botella de vino y algo de picotear. Hablamos de todo lo que habíamos vivido en el campamento, nos partimos de la risa y, después de dos horas y dos botellas de vino, la cosa se puso seria.

—Bueno, Olivia, cuéntame, ¿cuáles son tus planes para el futuro?

—No podría hablarte de un futuro lejano, pero sí de uno próximo. Pidamos otra botella de vino. ¡Claro!

—Después no podré conducir... ¿Lo harás tú? —Colocó su mano sobre mi antebrazo.

—¿Y para qué están los taxis? Qué quieres que te diga. No sé lo que me espera mañana, ¿cómo voy a saber lo que viene mucho después?

—La vida en la universidad te va a encantar. Es algo que hay que hacer en la vida, es una experiencia que uno tiene que vivir. Mis planes son, por ahora, poder terminar el año que viene los estudios y ponerme a trabajar para tener un poco de estabilidad.

—Hablas como alguien que está a punto de jubilarse, ¿cuántos años dices que tienes?

Se rio, nos reímos, soltamos carcajadas, estuvimos —como tantas veces— hasta las tres de la mañana en esa terracita en la que yo ya no veía ni las lucecitas ni absolutamente nada. Bueno sí, doble. Entre mi cansancio, el vino, los kilómetros... mi cerebro estaba como una pasa sultana.

Rodrigo decidió que era el momento de irnos a casa cuando me vio levantar mis dedos índice y corazón al joven camarero que nos traía esas deliciosas botellas de vino. Responsable por su parte, compartimos un taxi con doble destino. Cuando estábamos a medio camino, el alcohol me hizo ese efecto de «venga, dilo ya, que vas a reventar. Y si no lo dices, te van a salir subtítulos». Así que, con mis ojos medio cerrados y totalmente despeinada, vomité mis palabras:

—Así que Jessica y tú... ¿eh? —pregunté, levantando las cejas una y otra vez.

—¿Qué dices, Olivia? —Me miró incómodo.

—¿Estáis juntos? —Volví a realizar el movimiento de las cejas y me mareé un poco más, pero me acerqué para oír su respuesta.

—Creo recordar que esta conversación la hemos tenido antes. La respuesta sigue siendo la misma —sentenció.

—Entonces, ¿por qué os estabais abrazando cariñosamente antes de salir del campamento? —Subí mi tono de voz, dándome cuenta de que estaba enfadada y, además, sorpresa, borracha. Y cuando uno o una ha bebido más de la cuenta, todos, absolutamente todos los sentimientos se multiplican por diez como mínimo. Bueno, depende del estado de embriaguez. El mío iba más o menos por diecisiete y subiendo.

—Verás, yo... quería contártelo, pero no creo que tenga nada que ver con nosotros. Jessica tiene pareja, bueno, al menos la tenía. Venían discutiendo desde hace meses, el campamento fue el detonante de su relación. Nos hemos hecho amigos, pero nada más. ¿Es que estás celosa?

¿Pereedona? —dije lentamente, pronunciando a duras penas y en un tono en el que solo me oían los perros—. No estoy celosa, es solo que...

Un beso de Rodrigo me sorprendió en el taxi. Sin previo aviso y, además, justamente cuando llegamos a la primera parada, mi casa. El vino, los kilómetros que llevaba encima, el cansancio..., todo se esfumó en un segundo. Me bajé del coche sin articular palabra, el señor taxista esperaba fuera impaciente con mis maletas. Salí zumbando de aquel taxi, necesitaba procesar lo que había ocurrido hacía exactamente dos segundos.

En el silencio de la noche de verano, me quedé por un momento mirando mi casa. Era un bloque de apartamentos bastante elegante en una buena zona de Madrid. Era color vainilla y no demasiado alto. Tenía pequeños balcones decorados con barras metálicas ornamentadas negras y persianas mallorquinas de color verde aguamarina oscuro. Era totalmente simétrico y poseía nueve apartamentos y tres pisos. Como buen edificio de Madrid, en la parte baja había una tienda de ultramarinos, de esas de toda la vida. Mis padres compraron uno de los nueve apartamentos y unos años más tarde, cuando yo nací, decidieron comprar los otros dos de la última planta para convertirlos en uno solo, el ático. Este era un apartamento antiguo, pero tenía su encanto. Era acogedor, tenía cuatro habitaciones y una terraza enorme en la que solíamos hacer barbacoas con amigos casi todos los fines de semana.

Cuando llegué al portal, suspiré. Estaba en casa, por fin. Era tarde y todos dormían. Sin embargo, vi a mi madre asomarse al rellano con la bata de seda china y estampado floral; me abrazó y me obligó a tomar un té caliente. En verano. Así que lancé todas mis cosas al cuarto mientras ella hervía el agua. ¿He dicho ya que era verano? Estuvimos charlando unos diez minutos. Dijo que me había echado de menos y que tenía unos pelos que un peluquero tardaría años en colocar y unas pintas horribles. Nada nuevo. Como siempre. También me dijo que al día siguiente teníamos una barbacoa en casa con los compañeros de trabajo de mi padre. Cuando llegué a la habitación exhausta, encontré un mensaje en el teléfono:

«Espero que la próxima vez no huyas tan rápido, Olivia. ¡Que descanses!».

Efectivamente. Era Rodrigo, el canalla casanova que me había besado hacía menos de una hora en un taxi delante de mi casa. Apagué el teléfono y la luz, estaba derrotada.

A la mañana siguiente, Gonzalo decidió tirarse en bomba sobre mi cama. Eran las seis de la mañana.

—¡Joder! —grité—. ¡Quítate de encima!

—Qué pasa, ¿no ha dormido bien la princesa? ¿Demasiados kilómetros? ¿O demasiado vino?

—Déjame dormir y haz el favor de cerrar la puerta cuando salgas.

—De eso nada, señorita. Ahora mismo vamos a nadar. ¡Ponte el bañador!

Me di la vuelta y me puse la almohada en la cabeza para no escucharlo más. Aun así, logró tirar de la sábana, retiró todos los cojines que se iba encontrando y me agarró por los tobillos mientras yo me enganchaba a los barrotes del cabecero de la cama. Un circo.

Así era Gonzalo. No lo he dicho antes, pero mi hermano era todo un chulo de playa lo miraras por donde lo miraras. Un actor de Hollywood de esos que te encuentras un día cualquiera por la calle.

Siempre estaba moreno aunque no le diera el sol y tenía una percha que igual se ponía unos mocasines con traje o una sábana sucia hasta arriba de barro y le quedaba estupendamente bien. Igualito que yo.

Mi hermano tenía cinco años más que yo. Desde que era un niño ya apuntaba maneras y aires de grandeza. Era siempre el más inteligente, el más guapete de la clase, el más simpático y el más deportista. Medía metro ochenta, era moreno y atlético. Tenía el pelo castaño y los ojos de chocolate negro. A pesar de no haber llevado nunca ortodoncia, tenía los dientes perfectos y relucientes... De anuncio. El muy cabrón. Con tan solo dieciocho años fue campeón de natación, cinturón negro de karate y había hecho más triatlones de los que podíamos recordar. Era una persona deportista, pero no obsesionada con su físico. No hacía deporte por lucir palmito, sino para sentirse bien, porque le daba alegría y se lo pasaba en grande. Se licenció en Económicas y antes de terminar sus estudios ya tenía un puesto asegurado, por lo que con tan solo veintiún años era la mano derecha del director financiero de una multinacional de la moda. Casi igual que yo: ortodoncia desde los doce años, deporte solo cuando me lo exigían, quitando lo de nadar, y un carácter de mierda acompañado de mi cara de gato.

Gonzalo me obligaba a hacer deporte con él y lo peor es que, cuando me sacaba a correr, se aburría tanto, pero tanto, que daba vueltas sobre sí mismo, ralentizando su ritmo de velocidad, y eso me cabreaba muchísimo. Era el tipo perfecto, en una familia perfecta y con los amigos perfectos. Ah, y la novia perfecta, claro.

Así que ese día Gonzalo decidió despojarme de mis dulces sueños a las seis de la mañana y no tuve más remedio que doblegarme. Bajamos a la piscina de la urbanización a nadar y, cuando volvimos, mi madre había preparado un superbrunch antes de la barbacoa en la que iba a venir demasiada gente. Según ella, el aperitivo antes de la comida es esencial en cualquier relación, ya sea con una amistad, la pareja o la familia, pues es el momento en el que no estás del todo concentrado en cortar la carne o coger tantas patatas como puedas del plato, sino que es más relajado, más casual y entonces el espacio del diálogo entra en el aperitivo.

Mientras me cambiaba de ropa, miré el teléfono y decidí contestar a Rodrigo:

«¿Es eso lo que le dices a todas?».

Antes de que pudiera dejar el teléfono en el escritorio sonó. ¡¡¡¡Era ÉL!!!! Pero ¿qué coño le pasaba? ¿Por qué me llamaba? Me aclaré la voz y me atusé el pelo. Luego me di cuenta de que no podía verme y puse los ojos en blanco:

—¿Dígame?

—Olivia, ¿cómo tengo que decírtelo? Lo que pasó con Jessica no fue mi culpa. Eres tú la que lo has interpretado mal. Si anoche te dije que me gustas demasiado...

—Ay, Rodrigo, no tienes por qué darme explicaciones de tu vida. Está todo bien. —«Hola, soy Olivia, tengo casi veinte años, soy madura, estoy relajada y soy independiente». Intenté que mi tono de voz sonara lo más casual posible—. Es solo que no te conozco y, como comprenderás... Bueno, no quiero que me des explicaciones, solo quería zanjar el tema.

—Pero si está más que zanjado, ¡eres tú, que no me crees! No seas dramática. Por favor, no saques más el tema de Jessica. Además, ¡vive en Asturias! ¿Podemos dejar esto atrás?

—Está bien —refunfuñé.

—¿Qué haces hoy?

—Tengo un evento en casa de mis padres, viene un montón de gente aburrida y beberemos cosas raras como daiquiris de melón garrapiñado.

—Suena divertido y arriesgado. ¿Y por la noche?

—Probablemente me tire por el balcón.

—Será mejor que no lo hagas, no al menos hasta que te lleve a un lugar que quiero que conozcas.

—Está bien. Pero no puedo asegurarte que no vaya a estar borracha a esas horas.

—Demasiadas negaciones en una sola frase. Te recojo a las ocho de la tarde en tu casa, ¿te parece bien? Espero que seas de las puntuales. ¿Me mandas la ubicación?

—Vale, ahí estaré.

En los dos minutos que estuvimos hablando pude comprobar que Rodrigo era alguien insistente, convincente y puntual, de esos que van por delante y saben enfrentarse a situaciones incómodas. Nada de ocultarse detrás de la pantalla, nada de suponer o imaginar, directamente de frente.

Llegó el mediodía y, con él, los amigos de mis padres y también sus arrimaos. Los hijos e hijas, novios y novias, sobrinos..., la abuela, ¡la abuela! Pero ¿cómo nos las habíamos arreglado para llegar al punto de montar estos saraos en el ático? Mientras iban llegando los invitados, Gonzalo y yo nos tumbamos en el «rincón del amor». Así lo llamábamos: se trataba de una esquina del ático que mi padre regaló a mi madre en uno de sus aniversarios. Contactó con Vera, la hermana de mi madre, que además de arquitecta tenía un gusto exquisito para la decoración y una mala hostia que no se aguantaba ni ella. La tía Vera siempre nos regalaba billetes enrollados con un lacito y los colgaba en el árbol de Navidad, para variar. Bien, pues mi padre dejó prácticamente todo en manos de Vera, porque cualquiera le decía algo al Tío Gilito.

Lo cierto es que, por muy estricta que fuera mi tía, era precisa e impecable en su trabajo. Creó un espacio precioso y único, digno de Pinterest: unos sofás de madera de acacia decorados con algunos cojines mullidos y colores empolvados, unas bombillas con luz cálida que descansaban colgadas en todo el ático exterior, una mesita de té y una barrera de plataneras y otras plantas tropicales que hacían del lugar un rincón mágico en una ciudad perfecta. Y contaminada. Y seca. Y sin playa.

Gonzalo se puso una camisa de lino a rayas azul clarito, unos vaqueros cortos y unos náuticos azul marino. Está mal que yo lo diga, pero este muchacho es todo un bombón. Lo amodiaba. El jodido Gonzalo conocía a toda la ciudad y tenía una lista interminable de contactos, y pese a que tenía pocos amigos, eran de esos que son de verdad, de esa especie en extinción que, aunque pase el tiempo, siempre estarán ahí. Y a mí, que desde que tengo uso de razón soy una histérica, siempre supo hacerme ver el lado bueno de las cosas. Así era Gonzalo. Éramos dos gotitas de agua, ¿eh?

Me calcé unos pantalones de lino de tiro alto, anchos hasta el tobillo y color ámbar, con un cinturón negro, una camiseta básica blanca con hombreras y un lazo en la cabeza de flores, a juego con mis sandalias vintage de aquel mercadillo hippy de la playa. Joder, cómo echaba de menos despertarme junto al mar.

—Oliva —así me llamaba él. Así o cualquier palabra que contuviera «oli» era válida para darme por aludida—, tráeme un mojito de esos que ha hecho mamá.

—¿Estás seguro? Mira que les ha echado todo lo que tiene por la cocina.

—Tienes razón. Esta señora hace los gin-tonics con guarda forestal. Mejor trae unas birras.

Me acerqué al arcón que había junto a la barbacoa y agarré una cerveza y una copa de vino blanco para mí. Ahí estaba mi padre, que tocó el hombro de su compañero de trabajo para disculparse y venir a hablar conmigo.

—Estás preciosa, hija, como siempre.

—Gracias, papá —le respondí mientras me daba un beso tierno en la mejilla.

—¿Cómo ha ido el campamento? No hemos tenido mucho tiempo de hablar esta mañana con el «planch» ese de tu madre.

Me reí.

—Papá... —sonreí—, querrás decir el brunch.

—Lo que tú digas, cielo.

Mi padre es una de esas personas que no hablan demasiado y asienten con frecuencia. Llega un punto en la conversación en el que no sabes si le parece bien lo que le estás diciendo o si simplemente no te está haciendo ni puto caso.

—Se te acabó la buena vida, ¿eh? —me soltó, dándome un par de codazos, intentando aparentar una edad que ya no tenía.

—¿Tú crees? ¡Yo creo que la buena vida acaba de empezar!

—Olivia, hija, se esperan grandes cosas de ti. Cuando te gradúes, serás la última generación femenina de la familia Serrano de Amorós que se gradúe en Ciencias Económicas.

—Vaya. Qué... honor. ¿Y si resulta que no me gusta?

—Tendrás que hacerla. Y cuando la termines puedes hacer lo que te dé la real gana.

—Entiendo. Así que necesito una licenciatura en Económicas para encajar en esta familia, ¿es eso lo que me quieres decir?

—No, hija, por Dios. Estaré muy orgulloso el día que vayamos a ver cómo te gradúas. —Me dio unas palmaditas en la espalda, aunque diría que fueron más bien unos empujones—. Ahora, disfruta de este día soleado —sentenció y se fue mientras saludaba animoso a sus compañeros.

Me quedé con cara de no saber muy bien qué pasaba por la cabeza de mi padre, así que cogí las bebidas y me encaminé hacia uno de los sofás donde se encontraba Gonzalo. Le extendí la cerveza y me acomodé, arqueando la espalda hacia atrás y los brazos hacia arriba, estirándome como un gato.

—Oye, las próximas las traes tú, aquí no paran de decir tonterías. ¿Qué me cuentas?

—Bueno, qué me cuentas tú, señorita polivalente.

—Pues que estoy deseando irme de esta casa y dejaros aquí, a ver qué hacéis sin mí.

—Bueno, siéntense, por favor, y presten atención, empieza el drama. —Exageró sus movimientos de una manera espectacular.

—No seas idiota.

—¿Y Rodrigo qué tal?

—¿Quién? —pregunté haciéndome la tonta, intentando ganar tiempo para buscar una salida.

—Olivia, conozco a mucha gente. ¿O es que todavía no te has enterado?

Siempre pensé que Gonzalo iba de farol. Conociendo a tantos miles de personas, ¡anda ya! ¿Cómo lo sabía el energúmeno? No tuve más remedio que darle una explicación.

—A veeeeeer, lo conocí en el campamento. Esta noche he quedado con él para tomar algo en... Bueno, no sé dónde.

—Ya, ya. Bueno, ten cuidado.

—¿Por qué? —me interesé. ¿Sabía algo que quizá yo no?

—Porque las mujeres sois raras y los hombres somos como somos.

—No es nada serio, ¿creo? —musité—. ¿Qué más te da? ¿Es que tengo que informarte de todo lo que hago?

—No te pongas así, fiera. Solo me preocupo por ti.

—Oído, capitán.

—Hablando de eso, ¡este año voy a ser capitán!

Qué asco la gente que hace cosas. Otra cosa no, pero mi hermano tenía más títulos que un conde. Era monitor de campamentos, profesor de inglés y alemán..., además era entrenador de Crossfit, socorrista, tenía el título de tiro con arco, de caza, sabía cualquier cosa de mecánica, de diseño de interiores y, ahora, capitán. «Hola, soy Olivia. Sé hacer el pez con la boca y al menos no soy daltónica».

Fue una noche agradable, había música y mis padres bailaban, era la velada perfecta de verano. Fui a darme una ducha para quitarme el olor a churrasco. Me puse una falda tobillera de algodón color beige con abertura en una pierna, un crop top blanco y una diadema con lazo a juego con la falda. Me calcé unas sandalias romanas hechas a mano de cuero con lazos hasta la rodilla y salí pitando de casa; eran las ocho pasadas. Cuando llegué al portal, ahí estaba Rodrigo más guapo y elegante que nunca. ¿Era este el Rodrigo que había conocido en el campamento? Llevaba una camisa blanca remangada, unos pitillos azul marino y unas deportivas blancas clásicas. Llevaba el pelo alborotado que se adivinaba recién salido de la ducha, medio húmedo. Y, otra vez, la barba sin afeitar.

—¿Siempre vas así de desastrada cuando sales con la gente?

—Hola, eh... Es lo que se lleva, ¿qué te pasa? —Le administré un suave codazo en las costillas.

—Estás muy guapa, pero llegas tarde.

—Tú también. Disculpa, de las barbacoas familiares uno sabe cuándo entra, pero no cuándo sale...

Me dio un beso en la mejilla. Sonreí. Fuimos caminando hasta el coche y Rodrigo condujo durante cerca de media hora. Le pregunté amablemente que dónde íbamos y no articuló palabra, así que empecé a decir sitios al azar. Puede que en Madrid no hubiera playa, en eso estamos de acuerdo, pero las posibilidades son infinitas, claro.

Llegamos a un lugar muy oscuro de tierra que parecía el parking de un restaurante. Cuando alcanzamos la puerta, vi una terraza y oí música. Rodrigo dijo su nombre al muchacho que estaba en la entrada, extendió su mano para ir detrás de mí y atravesamos un pasadizo con muy poca luz hasta llegar a un lugar al aire libre. Se trataba de un restaurante a las afueras de Madrid que, obviamente, solo abre en verano y parecía... llamémoslo especial. En lugar de mesas, tenía cojines gigantes como asientos en mesas bajas de madera y muchas luces de colores. Había una mujer con una guitarra y un perro al lado que en ese momento estaba cantando «La Vie en Rose» de Edith Piaf y me pareció superromántico y acertado. No tuve más remedio que reconocer que Rodrigo tenía un gusto exquisito y, aunque no nos conocíamos mucho, empezaba a gustarme de verdad.

Nos acomodamos en un rinconcito del restaurante con vistas a la ciudad que, aun en la lejanía, nos avisaba de que seguía despierta con sus millones de luces. Miramos la carta: Rodrigo se pidió un bacalao confitado gratinado con alioli de pera y azúcar mascabado y yo, un solomillo del Pirineo braseado con vegetales asados. Compartimos una botella de vino. La comida estaba deliciosa, el vino era exquisito y el ambiente era inmejorable.

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382 s. 5 illüstrasyon
ISBN:
9788418759635
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