Kitabı oku: «Salitre en la piel», sayfa 5
Rodrigo y yo habíamos hecho el amor otras veces, cada vez con menos pasión y ganas, algo así como una obligación que se convirtió en una rutina. Ese día, que recordaré toda mi vida, mi cuerpo pareció desprenderse de mi mente para siempre.
No me acercaba a nadie, guardaba una distancia de seguridad que me permitiera moverme libremente sin que nadie me tocara. Empecé a no saber cómo afrontar situaciones ni cómo tomar decisiones por mí misma. No me di cuenta hasta unos años más tarde de lo que había pasado en realidad esa noche, pues el cerebro es más listo que el corazón y trata de borrar situaciones incómodas. Sin embargo, a partir de ese momento yo me sentía completamente vacía por dentro.
Es difícil expresar lo que se siente en una situación así, es mucho más difícil describirla sin que tiemblen las manos o el corazón. Sin darme cuenta me había metido en un pozo con un sucio, profundo y oscuro fondo del que apenas veía la luz del exterior. No sabía cómo iba a seguir adelante. En alguna ocasión, el miedo sacaba la patita. Y lo peor es que nadie podía ayudarme. Me repetí varias veces que no era una persona de provecho, pues no había sido capaz de aprobar ni una sola asignatura, no me consideraba inteligente, no tenía ni un solo amigo y seguramente había decepcionado a mi familia, que parecía haberse esfumado con el tiempo.
El tiempo... Con el tiempo me di cuenta de que nadie puede castigarse de esa manera, de tener ese constante sentimiento de culpa. Ni por asomo pensé en la palabra maltrato. Sonaba tan obsceno en mi cabeza... Era una palabra que en mi educación no aparecía, no me pasaría nunca a mí o a los que me rodean... Pero ahí estaba. En ese momento no le puse nombre a la situación que estaba atravesando, sino que tuvieron que pasar algunos años para darle una definición correcta, nombre y apellidos. La violencia de género es un tema muy delicado, pensé. A mí nadie me ha maltratado nunca ni podía permitir que lo hicieran, pensé también. Pero ¿y si el maltrato no implica violencia? Algo había... algo no estaba bien. Llegaremos ahí.
IV
SER CONSCIENTE
Madrid. Julio de 2011. No sé qué día es. No refresca para nada.
Hacía una exquisita mañana de un verano abrasador. Eran las siete de la mañana y oía a los pájaros cantar a través de la ventana. Abrí un ojo, me senté en la cama y me estiré como un gato. Estaba en casa, olía a puchero a las nueve de la mañana. ¿He dicho ya que era julio? Bien, mi madre haciendo algún estofado contundente y caliente el mes más caluroso del año. Me quedé en la cama sentada mirando un punto fijo mientras pensaba en mis siguientes movimientos. Deslicé la mirada hacia la derecha. En la estantería había flores frescas, que Carmen colocaba delicadamente cada semana cuando decidía aparecer por casa, libros y mis iniciales en madera: «OSDA», Olivia Serrano De Amorós. Más abajo, en el escritorio, me quedé absorta con una foto en la que salíamos Gonzalo y yo el día de su graduación.
Lo recordaba a la perfección: él estaba espectacularmente guapo sin haber hecho ningún esfuerzo, tanto que llegaba a ser irritante. Se compró un traje de Hugo Boss color azul marino especialmente para la ocasión, ¡le hacía tanta ilusión! Se había dejado el pelo largo, pero no demasiado. Tenía una barba de unos tres días, perfectamente afeitada y delineada. ¡Qué escándalo! Se puso una reluciente y escrupulosamente planchada camisa blanca que parecía emanar luz propia. Se colocó con delicadeza una pajarita de color rojo con unas calaveras estampadas, ¡estaba loco! ¡Y guapísimo! Este hombre podría ponerse lo que le diera la real gana, pues siempre parecía uno de esos modelos famosos mundialmente conocidos que los paparazzis fotografían con sus peores atuendos un martes por la mañana.
El día que se graduó Gonzalo me puse un precioso conjunto de chaqueta y pantalón de color rosa nude. Una impoluta blusa blanca confeccionada en seda morera con el escote a pico y adornos abotonados desde el busto. Elegí unos pendientes dorados a juego con las sandalias, el bolso y mi cabello ondulado, suelto y despeinado. Estábamos perfectamente colocados para la foto que enmarcaríamos cuando, de repente, Gonzalo sacó la lengua y yo le miré con llamas en las córneas. Fue en ese momento cuando el fotógrafo disparó. Flashazo. Click. Flashazo. Así salió toda la secuencia y así aparecimos en la foto, haciendo el canelo, como siempre. De cuando era feliz, de cuando era Olivia.
Me levanté lentamente y subí la persiana de mi habitación. Me puse el bañador, las chanclas y una camiseta ancha que tenía de estar por casa. Me dirigía a la cocina mientras escribía el mensaje matutino a Rodrigo.
«Voy a nadar cariño. ¡Buenos días!».
Rodrigo me puso un escueto «Ok» que leí desganada mientras bebía un vaso de agua fría. Bajé a la piscina de la urbanización y me dispuse a nadar. El agua fría en verano, ¡qué manera tan deliciosa de comenzar el día! Me sumergí en el agua, hice respiraciones, estiré mis brazos, haciendo círculos hacia adelante y hacia atrás, agité el cuello de un lado a otro. Estaba lista para unos cuantos miles de metros nadando y desconectar por un momento el teléfono, ese artilugio peligroso que se había convertido en una prolongación de mi brazo en los últimos meses.
Gonzalo apareció justo cuando había hecho aproximadamente unos quinientos metros. Ni siquiera me saludó. Llevaba puesto su bañador de natación y una camiseta de los New York Knicks. ¿Era posible tener tanta elegancia para ir a nadar? ¡Por favor! Era posible, con Gonzalo todo lo era.
Lo vi nada más puso un pie en el recinto de la piscina, que a esas horas estaba prácticamente vacía. Me hice la tonta, fingiendo que no lo había visto, y seguí nadando, a lo mío. Se quitó lentamente su gloriosa camiseta, como si en los matorrales hubiera unos cuantos paparazzis pendientes de ese momento, como si lo llevaran esperando toda la noche. Las curvas de la comisura de sus labios se elevaron, quedando el robado perfecto para el Hola. Aquí Gonzalo un día normal, en su rutina normal, yendo a la piscina siendo sensual. Se lanzó al agua sin decir una palabra y comenzó a nadar. Yo, ni caso. Lo cierto es que nuestras conversaciones eran escuetas y banales. Por no hablar de las preguntas absurdas y las respuestas monosilábicas.
Gonzalo empezó a acelerar, a adelantarme, a dar vueltas sobre sí mismo. «¡Ya lo está haciendo otra vez!», lo maldije. «Será idiota, si no estamos compitiendo», pensé. Empezó a nadar mucho más rápido que yo y, claro, me sentí amenazada. Así que empecé a nadar más y más rápido. No habíamos cruzado una palabra todavía y habíamos hecho unos mil doscientos metros.
—¿Eso es todo lo que puedes nadar? —gritó y se escondió bajo el agua, divertido.
Maldito Gonzalo, estaba agotada. Empecé a acelerar en croll, que era la manera más rápida de alcanzarle, y cuando estaba a punto de ganar... me sumergió en el agua, me apartó y después me cogió en sus brazos, bajo el agua, para frotar sus nudillos en mi cabeza. ¡Cuánto odiaba que hiciera eso! Ambos salimos del agua derrotados, jadeando. Menuda paliza.
—Está bien, Olivero, has ganado.
Estaba agotada, hacía tiempo que no nadaba tantos metros a tanta velocidad..., condenado Gonzalo. Intenté disimularlo lo mejor posible.
—Me debes un desayuno por lo menos —le dije.
—¡Eso está hecho! Pero estira primero, no vaya a ser que luego tengas agujetas. Y si así no hay quien te aguante, imagínate con agujetas.
Subimos los pisos a empujones como si fuéramos unos críos, riendo y pataleando. Cuando llegamos a casa mi madre estaba en la cocina tomando un té con su kimono de seda china de color verde botella con flores rosas y blancas estampadas. Carmen no pudo evitar una sonrisa tierna al vernos juntos, nos dio un beso en la frente y nos preguntó si queríamos desayunar.
—No, madre —contestó Gonzalo—, voy a invitar a Oli a desayunar porque, ahí donde la ves, tan escuálida, me ha dado mil vueltas en la piscina.
Sonreí mientras levantaba una ceja y bebía agua como un camello en el desierto. Me pasé la mano por el hombro, imitando algo parecido a sacudirme el polvo. A continuación, fui a la ducha. Ese día estaba especialmente contenta, no tenía ningún motivo para estarlo y, aun así, lo estaba. Hacía meses que no sonreía, desde aquel día fatídico con Rodrigo me había convertido en otra persona. Con el albornoz puesto y el turbante en la cabeza, me dirigí a mi inmenso armario. Cabía tanta ropa que no podía imaginar cómo acabé poniéndome trapos viejos y roídos.
Las puertas de mi armario estaban abiertas y en su interior había todo un festival de la moda. Podías encontrar todo tipo de prendas de infinidad de colores y texturas: satén, lana, algodón, ¡cachemir!... Modelos cortos, largos, holgados, ceñidos..., conjuntos perfectamente escogidos por tonalidades. Vestirse cada día se convertía en un ritual magnífico. Al menos antes lo era.
Un vestido pareció salir del armario para saludarme y pedirme que lo deslizara por mi cuerpo. Era un vestido de lino color amarillo pastel hasta la rodilla: recto, simple, ¡era exquisito! A pesar de su sencillez, tenía una abertura en el lateral hasta el muslo. Tenía un escote de corazón y unos tirantes finísimos en forma de lazo a la altura del hombro. Pensé que me quedaría ideal para un brunch con Gonzalo, pero también pensé... que era uno de esos vestidos prohibidos. A esas alturas de la vida, mi agilidad mental tanto para resolver situaciones incómodas como para mentir estaba a niveles que, a menudo, me sorprendían. Así que consideré la posibilidad, por muy pequeña que fuese. Veamos, ese día haría unos cuarenta y tres grados en Madrid, además de que Rodrigo no me vería con él puesto, pues solo íbamos a desayunar y volveríamos a casa. Aprobado.
Me di crema hidratante en el cuerpo, me puse la ropa interior y después el vestido glorioso. ¡Me quedaba espectacular! ¿Cuánto tiempo llevaba esto en el armario? Me miré al espejo ensimismada, sorprendida y fascinada. Me dejé el pelo suelto y ligeramente húmedo. Cogí un capazo de rafia con abalorios y cuentas de muchos colores veraniegos. Estaba lista.
—Vaya..., si hasta te pareces a Olivia —balbuceó mi hermano Gonzalo.
—Ja... Ja. —Hice una mueca de desaprobación, elevando ligeramente mi labio superior. No podía hacer ese tipo de comentarios.
Gonzalo abrió las puertas de su elegante coche negro brillante que tenía un tamaño descomunal. Condujo hasta el centro de Madrid, aparcamos en uno de los parkings subterráneos porque no había un solo hueco en esa sucia y contaminada ciudad.
El lugar al que íbamos estaba entre las estaciones de metro Bilbao y Tribunal, una buena zona de Madrid para los modernos y el escenario perfecto para el postureo. Caminamos unos quinientos metros hasta el restaurante, pero tardamos como una hora en llegar. ¡Maldito Gonzalo! Se paraba a hablar con algún conocido cada tres pasos que dábamos. Era tan simpático con la gente, tan educado y galante... que me aterrorizaba lo que pensaría toda esa gente de mi persona: él es encantador y ella, un limón.
Por fin llegamos al lugar en el que íbamos a tomar el brunch o el «planch», como decía mi padre. Se trataba de un sitio con mucha alma en el que ofrecían brunch los fines de semana y tenían un concepto de tradición y modernismo: comida real y sostenibilidad. Sostenibilidad la que tenía Gonzalo en el coche, que contaminaba más que una fábrica de plástico. Este lugar tenía plantitas colgando de la pared, era un espacio amplio, luminoso y con un estilo retrógrado. Me decanté por un bowl de açaí con granola casera de almendras con avena, plátano y fresa con un café gigantesco. Gonzalo pidió unas tostadas con aguacate, tomate rallado, edamames y brotes verdes, unos huevos pochados a baja temperatura y un café doble espresso largo.
—¿Cómo está mi hermanita? Hace mucho que no desayunamos juntos, ¿sabes? —Entornó los ojos.
—Ya sabes que bien —le contesté en voz bajita y con tristeza.
—Olivia, yo...
—No empieces, por favor. —Ni siquiera dejé que terminara la frase que sabía que venía después.
¡Ajá! Así que para eso me había traído, para volver a hacerme interrogatorios ridículos. Quería invitarme a desayunar para sonsacar información de mi relación, ¡quería separarme de Rodrigo! Soy más rápida y ágil que tú, querido. No. No lo iba a permitir, no podía permitirlo. Estaba tan acostumbrada a él que solo la idea de no estar juntos me producía una profunda sensación de miedo y soledad. Me dispuse a decirle cuatro cositas bien dichas para que callara esa boca llena de dientes de anuncio que tenía. Abrí la boca para empezar y, de repente...
—Mariana y yo ya no estamos juntos.
—Ya sé que estamos en medio de algo, pero... ¿Permiso para reaccionar? —pregunté.
Asintió.
—¿Quéééééé?
***
MARIANA Y GONZALO
Mariana era una joven estudiante de Historia del Arte. Venía de una familia pudiente de Madrid, su padre era un muy buen conocido del mío, pues ambos se dedicaban a lo mismo, a la banca. Eran directores de sucursales en las zonas más prestigiosas de Madrid.
En 2007 se celebraba la típica fiesta de Navidad de la compañía a la que iba toda la familia y en la que obviamente los cuatro nos presentamos con nuestras mejores galas dispuestos a devorar el cóctel. La fiesta se celebraba en una villa a las afueras de Madrid. Entrar en una de esas casas —por supuesto no era la primera fiesta de Navidad a la que acudíamos— me hacía pensar en todo lo que necesitaba la gente. Espacio, mucho espacio, lujo, artículos ridículos como un mono que hace la función de lámpara o, mejor aún, la cabeza de un oso disecado en las paredes. ¿Es eso arte?
Gonzalo conoció a Mariana esa noche: mi padre nos presentó a la familia de ella y viceversa. No pasaron más de diez minutos y los dos tortolitos charlaban animadamente mientras bebían champán en unas absurdas y extravagantes copas. Brindaban y reían, ¡cómo reían! Y al final de la noche, desaparecieron.
Al día siguiente fui yo la que se levantó a las siete de la mañana para sacar a Gonzalo de la cama para que me lo contara absolutamente TO-DO. Nunca había visto tan adormilado y perezoso a mi hermano, ¡estaba hecho polvo! Lo saqué como pude —con ayuda de mi madre, que era el triple de cotilla que yo—. Nuestro plan era llevarlo a la cafetería que había debajo de casa y sonsacarle toda la información válida que pudiéramos.
Nos contó su animosa noche con Mariana y, además, como buen galán y caballero que era, nos confesó que no había sucedido nada.
—¡Queremos carne fresca! —gritó mi madre, dando un puñetazo prácticamente insonoro en la mesa.
Poco a poco y según iban pasando los meses, Gonzalo empezaba a desaparecer y a aparecer como de la nada. Mi madre y yo sabíamos que estaba con Mariana, claro. Le hacíamos comentarios picantes para sonsacarle información y él, aunque se reía, nos echaba la bronca llamándonos viejas cotillas. Después de unos tres meses, Mariana vino a casa a cenar con toda la familia y lo hicieron oficial: eran novios.
Como decía, ella era una joven estudiante que casi nunca abría la boca en situaciones en las que había demasiada gente. Siempre pensé que era una arpía disfrazada de niña de papá. Pero Gonzalo me hablaba tan bien de ella que mis pensamientos se contradecían. Claro, si Gonzalo era feliz...
Aunque no ha nacido mujer todavía que merezca a Gonzalo, he de decir que Mariana era una buena candidata. La pareja ideal. Otra vez, maldita sea. Irremediablemente la portada del Hola. Christ.
Mariana tenía el pelo negro azabache y era alta y delgada. Tenía un lunar en el pómulo derecho, la nariz aguileña y los párpados un poco caídos. Era educada y sabía comportarse.
Desde entonces Gonzalo y Mariana tenían una relación estable. Hacían todo tipo de actividades juntos como la pareja ideal que eran: les invitaban a fiestas glamurosas, salían cada uno con sus amigos y luego se veían al final de la noche, se terminaban las frases el uno al otro, jugaban al tenis, ¡por favor!, hacían viajes exprés a cualquier parte del planeta e incluso a veces ambos se vestían con los mismos colores. ¿No es ridículo? En fin. Lo cierto es que se amaban con locura. O al menos eso pensaba...
No podía creer lo que Gonzalo acababa de decir. ¡Pero si eran la pareja ideal! Tenía demasiadas preguntas en ese momento y además estaba muerta de hambre después de tantos miles de metros en el agua.
—¿Qué ha pasado? ¿Desde cuándo? ¿Por qué no me lo has contado antes? —pregunté con la boca llena de comida. No podía esperar ni a preguntar ni a comer.
—A ver, Oli, tranquilízate, por favor. Fue hace un mes. Si no te he dicho nada es porque siempre andas por ahí con la cabeza gacha y apenas cruzamos más de tres palabras. No quería preocuparte y tampoco veía el momento oportuno..., pero creo que ya era hora de que lo supieras.
Abrí los ojos como un búho, sorprendida. ¿Cómo demonios me las había arreglado para que cambiara tanto mi vida que no me diera cuenta ni siquiera durante un maldito y entero mes de que mi hermano había roto con su pareja? Me sentía estúpida, me hice pequeña. Solo quería meterme en la cama y dormir durante días.
—Verás. No quiero que te alarmes demasiado. Estoy bien, ¿vale? —Curvó las comisuras de sus labios con esa sonrisa de anuncio—. De hecho, estoy mejor que nunca. Empecé mi relación con Mariana cuando tan solo era un crío. Fuimos felices, sí. Pero cuando uno comienza una relación en una etapa en la que toda su vida está en un constante cambio, es muy difícil adaptarse a las necesidades del otro. Las obligaciones se vuelven cada vez más a diario y uno sabe hasta qué punto puede aguantar. La he querido mucho, pero a principios de este año empezó a cambiar. Comenzamos a discutir por cosas tan estúpidas que se convirtieron prácticamente en una rutina diaria. Pasado un mes tuvimos una discusión seria. O dejaba de echarme en cara todo lo que hacía mal, que era prácticamente todo, o terminaríamos odiándonos el uno al otro. Desde febrero cada uno ha seguido haciendo su vida, disminuimos el tiempo que pasábamos juntos y lo cierto es...que a mi dejó de importarme. —No pudo evitar expresar alivio con su suspiro—. No te voy a decir que ella tuviera la culpa, porque más bien fue de los dos. Hemos llegado a una situación en la que no nos entendemos, no somos las mismas personas que éramos hace tres años, ¿sabes? Y yo me muero de ganas por viajar, por conocer el mundo entero y no parar hasta que mi patata deje de funcionar o ya no tenga fuerzas. Quizá cambie de opinión en algunos años, pero ¿no es eso la vida? Al contrario que Mariana. Ella quiere quedarse aquí, ser profesora en el instituto y tener tres niños. ¿Te imaginas? Y te diré otra cosa: cuando dos personas no caminan juntas en la misma dirección, tienen dos opciones: seguir haciéndolo y ser unos miserables o separar sus caminos, por mucho amor que haya. Y así fue. No te voy a engañar, al principio ha sido duro, me había acostumbrado demasiado a ella..., pero lo cierto es que yo ya no soy esa persona. He crecido, personal y profesionalmente, y simplemente ya no queremos lo mismo. El mes pasado decidí terminar esta agonía, ya que ella no lo hacía y me seguía martirizando. Así que se acabó —sentenció, seguro de sí mismo, sabiendo que había tomado la decisión correcta. Y acto seguido me ofreció edamame.
Patidifusa me hallaba escuchando a Gonzalo. Hacía tiempo que no hablábamos. Pero nunca me había detenido a cerciorarme de lo maduro y formal que era cuando quería, el jodío.
—Entonces... ¿estás bien?
—Perfectamente. Solo quería que lo supieras. Ha sido un mes esclarecedor, no hay de qué preocuparse. ¡Estoy de maravilla! Y ahora que lo sabes, necesito que me aclares un par de cosas.
Maldije a Gonzalo y a su astucia superior a la mía. Me acababa de contar un dramón y mi corazón, hecho un ovillo y pequeñito, se había abierto a cualquier conversación.
—A ver, dispara.
—Siento decírtelo así, Olivia, pero estás hecha un asco. No te hablo del físico, que también. Has cambiado hace algún tiempo y me preocupa que Rodrigo tenga algo que ver. Aunque no le culpo, sino más bien te culpo a ti por permitirlo o permitírselo. Ni siquiera lo conozco. ¿Sabes?, lleváis casi un año juntos y nunca ha venido a casa. Viene a buscarte al portal, saluda con la mano y no se detiene a hablar con ningún miembro de tu familia, ¿no te parece raro? Por no hablar de tu catastrófico año en la universidad... ¿Creías que no lo sabía? —Lo dijo así, sin más, resumiendo mi vida de mierda en diez segundos, mientras se limpiaba la boca con una servilleta, como si supiera todo lo que había pasado.
—¿Cómo sabes...?
—Estoy cansado de decirte que lo sé todo, querida.
—No se lo digas a papá y a mamá, por favor.
—Por supuesto que no lo haré, se lo dirás tú misma. No tiene que ser hoy.
—¿Qué? No... —susurré, muerta de miedo.
—Háblame de Rodrigo; es más, dile que venga hoy a cenar a casa, ¿lo harás? —Sonrió.
—Bueno, yo... —balbuceé para ganar tiempo, intentando inventar una excusa para no hacer pasar por esa situación a Rodrigo.
—Ya está todo planeado. Mamá y papá saben que viene. ¡Van a preparar un festín! —dictaminó.
Cuando terminamos el brunch en aquel rincón coqueto de Madrid, miré el teléfono y Gonzalo el suyo. Esta curiosa costumbre que tenemos ahora los jóvenes: ¿tiempo muerto? Teléfono. Cualquier hueco entre una conversación, espacio vacío, tiempo sin utilizar... se convierte en el momento perfecto para sacar el teléfono y maravillarnos con las notificaciones. Yo me había vuelto una esclava de él. Pero ¿los demás? Eran libres, podían tomarse la libertad de dejar todo un día el teléfono olvidado. ¿Te imaginas? Todo un día...
Tenía dos mensajes de Rodrigo:
«¿Quieres que nos veamos mañana en Madrid?».
«¿Dónde estás?».
Contesté lo más rápido que mis dedos podían deslizarse por las teclas:
«Estoy con Gonzalo, te llamo cuando esté en casa».
Volvimos al parking subterráneo y pasados unos minutos me cercioré de que mi hermano no parecía dirigirse a casa, sino que condujo hasta un centro comercial de Madrid. ¿Qué hace? ¿Es que no ha visto cómo voy vestida? Podría verme alguien.
—Bueno, Alioli. Necesito algunas camisas para el trabajo y unas botas. Eres la única mujer del planeta que conozco que sabe, entiende y tiene estilo. ¿Me ayudarás?
¡Qué divertido! ¡Y peligroso! ¿Y si Rodrigo estaba allí? O peor, ¿y si alguien que conocía a Rodrigo estaba allí y le decía que me había visto con un vestidito ceñido y escotado? Decidí asumir ese riesgo. En Ticketmaster, las entradas disponibles para las películas que me montaba.
La verdad es que con Gonzalo me sentía protegida, así que me dio igual. Bajamos del coche y paseamos por uno de los monstruosos centros comerciales de Madrid. No era la primera vez que iba de compras con mi hermano. Siempre se me ha dado bien vestir a las mujeres y a los hombres. Con estos es una tarea mucho más fácil, pues no tienen ni un ápice de gusto por las prendas ni los tejidos. Por no hablar de los colores... No les importa mezclar un violeta con un amarillo intenso y cálido... ¡Arg!, solo de pensarlo me sangran las córneas.
Según entrábamos en una de las tiendas, mi cerebro se convertía en una especie de visión que proyectaba rayos X. Así, podía localizar las prendas que más me gustaban, los colores que estaban de moda y aquellos tejidos que fueran ideales para Gonzalo. Rescaté algunas prendas y unas botas: dos pantalones chinos color negro y azul marino, tres camisas. La primera era lisa de color azul cielo Oxford, otra Popelín estampada con delicados y elegantes lunares blancos y otra en tejido de twill de algodón de cuadros azules marinos y blancos y un polo de color negro. Elegí unas botas Chuckka Stormbucks en marrón. ¡Eran ideales!
Escogí todas las camisas de manga larga. Hablemos de las de manga corta, por favor. Las de manga corta de hombre son una de las cosas más espantosas y horripilantes que he visto en mi vida. Si hay una cosa que me horroriza es ver a un hombre con una camisa de manga corta. ¡Por favor! Ni los jóvenes ni los mayores ni los hipsters ni los hippies, ¡nadie! debería llevar camisas de manga corta. Es un error absoluto y un desacierto catastrófico en el mundo de la moda. Un joven como Gonzalo debía llevar siempre camisas de manga larga, sí, ¡incluso en verano! Si hacía calor, uno se remangaba, pero de una manera correcta, nada de churros ni arrugas. ¡Qué horror!
Gonzalo aceptó con una sonrisa todas las prendas que le arrojé en el probador, asintiendo con cada una. Pobre idiota, no entendía nada de la moda, podría haberle lanzado un polo amarillo limón a conjunto con un pantalón de lino rosa y hubiera estado tan contento. Qué suerte tenía el desgraciado de tenerme como hermana.
Le gustó cada una de las prendas que se había probado y, efectivamente, se lo llevó todo. ¡Debería dedicarme a esto y no a una carrera inútil en la que no consigo aprobar ni una asignatura!
Hechizada y embriagada en el mundo de las telas, los tejidos, los colores y, en definitiva, el estilo... olvidé por completo que tenía una relación y un novio celoso y desesperado con una ridícula obsesión con que estuviera constantemente enganchada a mi teléfono. Mientras Gonzalo pagaba en la caja, aproveché para sacar el teléfono de mi capazo y, ¡hala!, tenía nada más y nada menos que cinco mensajes de Rodrigo. Ni siquiera los leí, le llamé directamente.
—¿Olivia?
—¿Me puedes decir qué narices te pasa? Te he dicho que estoy con mi hermano, Rodrigo. ¿Cuál es tu urgencia esta vez? —contesté, por primera vez en la relación, con decisión.
—Pero ¿qué dices?
—Tengo cinco mensajes en el teléfono, no ha pasado ni una hora desde el último. ¿De qué tienes miedo?
—No tengo miedo de nada, solo quiero saber cómo estás...
—Ya estamos con lo mismo de siempre. Quiero saber cómo estás, quiero saber dónde estás, quiero saber con quién estás... ¡Estoy harta!
—¿Podemos hablar de esto después? —susurró, sabiendo que Gonzalo merodeaba cerca.
—Esta noche mis padres y mi hermano te invitan a cenar en casa.
—Ah..., pero ya teníamos planes, Olivia.
—¿Qué planes? A ver, ¡¿qué planes?! ¡Ah! Como aquella vez que no quisiste ir a la casa de la sierra con mi hermano y su novia porque teníamos planes... ¿Me recuerdas cuál fue exactamente el plan?
Silencio.
—Te espero en mi casa a las ocho de la tarde. Ven o no vengas... Haz lo que quieras.
Y colgué el teléfono. Por primera vez en mi relación había sacado ese carácter oculto, prácticamente inexistente, y de repente apareció, como un glorioso ave fénix que renace de sus cenizas. Me sentía orgullosa, decidida y satisfecha con lo que acababa de hacer. Sin embargo, un rato después me arrepentí...
Salimos del centro comercial con un helado en la mano cada uno: el de Gonzalo era de chocolate y avellanas y el mío, de pistacho con trocitos de más pistacho crujiente. ¡Qué delicia! Gonzalo condujo hasta casa dando pequeños saltitos de alegría y bailando en su asiento, satisfecho con sus nuevas adquisiciones.
—¡Voy a ser el terror de las nenas! —exclamó mientras conducía y luego exageró una risa malvada. Yo miraba a otro lado, muerta de la vergüenza ajena que me producía.
Llegamos a casa. Mamá había preparado un potente y espeso guiso de lentejas estofadas con verduras. El aroma de la olla se esparcía por prácticamente toda la casa. Como era verano y, además, fin de semana, decidió preparar la mesa en la terraza.
Disfrutamos de la comida en nuestro precioso ático, nada podría salir mal. Riendo, brindando, haciendo el canelo —eso Gonzalo, claro— y en familia, como antes hacíamos. Como ya nunca hacíamos desde que me aparté de mi familia por esta relación tóxica que estaba empezando a ver cada día con más claridad.
Eran las seis de la tarde y yo seguía con mi precioso vestido de lino puesto, ¡me quedaba tan bien!, cuando recibí un mensaje de Rodrigo.
«Estoy en tu portal, ¿puedes bajar?».
«Oh, mérde», pensé. Rápido y con el pelo todo alborotado, cogí un fino jersey de punto de color beige y me lo puse encima. Vaya, no me quedaba tan mal...
«Sí, ¡bajo!».
Ese día había nadado casi dos mil metros, me había «reconciliado» con Gonzalo y sentía que ya era hora de volver a ser yo. De volver a ser la persona que era antes de Rodrigo. ¿Habría un después de Rodrigo?, me preguntaba. Me pasaba lo siguiente: cuando estábamos juntos tenía la extraña sensación de que debía obedecer en todo, hacer caso y evitar cualquier tipo de situación que pudiera causar un giro de los acontecimientos y volverse violenta. Incluso cuando estaba de buen humor, tenía sentimientos por él, aunque no podía decir que era amor, ni siquiera cariño... Creo que era costumbre. Sin embargo, cuando estaba lejos de él —ya fueran unos minutos o unos días—, mi mente se liberaba tanto que podía proyectar mi vida de otra manera. Trazaba en mi cabeza los bocetos de todos los caminos posibles que llevaban a la salida. ¿Cómo podía estar sintiendo eso? ¡Era contradictorio!
Bajé las escaleras hasta el portal y allí estaba Rodrigo. Llevaba un chándal... ¡Un chándal! Qué ropa tan indecente para llevar un sábado en Madrid, hijo del mal.
—Vaya atuendo has elegido para conocer a tus suegros, ¿no crees? —pregunté, mofándome del atavío.
—Olivia, ven, por favor.
—¿Qué quieres?
Rodrigo me sacó del portal tirando de mi brazo, me exigió que fuéramos hasta su coche y me dijo que teníamos que hablar. Asentí y nos dirigimos hacia allí, caminando unas dos manzanas en silencio.
—Pero ¿tú te has vuelto loca?
—¿Por qué dices eso? —Me giré hacia él, entornando los ojos.
—No creo que hoy sea un buen día para conocer a tus padres, Olivia. De verdad que no. Además, ¿acaso te has escuchado al teléfono? ¿Qué te he hecho?
Ücretsiz ön izlemeyi tamamladınız.