Kitabı oku: «Bazar de decisiones», sayfa 2
Agarré uno de los libros de Historia universal que tanto disfrutaba.
Pero no pude más, tomé la tarjeta. Sin pensar con detenimiento, descolgué el teléfono y le hablé a ese amigo que se me hacía tan extraño. Marqué su número. Esperé en la bocina pensando que no lo iba a encontrar.
—¿Bueno? —se oyó una voz somnolienta.
—Hola, Ramón.
—¿Quién habla? —lo dijo con desconfianza.
—Soy Roberto, tu compañero de la escuela.
—Ahhh, sí. Sí, te recuerdo.
—Pensé que por la fecha no te iba a encontrar —le comenté.
—No, aquí estoy. Me da mucho gusto oírte, qué bueno que me hablaste. Estoy solo en casa.
—Quisiera hablar contigo —le dije con un tono un poco desesperado.
—Claro, para eso están los amigos. ¿Deseas que vaya a tu casa?
—No, no, yo mejor voy a la tuya. —Anhelaba salir; no quería estar ahí.
Llamé al chofer y le indiqué hacia dónde se dirigiera.
Cuando llegamos, vi que era una casa con una reja muy alta; el jardín estaba seco y descuidado; los árboles se veían tristes, de color café. Había muchas hojas tiradas.
Presioné el timbre. Salió corriendo un perro rottweiler color negro, grande y gordo. Con trabajos por su peso se abalanzó a la reja ladrando, me mostró sus dientes enseñando sus grandes colmillos como amenazándome, estaba recargado en la reja sobre las dos patas, sin dejar de ladrar. Tenía en su grueso cuello un collar negro con puntas metálicas.
—¡Whisky! ¡Whisky! ¡Ya cálmate! —le gritó Ramón al perro.
—¡Soy Roberto! —le grité sin acercarme a la reja por temor.
—Pásale, pásale. —Agarró al perro por la correa y abrió la puerta.
Pasé con desconfianza y miedo que se le fuera a soltar, entré a su casa. Ya adentro lo soltó. Ramón se dirigió a mí y me dijo, dándome un abrazo:
—Roberto, no sabes qué gusto me da verte y más al saber que pensaste en mí. Como ya te había dicho, quiero que sepas que cuentas conmigo para lo que quieras. Tenme confianza —me dijo mientras ponía su brazo sobre mis hombros y caminábamos rumbo a su cuarto.
Su casa estaba sola, a excepción de su perro. Era una casa un poco oscura; las cortinas amarillas estaban cerradas, no tenía adornos, ni cuadros, ni flores. Solo tenían lo más esencial para vivir.
Me llevó a su cuarto. Era muy grande. Había solo una cama desarreglada, encima de ella tenía desde ropa arrugada, libros aventados, mochilas abiertas, una lata de refresco vacía. En las paredes tenía pósteres de grupos de rock. Escuchaba una música que me lastimaba mucho los oídos no solo porque tenía la bocina muy fuerte, sino que no me sonaba a una melodía, eran solo ruidos y gritos que no distinguía lo que decían, y llegaba un momento en que dolía la cabeza. Le bajó al volumen.
—Roberto, no sabes qué gusto me da verte —lo dijo con una rara expresión.
—Vengo a visitarte porque un día me comentaste…
—Sí —me interrumpió Ramón, contestando con seguridad, como que sabía por qué lo buscaba.
—¿Sabía lo que le iba a decir? —me cuestioné, mientras me sentaba en su cama, moviendo unos libros para tener espacio.
—Sí, Roberto, recuerdo que te dije un día que conmigo ibas a sentirte bien, ya que tengo algo que te va hacer feliz.
Estiró su brazo para sacar una llave en la parte de arriba de su librero, se le subió la playera y se asomó un tatuaje de una calavera en la parte baja de la espalda. Sentí miedo.
Sacó de un armario que estaba bajo dos cerrojos unos cigarros. Yo ya había empezado a fumar a escondidas de mis padres, y sí, me daban un placer momentáneo, pero no me daban esa felicidad que tanto me prometía Ramón.
Cuando los acercó, los vi diferentes y al olerlos fue un aroma que nunca había olido.
—No, Ramón. Yo ya he fumado varias veces, no me ofrezcas cigarro.
—No: este cigarro es diferente a todos los que tú has fumado. No temas, solo inhálalo y verás que te sentirás que flotas. Sentirás un bienestar tal que no querrás dejarlo —me lo dijo con un tono de desesperación.
Percibí que no era algo bueno. Tenía ganas de salir corriendo, pero ¿dónde? Con pensar que me estaba esperando afuera ese perro que parecía satánico, no podía hacer otra cosa más que quedarme. Me sentía encarcelado, Ramón cada vez me presionaba para que fumara. Me dio mucho miedo y no sabía qué decirle para salir de esa situación que tanto me incomodaba, por lo que le dije:
—Oye, si dices que son tan maravillosos, ¿en cuánto salen estos cigarros? Porque no traigo dinero y deben de ser muy caros —deseaba me dijera que regresara después.
—No, hombre. Tú no te preocupes: este te lo regalo. Si quieres más, ya te los cobro, pero no te mortifiques: lo que importa es que los pruebes para que tú solo te des cuenta de que no es mentira lo que te estoy diciendo —se acercaba cada vez más hacia mí.
Tomé el cigarrillo, lo puse en la punta de los labios de mi boca con temor. Ramón rápidamente prendió un encendedor como si tuviera mucha prisa de hacerlo. Hice mi primera inhalación.
—Inhálalo profundamente y con suavidad para que sea más efectivo —me dijo Ramón como con súplica.
Y así lo hice. Empecé a sentir que el cuarto se transformaba; como que yo estaba y no estaba dentro de mí. A Ramón lo veía muy lejos, con una gran sonrisa en su cara, como si hubiera atrapado a una presa. Volvió a subir el volumen de su música y puso sus manos en posición de tocar una guitarra real. No podía pensar, solo sentir; como si estuviera en otra dirección. No podía reaccionar ante nada, no me sentía solo. Sentía que me acompañaba alguien, pero esas personas no eran como nosotros; eran personas distintas a mí. Aunque sabía que eran extrañas, no me daban miedo. Al sentir eso fumé una y otra vez hasta que el cigarrillo se terminó.
Sentí una realidad que no existe.
Después de un rato regresé a mi vida real. Estaba Ramón al lado; seguía con su música fuerte y, con un gran gozo, se acercó a mí y me dijo:
—¿Verdad que no te mentí? Cuando quieras volver a sentir lo mismo, vuélveme a llamar. Pero recuerda que el primer cigarrillo era gratis; los siguientes ya tendrán un costo. Vente, amigo mío. —Me abrazó—. Tú sabes que cuentas conmigo.
Cuando llegué a casa y entré a mi cuarto me sentí más solo que antes. Percibí la necesidad de regresar con Ramón, pero ya era noche y la servidumbre tenía órdenes de que yo no saliera después de las 10.
A partir de entonces fui un gran “amigo” de Ramón. Cada vez que iba con él ya no se expresaba con tanta amabilidad como lo hacía en los primeros días que iba a su casa. Es más, había días en que lo buscaba desesperado y no lo encontraba, a pesar de que al principio estaba muy al pendiente de mis llamadas. Ahora tenía que esperarlo mucho tiempo, sabía que me iba a quedar en lo que él regresaba después de ir en la búsqueda de nuevos “amigos”.
Cómo me hubiera gustado que mis padres me hubieran hablado acerca de las drogas, del daño que estas causan. Cuánto dinero derroché con Ramón por solo uno de sus cigarrillos. Me empecé a sentir preso de él.
DECIDIR JUGAR CON LA BOTELLA
Los días, semanas y meses pasaron. Cada día sentía más la necesidad de visitar a Ramón.
Empecé a bajar mis calificaciones, no retenía igual mis estudios. La vida la veía distinta, mis intereses eran diferentes. Siempre me veía como un gran empresario; ahora me daba igual serlo o no.
Mis padres no se daban cuenta de lo que me estaba pasando ya que los veía poco, lo que me daba temor era que Raymundo —mi chofer— percibiera que me estaba haciendo adicto a la marihuana, pero como me estaba volviendo experto en esto, sabía cuánto tiempo esperar para que él me recogiera y no viera algún signo distinto en mí.
Ramón llevaba la droga dentro de su calcetín. Llegaba a la escuela, se levantaba el pantalón mostrándonos el bulto y emitía una sonrisa maliciosa. No sé si algunas veces hacía como que no le surtían para que le compráramos más al saber que tal vez iba a tardar tiempo en volver a tenerla.
El costo se elevaba cada vez más, muchas veces no me alcanzaba, llegué a robarles a mis padres, sabía dónde escondían el dinero, tomaba poco para que no se dieran cuenta. Incluso en una ocasión le robé a mi mamá una sortija que según yo no se iba a dar cuenta ya que veía que casi no la ocupaba, pero al notar que no estaba, terminó despidiendo a la empleada que nos ayudaba a pesar que tenía muchos años con nosotros. Ella tenía que mantener a toda una familia junto con su padre discapacitado. Yo no tuve la fuerza de explicarle a mi madre que yo era quien se lo había robado.
Ya no convivía con los compañeros de antes, ahora mis “amigos” eran los que también eran dependientes de la marihuana como yo, incluso en muchas ocasiones nos juntábamos para drogarnos.
En una ocasión nos reunimos porque Ramón nos iba a dar una muestra de otra droga que era mejor que la marihuana. “Ya debemos cambiar a otra más fuerte, no sentir siempre lo mismo”, decía.
Nos encontrábamos en la casa de él. Whisky ya nos conocía muy bien a todos. En esa ocasión éramos seis compañeros reunidos en su cuarto.
—¡Taraaaán! Les voy a mostrar mi nueva adquisición, sé que la van a disfrutar —nos dijo Ramón mostrándonos una pequeña bolsa que tenía en su mano levantada.
En un momento sentí miedo al ver su sonrisa. Podía retirarme, pero si lo hacía, mis “amigos” me odiarían, se burlarían, por lo que decidí quedarme. Además, tenía mucha curiosidad.
Ramón nos acercó la pequeña envoltura de plástico que empezó a desenvolver, todos estábamos absortos para ver que había dentro de ella, cuando terminó vimos unas bolsas con un polvo blanco.
—¿Qué es esto? —le dijo Fernando—. ¿Esto también se fuma?
—Ja, ja, ja, ja —rio Ramón—. Qué poco sabes de estas cosas. Yo estoy a la vanguardia de esto para que ustedes se sientan “bien”. Esta cantidad es más que suficiente para todos.
—¿Para todos? —contestó Juan—. Por una parte, qué bueno, porque así ocuparemos menos y nos costará más barato, yo ya no sé de dónde sacar dinero, ya he vendido muchas cosas mías, más bien casi las regalo con tal y que me den algo por ellas.
—Bueno, sí se ocupa muy poco —dijo Ramón—, pero es de tan buena calidad que aumenta el precio.
—¿Cómo? ¿Más cara? Yo ya no puedo pagar más. Un día llegué a robar la cartera de mi tío, que aprecio tanto, para sacarle dinero —comentó Álvaro.
—Pues cuando pruebes esto, valdrá la pena conseguir dinero de donde sea, es más, muchos artistas, ya sean cantantes, pintores, escritores, actores, entre otros, lo ocupan para trabajar.
—Ah, entonces no es dañino, porque con la marihuana ya no puedo estudiar igual —lo dijo Fernando, ilusionado.
—No preguntes por lo dañino: fíjate en el gozo y el placer que vas a recibir.
Todos estábamos absortos en todo lo que nos decía. Sentíamos una gran curiosidad mezclada con miedo.
“Si no me gusta lo que voy a probar, le sigo con la marihuana”, pensaba, ignorando que esa sustancia era altamente adictiva desde el primer momento.
—Oye, pero ¿cómo la vamos a fumar? —preguntó Gerardo.
—¿Fumar? No, hombre. Eso es cosa del pasado. Esto se inhala.
—¿Se inhala? Pero ¿cómo vamos a inhalar ese polvo?
—No se preocupen; yo les voy a explicar paso a paso. ¿Quién quiere ser el primero?
Nos quedamos viéndonos unos a otros; nadie se animó a ser el primero.
—No tengan miedo, no pasa nada. Lo que vamos hacer es sentarnos formando un círculo, ponemos una botella en medio, la giro y en quien se detenga la punta, será quien lo inhale primero.
Aceptamos. Nos sentamos en el piso. Nos mirábamos unos a otros con susto. Ramón giró la botella. Observamos como se iba parando poco a poco, cuando veía que se acercaba a mí, mi corazón se aceleraba cada vez más. Cuando lo hizo, la punta se quedó señalándome como si me estuviera acusando.
Todos emitieron una carcajada apuntándome con el dedo.
Sentí gran miedo.
Ramón llegó con un pedazo de vidrio, puso un poco de ese polvo blanco, lo dispersó con una navaja para que estuviera más pulverizado. Me lo acercó sarcásticamente.
—Mira, tápate una fosa nasal y haz una inhalación —dijo Ramón, sonriendo.
Sentía la mirada de todos sobre mí, hice lo que me indicó Ramón, representando valentía, pero tenía tanto miedo que hizo que mi sensación humana se hiciera más aguda.
Al hacer la inhalación empecé a sentir que estaba suspendido sin ningún soporte; me movía libremente, ligero, una sensación de falta de gravedad como lo sentía en la alberca, pero aquí sí podía respirar. Oía a lo lejos las voces de los demás que decían: “¿Qué sientes? ¿Qué sientes?”. Mis sentidos empezaron a cambiar de funciones. Vi por la ventana como la savia de las hojas circulaban como la sangre en nuestras venas, escuchaba que las mariposas y las flores cantaban. Olían los colores, oía los aromas, no tuve noción del tiempo.
Cuando empecé a regresar a la vida real, sentí que descendía de las alturas muy suave como una pluma. Empecé a percibir como que un temblor de tierra hubiera sucedido sin que yo me diera cuenta, ya era de noche, ninguno de mis compañeros estaba ni siquiera Ramón. Sentí dolor en la fosa nasal donde hice mi inhalación, tenía mucha sed por mi gran resequedad en la garganta, pero lo que más sentí fue una gran ansiedad, ansiedad que nunca antes había sentido.
Al poco tiempo llegó Ramón. Con agresividad le reclamé el que me haya dejado solo.
—No estabas solo; estaba recibiendo una mercancía. ¿Qué tal tu experiencia? Increíble, ¿verdad?
No quise responderle; solo le pedí su teléfono para que Raymundo me recogiera.
Al llegar a casa, me sentía una persona rara, una persona extraña en su propio hogar, no tenía apetito, no tenía sueño, no recordaba exactamente lo que había pasado, sentí dolor en mis piernas, cuando me quité el pantalón me impresionó lo que vi.
Al día siguiente amanecí enfadado, sentía un gran enojo con muchas personas, ese sentir nunca lo había tenido, tenía ganas de pelear, de discutir, de ofender. No podía dominarme a mí mismo; solo veía cómo los empleados de la casa me miraban con temor.
Al ver a mis compañeros que estaban cuando hice mi primera inhalación, me dirigí hacia ellos reclamándoles porque se habían ido.
—¡Son unos miedosos! —les grité enfadado.
—No, Roberto: nosotros no nos fuimos. Ramón nos sacó.
—¿Cómo que los sacó?
—Sí. Empezaste a gritar que te quitaran las arañas que tenías en las piernas; tomaste un cuchillo y, en ese instante, Ramón nos sacó del cuarto.
Cuando me dijeron esto, supe por qué tenía tantas heridas en mis piernas.
Ese día Ramón no había asistido a la escuela; creo que lo hizo para evitar un enfrentamiento.
A partir del día que tuve esa experiencia, mi vida cambió; la veía distinta, sufría de depresiones y pensamientos suicidas, tenía un sentimiento nuevo dentro de mi ser, mi mente decía que no debería de seguir drogándome, pero mi cuerpo me pedía que siguiera, llegó un momento que me lo exigía a costa de lo que fuera.
Nada de este sentir se compara a la belleza de la vida real, el amar y ser amado. Cuando inicié en esto, en lugar de mejorar las cosas, las empeoré.
Estaba destruyendo mi única vida drásticamente; esto lo comparo como cuando veo que estamos destruyendo violentamente nuestro único planeta. Me estaba envenenando a mí mismo como lo estamos haciendo con nuestro mundo.
Qué gran error la decisión que tomé ese día. Empecé a cavar mi propio pozo en donde caí al vacío, sentía que volaba ignorando que me dirigía hacia la muerte. Nunca pensé que el decidir jugar a ese juego y el experimentar esa curiosidad iba a arruinar mi vida.
DECIDIR ESCUCHAR
LA CONVERSACIÓN
Una tarde iba camino a la alberca con mi traje de baño y mi toalla sobre el hombro cuando escuché que mi padre hablaba por teléfono, como siempre lo hacía en el poco tiempo que estaba en casa.
Al pasar por el estudio, me llamó la atención que mi padre conversaba en una forma poco usual; estaba alterado como nunca lo había escuchado. Se me hizo muy extraño, por lo que decidí acercarme a oír. Me dirigí a la puerta, que estaba entreabierta.
Mi padre estaba exaltado. Me asomé sigilosamente y vi que mi madre estaba sentada en una silla al lado de él, con cara de desesperación.
—No, Nemesio: no le puedo decir esto a Roberto. No es prudente que me esté hablando… Sí, sé su situación… Perdóneme, pero no puedo hacer lo que me pide… Nosotros aceptamos el compromiso siempre y cuando ustedes nos respetaran lo que acordamos.
Mi madre se veía muy nerviosa y desesperada y le decía a mi padre:
—Dile que nos respete. Han pasado 15 años, ¿por qué ahora quiere quebrar lo que acordamos? ¿Por qué ahora que han pasado tantos años?
Mi padre, ya desesperado, le gritó:
—¡No me vuelva a hablar! Trato de entenderlo, pero usted también entiéndanos. Mejor no salga de Tancuayalab. No se le ocurra venir. Es más: Roberto ignora que tiene un abuelo.
Cuando escuché esto me quedé paralizado.
Mi padre colgó el teléfono con fuerza. Estaba furioso; nunca lo había visto así. Abrazó a mi madre, que estaba sollozando.
—No te preocupes, Nemesio no va a venir. Tranquila, tranquila. —Pero el rostro de mi padre no irradiaba tranquilidad.
Seguí mi camino por el piso de mármol del pasillo con las paredes forradas de paneles de madera que me conducía hacia la alberca. Consternado por lo que había escuchado, tiré la toalla al piso e inmediatamente con un clavado entré a la alberca sintiendo el agua en mi cuerpo. Cómo gozaba estar en contacto con ella, me encantaba sumergirme, cerrar los ojos y sentir esa presión del líquido en todo mi cuerpo como si me estuvieran abrazando, sentir la falta de gravedad cuando flotaba, cuando movía la cabeza sentía el pelo como si me estuvieran acariciando la cabeza, cuando me balanceaba sentía como si me estuvieran masajeando, pero no podía permanecer siempre en el fondo, cuando me faltaba aire, salía de mi refugio hacia afuera para inhalar rápidamente y volverme a sumergir.
En esa ocasión se me vino a la mente todo lo que había escuchado en esa conversación.
”¿Quién será Nemesio? ¿Mi abuelo?”, me cuestionaba. “Pero si yo no tengo abuelos. Nunca me habían hablado de él. ¿Tancuayalab? ¿En dónde se encontraba ese lugar? ¿Por qué nunca me habían hablado de él?”.
Cuando salí para tomar nuevamente aire fuera del agua, vi a mis padres. Estaban afuera de la alberca, en la parte de atrás de la arquería que la rodeaba. Me observaban. Mi padre tenía su brazo sobre los hombros de mi madre, mi madre tenía recargada su cabeza sobre el pecho de mi padre con sus manos juntas. Los dos tenían expresión de tristeza. Me pidieron que saliera.
Salí de mi refugio por las escaleras sintiendo poco a poco el aire sobre mi cuerpo. Tomé la toalla, me tapé y me acerqué a ellos. Tenía los ojos rojos. No sabía si era por el cloro del agua o por las lágrimas.
Mis padres me abrazaron, sin importarles que se mojaran con mi cuerpo; mi madre estaba sollozando.
Me dijeron que me amaban. Reconocieron que había pasado el tiempo, que yo había crecido y que estaban arrepentidos de no haberlo aprovechado conmigo.
Los tres nos abrazamos. Fue un abrazo como nunca lo había sentido y, mientras lo hacíamos, me dijeron: No volveremos a dejarte tanto tiempo solo.
Alrededor de nosotros estaban el vapor y la humedad que salían de la alberca como si nos estuviera cobijando.
“Ojalá no sea demasiado tarde”, pensé.
Fue un momento muy feliz para los tres, pero ignorábamos lo que nos iba a suceder.
DECIDIR A QUIÉN AYUDAR
A mis padres les gustaba mucho participar en la Iglesia, ayudaban al prójimo como si haciendo esto fuera una garantía para irse al cielo cuando murieran.
En una ocasión, hubo una reunión, ahí escucharon que había un misionero que tenía grandes proyectos; era una persona muy conocedora, tenía gran entusiasmo y ganas para que el proyecto creciera, y más en estos momentos en que mucha gente se iba retirando poco a poco.
Esta persona necesitaba mucho apoyo para poder cumplir sus expectativas; tenía una forma de hablar muy convincente además de que tenía una cara angelical.
Dentro de sus proyectos estaba crear grandes escuelas y universidades para que tanto los hijos como los padres de familias pudieran estar tranquilos ahí y recibir una educación de una calidad poco conocida en nuestro país.
Cada familia tomaba una opción en donde ellos quisieran participar. Mis padres, al conocer que daba buenos resultados, se sintieron convencidos y decidieron apoyarlo.
Era delgado, alto, blanco, de pelo castaño, barba medio cerrada. Caminaba como un santo, tenía buena forma de vestir, además de que era hábil para tratar con la gente, para darse a querer. Su personalidad impresionaba; vendía su persona y su figura. A quienes veía con debilidad por la grandeza les decía: “Vamos a formar banqueros, ingenieros, orientadores de compañías. Vamos a tener influencias sobre universidades. Vamos a tener prestigio”. Quería formar una legión.
Muchas familias adineradas estaban tan entusiasmadas con él que no dudaron incluso en darle parte de sus herencias.
Esta persona era muy insistente, muchas veces lo vi aquí en grandes cenas que mis padres organizaban en donde platicaban acerca de todos los proyectos que tenían en mente. No solo comía con nosotros, sino que también se hospedaba en casa varios días, para ellos él era un ser muy especial, decidieron entregar su tiempo y sus vidas sin importar que me estuvieran quitando lo que me correspondía.
Mis padres ya tenían todo listo para realizar un viaje para esta obra a la Ciudad de México. Estarían allí cinco días.
—Hijo, acabando con este compromiso, como te dijimos, vamos a procurar viajar menos. El misionero quiere poner, entre otras cosas, una gran universidad en la Ciudad de México. Nos va a enseñar su proyecto, a lo mejor algún día tú puedas estar estudiando ahí. Como tú sabes, él tiene grandes metas con base en la educación. No solo eso: vemos cómo atrae a muchos jóvenes para que se hagan personas prósperas, y nos gusta mucho ver cómo está siempre con ellos.
Esta salida coincidía con un viaje de estudios que yo iba a realizar a la ciudad de Guadalajara.
Tuvimos una despedida muy emotiva. No quería que se fueran, pero tenía la ilusión de que, cuando ellos regresaran, nuestra relación iba a ser muy diferente.
Cuando ellos se marcharon y llegué otra vez solo a mi cuarto, se me vino a la mente la conversación que había escuchado el día anterior cuando me disponía a nadar. Traté de recordar los nombres que escuché, eran nombres raros que nunca había oído.
“¿Cómo se llama el señor?”, me pregunté. “Manesio… Minesio… Monesio… No al parecer Nemesio. ¿Y el pueblo que mencionaron? Tancuala… Tancula… ¡Tancuayalab!”.
Me paré inmediatamente y fui por mi computadora. Puse el programa del Atlas mundial y empecé a rastrear ese pueblo.
“Se encuentra en México, en el estado de San Luis Potosí. Es la región de la Huasteca Potosina. Nunca había oído hablar de esta región”, medité.
Empecé a ver la distancia que había desde el lugar donde me encontraba.
De repente se me vino una idea a la cabeza. Traté de desecharla, pero insistía.
DECIDIR QUÉ CAMIÓN TOMAR
Al día siguiente mis padres se fueron muy temprano a la Ciudad de México. En cuanto oí que se marcharon, apresuradamente hice mi maleta poniendo lo esencial para estos días que mis padres ya sabían que iba a estar ausente por el viaje de estudios que iba a realizar la escuela a Guadalajara. Tomé de mi cajón parte del dinero que ahorré con lo que me daban semanalmente. A pesar de que mis padres tenían mucho dinero, yo no tenía la libertad de gastarlo. Me fijé en que ya casi no podía ahorrar desde que conocí a Ramón.
Ya que tenía todo listo, desayuné y empecé a maquinar la idea que había decidido tomar. Me acerqué a la cocina.
—Raymundo, ya vámonos… Ya es hora de que me lleves.
—Pero joven Roberto, su mamá me dijo que lo llevara hasta dentro de 3 horas —se tapó un poco la boca con la mano. Aún estaba desayunando.
—No. Es necesario que me lleves ahorita, me avisaron de la escuela que hubo un cambio de planes. Me espero que termines de desayunar pero, por favor, no tardes.
—Muy bien, como usted diga, joven —se limpió la boca con una servilleta.
Subí al coche Malibú color gris, puso Raymundo mi maleta en la cajuela y después de que nos abrieran la cochera, nos dirigimos a la calle.
—Raymundo, como le dije, hubo cambio de planes, anoche me avisaron que no vamos a salir de la escuela: vamos a salir de la central de autobuses.
—¿Cómo, joven? Siempre los autobuses salen de la escuela —me miró por el espejo retrovisor.
—¿No te acuerdas que un día tuvieron problemas con la compañía de autobuses? ¿Y que tuvimos que salir de la central? —le contesté viéndole los ojos en el espejo.
—Ah, sí, sí. Recuerdo, joven. No hay problema: lo entrego con la maestra y me regreso.
—No, Raymundo; ya tengo 15 años. Me dejas y te vas.
—No, joven, ahí es un lugar distinto a los anteriores, en los lugares en donde lo dejo es porque ya los conozco.
—No, no, no, esta vez me dejas. No dejes que mis compañeros se burlen de mí —le dije con voz de mando.
—Muy bien, usted me dice en dónde quiere que lo deje, pero me espero hasta que me diga que ya están sus maestros.
Cuando llegamos a la central camionera, no permití siquiera que entrara al estacionamiento. Abrió la cajuela, me entregó mi veliz y, sin darle oportunidad de que me interrogara, me despedí de él como siempre lo había hecho.
Me fui simulando que tenía prisa porque me estaban esperando. Cuando llegué a la puerta, hice como si estuviera buscando a mi maestra, después le hice señas a Raymundo diciéndole que sí estaba. Le indiqué que ya se fuera.
Cuando entré, sentí temor. Era la primera vez que viajaba solo. A pesar que siempre he sido una persona muy independiente y atrevida, sentí miedo ya que no sabía a dónde iba, iba a un lugar desconocido con una persona desconocida.
Vi a lo lejos como se marchaba Raymundo en el coche que cada vez se perdía entre el tráfico como si los coches lo estuvieran devorando.
Cuando me vi solo rodeado de gente que no conocía, me llegó la idea de desistir lo que había planeado, pero ya estaba allí y no había vuelta atrás.
Llegué a un mostrador.
—Joven, ¿para dónde quiere su boleto?
—A Tancuayalab —le dije.
—¿A dónde me dijo?
—Tancuayalab —le repetí con trabajos al hablar.
—Nunca había oído ese nombre. ¿En qué estado se localiza?
—En el estado de San Luis Potosí.
—Voy a preguntar en dónde se encuentra exactamente para recomendarle qué ruta tomar —se paró de su silla y se dirigió a una oficina.
Cuando la señorita se alejó del mostrador, veía a toda la gente que se juntaba en ese lugar, muchos comprando los boletos, otros observando con atención las salidas viendo el boleto que tenían en la mano, otros dormidos tranquilamente en los asientos. Se escuchaba en las bocinas la salida de los autobuses. Había mucho movimiento.
Regresó la señorita y me comentó:
—Primero tiene que llegar a la capital del estado y de ahí toma otro autobús que lo llevará a la ciudad de Valles; de ahí otro que lo lleve a Tamuín, de ahí no sé si haya uno que lo lleve a Tancuayalab.
“Muy bien”, pensé, “ojalá no tenga problema para llegar ahí”.
—¿Cuántos boletos quiere?
—Uno, por favor.
—¿Viaja usted solo?
—Sí —le dije con seguridad y tratando de hacer más grave mi voz.
—Pero ¿usted es mayor de edad?
—Sí. Tengo 19 años. —Como siempre he sido muy grande y alto, representaba más edad que la que tenía.
—Muy bien, joven, aquí tiene su boleto en donde viene su lugar designado, el camión sale en 1 hora por la salida B. Cuando llegue a San Luis Potosí, compre su boleto inmediatamente; solo salen en la sección de segunda clase. Tengo entendido que tienen salidas continuas.
—Muchas gracias por su información —saqué el dinero de mi cartera.
—Que tenga buen viaje —me dio el boleto.
Tuve una hora para pensar si me regresaba. El día anterior había hablado a la escuela para reportarme enfermo, para que no fueran a llamar a casa; les dije que tenía malestar en el estómago, por lo que no iba a ir al viaje de estudios que habían organizado.
Podía retirarme, llamar a Raymundo para que regresara por mí, pero la curiosidad, esa voz interna que estaba dentro de mí, no me dejaba tranquilo. Prefería correr ese riesgo que tener en toda mi vida esa duda, y al parecer el señor Nemesio tenía urgencia de estar en contacto conmigo. Fue la conclusión que había sacado después de haber escuchado esa conversación.
—Los pasajeros que van a la ciudad de San Luis Potosí, favor de abordar por la salida B —se escuchó una voz femenina por el altavoz.
Tomé mi maleta y me dirigí al autobús.
DECIDIR A CUÁL CHOFER
CONTRATAR
Después de un largo y caluroso viaje, llegué a la ciudad de Valles.
Ya eran las 8 de la noche. Empezaba a oscurecer, estaba en un lugar desconocido, con desconocidos. Hacía una semana no me hubiera imaginado que iba a estar aquí solo; me imaginaba que iba a estar con mis compañeros en Guadalajara visitando los museos, centros comerciales, fábricas de dulces, la plaza Garibaldi, comiendo arrayanes, escuchando a los mariachis.
El taxi que tomé era muy diferente a los que yo conocía; cuando me senté, tenía los asientos sumidos, el tablero estaba cubierto con peluche, tenía colgando un rosario en el espejo retrovisor, sobre el tablero, tenía una imagen de la virgen de Guadalupe iluminada; estaba oxidada la herrería, pero lo que más me llamó la atención fue que en el centro del techo tenía colgando una esfera cubierta de pedazos de espejo que se movía según íbamos avanzando.
—¿Qué pasó, jefe? ¿A dónde quiere que lo lleve? —el taxista puso en marcha el vehículo.