Kitabı oku: «Bazar de decisiones», sayfa 3

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—A esta dirección, por favor —le mostré la hoja que me había escrito la vendedora de boletos en San Luis.

—No sé, leyer. ¿Me lo podría decir?

—Sí, sí, claro. El hotel se llama Huasteca.

—A, pos es el mejor hotel que tenemos aquí en la ciudá.

Íbamos rumbo al hotel. Me estaba deshaciendo por el calor en el taxi; cuando abría la ventana, entraba una corriente de aire caliente; además, en la calle había mucha tierra suelta que entraba por la ventana.

El chofer me miró y me dijo:

—Usté es una persona que no está acostumbrado a estos calores, ¿verdá? ―me dijo sonriendo—. Hemos llegao hasta los 54 grados —cuando su sonrisa fue más grande, resplandecieron todas las piezas dentales llenas de metal como flashazos.

Esa noche no descansé a pesar de las horas de viaje ya que estaba nervioso por no saber con qué me iba a encontrar. Tenía grandes deseos de que amaneciera.

Al día siguiente me desperté con un nerviosismo inusual en mí. Mientras me bañaba, empecé a cuestionarme: “¿Quién será el señor Nemesio? ¿Lo encontraré? No sé siquiera su apellido, los únicos datos que tenía era su nombre y el lugar donde vivía ¿Por qué dijo mi padre que yo era su nieto? ¿Por qué me quería ver? Se me vinieron tantas cosas en la mente que empecé a experimentar una sensación extraña en mi estómago. En pocos momentos voy a tener la respuesta a todas estas preguntas”, me dije muy seguro.

No tuve deseos de desayunar. Recogí mis cosas, pagué la cuenta del hotel. Al salir, sentí de nuevo la humedad y el calor. Tomé un taxi que me llevó a la central camionera.

—Un boleto para Tamuín, por favor —le dije a la señorita del mostrador.

—Sí, joven. Dentro de 45 minutos sale el siguiente camión.

—¿A qué hora hay salidas de Tamuín para Tancuayalab? —le pregunté.

—No, joven. No hay camiones para llegar a ese lugar.

—¿No? Entonces, ¿cómo puedo llegar?

—¿No conoce a alguien de Tamuín que lo lleve?

—No, señorita; recomiéndeme qué puedo hacer para llegar ahí.

—Mire, yo tengo unos amigos choferes que todos los días van a ese lugar. ¿Quiere a alguien en especial?

—No. Usted decida por mí.

—Bueno, le voy a recomendar a un amigo que no es chofer, pero sí le puede ayudar. Voy a llamarlo.

Esperé un momento a que ella regresara.

—Sí, joven, me dice que él lo espera. Su nombre es Cirilo Rivera. Tiene una camioneta color azul claro. Lo va a estar esperando afuera de la línea de autobús.

Mientras esperaba a que pasara el tiempo me puse a caminar en la central. Me llamó la atención ver a señores y niños acostados en el piso sobre unas cobijas. En lugar de velices tenían cajas de cartón amarrados con mecates. Vi a una señora con el pecho descubierto amamantando a un bebé. Lo que más me impactó es que, mientras lo alimentaba, le estaba poniendo los zapatos a otro de sus hijos y el hijo al que estaba amamantando succionaba con más fuerza para no soltarse.

Veía a niños, con sus caras llenas de granitos de varicela, agarrados de las enaguas de las mamás, que estaban conviviendo con señoras embarazadas.

Puse atención en las manos de los señores: eran ásperas, rudas, fuertes, con surcos, con ampollas. Sus venas gruesas saltaban a la vista. Tenían callos; después supe que se les formaron así por utilizar las herramientas al labrar la tierra, manos trabajadoras. Sus caras tenían una piel resquebrajada por el sol y llenas de surcos que formaban las arrugas por los años de su edad y la vida que han tenido.

Me había informado también la señorita que aquí eran regiones agrícolas; cosechaban caña, maíz y naranja. También pueblos ganaderos.

Llegó la hora de abordar. Cuando subí, me sorprendió que el autobús tenía las ventanas abiertas ya que no contaba con aire acondicionado. Estaba sucio. Había señoras con canastas sobre sus piernas, niños llorando, un olor a humo y a sudor, además del calor insoportable. En este momento me acordé de mis padres. Ellos se imaginaban que estaba en Guadalajara con mis maestros y compañeros. Jamás les pasaría por la mente que me encontraba en un lugar como este.

Emprendimos el viaje. Tuve la suerte de estar al lado de una ventana, ya que, además de recibir el aire que necesitaba, podía apreciar la vegetación, los pueblos que pasábamos y lograr escuchar los sonidos de los insectos.

El camión se paraba constantemente en todas las rancherías que pasábamos, los pasajeros subían y bajaban con costales, comida, canastas, hasta bicicletas, las señoras utilizaban blusas blancas bordadas de flores de diferentes colores; encima de su pelo, un tocado en forma de corona hecho de hilos con los mismos colores de sus blusas, sus faldas negras y, en sus pies, huaraches. Los señores tenían sus sombreros que no se quitaban incluso adentro del autobús y veía como le bailaba una bolita de estambre que le colgaba en la parte trasera. Todos estábamos brillosos por el sudor.

Llegó un momento en que me desesperé porque estábamos apretados, había personas paradas y el chofer seguía subiendo gente. Al lado mío venía una huasteca que no dejaba de mascar el chicle, además que traía una canasta, al observarla traía una mantilla bordada color blanco, me llamó la atención que estaba manchada de rojo, después me di cuenta que traía enchiladas huastecas recién hechas que llevaba para vender. Se le subió un niño por un lado de la canasta, su hijo no dejaba de llorar a causa de tantas curvas que pasábamos, se veía que la gente estaba acostumbrada a este tipo de carretera que se formaba porque estábamos pasando por los cerros que forman la Sierra Madre Oriental, tenían una apretada y exuberante vegetación, de repente veía espejos de agua que eran albercas naturales que me apetecía echarme un chapuzón. También encontraba algunos cultivos de maíz y frijol.

Por fin llegamos a Tamuín.

Salí del autobús buscando la camioneta azul claro que me estaría esperando. La vi estacionada, pero no encontré a Cirilo. Tuve que esperarlo unos minutos bajo los rayos del sol. De repente apareció un muchacho muy tranquilo con dos refrescos en la mano; usaba unos pantalones de mezclilla, un cinturón que tenía una hebilla gruesa, una camisa a cuadros arremangada y unas botas color café.

Él era alto, delgado, de cabello negro lacio; su nariz un poco grande, labios amplios que cuando sonreía parecía llegaban a las orejas. Usaba bigote y tenía un lunar en el cuello.

—Hola, güerito, tú debes de ser Roberto. Mi amiga Miriam me habló desde Valles para que te recibiera.

—Sí, yo soy —le di mi mano para saludarlo.

—¿Y qué le trae por estas tierras? ¿A poco se va a comprar un ranchito?

—No, ¿cómo cree? Estoy buscando a un señor que se llama Nemesio, en Tancuayalab.

—¿Nemesio? ¿Cómo se apellida? Para dejarlo ahí. —Me ofreció un refresco.

Esta pregunta hizo que mi sangre se fuera hasta los pies. Me daba pena decirle que no sabía.

—Los únicos datos que tengo son su nombre y el lugar en donde vive.

—¿Pos cómo va a saber quién es el Nemesio que busca? Ahí viven varios con ese nombre.

Desilusionado, le pregunté:

—¿Usted cuántos conoce?

—En este pueblo no somos muchos. Conozco a cada habitante y hay 4 Nemesios.

—Qué bueno que no hay muchos —le contesté aliviado y refrescándome con la bebida—. Le pido de favor me lleve con los Nemesios que usted conoce, ¿cuánto me cobraría?

—No sé por qué los que viven en la ciudá mencionan inmediatamente el dinero.

No tuve palabras para responderle. Tenía mucha razón.

Nos subimos a su camioneta. Era de un modelo viejo. Tenía muchas partes tan oxidadas que se le formaron hoyos. Cuando prendió el motor todo se movía; hacía mucho ruido. En donde estaba la palanca de velocidades tenía un gran boquete por donde se veía el camino y entraba la tierra. Las ventanas no tenían manijas, el camino era de terracería y, cuando caíamos en cualquier hoyo, brincábamos y nos meneábamos por todos lados como si fuéramos en un juego mecánico. Prendió el radio, seleccionó una estación que transmitían música de banda; aumentó el volumen como si quisiera que todos los que estaban alrededor la escucharan y emprendimos el viaje a Tancuayalab. Conforme íbamos avanzando dejábamos una estela de tierra en el camino.

Mientras avanzábamos, siempre se escuchaba “¡Cirilo!, ¡Cirilo!”. Y él accionaba el claxon y levantaba la mano para saludar. Eran personas de todas las edades: un niño, un campesino, un trabajador, hasta un doctor con su bata blanca.

—Se ve que tiene muchos amigos —lo volteé a ver.

—Sí, güerito —me contestó cambiando una velocidad de la camioneta, y sin dejar de observar el camino, siguió—: Lo considero como un privilegio, ya que para mí esto es un tesoro, mis amigos son como mis hermanos, y tienen para mi más valor, ya que soy hijo único, por lo que siento que tengo muchos hermanos. Bromeo con mi mamá: le digo que no sabía que tenía tantos hijos.

Cirilo era una persona muy agradable, me llevaba por 10 años, nunca me imaginé que íbamos hacer tan grandes amigos.

Gran parte del camino veníamos platicando. Se me olvidó momentáneamente la razón por la que estaba en ese lugar.

Nunca imaginé con lo que me iba a encontrar.

DECIDIR CUÁL NEMESIO

Llegamos a Tancuayalab. Después de una hora de muchos brincos, hubo momentos que me tenía que agarrar fuertemente de donde fuera. Saltábamos tan alto que me di varios topes en la cabeza con el techo de la camioneta. Esto le hacía sonreír a Cirilo, por lo que le daba más fuerte sin importarle que su camioneta se destartalara más.

Era un lugar en donde tenían pocas calles pavimentadas, las casas eran de adobe, sus techos de palma y otras hechas con palos de madera. Algunas no tenían piso, era solo tierra. Muchas de ellas estaban abiertas, alcanzaba a ver qué adentro de ellas, tenían una modesta decoración; había varias personas afuera, sentadas en unas sillas que sacaban para recibir el fresco de la tarde. Todas estaban rodeadas de mucha vegetación. La mayoría de las casas tenían hamacas. Después supe que las ocupaban para dos propósitos: para que al cuerpo le llegue aire por todas partes cuando se meten en ellas y para que no sean atacados fácilmente por algún animal ponzoñoso.

El pueblito tenía su jardín típico en donde está la iglesia. Había señoras sentadas en las bancas platicando mientras los niños jugaban a la pelota.

Conforme íbamos avanzando observaba cada vez con más detenimiento las calles, pensando cual será la casa que buscábamos. De repente, se paró.

—Güerito, aquí vive un Nemesio, espero sea el que usté busca —me dijo mientras ponía la camioneta en neutral y accionaba el freno de mano con el pie, metiéndolo hasta el fondo.

Mi corazón se empezó a acelerar. Yo creo que mi cara irradiaba susto. Me costó trabajo abrir la puerta de la camioneta, ya que tenía, en lugar de manija, un hilo que se jalaba para abrir.

Conforme nos íbamos acercando a la casa, llegó a mi naríz un olor a comida casera, de leña. En ese momento mi estómago empezó a hacer ruido, no me había acordado que no había desayunado, como que mi estómago estaba gritando por si acaso mi boca no decía que tenía hambre, para que todos se dieran cuenta.

Cirilo tocó la puerta y salió una señora tímida: era una viejecita que no veía bien, tenía una carnosidad en el ojo. Se oían el cacarear de las gallinas y los ladridos de unos perros.

—Mmmmmhhh. Llegamos a muy buena hora, doña Chole —dijo Cirilo masajeando en forma circular su estómago.

—Pásinle, pásinle —contestó muy contenta al vernos.

—Doña Chole, busco a Nemesio. —La abrazó.

—No ta si jue a la milpa —le contestó muy cohibida—. Si jueron hace una hora, no tardaran en lligar.

—A, pos, si no tiene inconveniente, doña Chole, lo esperamos. Oiga, qué rico huele. ¿A poco hizo bocolitos?

Doña Chole nos sirvió lo que llaman bocolitos, unas gorditas deliciosas hechas de masa de maíz revuelta con queso y manteca, acompañados de unos frijoles refritos y una salsita picosita. De tomar, nos dio un café muy caliente, que para soportar más el calor.

En eso se oyeron unos ruidos de pisadas fuertes como sacudiendo los pies.

—Ya lligaron —exclamó doña Chole.

Mi corazón se volvió a alborotar, volteé y vi a una persona mayor quitándose el sombrero, cuando lo hizo su pelo se quedó marcado en forma circular por el sudor, como si fuera una corona. Venía con él un joven como de mi edad.

—Qué gusto verte, Cirilo. Hace mucho que no vinías —le dijo la persona mayor dándole esa mano como las manos trabajadoras que vi en el autobús.

—Pos traigo aquí a este güerito que anda buscando a un Nemesio y pensé en su hijo.

Cuando escuché estas palabras, se me fue la sangre a mis pies.

Cuando nos subimos de nuevo a la camioneta, le dije a Cirilo levantándole la voz:

—No, Cirilo, la persona que busco es una persona mayor.

—Pos güerito, usté no me había dicho nada. ¿Cómo quiere que yo adivine? A ver, ¿de qué edad es el Nemesio que busca?

—No sé —le dije, desilusionado.

Cirilo de repente frenó, se formó una gran polvareda que pasó sobre nosotros, me volteó a ver y me dijo:

—No, pos qué divertida cosa: viene a un lugar que no conoce, a buscar a una persona que tampoco la conoce, no sabe qué edad tiene y solo sabe que se llama Nemesio. A ver, ¿qué otros datos me puede dar?

—Mmmmm… que tiene un nieto —le dije pensando que con ese dato podría ubicarlo.

—Ja, ja, ja, ja, ja. Pos aquí no sabe cómo somos de prolíficos, incluso muchas veces nos encontramos con varias sorpresas. A ver entonces a cuál otro Nemesio quiere que lo lleve, ¿o tiene algún otro dato que me dé?

Me sentí como si estuviéramos jugando a los detectives, como lo hacía cuando era niño.

—No, no sé más. Ahhh, tengo otro dato, al parecer tiene un nieto, que vive en Monterrey.

—¡Ja, ja, ja, ja, ja! —se rio con esa risa tan característica de él y me dijo—: No, pos como le dije. —Se acercó y me dijo en voz baja—: Aquí de repente se encuentra uno que tienen hijos en otro lado, cuando se fueron a trabajar a otras ciudades.

—No, pues no tengo ningún otro dato. Lo único que sé es que le urgía hablar conmigo, como que tenía prisa de hacerlo —le dije desesperanzado.

—Ahhh, me acaba de dar un buen dato. Hay un Nemesio que vive en una ranchería; está muy enfermo. Dicen que ya no dura, que ya no llega para las fiestas parroquiales. Este señor es muy buen hombre. Era muy alegre, pero desde que su hijo se fue, cambió mucho su carácter. Está triste y pensativo. Dicen que su hijo se hizo multimillonario, pero que Nemesio no quiere recibir un solo centavo de él. Usté dígame si decide ir y yo lo llevo.

—Pues sí suena interesante lo que me dices.

—Oiga, güerito, y aquí entre nos: ¿por qué tanta urgencia de buscarlo?

—Ni yo mismo sé —respondí con dejo de desilusión.

—¿Que quééééé? —respondió dando un respingo—. No, no puede ser posible lo que estoy oyendo, definitivamente las personas de las grandes ciudades se trastornan con el esmok. No hay como vivir en el campo, al aire libre, sentirse libre.

Prendió de nuevo la camioneta y nos fuimos a buscar al segundo Nemesio.

Salimos de la ciudad, íbamos por terracería, pasamos por muchos charcos, había momentos en que pensaba que la camioneta se iba a atascar. Con esfuerzo del vehículo y destreza de Cirilo, lográbamos salir. Ya no se veían casas, sino solo vegetación. A lo lejos sobresalían chozas con techos de palma. Se divisaban muchos corrales con ganado. Había muchos tipos de vegetación, enredaderas y plantas que crecieron con el tiempo encima de los arboles que colgaban y bailaban al ritmo del aire. Cuando de repente Cirilo señaló con un dedo y dijo:

—Mire: es esa casa que se ve a lo lejos —volvió a colocar su mano sobre la palanca de velocidades.

Vimos una casa color hueso. Parecía que no vivía nadie. Lucía muy abandonada.

Yo sentía mucho calor, a pesar de que traía abierta la ventana. Mi pelo estaba revuelto. Tenía una gran mancha de sudor que hizo que se oscureciera mi camisa color beige en cada axila. Ya se me habían formado manchas blancas, como de yeso en mi pantalón de mezclilla.

Cuando llegamos se escuchaban fuertes sonidos de los insectos como diciéndonos que son pequeños, pero que ahí estaban.

—¿Estás seguro de que ahí es? —le dije a Cirilo, intrigado.

—Pos oiga, güerito, claro que sí, tengo aquí viviendo 25 años y conozco cada piedra, cada árbol, le puedo decir cuántos becerros ha tenido Lucy, la vaca de mi compa, conozco cada movimiento en este pueblo —exclamó sonriendo.

—Pero se ve esta casa muy sola, como que no hay movimiento.

—Ya le había dicho, güerito, que este Nemesio tiene una gran tristeza que nadie sabemos por qué, solo que cuando su nuera murió hace 15 años y su hijo se fue, ya no fue el mismo Nemesio alegre de antes. Incluso ha dicho que cuando muera no lo velen, sino que lo entierren inmediatamente, ya que no tiene familiares.

Cuando me fijé, mi playera estaba más mojada, no sabía si era por el calor o por el nerviosismo que sentía. Mis pantalones estaban pegados a mi cuerpo, el reloj ya no se movía en mi muñeca, ya que con el sudor no se deslizaba tan fácilmente. Sentía cómo bajaban las gotas de la frente a la cara; tenía momentos que sentía que me faltaba el aire por la humedad que había en ese lugar. Se sentía sofocante. Me asombraba cuando veía a la gente, muy tranquila, llevando una vida normal.

Nos bajamos de la camioneta. Ya tenía experiencia para abrir la puerta jalándole al hilo. No sé por qué algo me decía que aquí vivía el Nemesio que tanto buscaba.

Nunca pensé que en aquel momento mi vida iba a cambiar.

DECIDIR IRNOS O NO

Tocamos la puerta y esperamos. Nadie salió. Volvimos a tocar. Esperamos unos minutos. No tuvimos éxito.

—Ya ves, Cirilo: te dije que no hay nadie —le repliqué.

—Güerito, no sea desesperado. Así me ha pasado varias veces cuando vengo a visitarlo.

Volvimos a tocar. No abría nadie.

—No, Cirilo. Ya decidí mejor irnos y vamos a buscar a los otros Nemesios. No quiero que se haga de noche —le comenté, desanimado.

—No, güerito: espéreme. La última vez que vine a visitarlo, Nemesio ya no caminaba bien. Ha estado enfermo. A ver, vuelva a tocar y voy a arrimar mi oído a la puerta.

Toqué con más fuerza y se oyó una voz muy leve.

—Pásile, no me puedo parar.

—¿Ya ve, güerito? Y usté que duda de mí —me dijo mirándome y abriendo la puerta.

Entramos a la casa. Se sentía tristeza. En este pueblo se ven casas humildes, pero las señoras se esmeraban hacerlas bonitas con ese carcterístico toque femenino según sus posibilidades, ya sea poniéndoles macetas llenas de flores, carpetas tejidas o bordadas a mano, adornos de cerámica colgadas en la pared, y no faltaba su recipiente de alimento para los pájaros bajaran, pero esta era distinta, percibí que antes había sido una casa similar a las anteriores, pero ahora las macetas se encontraban llenas de plantas silvestres, los muebles lucían viejos, había una televisión antigüa, las carpetas que estaban arriba de los muebles se veían desgastadas, algunas de ellas agujeradas, afuera tenía una hamaca ya con el tejido deshilachado. El jardín estaba muy descuidado, lleno de hierbas. Había una banquita de madera rota.

Seguimos caminando y al final había un cuarto en donde vimos a un señor mayor muy delgado sentado en un sillón color café, en el respaldo una pequeña cobija tiernamente tejida. Usaba una playera blanca en donde se leía el nombre de una refaccionaria, tenía en su mano una vara gruesa que ocupaba como bastón. Sus manos eran rudas, curtidas, como las que había visto antes. Se miraban las venas de sus manos delgadas como si fueran ríos que en algún momento llevaban mucha agua, pero ya se estaban secando. Eran manos ya cansadas. Tenía los hombros anchos que se le formaron, al parecer, por el trabajo tan pesado que realizó en su vida. Aparentaba haber sido un hombre fuerte, pero ahora su espalda estaba encorvada. Traía unas sandalias con lodo ya seco en donde mostraba sus pies con sus uñas gruesas y cafés, su rostro estaba muy quemado por el sol que tal vez recibió tantos años. Se le veían arrugas, las cuales me dieron ternura. Casi no tenía dientes. Sus labios se sumían adentro de la boca por la falta de ellos. Se le formaban dos grandes surcos en las mejillas a causa de su delgadez. Lo que me llamó la atención era que casi no tenía canas. Su pelo estaba despeinado; tenía un pequeño copete levantado en la parte de atrás, ese que se forma cuando nos recargamos en el respaldo de un sillón.

—Yo pensaba que era Juan, que me trae de comer. Se me hizo raro que haya tocado —nos dijo este hombre con una voz muy leve y temblorosa.

—¿Pos qué le pasa, don Nemesio? Échele ganas. Cada vez que lo veo está más apagado.

—Ay, Cirilo, sigues siendo el mismo. Desde que eras chico siempre fuiste muy alegre y activo. Recuerdo que siempre te sacaba a palos de mi casa porque querías comerte las galletas que cocinaba mi nuera mientras se enfriaban.

—Pos sí, don Nemesio: no me dolían los palos que me daba comparándolos con lo que disfrutaba comiendo esas galletitas que cocinaba su nuera. No sabe la tristeza que me dio su muerte.

—Condenado Cirilo, nada más por las galletas, ¿verdad?

—¿Cómo cree? Si era rete buena persona. Dios la tenga en su gloria —lo dijo alzando sus ojos al cielo—. A ver, Nemesio: se ha de preguntar quién es este güerito. No es el nuevo doctor del pueblo que lo viene a visitar —se le acercó al oído y en voz baja le dijo—: Él está buscando a un Nemesio y lo raro es que no sabe para qué. Ya ve cómo son los citadinos.

—¿En qué puedo servirle, jovencito? —tosió levemente.

—¿Se llama usted Nemesio? —le dije acercándome pensando que no oía bien, ya que Cirilo había hecho lo mismo.

Cuando estuve cerca de él, me llamaron mucho la atención sus ojos. Eran de color café y, al darle el sol de lado, le aparecía como un rayo de luz color miel, efecto que yo tenía.

—Sí, jovencito, yo me llamo Nemesio, para sirvirle. Favor, tome asiento.

Tomé una silla. Se sentía muy frágil. Me dio temor que se fuera a romper con mi peso. Cirilo tomó otra silla, con mucha confianza, como si estuviera en su casa. Se sentó por el lado contrario de ella abriendo sus piernas, recargó sus brazos sobre el respaldo y su quijada sobre sus manos. Puso atención.

Traté de no emocionarme para después no sentir desilusión.

—Don Nemesio, hace cinco días —le dije— llegó una llamada en casa que me desconcertó.

Vi que Nemesio se alteró un poco y se movió de su sillón con dificultad.

—Esta llamada no la tomé, pero sabía que era dirigida a mí. Solo escuché tres cosas que me hicieron que viniera a este lugar a buscarlo.

Al decir esto, Cirilo prestó más atención y Nemesio se puso nervioso.

—¿Y qué palabras escuchó? —tosió más fuerte.

—Estas palabras fueron su nombre, Nemesio; después el lugar, Tancuayalab; y, por último, que buscaba a un nieto.

Nemesio empezó a respirar fuertemente y muy seguido como con dificultad, se le empezó a nublar la vista porque se le acumularon las lágrimas en sus ojos, movió la cabeza. Quería decir algo, pero no le salía la voz.

Cirilo se paró inmediatamente para auxiliarlo.

—Nemesio, Nemesio, ¿qué tiene? ¿Qué le pasa? —lo agitaba con delicadeza, como si con esto pudiera emitir alguna palabra.

—No tengo nada, Cirilo —le contestó dándole una palmada en el brazo.

Cirilo acercó más la silla hacia esta persona mayor tan respetable tal vez habría necesidad de poder auxiliarlo inmediatamente por si volvía a faltarle la respiración. Se sentó a su lado.

Nemesio se enderezó con la ayuda de su bastón y de Cirilo, tomó aire profundamente y dijo:

—¿De dónde vienes?

—Vengo de Monterrey.

Vi que Nemesio se endureció, y como con dificultad, dijo la siguiente pregunta:

—¿Cómo te llamas?

—Roberto Moreno Garza.

Nemesio se volvió a alterar. Cirilo, como ya estaba a la expectativa, actuó inmediatamente.

—Voy a ir rápidamente por un doctor para que lo auxilie.

Nemesio lo tomó de la mano y le dijo:

—Estoy bien, no te preocupes. Estoy muy bien —volvió a decir.

—Tus padres ¿cómo se llaman?

—Roberto Moreno García y Adelaida Garza García.

Se vio que Nemesio se alteró al oír esto, pero guardó compostura, respiró muy hondo y trató de decir unas palabras, como que esperaba algún día poder decirlas. Ese era el momento tan esperado y tan importante en su vida. Y mencionó:

—Yo soy tu abuelo —lo dijo muy directo. Sentí como si lo hubiera ensayado muchas veces. Sorprendido, le contesté:

—Discúlpeme, señor Nemesio, pero usted debe estar equivocado. Yo no tengo abuelos: los padres de mis padres fallecieron.

—Hijito mío, ellos no son tus verdaderos padres.

Me quedé sin palabras, mi mundo se detuvo. Solo se escuchó una expresión:

—¡Áijoezu! —exclamó Cirilo.

Vinieron muchas cosas a mi cabeza. Sentí que mi mente me daba muchas vueltas, iban y venían imágenes desde mi niñez hasta ahora, de mi vida, del amor de mis padres, de mis supuestos abuelos, de por qué estaba ahí. Yo creía que esta persona era honorable. ¿Cómo era posible que me pudiera decir semejante mentira? Era un embustero.

Quería salir de este lugar. Tenía grandes deseos de correr.

Cirilo se me quedó viendo con los ojos y la boca abierta y Nemesio me veía con una mirada paternal.

Nadie quería volver a emitir una palabra hasta que Nemesio me dijo:

—Te entiendo. Esto debe de ser muy duro para ti. Me hubiera gustado que supieras esto en otro lugar, en otras circunstancias y que te lo hubieran dicho otras personas, pero el destino ha hecho que yo sea esa persona.

—Necesito que me explique bien lo que me acaba de decir —le dije con voz de mando.

—Sí, hijito. Tengo tantas cosas que decirte. Pero antes de empezar, solo quiero darte las gracias por que hayas venido. No sabes lo que significa para mí el conocerte, no sabes cuántas oraciones he hecho por ti, no sabes cuánto amor te he mandado hasta el lugar donde te encontrabas sin saber cómo te encontrabas. Mi mayor deseo era verte de nuevo antes de morir; ahora, sí voy a poder morir en paz. Doy gracias a Dios —elevó su cara, sus ojos y sus manos al cielo.

Tenía ganas de abrazarme, pero se contuvo.

Se acomodó muy bien Cirilo en su silla, estiró su cuello con expresión de poner atención.

Y Nemesio me empezó a decir…

DECIDIR DARME EN ADOPCIÓN

—Yo tuve solo un hijo. Mi esposa, quien fue una gran mujer, murió en el momento del parto cuando nació Rigoberto. Él era todo mí ser; era un pedazo de mi esposa que Dios me había dejado para sentir siempre su amor y su presencia a través de él. Rigoberto fue muy buen muchacho, muy trabajador, fue un gran compañero para mí, era mi orgullo, era mi ser.

Se acomodó y afinó su voz con la garganta.

—Desde niño conoció a María, tu madre, siempre fue una persona caritativa, trabajadora y cariñosa. Se enamoraron, tu padre no quiso esperar, se quiso casar a los 18 años. Como ambos me querían mucho, decidieron vinirse a vivir conmigo, lo cual les agradecí, estábamos los tres muy adaptados, cada uno desempeñándonos en nuestras actividades. Tu madre supo llevar muy bien la relación entre nosotros.

»Nos llegó la noticia que María estaba embarazada, no te imaginas la alegría que reinaba en esta casa, parecía que aquí ya no cabía mas felicidad, todos nos gozamos, nos admirábamos como iba su vientre creciendo cada día más grande, con orgullo se acercaba a nosotros para que sintiéramos las pataditas que dabas. Rigoberto se sentía pleno.

»Llegó el momento del parto. Tu padre siempre tuvo temor de ese momento desde que supo cómo murió su madre. En aquel entonces no contábamos con alguna clínica cercana, ni siquiera un doctor, solo teníamos parteras. Pero cuando tu madre estuvo embarazada, ya contábamos con una de ellas; no dejaba de ir con el doctor para que la revisara cada mes, esto le daba algo de tranquilidad a tu padre. Además, tu madre siempre había sido muy sana y fuerte.

Se le empezaron a salir lágrimas a Nemesio como si tuviera un par de fugas en sus ojos; estas corrían entre los surcos que se formaban en las arrugas.

Cirilo le acercó un pañuelo. Se limpió los ojos y continuó.

—Tu madre estaba esperando el momento de tenerte en sus brazos. Tenía todo listo para recibirte. La última vez que la vi, fue con una gran sonrisa, ya que iba a dar a luz a un ser que deseaba tanto, te amaba sin aún haberte conocido, anhelaba llegara ese momento. Nunca se imaginó el desenlace que iba a tener.

Cirilo exclamó: “¡Ay, caray!”, él ya sabía lo que iba a suceder. Su madre se lo había contado.

—En el momento del parto, tu madre tuvo un sangrado muy fuerte que no le podían parar. Tu padre salió rápidamente rumbo a la clínica, llegó corriendo el doctor, le ayudó a la partera a que tú nacieras. Al ver toda la sangre que tu mamá derramaba, tu padre gritó: “¡¡Por favor, ayúdela!!”. Pero el doctor no pudo hacer nada; desgraciadamente, no tenía los instrumentos necesarios para detener el sangrado tan fuerte que tuvo, tu papá estaba desesperado. No se pudo hacer nada, tu madre falleció.

»Después, tu padre investigó y supo que el gobierno había dado dinero para equipar esa clínica pero nunca llegó, se quedaron en los bolsillos de los “servidores” públicos.

Cirilo tenía una expresión muy triste, también se le empezaron a derramar las lágrimas.

Yo no sabía qué pensar, ya que he querido a otra madre toda mi vida.

—Después, ¿qué pasó? ¿Qué fue de mi padre? ¿Por qué no se hizo cargo de mí? —le cuestioné, con deseos de que me contestara inmediatamente.

Cirilo meneaba la cabeza de arriba abajo, alzó los hombros como diciendo que él también desearía saber.

—Tu padre, a raíz de entonces, cambió mucho. Ya no era la misma persona, ya no quería trabajar, no tenía ilusión para hacerlo. Yo trataba de animarlo sin lograrlo, hasta que un día decidió irse a la capital.

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